Iba a emprender el viaje. Lo miró todo con la mirada que se pone cuando se sabe que se ve por última vez aquello que se mira. Y sintió todo el peso de la nostalgia en su espalda. Sabía por qué se marchaba. Sabía que aquella maldita decisión estaba bien. Sabía que a veces lo bueno duele como una tortura. ¿Cómo le gustaría llamar por última vez la habitación en la que ahora se encontraba? ¿Escritorio? ¿Despacho? ¿Taller? ¿Biblioteca? Miró las dos mesas que había y le volvió a resultar milagroso que siendo como era la habitación tan chica, ambas mesas respetaran el espacio vital de la otra. ¡Cuántas horas! ¡Todo aquello! Recordó el día en el que cogió un trozo de adoquín de unos sacos que contenían cientos y cientos de trozos de adoquín, los cuales estuvieron durante varias semanas colocados en las veras de los caminos que rodeaban su casa; lo cogió para que ejerciera la función de sujetalibros de una de las estanterías voladas que había puesto en una de las paredes de la habitación en la que ahora se encontraba, la que miraba por última vez, donde tanto imaginó, donde un día supo que no había sido una buena persona. No fue ese descubrimiento el que le lleva ahora emprender el viaje, eso lo barruntaban sus tripas desde hacía años. Demasiadas veces le habían llamado diablo. Demasiadas personas se habían apartado, espantadas, de ella. Lo que sí ocurrió fue que una mañana al sentarse para iniciar su labor, sintió con una claridad y un pasmo que la sobrecogieron, que no era, que nunca había sido una buena persona porque sólo ése podía ser el motivo para que los otros -mis querido Otros, se decía en íntimo monólogo interior, que sois tan hermosos, tan veraces, que nunca habéis roto un plato; mis queridos Otros que siempre habéis actuado en consecuencia y os habéis sabido relacionar a la perfección; mis queridos hechos a vosotros mismos, con unas descendencias dignas de admiración- para que los otros -escribía- le abandonaran con cierta facilidad y ella nunca tuviera la fortaleza, la osadía, la no delicadeza de enfrentarte a ese desprecio y exigir explicaciones. Sólo una mala persona es incapaz de defenderse a sí misma. Y cuando estaba en estas disquisiciones que siempre terminaban produciéndole una explosiva sensación de ridículo, le vino a la cabeza, una vez más, la palabra ominoso y una vez más, después de más cuarenta años luchando con ella, después de haber buscado su significado en el diccionario una y otra vez, de nuevo, una vez más, no sabía a ciencia cierta cuál era su significado. ¿Era pesado? o ¿Era vergonzoso? ¿O no tenía nada que ver con eso? Ominoso, le gritó su mente; Ominoso, se lo susurró esta vez. No recordaba. Se sentó en el suelo. Se apoyó en una de las librerías que aún estaba arriostrada a la pared y al mirar hacia arriba vio que en la librería de enfrente, solitarios en una balda, como olvidados, estaban los dos tomos del Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española. Bajó la vista. Cerró los ojos. La oscuridad, como anuncio de neón que parpadeara su luz sólo un instante, escribió en su vientre, ominoso, y se apagó.
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Tags : Cuentecillos Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 25/05/2025 a las 17:57 |