Inventario

Revista literaria y artística escrita y dirigida por Fernando Loygorri
Cartel diseñado por Shujiro Shimomura, 1928
Cartel diseñado por Shujiro Shimomura, 1928

      Lo mirarás y te sentirás perdida como si hubieras hecho algo más allá del poder que a ti misma te habías dado. Más allá del poder. Más allá de las ganas de hacer daño. Lo mirarás en su ataúd, cruzados los brazos, los ojos bajados, de una palidez inusual. No llorarás. Sólo te asaltará, como un gusano, la vaga idea -que denota ya el objeto al que denominas algo- de haber traspasado una linde, de haberte excedido en el empeño, de haberte comportado, simple y llanamente, mal. Y quizás entonces recuerdes que te dijo, más de una vez, que no entendía ni el perdón ni el olvido porque ambos estados de la conciencia no son voluntarios. Entendía que pudieran ocurrir -como se puede dar el feliz encuentro entre un ave y un tigre: sin saber muy por qué-; argüía -a ti- que cómo se puede perdonar un dolor que te arrebata la vida a cada instante a más a más cuando ese dolor no tiene un sustrato cuando menos razonable; que él no decía -te insistió- que no pudiera ocurrir que ante el encuentro tras el dolor que te ha desgarrado la existencia, el doliente tuviera una catarsis que purificara todo esa tristeza que se suele sedimentar en los hígados y los páncreas y sintiera de inmediato la liberación de todas las sustancias que se habían estancado y habían generado un hábitat de charca en el abdomen; porque -continuaba- estaba de acuerdo con Wittgenstein cuando aseguraba que todo lo que se puede decir es posible y así también era posible que igual que el perdón podía nacer de la más honda desesperación y el dolor más íntimo, también el olvido podía tener cabida en un corazón roto que aún así y a duras penas (hermosa en todo caso la imagen) había bombeado, durante los años de la destrucción sin amor, sangre al cuerpo todo.
      Ahora le miras. Ya nada late en él. Los últimos tiempos anduvo pensando que justo en el momento en el que él se encontraba muerto de frío, metido en una cama, en una habitación muy pequeña, de una casita también mínima ubicada en un pueblo por donde la historia se olvidó de pasar, justo en ese mismo momento una comisaria europea estaba manteniendo una reunión del más alto nivel con un enviado chino y también había un niño pisando charcos junto al río Congo y un camionero haciendo una ruta que atraviesa los terribles desiertos de Australia y tantos seres, pensaba, y pensaba que él estaba allí, con mucho frío, sin apenas calorías, dejándose ir un poco, sin aspavientos, a ver si esta vez la Parca sí le invitaba a seguirla mientras tú, a lo mejor, estabas con tu amante, rodeada por sus brazos y con la dicha de quien es joven y amada a la vez. Él también fue joven y fue amado.
      No hay moraleja. Tú sabrás lo que te recorre el cuerpo cuando miras la forma de la muerte en el cuerpo de tu padre. Sabemos que si pudiera desear, desearía que no sintieras nada, mejor así, que no sintieras nada nunca, que ni un solo día sintieras pesar por la daga que clavaste en su carne y por cómo durante años la retorciste y la hundiste más y más adentro para que provocara un dolor eterno, como el que sentía Prometeo, amarrado al Cáucaso, por los picotazos que le infligía cada día el águila en su hígado. Has de saber, ya para terminar, que nunca dejó de ocuparse del jardín y que su aparente descuido no es más que la forma que adopta un espacio cuando es amado.
      Nosotros no te deseamos lo mismo. No expresaremos nuestros deseos por respeto al muerto y porque está aún de cuerpo presente y parece como si en cualquier momento se pudiera levantar y con esa voz que a veces hasta parecía tronante, nos dijera, ¡Callad, que las hierbas del jardín duermen y hay una salamandra a punto de asaltar el universo! ¡Callad y bebed a mi muerte! Callad y recogeos pronto.
 

Cuento

Tags : Cuentecillos Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 23/04/2025 a las 00:43 | Comentarios {0}



Cerca del amanecer. Camina por un camino a cuyas veras corren aguas encauzadas en acequias. No es su paso firme. Nunca fue su paso firme. Quizás esté un poco drogado. Quizás haya tomado cannabis sativa, ¡Oh, Linneo! y sienta en su mente la embriaguez ocre de la droga. Camina solo. A su alrededor el mundo de la mañana aún calla y el de la noche se acaba de acallar. Sus pasos no firmes y los roces entre la flora generado por un aire que no llega a la intensidad de brisa son los únicos sonidos de su mundo. Camina con el corazón agitado, presa de un nerviosismo que no se refleja ni en su paso -casi vacilante- ni en su gesto que aparenta la calma infinita que nace tras el desastre. Así ocurre el encuentro. Primero lo ve en forma de silueta. Luego se va conformando el cuerpo. Más cerca atisba facciones. Casi a su lado lo mira entero. Ni se saludan. Ni se observan. Tan sólo piensa, Estaba en mi orilla.
 

