La vieja que atraviesa el camino se encuentra con un joven que apenas sí empieza a vivir. Ella le da los buenos días y al hacerlo refleja en su rostro un mohín de cuando era, físicamente, también joven.
Porque ocurre en los viejos un hecho que los jóvenes no pueden entender y es lo siguiente: la mente de los viejos no suele ser tan vieja como los cuerpos que la albergan. Por eso muchos viejos se extrañan que se los trate de viejos y muchas viejas se sienten atractivas, de ahí esos gestos coquetos en muchas de ellas. Podríamos decir que si la mente pudiera traslucir su lozanía en algún rasgo del físico de los viejos, muchos seguirían siendo atractivos.
Quizá por eso Naturaleza se esfuerza en disimular esa juventud mental porque lo que Ella necesita es células reproductoras jóvenes e inexpertas que no sepan o incluso disfruten del lugar en el que viven y no células reproductoras que ya conocen el mundo y alertarían en exceso al feto de lo que está por venir con el consiguiente aumento de los abortos espontáneos.
El joven apenas mira y gruñe un saludo a la vieja que pasa. A quién él espera es a una muchacha que ni le mira. Pero ya le mirará, ya…
Yo estuve en la isla de la Serpiente que recibió a un náufrago al que apeló como vasallo. Yo fui ese náufrago y aún hoy, pasados más de cuarenta siglos, veo como si estuvieran frente a mí sus cejas de lapislázuli.
Me mantuve amarrado al mástil y vi morir a los ciento veintiún marineros que conmigo navegaban. Íbamos a inspeccionar unas minas de oro de un Rey cuyo nombre la niebla de los siglos ha ocultado.
Ahora estoy aquí, en lo alto de unas montañas. Dos buenas mujeres acuden cada poco para asearme y darme de comer. Siempre que me ven comentan lo viejo que debo ser. Me dejan arropado, sentado frente a una ventana.
Yo estuve en la isla de la Serpiente. Fui náufrago. Ahora, en la vejez, soy náufrago de nuevo. Envejecer es naufragar; la mar en la vejez siempre está encrespada. Mi mástil son las dos buenas mujeres. A ellas me aferro.
Cuento
Tags : Cuentecillos Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 17/10/2022 a las 18:58 |
Tienes que buscarlo, le decíamos.
Ella nos miraba con los ojos muy abiertos o quizá lo que miraba era la palabra que pugnaba por salir de su boca.
Nosotros insistíamos, Tienes que buscarlo.
Ella se retorcía las manos. Tarareaba algo. Uno de nosotros incluso aseguró haberla visto sonreír. Los demás no le creímos.
Tienes que buscarlo, le dijimos por tercera vez.
Por fin pareció reaccionar. Nos miró con, diríamos, reflejos de perla en sus iris y le susurró a una medalla que siempre llevaba colgada al cuello algo que, por supuesto, no logramos entender. Hecho el susurro y tras hacer un gesto que podría sugerir disculpas, cayó en un profundo sopor y desapareció en su vigilia para siempre.
