Inventario

Revista literaria y artística escrita y dirigida por Fernando Loygorri
Estaba allí, tumbada; Si no hubiera sabido que estaba muerta pensaría que dormía; pero estaba muerta, muerta desde hacía cinco minutos.
Sentado a la altura de su rostro, Miroslav lloraba ovillado; por sus muñecas se deslizaban lentamente las lágrimas como la noche se deslizaba por las paredes de la casa. De vez en cuando Miroslav sufría ligeras convulsiones provocadas por la falta de aire en los pulmones y por el frío que inunda el cuerpo tras haber llorado mucho. También tenía miedo por el silencio, por la soledad, por el hambre, por el invierno.
Lejos se escuchaban aún cruces de disparos. Pero ya lejos.
En esa postura encorvada, reconcentrado en sí mismo, como si no quisiera atender al mundo que le rodeaba, el muchacho se mantuvo inmóvil hasta que la helada de la noche entró por las ventanas y el frío se le hizo insoportable. Entonces se levantó, se frotó las manos, encendió el fogón de la cocina con unas pocas ramas y se alumbró con un par de cabos de vela. El calor y la penumbra le hicieron recordar su anhelo de ser médico, la alegría de su madre y el apoyo del viejo doctor Faruk que le permitió hojear sus libros de anatomía. Pero de nada habían servido sus escasos conocimientos para mantener viva a su madre tras ser abatida por los disparos de un soldado. Había descubierto la trayectoria de la bala, los órganos que había interesado, la gravedad del caso. Supo que si no se la operaba moriría sin remedio.
- Miroslav, ¿puedes salvarme?.
- No lo sé.
Pero ella, a cada segundo con menos fuerza, se aferró a su penúltimo aliento para animarle: "¡Inténtalo, hijo, inténtalo".
Cuando Miroslav la arrastraba hacia el interior de la casa ya había tomado su decisión. Con prudencia la tumbó en el jergón, inspeccionó la herida que según sus cálculos atravesaba el pulmón derecho, giró su cuerpo por si la bala había salido por la espalda, pero no, seguramente se encontraba alojada cerca de la columna vertebral, a la altura de la cuarta vértebra torácica; entonces volvió a ponerla bocarriba, limpió el orificio de entrada y colocó sobre él un apósito para contener en lo posible la hemorragia. Antes de cauterizar la herida Miroslav besó a su madre y le dijo: "Te quiero". Ella sólo pudo sonreír.
En el silencio terrible del atardecer contrastaban las respiraciones de ambos: la de la madre apenas un suspiro, la del hijo un torrente de aire en cada bocanada. Transcurrida media hora tenía en su mano la bala; media hora después su madre moría.
Fuera nevaba, era el centro de la madrugada, parecía el mundo dormido y helado; a donde mirara sólo veía un manto blanco más blanco aún por la fría luz blanca de la luna entre nubes blancas; blanca y fría luz que iluminaba el rostro macilento de su madre y pintaba de azul sus labios. Miroslav se acercó hasta ella y la arrastró fuera de la casa; frente a la puerta de entrada la cubrió de nieve como si con ello pudiera conservar un poco más su recuerdo, su calor. Luego se quedó casi dormido y alegres duermevelas tuvo: se acercaban unos hombres, lo recogían, daban digna sepultura a su madre, lo llevaban a un lugar cálido junto a otros niños, lo ayudaban en sus estudios de medicina, volvía a su pueblo reconstruido ya como médico y la plaza, sí, la plaza del pueblo se llamaba Irina, Plaza Irina, en recuerdo de su madre.
- ¡Madre...madre...!
El día siguiente lo pasó recogiendo algunas ramas para el hogar, haciendo inventario de los alimentos, tapando con cartones los vanos de las ventanas sin cristales, lavando la sangre del jergón y subiéndose a lo alto de una pequeña loma por si veía a los hombres que irían en su busca. Así transcurrió el día siguiente.
Una semana entera estuvo sentado en el pequeño taburete, ensimismado; la desesperanza se iba adueñando de su corazón de niño. Los víveres se iban terminando. El hambre empezaba a rondarle. Intentó cazar algo por los alrededores pero el invierno lo había sepultado todo bajo la nieve, los árboles estaban desnudos y el río vacío de peces. Cada vez con más fatiga subía la loma pero ni siquiera desde allí se escuchaban los disparos de los días anteriores. Pensaba si quizá la guerra lo había destruido todo.
