Venía para un par de semanas. Eso se había dicho. Se lo había jurado. Sólo un par de semanas. Luego volvería. Se asentaría. Dejaría de pensar.
El lugar al que llegó era plano con un gran horizonte a lo lejos y con el cielo muy bajo (un cielo -pensaba- que parecía presionar la tierra, que impedía que ésta se levantara en cerros, oteros y menos aún montañas o cordilleras).
Había alquilado un bungalow junto a una playa de cantos. Era una estancia coqueta. Decorada con gusto. Encima de un sofá esquinero dejó la mochila. Descorrió luego las cortinas. Miró si había algo -como había contratado- en la nevera. Todo estaba allí. Bebió un zumo de manzana y uva.
La tarde llegó mientras estaba en la playa. Un lugar desierto y más en aquella época del año. Porque era finales de noviembre. Temió que en cualquier momento apareciera alguien ahora que ya nadie está a salvo de los otros en ningún lugar de un mundo tan pequeño. No apareció nadie.
Volvería en un par de semanas -se dijo- cuando volvió hacia el bungalow ya con la noche caída. Dentro brillaba una lámpara que había dejado encendida.
Sí, en un par de semanas volvería -se juraba-. Volvería. Vaya que si volvería.

Lo irreparable. Fotografía de Gilbert Garcin
Tendrá que volar y contenerse. Acudirá a los médicos que corresponda. Ingerirá los fármacos prescritos por cada uno sabiendo como sabe que unos anulan a otros y así se llega hasta la otra orilla. Asimilará la callada por respuesta. Dejará de hablar para siempre del tema. Sabe que a partir de entonces vivirá tan sólo dentro, a lo profundo del hígado, donde las almas remolonean y cantan canciones que nadie inventó.
Será fuerte. Será capaz. Desde lo alto de las enredaderas lo verá todo liso como una vez cuando niño vio el mar como una vidriera. No volverá a... No sentirá el impulso de... No saldrá corriendo cuando la noche deja de ser del todo negra para vagar por los caminos vestido con un camisón blanco que no es propio de machos. Quizás un día, a la vuelta de muchos años, ignore y será ese el momento en el que pueda respirar hondo y crea salir de un sueño que se fue acercando sin provocarlo al tempo de la pesadilla.
Hasta entonces silencio. Hasta entonces las corrientes marinas, el viento en las cimas, la carrera de un corzo que surgió de la espesura de los bosques, el cruce con paso, la línea que divide, no leer, no especular, quedar callado, suspendido... hasta entonces, sí, hasta entonces...
Cuento
Tags : Cuentecillos Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 28/05/2025 a las 17:50 |
Iba a emprender el viaje. La miró con la mirada que se pone cuando se sabe que se ve por última vez aquello que se mira. Y sintió todo el peso de la nostalgia en su espalda. Sabía por qué se marchaba. Sabía que aquella maldita decisión estaba bien. Sabía que a veces lo bueno duele como una tortura. ¿Cómo le gustaría llamar por última vez la habitación en la que ahora se encontraba? ¿Escritorio? ¿Despacho? ¿Taller? ¿Biblioteca? Miró las dos mesas que había y le volvió a resultar milagroso que siendo como era la habitación tan chica, ambas mesas respetaran el espacio vital de la otra. ¡Cuántas horas! ¡Todo aquello! Recordó el día en el que cogió un trozo de adoquín de unos sacos que contenían cientos y cientos de trozos de adoquín, los cuales estuvieron durante varias semanas colocados en las veras de los caminos que rodeaban su casa; lo cogió para que ejerciera la función de sujetalibros de una de las estanterías voladas que había puesto en una de las paredes de la habitación en la que ahora se encontraba, la que miraba por última vez, donde tanto imaginó, donde un día supo que no había sido una buena persona. No fue ese descubrimiento el que le lleva ahora emprender el viaje, eso lo barruntaban sus tripas desde hacía años. Demasiadas veces le habían llamado diablo. Demasiadas personas se habían apartado, espantadas, de ella. Lo que sí ocurrió fue que una mañana al sentarse para iniciar su labor, sintió con una claridad y un pasmo que la sobrecogieron, que no era, que nunca había sido una buena persona porque sólo ése podía ser el motivo para que los otros -mis querido Otros, se decía en íntimo monólogo interior, que sois tan hermosos, tan veraces, que nunca habéis roto un plato; mis queridos Otros que siempre habéis actuado en consecuencia y os habéis sabido relacionar a la perfección; mis queridos hechos a vosotros mismos, con unas descendencias dignas de admiración- para que los otros -escribía- le abandonaran con cierta facilidad y ella nunca tuviera la fortaleza, la osadía, la no delicadeza de enfrentarte a ese desprecio y exigir explicaciones. Sólo una mala persona es incapaz de defenderse a sí misma. Y cuando estaba en estas disquisiciones que siempre terminaban produciéndole una explosiva sensación de ridículo, le vino a la cabeza, una vez más, la palabra ominoso y una vez más, después de más cuarenta años luchando con ella, después de haber buscado su significado en el diccionario una y otra vez, de nuevo, una vez más, no sabía a ciencia cierta cuál era su significado. ¿Era pesado? o ¿Era vergonzoso? ¿O no tenía nada que ver con eso? Ominoso, le gritó su mente; Ominoso, se lo susurró esta vez. No recordaba. Se sentó en el suelo. Se apoyó en una de las librerías que aún estaba arriostrada a la pared y al mirar hacia arriba vio que en la librería de enfrente, solitarios en una balda, como olvidados, estaban los dos tomos del Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española. Bajó la vista. Cerró los ojos. La oscuridad, como anuncio de neón que parpadeara su luz sólo un instante, escribió en su vientre, ominoso, y se apagó.