Cuento

Tags : Cuentecillos Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 24/03/2025 a las 18:55 | Comentarios {0}



- Hoy ha sido. Escucha. No, no, escucha. Hoy ha sido. Estaba en lo alto. Las nubes. El viento. Una amalgama como de incendio en mis venas. No, no, no quieras intervenir. Ya no me conoces. Ya no podrías decirme nada que me aliviara. Mírame tan sólo. Asiente por compasión pero no levantes la mano ni pongas ese gesto de ya sabía yo que esto iba a pasar. No, no lo sabías. Ni yo lo sabía. Ni lo sabía el halcón que planeaba sobre nuestras cabezas buscando un ratón al que engullir. Déjame seguir porque fue un fogonazo. Fue la certeza. Fue, te diría, me atrevería, sería injusto si no lo hiciera así, si no lo dijera de esta manera; sería injusto conmigo y con el estruendo que el mundo estaba forjando en rededor, no sólo de mí, si no de nosotros, de todos, de la hierba y el halcón y el hacha y el ciprés y la marea y los espacios siderales; fue entonces. No fue magia. No fue un asunto que se despacha con un par de frases. No, era el Gran Tratado; era La Enciclopedia; era una melancolía tan atroz que me hizo sentir la verdad y me dejó tirado, tras pasar por mí, tras pasar por todos y por todo. No, no insistas, no quiero escucharte. No he venido hasta aquí para eso sino para que calles y me mires y más tarde, si así lo consideras, me alabes ante los otros, si es que fuera necesario o alguien lo convirtiera en necesario. Apaga esa luz si quieres. ¿Te recoges el pelo? ¡Qué hermoso gesto, tan apreciado por mí! ¡Qué delicadeza! ¡Cómo te lo agradezco! ¿No ves que los densos nubarrones se acercan y que pronto, en la última de las esferas, donde los dioses se encuentran reunidos a esta hora de la tarde en su propia eternidad, lanzarán la orden y vendrán los caballos y a sus lomos espavoridos jinetes con yelmos bajados arrasarán los treinta y dos puntos cardinales que los hombres idearon y fijaron en una rosa de los vientos? ¿No te quieres dejar contagiar por mí? No, no, no temas, nada haré. Me lo haré a mí. Ya llega. Ya viene. Por fin.

Con una daga se raja el cuello. Tras desangrarse queda en sus labios, a modo de amor, la sonrisa leve que aparece según dicen en aquellos que murieron sobre una nieve, allá en noviembre, todo de azul.
 

Cuento

Tags : Cuentecillos Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 20/03/2025 a las 20:52 | Comentarios {0}



El traje estaba roto. Esa había sido su protesta. No pensaba acudir. No es que se hubiera hecho fuerte. Sentía pavor de no poder controlar la ira. De esa manera no podría salir. No podría acudir. Porque pensó, somos máquinas de disimular. La noche iba a llegar. Pronto sonaría una llamada en la que alguien le preguntaría que dónde estaba, que cuánto tardaría en llegar. Ningún argumento revocaría su decisión. Temblaba casi por despecho. Hasta ahí. A partir de entonces la vida volvería a ser, como siempre, el cuento que cuenta un idiota.
 

Cuento

Tags : Cuentecillos Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 19/03/2025 a las 20:39 | Comentarios {0}



     Un poco pasado el mediodía creyó haberlo vivido todo. No fue indulgente con la vida. No admitió que ni la más cándida de las personas pudiera haber vivido una vida que no fuera insensible, es decir, se matizaba, una vida carente de sentidos y por lo tanto de sensibilidad.
     Antes de incorporarse y dejar la sombra que el viejo abedul le había regalado, sacudió con la mano las alas de su sombrero. Se levantó. Se lo caló. Tomó su bastón y echó a caminar por un camino de tierra blanca. Cantó algún zorzal. También la chicharra. En la reverberación del horizonte vio a un conejo atravesar el camino. Parecía llevar prisa. Los conejos, pensó, siempre parecen llevar prisa excepto cuando las luces de un auto los destella y entonces se quedan inmóviles como si fueran ídolos de un tiempo por venir.
     Sí, se repitió, lo he vivido todo y sin saber muy bien por qué, esa verdad lo apesadumbró y cayó, mientras el camino ascendía, en un estado más propio de la misantropía que de la tristeza y supo que para alguien que lo observara a la distancia adecuada, él sería la figura que observa reverberar en su horizonte. Reverbero, pensó, eso es todo.
 

Cuento

Tags : Cuentecillos Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 11/03/2025 a las 19:06 | Comentarios {0}


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