Inventario

Revista literaria y artística escrita y dirigida por Fernando Loygorri
El pómulo derecho de Olmo sigue sangrando cuando llega a la cueva. El temporal ha arreciado. Rayos y truenos se suceden. El día es de una oscuridad sobrenatural. Deben de ser las cuatro de la tarde y se diría el anochecer. Olmo se seca. Se viste. Tiene el frío en los huesos. Enciende varias velas. Coge el espejillo y se mira la herida. Coge el botiquín y se limpia para ver si es profunda. Y lo es. Olmo hace un fuego. Calienta una aguja. Enhebra un hilo. Se cose la herida con seis puntadas. El té que bebe no le calma el dolor. No tiene analgésicos y sabe que la fiebre va a aparecer. El frío no acaba de salir. Olmo hace una buena cantidad de té. Cuando realmente cae la noche, el temporal amaina y la fiebre aparece. Olmo se mete en su saco de dormir y empieza a sudar.
La gata ronda la cueva. Entra y observa a Olmo en su dormir inquieto. Con la cautela de los gatos, la gata se mete dentro del saco y se acurruca en la tripa de Olmo. Se podrá decir -si alguna vez esta historia se convierte en leyenda- que el calor de la gata le salvó la vida. Porque la fiebre fue en aumento y rondaría la medianoche cuando Olmo se levantó y salió hacia un lugar concreto, un lugar que le había señalado en sueños Leviatán. Había de subir el monte por el sendero opuesto al de la casa abandonada, allí encontraría un cedro, alto y fuerte como patas de buey, y bajo su copa debería sentarse a esperar. Olmo se deja guiar por la noche y su luna que aunque decrezca alumbra aún la arena. Encuentra el cedro. Se sienta bajo su copa y espera. Frente a él el mar se ha calmado como un niño chico tras su primer berrinche se queda dormido agarrado a la teta de su madre. Apenas la luz de la luna se ondula en sus aguas. Apenas cantan las olas al llegar a su destino de tierra. No hay grillo. No hay búho. No hay lobo. Sí hay pasos que se acercan. Sin inquietud ninguna, sin girarse siquiera, Olmo espera a que lleguen. Son un hombre y una mujer. El hombre se sienta a su derecha y le dice, Soy Jesucristo; la mujer se sienta a su izquierda y le dice, Soy María Magdalena. Olmo les dice, Soy Olmo y hoy he desafiado a Tehom. Jesucristo sonríe, Sí, te hemos visto. Has sido osado. La cicatriz en tu cara te lo recordará siempre. Añade María Magdalena, Osado y hermoso. Una opinión: no seas tan masculino. Sin saber por qué responde Olmo, Huele a higo. María Magdalena le acaricia la nuca y pronuncia el nombre de Budha. Olmo calla. Luego gira lentamente la cabeza hacia Jesucristo y le pregunta, ¿Tú eres realmente Jesucristo? Jesucristo gira la cabeza hacia él y responde, Yo soy el que soy. Olmo gira la cabeza hacia el otro lado y pregunta, ¿Tú eres realmente María Magdalena? y ella le responde, Yo soy la que soy. Olmo siente una paz inextinguible cuando pregunta, ¿Tendréis hijos? Y ambos comienzan a cantar hasta que la luna se oculta y la Aurora despierta al Día con sus rosados dedos.
Olmo abre los ojos. Siente el pelo y el calor de la gata en su vientre. Le duele el pómulo pero ya no tiene fiebre. Sale del saco. La gata se marcha de nuevo quizás hasta la noche. Quizá no vuelva nunca. Olmo recuerda de golpe la noche bajo el cedro, el pelo negro de María Magdalena, los ojos grises de Jesucristo. Sale corriendo en la dirección que le diera en sueños el monstruo Leviatán. Ve a lo lejos el cedro. Llega hasta él y se detiene, admirado, cuando ve el suelo alisado bajo su copa por lo que parece el peso de tres cuerpos que han permanecido allí sentados durante horas no hace mucho, probablemente esa misma noche.

