Inventario

Revista literaria y artística escrita y dirigida por Fernando Loygorri

Ayer la fiebre fue alta. Aún así salió al camino y subió las pendientes tendidas que le llevaban hasta su puesto en el mercado. Atendió su clientela -la mayoría mujeres porque su especialidad eran las bragas y sostenes de saldo- y entre ella estuvo Soledad, la hija de la Magdalena, una muchacha rubia y corpulenta con unas pantorrillas que daba gloria verlas. Rondaba ya los veinticinco  años y decían en la aldea que nunca se casaría, que ella había querido ir para monja pero su madre, la Magdalena -mujer de profundas creencias ateas- le había amenazado con cortarle los pechos si se acercaba con semejantes intenciones a un convento. Eso decían. Probablemente no fuera cierto.
Terminada la jornada, el hombre recogió sus mercancías y se volvió por donde había venido. Había empezado a caer una lluvia fina, hasta cierto punto agradable porque el día había sido de calor, un calor inusual para el mes de abril en el que estaban. Cuando el hombre llegó al cruceiro, se desvió por el camino de la izquierda, el que llaman de los Bandoleros porque se interna en un bosque en el que, según cuentan las crónicas antiguas del abate Gelmión, fueron atracados muchos viajeros. No, no era ése el camino que había de tomar el vendedor de prendas íntimas de mujer para volver a su casa. Mojado y sudoroso, con fiebre y temblores, no quería perderse su encuentro semanal con Soledad. Una gruta era su alcoba.
El vendedor debía doblarle en edad pero un tiempo antes -ni ella ni él recuerdan con exactitud la fecha- una frase de Agustín -que así se llama el mercader- tras venderle unas bragas de algodón con puntilla, generó entre ellos una simpatía que con el tiempo se convirtió en deseo, más tarde en amor y al final en sexo. Las bragas costaban doscientas pesetas y a ella le faltaban unas monedas. Agustín le dijo, Llévatelas, muchacha, que ya habrá tiempo para que pagues lo que resta y si no lo hay, así Dios lo habrá dispuesto y no voy a ser yo quien discuta con él lo que deba o no deba ser.
Soledad le espera al fondo de la cueva como una diosa antigua. Hacen el amor entre candiles. Luego él, mientras ella se lava en una fuente subterránea, se fuma una cachimba de tabaco holandés. Ella sale antes. Un poco más tarde sale él. Con el tiempo justo para que la noche no le sorprenda por el camino. Hoy tiembla un poco por la humedad y por la fiebre. Como siempre, al salir le agradece al buen Dios que, el día aquel de hace no sabe cuánto tiempo, a aquella muchacha de hermosas pantorrillas le faltaran unas monedas para poderse comprar las bragas con puntilla.
 

Cuento

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 10/06/2022 a las 17:45 | Comentarios {0}


Cuando le conocí no tendría aún los veinticinco años, yo debía de andar por los treinta y muchos. Era guapo, de una belleza fría y tenía un ojo de cada color sólo que ambos colores eran claros -verde y azul claros- y tenías que fijarte mucho para descubrirlo. En todo caso no importaba que no fueras observador porque él ya se iba a encargar de contártelo a la primera ocasión que encontrara y si no la encontraba la fabricaba. Ese narcisismo lo descubrí tiempo después. Nos conocimos en una de las veladas que organizaba Carlo Delol en su casa de la calle del Almirante Lezo, cerca del Senado, en el Madrid de los de los Austrias. Acababa de aterrizar en la capital desde su Mundaka natal, en Vizcaya, con el imponente reto de hacerse un hueco en la profesión que había elegido: una profesión -todo hay que decirlo- en la que el esfuerzo poco tenía que ver con el éxito; una cara bonita solía ser el camino más recto para triunfar y si a eso le añadimos don de gentes y una buena disposición a que otros usen tu cuerpo como carta de presentación miel sobre hojuelas.
Corrían los años noventa y Carlo, en aquella velada en su casa, nos lo presentó como un pariente lejano y por lo tanto un mancebo al que tomaba bajo su protección porque Carlo Delol hacía creer en aquella época a los recién llegados a sus veladas  que él era un protector de los jóvenes talentos, un promotor. Si además luego se los podía llevar a la cama mejor que mejor. Era una época en la que aún la homosexualidad no estaba tan aceptada como ahora y por lo tanto todos esos enredos amorosos quedaban a la luz de comentarios velados, ingeniosidades de salón; añádase que Carlo nunca había declarado su condición homosexual, siendo como era un hombre mucho mayor que nosotros, de la vieja escuela, al que le gustaba más la ambigüedad que la evidencia. Nos lo presentó pues como un sobrino tercero; nos dijo tras aparecer en el salón, levantarse él y darle un cariñoso abrazo de bienvenida, Os presento a mi sobrino tercero Gorka Muñárriz que viene a hacer carrera, ¡pobre mío! Y rió Carlo con esa jocosidad tan bien aprendida en los salones de sus antepasados, aquellos banqueros que compraban títulos de vizconde a mediados del siglo XIX y urdían una genealogía que los alejara lo máximo posible de su origen judío. Gorka saludó con seguridad y por primera vez pude apreciar en él  esa sonrisa que no nace en la mirada sino bajo la nariz y que provoca una sensación cercana al desagrado porque mientras el último tercio de la cara sonríe los otros dos tercios permanecen hieráticos, con una expresión neutra que a mí me recordaba la frialdad del metal.