Vencido el miedo por el hambre se acercó hasta el pueblo y casa por casa, establo por establo buscó comida. De repente el viento le engañaba y creía oír voces, voces amigas que pronunciaban su nombre o palabras como pan, mantequilla, carne o aceite; entonces Miroslav corría, iba en busca de sus semejantes pero tan sólo hallaba viento barriendo las calles, viento golpeando contraventanas, viento silbando en una esquina, viento helando su cara, viento tañendo campanas.
Un amanecer, cuando con sus manos estaba cubriendo el cuerpo de su madre y el hambre le provocaba agudos dolores de estómago, pensó por primera vez en ello. Hasta entonces ni se le había pasado por la imaginación. No, ni por la imaginación. Descubrió el cadáver excepto la cabeza y se sentó sobre el suelo nevado; recorrió con la mirada el cuello, el pecho, las caderas, los muslos, los pies y no pudo evitar que la boca se le hiciera agua. El más terrible de los sentimientos, como si hubiera sido él el asesino de su madre, él el soldado que había apuntado al costado de su madre, él el que había escondido todos los alimentos, él el causante de la guerra, se apoderó de Miroslav, anegó sus ojos de lágrimas y lo alejó de la muerta con la poca furia que su debilidad le permitía. El niño se encaminó a la loma y en ella permaneció hasta que la noche le impidió ver y el frío le dolió hasta el grito.
Aquella noche no pudo dormir pero alcanzó un ensueño del que surgió un espíritu de rostro apacible. En un primer momento Miroslav se asustó pero el espíritu le sonrío y con un manto de berzas adornado de fresas lo cubrió y lo atrajo hacia sí. Y el espíritu le habló al oído mientras a su alrededor esparcía aroma de mermelada y leche: "Miroslav, mi pequeño médico, tus manos son diestras. Serás un buen cirujano. Pero debes saber que el futuro es para el que come y si no comes jamás podrás llegar a salvar la vida de los hombres como ya has intentado salvar la vida de Irina. ¿Tú qué crees que pensaría ella si pudiera verte en esta situación?, ¿no te dijo mil veces que haría cualquier cosa por ti?, ¿no te lo dijo?. ¿No te dio la vida una vez?, ¿no te alimentaste de ella en su seno?. ¿Por qué no habrías de hacer lo mismo ahora?. Tú ya sabes, pequeño, que la carne de los muertos se pudre y desaparece; de nada le sirve a tu madre su carne y sin embargo a ti te daría la vida que necesitas, el alimento para la vida. Come, Miroslav, come a tu madre y por siempre estále agradecido pues te habrá dado la vida dos veces". El espíritu se desvaneció con la mañana.
Aquel día Miroslav se acercó a la muerta y la cubrió de nieve. Por la noche acudió el espíritu y le repitió las mismas palabras.
Al día siguiente Miroslav, con una sierra en las manos, llegó hasta Irina pero sólo la pudo mirar. Por la noche acudió el espíritu y le repitió las misma palabras.
Al tercer día desde la aparición del espíritu Miroslav serró el muslo derecho de su madre, lo troceó, lo asó en el hogar y lo comió. El espíritu no apareció aquella noche.
Dos meses después el pequeño escuchó de nuevo los disparos. Aprisa enterró los restos del cadáver y se sentó en la loma a esperar; soñaba de nuevo un lugar cálido, los estudios de medicina en la universidad, el final del miedo. Miroslav levantó el brazo. En su mano se aireaba con la brisa del día un pañuelo blanco. Los hombres que se acercaban en un jeep lo vieron. Oyó el silbido de la bala en el aire y sintió su impacto en la cabeza. Luego cayó y creyó dormir.
Irina lo acunaba en su regazo cuando despertó. Estaba entera, hermosa como nunca, la Aurora parecía.
- Madre, ¿estamos muertos?
Irina sonrió y le besó la frente.
- Madre, ¿estoy soñando?
- ¡Qué importa, hijo, si es sueño! Estamos juntos.
- Madre, te quiero.
Miroslav cerró los ojos. Todo se fue desvaneciendo.