Cuento

Tags : Marea Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 24/06/2016 a las 23:47 | Comentarios {0}


La tramontana es un viento loco. Probablemente Olmo fuera un joven loco. Probablemente la tramontana sea siempre un viento joven.  Densos nubarrones preñados de agua. El aire pendulea. Los árboles muestran el vigor de su flexibilidad. La gata ha desaparecido. Olmo se siente inmantado por la oquedad en la pared del acantilado. Las olas espumajean una espuma amarilla semejante a la bilis como si la mar estuviera invadida de humor negro. Sabe Olmo que no es el mejor día para nadar. Sabe que un golpe de mar podría dar con su cabeza contra las rocas. Sabe que debería quedarse en la cueva leyendo, escribiendo, haciendo pulseras.  Olmo desciende a la cala. Hace frío. El otoño muestra su faz de invierno. Olmo corre a lo ancho de la cala para oxigenar sus músculos. De un lado a otro. Una vez y otra. Desnudo y hermoso. De improviso encara el mar y se zambulle. Vigorosas brazadas. Atraviesa la barrera donde las olas rompen. Avanza fácil porque la resaca tira hacia dentro, hacia el mar abierto. Olmo sabe que volver será mucho más difícil. Mar, cielo y aire van a jugar con Olmo. Un rayo rompe el gris de las nubes; un trueno las abre a la tormenta. Llueve y caen las gotas a tal velocidad que se dirían pequeñas saetas, agudas, que pican y hieren la espalda del nadador. Si un rayo cayera cerca. Si una ola se torciera. Olmo avanza en paralelo al acantilado a una distancia que él considera prudente. En un giro de cuello para tomar aire adivina el hueco en la roca. Se detiene. El mundo es inhóspito. Todo alrededor de Olmo es agua: es agua el cielo; es agua el aire; es agua el mar. El joven por su propia condición no va a ceder ahora. Porque para el joven la muerte es una posibilidad, no una certeza. Así es que toma aire frente a la oquedad, -que ahora, por completo bajo las aguas, parece la entrada oscura a los infiernos, un ojo líquido que le invita a mirarse en él- acepta la invitación, se sumerge y el sonido del mundo se vuelve sordo. Olmo bracea hasta el agujero y sin detenerse se adentra y descubre un túnel del que no logra ver el final porque las aguas están inquietas y turbias. Le sobra aire -piensa Olmo- pero sabe que no es el día para avanzar. Así es que retrocede porque la angostura del túnel le impide darse la vuelta. Se apoya en las paredes para impulsarse hacia atrás. Se hará un corte. Dos. Tres. No acaba de salir. Olmo se sorprende porque pensaba haber avanzado poco. Algo empieza a arder en sus pulmones. Olmo se relaja. Y sigue retrocediendo. Por fin siente sus pies fuera del túnel. Y va saliendo el cuerpo. No le queda aliento. Cuando saca la cabeza y por puro instinto hace un último esfuerzo, patea fuerte, sale al aire -que sigue siendo agua- y aspira una bocanada. Había una ola esperándole. El joven respira sal, agua y aire. Una segunda ola le lanza con furia contra las rocas. Olmo tose y se golpea el rostro y se lo raja. Olmo sangra. Los cielos abiertos. El aire denso. La mar brava. Olmo calcula la distancia que le separa de la playa. Inicia el regreso y de inmediato los elementos saben que no podrán arrebartarle la vida al joven porque Olmo nada con cadencia; nada con el ritmo de los vencedores; nada con la seguridad de poder estar nadando horas; nada con el empecinamiento de los que no tienen nada que perder. Y así, tras la batalla, Olmo llega a la playa. Hoy ha vencido al precio de una de sus vidas.

Cuento

Tags : Marea Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 23/06/2016 a las 12:34 | Comentarios {0}