Cuento

Tags : El Vendedor Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 12/10/2018 a las 21:02 | Comentarios {0}


Anatomía de Venus de Jules Talrich (anatomista, escultor y ceroplástico francés) S. XIX
Anatomía de Venus de Jules Talrich (anatomista, escultor y ceroplástico francés) S. XIX
Cada madrugada, al despertarse, ocurre lo mismo: es consciente de que millones de células se le están muriendo. Entonces grita. Da un alarido espantoso. Se sienta en la cama y siente los millones de agonías que a un mismo tiempo se están produciendo en esos límites que se llaman cuerpo. En algunas de esas muertes celulares siente un microdolor que sumado a otros miles de microdolores le supone una sensación ácida en el cuerpo como si se estuviera derramando una gotita de limón en cientos de rasponcillos. Entonces se pregunta por qué sus genes no hicieron con él como con otros seres en los que habitan: hacerle ignorante de sus muertes continuas. Al sentirse raro, se calma. Dice desconocerse. No saberse quién es. Ser imposible de hecho reconocerse en eso que se está muriendo desde que nació, cuyas células primeras ya no están ahí. Y envidia, mientras se pone las zapatillas, a sus verdaderos dueños que tienen la misma composición (excepto mutaciones y aberraciones -que también se dan entre ellos-) desde el mismo puto día en que se concibieron. Y repite el nombre que le puso un día a su creencia: genlatría.  

Cuento

Tags : Ciclos Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 05/09/2018 a las 18:38 | Comentarios {0}


Documento 19 de los Archivos Póstumos de Isaac Alexander


Carrión de los Condes
un mes de noviembre de mil y novecientos tantos

Así camina por la meseta castellana Ximena enlutada
dicen, los que la oyen, que sus palabras son negras como alas de cuervo
y los que la han visto explican que viste con formas de garza
Ximena discrepa de su destino
y eso, le ha dicho la vieja trotaconventos, degenera en locura
Ximena responde con un ulular lento y abre los brazos como cigüeña que iniciara el vuelo al África
cuando el invierno llega a lo que aquí llamamos meseta y en otros lugares apodarían páramo
(hay grutas secretas, lombrices de tierra, una mujer gafa se camufla con la arena para no ser apedreada, San Lázaro sería si no fuera hembra; hay larvas de mosca en el intestino abierto de una corza y se palpa en el aire miasmas de cólera)
Ximena camina y sus bajos se enlodan
y clama en la noche por el amor que ama y al que amaría ver con la cabeza cortada
(ida discrepa de su destino y argumenta para sí misma la cabeza cortada del Bautista; la cabeza cortada del Bautista se repite y añade que reclinada en su almohada cada tarde)
Ximena enlutada clama al rey venganza
Ximena enamorada clama a Afrodita desvío de sus ansias
Así sorprende a Ximena el amanecer un día y otro día hasta el fin de los días que la vieron nacer  
 

Cuento

Tags : Escritos de Isaac Alexander Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 09/06/2018 a las 13:36 | Comentarios {0}


Documento 19 de los Archivos Póstumos de Isaac Alexander. Escrito en septiembre de 2015 en la ciudad de Atenas.


Prólogo del Editor
Este breve relato de Isaac Alexander está basado, según me comentó el día antes de morir, en una faceta de la personalidad de un gran amigo suyo y que también lo era mío. Léelo, me dijo y dime después quién es este amigo común.
Nunca pude decírselo.
Éste es el relato. Quizá al final  revele quién es ese amigo común.
 Capítulo I
Ahí está la carnaza. Ahora sólo hay que esperar. Es terrible saber que por mucho que quiera disimular, el hombre culpable acaba dejándose ver. Ahí la ha dejado, casi con temor, encima de la mesa. Espera en una de estas modernas salas de reuniones -que son a la vez cocina e incluso, no sabe por qué lo relaciona, alguna vez pueden hacer las veces del boudoir de Sade e imagina, mientras espera, que dos jóvenes que están contratadas por un sueldo miserable en esa productora progresista, una vez que ha caído la noche y ellas han de terminar un trabajo cuyas horas no les van a pagar, se toman un descanso y tras una mirada intensa, posterior al último bocado de fast food, se hacen una paja sentadas en el banco corrido pero justo en el sitio donde se suele sentar el mandamás- a que aparezca el productor, ese hombre cincuentón de gimnasio, aún joven, con cara de niño -siempre tuvo cara de niño- para que le comunique la decisión que ha tomado acerca de una cuestión laboral que le atañe. No tamborilea en la mesa de madera. Ni fuma un cigarrillo. Ni se coge el periódico del día que como un dinosaurio reposa en papel sobre la mesa. Sencillamente no hace nada. Como mucho imagina la escena lésbica con aires de venganza porque las jóvenes conocen lo melindroso que es su jefe y lo mucho que detesta -teme- los fluidos humanos y más los femeninos.
Lee el título de la carnaza que ha dejado encima de la mesa y le da tiempo a vomitar en el seno del fregadero.

Cuento

Tags : Escritos de Isaac Alexander Terror de ser Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 26/04/2018 a las 17:33 | Comentarios {0}


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