Las vio un atardecer. Podría esforzarse y saber qué atardecer exactamente. No lo hará. Ya no hace ese tipo de bravuconadas. Escribamos entonces que las vio en un atardecer reciente. Caminaba por las calles más estrechas, las aledañas a una de las grandes arterias de la ciudad. Iba en busca de un portal. Por él se entraría al edificio. Habría puertas y tras éstas casas y en las casas muebles, ropas, olores, recuerdos, personas. Por una calle estrecha iba. A la primera que vio no le dio tiempo a reaccionar. La vio y ya no estaba. La vio y no supo si realmente la había visto. Más la vio con el corazón a lo mejor. O con las ganas. El atardecer caía hacia la noche a pasos lentos. En un edificio alto construido de cristal y acero se reflejaban los últimos rayos del sol. Era siempre bella esa imagen. La segunda vez que las vio fue cuando dejó de mirar el reflejo del atardecer en la fachada de cristal del edificio de acero y su vista descendió hasta el adoquín. Fue en el bordillo donde las vio. Parecían reír. Parecían tener un propósito. Más cuando se metieron por la boca de la alcantarilla. El portal no podía estar muy lejos. Ella comenzó a caminar más despacio como si dudara de llegar hasta su destino. Se detuvo. Giró y se quedó mirando la boca de la alcantarilla y luego miró más allá, hacia el lugar donde las creía haber visto por primera vez, justo frente al escaparate de una tienda de discos que tenía un cartel en el que se leía, Se traspasa. Se traspasa, pensó. La tercera y última vez que las vio fue en el momento mismo en que se encontraba frente al portal que buscaba. No era un portal bonito. En realidad era un gran portón de madera sin ornamentación ninguna. Giró el pomo. El portón no tenía echada la llave y al entreabrirlo, en la penumbra que se creó en el zaguán con los últimos restos de luz del día, las vio por tercera y última vez. De inmediato pensó que debían de ser miles, millones quizá. O si no ¿cómo era posible que se escuchara de forma tan baja e intensa el sonido de la multitud? Al cerrar el portón tras de sí dejamos de verla. Supusimos que daría a la luz o se encaminaría a tientas hasta las escaleras y las empezaría a subir, y subiría y subiría y subiría más y sólo hasta llegar a su destino.
Ayer la fiebre fue alta. Aún así salió al camino y subió las pendientes tendidas que le llevaban hasta su puesto en el mercado. Atendió su clientela -la mayoría mujeres porque su especialidad eran las bragas y sostenes de saldo- y entre ella estuvo Soledad, la hija de la Magdalena, una muchacha rubia y corpulenta con unas pantorrillas que daba gloria verlas. Rondaba ya los veinticinco años y decían en la aldea que nunca se casaría, que ella había querido ir para monja pero su madre, la Magdalena -mujer de profundas creencias ateas- le había amenazado con cortarle los pechos si se acercaba con semejantes intenciones a un convento. Eso decían. Probablemente no fuera cierto.
Terminada la jornada, el hombre recogió sus mercancías y se volvió por donde había venido. Había empezado a caer una lluvia fina, hasta cierto punto agradable porque el día había sido de calor, un calor inusual para el mes de abril en el que estaban. Cuando el hombre llegó al cruceiro, se desvió por el camino de la izquierda, el que llaman de los Bandoleros porque se interna en un bosque en el que, según cuentan las crónicas antiguas del abate Gelmión, fueron atracados muchos viajeros. No, no era ése el camino que había de tomar el vendedor de prendas íntimas de mujer para volver a su casa. Mojado y sudoroso, con fiebre y temblores, no quería perderse su encuentro semanal con Soledad. Una gruta era su alcoba.
El vendedor debía doblarle en edad pero un tiempo antes -ni ella ni él recuerdan con exactitud la fecha- una frase de Agustín -que así se llama el mercader- tras venderle unas bragas de algodón con puntilla, generó entre ellos una simpatía que con el tiempo se convirtió en deseo, más tarde en amor y al final en sexo. Las bragas costaban doscientas pesetas y a ella le faltaban unas monedas. Agustín le dijo, Llévatelas, muchacha, que ya habrá tiempo para que pagues lo que resta y si no lo hay, así Dios lo habrá dispuesto y no voy a ser yo quien discuta con él lo que deba o no deba ser.
Soledad le espera al fondo de la cueva como una diosa antigua. Hacen el amor entre candiles. Luego él, mientras ella se lava en una fuente subterránea, se fuma una cachimba de tabaco holandés. Ella sale antes. Un poco más tarde sale él. Con el tiempo justo para que la noche no le sorprenda por el camino. Hoy tiembla un poco por la humedad y por la fiebre. Como siempre, al salir le agradece al buen Dios que, el día aquel de hace no sabe cuánto tiempo, a aquella muchacha de hermosas pantorrillas le faltaran unas monedas para poderse comprar las bragas con puntilla.
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Tags : Cuentecillos Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 18/10/2022 a las 14:18 |