El mismo día en el que el joven al que llamamos Olmo descubrió la oquedad cubierta por las aguas en el acantilado de la izquierda mientras recogía lapas, ocurrieron dos hechos más de singular importancia para esta historia.
La primera ocurrió a la caída de la tarde. Hasta entonces el día había transcurrido dentro de la normalidad -si podemos aplicar este sustantivo al hecho de encontrar a un joven de veintiún años en la más absoluta soledad, viviendo en una cueva y sin apenas medios de subsistencia- porque si bien a Olmo se le podría tachar de estrafalario o directamente de anormal por vivir en las condiciones en las que vivía, lo cierto es que tenía una rutina digna de Emmanuel Kant. Así es que digamos que cuando veía que el sol declinaba, él solía dar una vuelta por el bosque excepto cuando tenía necesidad de ir a por agua. En ese caso subía por el sendero hasta lo alto del monte y allí tomaba un camino que llevaba directamente hasta la casa abandonada con su pozo. La tarde a la que nos referimos Olmo fue en busca de agua. Llegó hasta el pozo. Llenó el bidón -de cinco litros- y regresó. La luna aquel día estaba llena. Y aquí hay que dar a conocer una característica de la personalidad de Olmo: no amaba la luna llena y -él lo sabía- la luna llena no le amaba a él. Siempre que la luna llena se hacía dueña del cielo a Olmo le entraba un nerviosismo lunar, su respiración se alteraba y sus pensamientos podían rozar la obsesión; también se alteraba su sueño y sus sueños se convertían en pesadillas. En ocasiones Olmo le hablaba a la luna llena y le solía decir éstas o parecidas palabras, ¡No me jodas esta noche, zorra! ¡Enséñale a otro tu culo! Eres sucia y lo sabes. Eres poderosa y lo sé. Por eso sólo te pido que sencillamente nos ignoremos. Cosas así hablaba Olmo con la luna y la luna parecía responderle éstas o parecidas palabras, ¡Jovencito, nunca te librarás de mí! Porque mi blancura impura te pone cachondo y quisieras follarme toda la noche hasta quedar dormido para que yo rielara sobre ti. Cachorro de hombre, haré contigo lo que quiera cuando quiera. Esta noche, por ejemplo, te haré soñar con un coño dentado al que tú te sentirás atraído y no podrás evitar que te desgarre el sexo cuando, incauto, vengas a mí y creas que puedes poseerme. Hombre necio como todos los hombres. Deberías aprender que una mujer jamás es poseída. Cosas así hablaba la luna con Olmo. Y en esta inquietud se encontraba Olmo de vuelta a su cueva cuando ocurrió el primer hecho singular y fue que -surgida de la nada. Aparecida como fantasma. Espectral y linda- una gata se cruzó en el camino de Olmo; una gata negra de ojos grandes y verdes. Olmo se asustó y pegó un grito. La gata se sentó frente a él y maulló dulcemente. La noche estaba cayendo pero aún a lo lejos los colores del atardecer de septiembre añiles, naranjas y rosas luchaban por permanecer. Olmo se recompuso y rodeo a la gata para seguir su camino. La gata le seguía. Olmo le dijo, Seguro que tienes hambre o sed porque compañía no te hace falta. Decía mi abuela que los gatos no tienen dueño, los gatos tienen casa y riendo añadía y las gatas más aún. Olmo se calló y la noche era cuando llegaba a la cueva. Entró y encendió una vela. La gata se quedó en el umbral moviendo -como si fuera sierpe- su cola. En una cáscara de coco Olmo le puso agua. En una piedra lisa le puso algo del arroz con lapas. Luego encendió el fuego y se hizo un té. La luna reinaba sobre el cielo cuando Olmo salió para tomarse el té y fumarse un cigarrillo antes de irse a dormir. Hasta entonces la gata se había mantenido en el umbral en la misma posición, con el mismo movimiento de la cola. Olmo se apoyó en la pared del acantilado y maldijo la luna llena. La gata ronroneó y se acurrucó a su lado. Olmo no la acarició pero la dejó estar. Empezaba a hacer frío. Era finales de septiembre.
El segundo hecho singular ocurrió cuando Olmo llevaba unas horas dormido. El viento se había levantado. Sonaba el mundo batido por el viento y las olas parecían haberse desperezado y ahora llegaban hasta la arena como un tumulto que fuera creciendo. Entre el tumulto y el batir del mundo, Olmo empezó a oír -a medida que se despertaba- una canción en la voz de una mujer. La luna iluminaba la entrada de la cueva y la silueta de la gata -sentada de nuevo en el umbral, de espaldas a él- se recortaba; parecía el conjunto un dibujo de Hugo Pratt. A Olmo le costaba despertar. O más bien Olmo no sabía si estaba despierto. Lo único que parecía estar en completa vigilia era su sentido del oído. Las olas, el viento y la voz de la mujer que canta le inundaban y al mismo tiempo le paralizaban. Y así, paralizado y escuchando, se volvió a quedar domido.
Despertó cuando la luz del día había amanecido. A sus pies la gata dormía. Olmo se levantó. Tomó el cuaderno y escribió:
 
Canción de la Mujer
No te distraigas muchacho.
Mi boca se ha hecho ancha.
Mi corazón se estrecha.
No te distraigas muchacho
la barca sólo vendrá una vez

No escribió más. No sabía si aquellas palabras las había pronunciado la mujer que había cantado la noche anterior. No sabía si la noche anterior una mujer había cantado.