Cuento
Tags : Cuentecillos Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 25/05/2025 a las 17:57 |
Ardía como la escarcha. Me dejaba mudo como quien suspira y descubre que se encuentra debajo del agua. No maldecía. No injuriaba. Dejaba que el aliento de la muerta me rozara por la espalda. Inquieto desperdiciaba una honda bocanada y me quedaba quieto, a la espera de que el maremoto me tumbara, me arrastrara junto con los cables de luces y teléfonos por una calle estrecha que moría en la mar. Recuerdo que mientras era arrastrado escuchaba la voz de Sara Vaughan desde un inmenso altavoz colocado por las autoridades en lo alto del campanile y aquella voz y aquel swing me protegían del terror que sentía al verme llevado aguas bravas abajo sin control ninguno por mi parte. Creo que en algún momento, antes de ser sumergido, grité algo así como, ¿No es esto estar vivo? y un coro de ángeles me respondió, Sí, sí, sí y tocaron, cuales niños por las calles nevadas de una apacible tarde de navidad, sus panderetas y sus zambombas. Morir era un regalo, el precio a pagar había sido vivir.
Cuento
Tags : Cuentecillos Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 21/05/2025 a las 14:04 |

Cartel diseñado por Shujiro Shimomura, 1928
Lo mirarás y te sentirás perdida como si hubieras hecho algo más allá del poder que a ti misma te habías dado. Más allá del poder. Más allá de las ganas de hacer daño. Lo mirarás en su ataúd, cruzados los brazos, los ojos bajados, de una palidez inusual. No llorarás. Sólo te asaltará, como un gusano, la vaga idea -que denota ya el objeto al que denominas algo- de haber traspasado una linde, de haberte excedido en el empeño, de haberte comportado, simple y llanamente, mal. Y quizás entonces recuerdes que te dijo, más de una vez, que no entendía ni el perdón ni el olvido porque ambos estados de la conciencia no son voluntarios. Entendía que pudieran ocurrir -como se puede dar el feliz encuentro entre un ave y un tigre: sin saber muy por qué-; argüía -a ti- que cómo se puede perdonar un dolor que te arrebata la vida a cada instante a más a más cuando ese dolor no tiene un sustrato cuando menos razonable; que él no decía -te insistió- que no pudiera ocurrir que ante el encuentro tras el dolor que te ha desgarrado la existencia, el doliente tuviera una catarsis que purificara todo esa tristeza que se suele sedimentar en los hígados y los páncreas y sintiera de inmediato la liberación de todas las sustancias que se habían estancado y habían generado un hábitat de charca en el abdomen; porque -continuaba- estaba de acuerdo con Wittgenstein cuando aseguraba que todo lo que se puede decir es posible y así también era posible que igual que el perdón podía nacer de la más honda desesperación y el dolor más íntimo, también el olvido podía tener cabida en un corazón roto que aún así y a duras penas (hermosa en todo caso la imagen) había bombeado, durante los años de la destrucción sin amor, sangre al cuerpo todo.
Ahora le miras. Ya nada late en él. Los últimos tiempos anduvo pensando que justo en el momento en el que él se encontraba muerto de frío, metido en una cama, en una habitación muy pequeña, de una casita también mínima ubicada en un pueblo por donde la historia se olvidó de pasar, justo en ese mismo momento una comisaria europea estaba manteniendo una reunión del más alto nivel con un enviado chino y también había un niño pisando charcos junto al río Congo y un camionero haciendo una ruta que atraviesa los terribles desiertos de Australia y tantos seres, pensaba, y pensaba que él estaba allí, con mucho frío, sin apenas calorías, dejándose ir un poco, sin aspavientos, a ver si esta vez la Parca sí le invitaba a seguirla mientras tú, a lo mejor, estabas con tu amante, rodeada por sus brazos y con la dicha de quien es joven y amada a la vez. Él también fue joven y fue amado.
No hay moraleja. Tú sabrás lo que te recorre el cuerpo cuando miras la forma de la muerte en el cuerpo de tu padre. Sabemos que si pudiera desear, desearía que no sintieras nada, mejor así, que no sintieras nada nunca, que ni un solo día sintieras pesar por la daga que clavaste en su carne y por cómo durante años la retorciste y la hundiste más y más adentro para que provocara un dolor eterno, como el que sentía Prometeo, amarrado al Cáucaso, por los picotazos que le infligía cada día el águila en su hígado. Has de saber, ya para terminar, que nunca dejó de ocuparse del jardín y que su aparente descuido no es más que la forma que adopta un espacio cuando es amado.
Nosotros no te deseamos lo mismo. No expresaremos nuestros deseos por respeto al muerto y porque está aún de cuerpo presente y parece como si en cualquier momento se pudiera levantar y con esa voz que a veces hasta parecía tronante, nos dijera, ¡Callad, que las hierbas del jardín duermen y hay una salamandra a punto de asaltar el universo! ¡Callad y bebed a mi muerte! Callad y recogeos pronto.
Cuento
Tags : Cuentecillos Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 23/04/2025 a las 00:43 |
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Cuento
Tags : Cuentecillos Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 13/06/2025 a las 18:48 |