Cuento

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 16/09/2009 a las 12:03 | Comentarios {1}


La solución 12 f Se puso a escribir en tercera persona
Una tarde, en una casa ajena, Milos Amós se puso a escribirse en tercera persona. Miraba a través de una ventana, en realidad dos ventanas en ángulo recto. No sabía a quién pertenecía esa casa. No sabía por qué se encontraba ahí. Era una casa limpia. Tenía varios adelantos modernos. De aquella casa surgió la cuarteta 421 de su libro Poemas a la Gripe A. La guardó. Apenas la volvió a leer. Tan sólo sabía que estaba allí. La cuarteta. Estaba allí y eso era suficiente en aquel momento, en aquella casa. Pensaba, frente a las ventanas, que la fantasía se había acabado. Ya no estaba. Tras tantos años alejándose. Ocho años alejándose. Pensó en aquella casa el número ocho. Le pareció una cifra redonda. Infinita también. Quiso o recordó un libro de Georges Ifrah sobre la historia de las cifras. No una historia esotérica, una historia científica. Era una historia científica. O una simple historia.

Cuarteta 421
Madrugadas y azul
se me vienen y van.
Madrugadas y azul
alejado de allá.

Pronto se había hecho la noche y se había visto en la cama. En una cama que en nada le concernía. Como una cama de hotel, en una habitación de hotel. Sin historia para él que se escribía en tercera persona, en mitad de la madrugada, en una casa desconocida, con unos ruidos desconocidos que ni siquiera le causaban temor. Si le hubieran causado temor. A lo mejor, entonces, se dijo o incluso lo escribió en tercera persona, llamando al personaje por su nombre. Más tarde abandonaría esa casa limpia.

Cuento

Tags : La Solución Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 14/08/2009 a las 00:55 | Comentarios {0}


El día 7 de agosto de 2009 aparece una reseña en el Neues Literatür un semanario de novedades literarias de Suiza en el que se habla de un nuevo libro de poemas del autor Milos Amos titulado Poemas a la Gripe A compuesto por seiscientos poemas estructurados en cuartetos sin son de arte mayor y en cuartetas cuando lo son de arte menor.

Todo el poemario es un extenso recorrido por los síntomas de la gripe A que al fin y al cabo son casi los mismos que los de cualquier otra gripe excepto la llamada gripe española la cual tenía como particularidad la extensión del color púrpura por todo el cuerpo previo a la muerte.

Sin querer hacer de crítico porque no tengo la menor vara de medir (ni siquiera una vara de un milímetro de crítica), los poemas de Milos Amos (no pongo el acento porque parece que el autor se lo ha quitado) rezuman un renacer, una especie de olvido de sí mismo, una nueva tentativa de vivir sin el pasado, una vuelta de tuerca a la esperanza humana de soslayar en la medida de lo posible los recuerdos para atender tan sólo a lo que ocurre. Así en la cuarteta 26 escribe:

No era la náusea
razón para morir
ni el temblor de la piel
atrajo el seísmo.

Milos Amos no explica nada, no arguye nada y (en aclaración hecha por la editorial) prohibe cualquier explicación por parte de los editores a su nueva obra.

Sin querer hacer lo que él prohibe, en el cuarteto 523 el poeta escribe:

Amurallado entre cajas y cajas de pañuelos
he conseguido crear un velo entre mis pasiones
y la fiebre de la noche la cual engendra furias
que pasean por todo mi organismo.

¿No hay en este cuarteto una lejana relación con su huida? ¿No hay un atisbo de vuelta, de mirada atrás, de ajuste de cuentas? ¿Ese último endecasílabo no es un guiño a toda su obra anterior y sobre todo a su primer libro Once Poemas?

Quizá Milos Amos ha vuelto. Este libro, de momento, tan sólo es un presagio.

Cuento

Tags : La Solución Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 08/08/2009 a las 11:33 | Comentarios {1}


Bastet
Bastet
Vendrá hoy, se dijo el marqués de Altomonte el viernes 13 día de su santo, al despertar. Vendrá hoy, se volvió a decir. Yo escuchaba su pensamiento mientras me preparaba para su sacrificio. No puede un hombre impunemente matar felinos ante mí. Mis doce gatos me asearon, me perfumaron, me vistieron y me entregaron -en el altar del templo de Bastet- mis diez garras de oro. Luego me encaminé, con la primera luz de la mañana, al coto de caza del marqués.

Lo vi a las diez de la mañana, camuflado en unos arbustos, torpe cazador a la espera del gato montés. La espera había hecho mella en su rostro, se le veía fatigado, sin reflejos. La edad -que tan bien había intentado disimular a lo largo de nuestros encuentros a base de cremas, lociones, ejercicios y agua fría- había surgido. En el instante en el que le observaba pude ver su tripa redondeada, sus músculos flácidos, el temblor de la escopeta por la debilidad del antebrazo. Tan sólo cuando apareció el gato montés todo su cuerpo se tensó y pudo verse al hombre que había sido. Calculó con frialdad la trayectoria del disparo, acarició con sencillez el gatillo y cuando iba a disparar y me vio desnuda junto a su pieza pegó un respingo, abandonó el arma, salió de su escondite y corrió hacia mí. Me abrazó desesperado. Me olió como si estuviera en celo. Gimió, Nunca más, nunca más, nunca más te irás de mi lado. Me tomó en brazos. Me llevó hacia el coche sin preguntarme siquiera por qué estaba desnuda. Llegamos a su casa sin perros, sin personas. Entramos en el salón y pude ver todas las cabezas colgadas de mis hermanas y hermanos. No lloré. Me dejó sentada mientras él se excusaba y volvió al rato, recién duchado, vestido con pantalones de lino y una camisa a juego.