Cuento

Tags : Marea Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 21/06/2016 a las 23:52 | Comentarios {0}


El joven se dedica a su oficio artesano. Está en la playa. Desnudo. La cala está desierta. Recuerda los días de verano cuando estaba llena de jóvenes iguales a él. Recuerda el sonido de los diferentes idiomas y el sabor a sal en el cuerpo de una muchacha austriaca un anochecer. Mientras labora ve bajar por el sendero a una pareja de guardias rurales. Ambos llevan escopetas colgadas del hombro y pistolas al cinto. También son jóvenes. Llegan hasta él y le hacen preguntas acerca de dónde viene, cuánto tiempo lleva en la isla, cuánto piensa estar. Él les invita a sentarse y a fumar un cigarrillo. Ello se sientan y fuman. El joven responde. Uno de los guardias le indica dónde se encuentra el cuartelillo por si necesita algo y le avisa de que llega la tramontana. Haciéndole un saludo militar la pareja se marcha.
El joven -al que llamaremos Olmo- decide coger lapas de la roca para añadir a su arroz. Se ata un redecilla al muslo y toma su navaja. El agua turquesa y calmada ya empieza a estar fría. Nada Olmo hacia el acantilado de su izquierda y empieza laboriosamente a despegar las lapas y mientras lo hace el tiempo pasa, la vida sigue, el mundo gira, las galaxias se mueven y se acercan unas a otras, puede que alguien esté atravesando un agujero de gusano; es seguro -en todo caso- que alguien ríe y alguien llora mientras él recolecta lapas a lo largo del acantilado y se detiene cuando descubre una oquedad apenas cubierta por las aguas del mar. Olmo se sumerge y descubre que la oquedad es una entrada al interior de la montaña.

Cuento

Tags : Marea Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 20/06/2016 a las 12:27 | Comentarios {0}


Érase una vez un joven que se enamoró de la desnudez y del mar. Fue tanto su enamoramiento que se fue a vivir a una isla y en la isla encontró una cala y en la cala una cueva que se hallaba en la ladera de un monte que iba a morir al mar. El joven se dedicó la primera mañana a recoger paja y piedras y con ellas se hizo un lecho. La paja la cubrió con una vieja tela que siempre llevaba consigo. Era una tela que tenía bordado el árbol del Mundo. Era una tela de color azul. En un rincón -cerca de la boca de la cueva- hizo un hogar donde poder cocinar su alimento. Todo su alimento era arroz integral y té. El joven volvió a salir y recogió leña que amontonó al fondo de la cueva. Su equipaje era un saco de dormir, una muda, dos camisetas, dos pantalones -uno corto y otro largo-, un jersey, un chubasquero, dos pares de zapatillas, un tubo de dentífrico, un cepillo de dientes, un botiquín de primeros auxilios, un espejillo, un cuaderno, dos plumas y dos tinteros -uno de tinta azul y otro verde-, dos libros: La Biblia de Jerusalem y la Historia Natural de Plinio, un bidón para el agua, una navaja, una cuchara de madera, un manojo de velas, un telar para hacer pulseras de hilo, hilos de varios colores, tabaco de liar, papelillos y cerillas. El joven dejó la ropa dentro de la mochila, fue sacando los demás enseres y los distribuyó por el espacio de la cueva que tendría unos seis metros desde la entrada hasta el fondo por cuatro metros de pared a pared. Cuando hubo terminado de hacer la distribución bajó -por un sendero- hasta la cala. El día se había hecho corto y ya era la tarde. Una tarde de septiembre, en una isla del mediterráneo. El joven desnudo era bello porque lo bello de los jóvenes es su juventud. Tenía los cabellos largos y castaños. Su piel estaba bronceada. Sus ojos eran grandes, oscuros. Su boca se dibujaba nítida. Su torso era muy delgado. Su sexo se aposentaba cálido entre sus muslos; unos muslos que como fuste de columna empujaron con delicadeza las aguas del mar. El joven se bañó. La cala miraba a poniente. Antes de que anocheciera se acercó a las ruinas de una casa donde había un pozo. Sacó agua. La vertió en el bidón y volvió a su cueva. La primera noche cayó y un mundo de estrellas cubrió la naturaleza: el joven cocinaba su arroz, las olas lamían la arena, una brisa dulcísima interpretaba sonidos en árboles, matorrales, caminos y piedras. Tras cenar dedicó un rato a su labor de artesanía y fabricó en su rudimentario telar seis pulseras de hilo. Fumó un cigarrillo en la entrada de la cueva, intuyendo el mar -la luna era nueva-, buscando las constelaciones que conocía, afinando su oído para ubicar a la cigarra que cantaba.

Cuento

Tags : Marea Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 18/06/2016 a las 12:36 | Comentarios {0}


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