Como la primera vez le dije, Siéntate. Me acerqué a él gateando, acaricié como si mis dedos fueran almohadillas de felino, sus pies y sus piernas. Subí por sus muslos. Tomé su verga entre mis manos y chupé su glande como la gata chupa la pluma herida del ave recién cazada. Eran las primeras horas de la tarde. Antonio Altomonte cerró los ojos y me acarició el cabello. Yo subí mi mano izquierda por su torso y cuando llegué al cuello, a su cuello estirado, saqué mis cinco garras y se lo rebané de un sólo tajo justo cuando el se corría. En ese instante todos los felinos del mundo saludaron a su Diosa.

Con en el manto protector de una gata de angora salí de allí con la cabeza del asesino. Mis doce gatos se encargaron de dejarlo todo limpio.

Tras la muerte del marqués me quedaban dos años y cinco meses en este cuerpo. Luego habría de morir para poder volver. Así ha sido siempre. Porque yo soy Bastet, la diosa del placer y de los gatos.

Cuento

Tags : La mujer de las areolas doradas Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 14/06/2009 a las 08:52 | Comentarios {0}


La ventana de la habitación de mi hotel estaba abierta de par en par. Enfrente una luz verdosa se mezclaba con otra morada intensa que devenía a su derecha en otra azul eléctrico. Antonio Almonte se había sentado y me miraba y miraba la cama. Su deseo estaba a punto de romperle la bragueta del pantalón. Se pasaba la lengua por el labio superior. Intentaba hablar con indiferencia. Yo me acerqué a él con un vaso de vino. Se lo ofrecí. El tomó el vaso. Le dije, Bebe, Antonio y él bebió. Con los ojos clavados en su entrepierna empecé a desabrocharme el vestido. Vio mi cuerpo flexible y exclamó algo que se ha perdido en mi memoria. Con cuidado, moviéndome como la gueparda que acaba de olfatear la presencia de la gacela, me desabroché el sujetador y Antonio Almonte vio por primera vez en su vida unas areolas doradas que enmarcaban un pezón morado intenso en el final de un pecho hermoso, justo en sus medidas, de piel blanca por donde se traslucían algunos vasos sanguíneos. Me acerqué a él. Él quiso hacer algo con las manos. Yo le ordené que se mantuviera quieto. Me acerqué más a él y rocé con mis pezones y mis areolas sus ojos, su nariz y sus dos labios. Quiso morderme el pezón. Yo fui mucho más rápida y me separé de él. Me abroché y le dije, Vete ¡Cómo insistió en quedarse! (...) Cerré la puerta y de inmediato aparecieron mis doce gatos. Nos sentamos en círculo. Tomamos las decisiones. Cantamos los himnos. Guardaron mi sueño.

(...)se cumplieron los doce encuentros, el mono cada vez se fue acercando más a la jaula. Ya estaba a punto de entrar. Porque en cada encuentro -como queda relatado- su ansia había aumentado al darle cada vez un poco más de mí: el día que le ofrecí mis labios, el día que le ofrecí mi cuello, el día que le ofrecí mis pies, el día que le ofrecí mis nalgas, el día que le ofrecí mi cintura, aquél de las caderas y el otro de los muslos y los cuatro últimos cuando le dejé mis manos en su cuerpo, cuando le acaricié con mi pecho, cuando le entregué mi vientre y cuando por fin, en el último encuentro, vio mi pubis rizado y dorado como las aguas del lago Hoo Shon en los briosos inicios de la primavera, allá en la lejana y ciertamente misteriosa China.
La última vez que nos vimos, mientras él se masturbaba ante la contemplación de mi sexo, aceptadas las normas implícitas de que nuestro encuentro final estaría marcado por mis tiempos, dijo entre jadeos, Mírala, amor mío, Bastet ama de mi placer. Ninguna mujer me hizo desear tanto entrar en ella. Ninguna mujer me dio tanto gozo con tan poco. Cumpliré como tú quieras. Esperaré el tiempo necesario ¡Oh, tu sexo! me llega hasta aquí la fragancia de su flujo ¡Si me dejaras ahora, si me dejaras ahora...! y mientras se corría y al tiempo que lo hacía, yo cerraba las piernas como si con ese gesto le dejara entrever que todo su semen estaba ya en mí, intensamente en mí y tal era mi gozo que debía conservarlo, cerrarme así y gemir, en esa circunstancia le dije, Me esperarás en tu finca de Extremadura las tres próximas lunas llenas. Habrás de estar solo. No habrá perros. Ni personas. Tú solo pisando las tierras de tu coto y cazando al gato montés. Recién corrido, el marqués de Altomonte había cerrado los ojos. Tras tomar resuello dijo, Así lo haré. Cazaré el gato montés para ti y esa noche serás... Abre los ojos cuando escucha por duodécima vez la puerta que se cierra y él se encuentra, una vez más, solo.

Cuento

Tags : La mujer de las areolas doradas Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 13/06/2009 a las 12:24 | Comentarios {0}


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