Inventario

Revista literaria y artística escrita y dirigida por Fernando Loygorri
Eran las tres y media de la tarde del sábado. Mallorquín Menéndez se dirigió paseando a su casa desde el Asador de Paco para bajar un poco la comida. Se sentía abotargado por el vino, el orujo y la visión -pues así la llamaba- del anciano. Aún quedaban tres horas y media para ir al teatro. Durante el recorrido no vio un alma por la calle, no escuchó el sonido de un coche o el grito de una madre o la risotada de un policía o la alarma de un comercio. Quizá por eso retumbaron en sus oídos como acordes funerales, sus pasos al subir los escalones. Al entrar en su casa, sintió frío. Sin pensárselo, se desnudó y se metió en la cama. Entonces le vinieron al pensamiento los pechos de la viuda de Domínguez e intentó masturbarse; lo intentó un buen rato. Hubo un momento en que casi llegó a empalmarse pero fue sólo un espejismo. Se dijo, Estoy borracho y se quedó dormido.
¡Qué malas son las siestas!, fue su primer pensamiento al despertarse con un escalofrío y de inmediato le vino la imagen del anciano que salía de su sueño por la puerta de la vigilia. Intentó seguirle, volver al sueño y ver qué había hecho, dónde había transcurrido. No pudo. Con un esfuerzo extraño como si una brida tirara de él hacia un barranco, Mallorquín se levantó, lavóse la cara, se volvió a vestir con las mismas ropas de la mañana y a las seis menos cuarto salió de su casa para ir al teatro. Entonces supo que todo había cambiado: los colores del día se habían vuelto oscuros, las gentes que a su lado pasaban las sentía muy distantes, los olores se diluían en una sensación fétida que parecía emanar de él, sentía que los pasos los daba sobre una alfombra de mierda y las farolas empezaron a brillar con una luz pálida.
Al doblar la esquina de la calle Estigia para enfilar por la calle del Teatro, un remolino de viento aireó los faldones de su abrigo y se sintió una mujer recatada a la que el tiempo ha puesto al aire sus vergüenzas; se bajó los faldones del abrigo, con las manos los mantuvo pegados a las piernas y llegó hasta la taquilla del teatro con un sofoco raro. Espanto sintió cuando vio que el taquillero era el anciano del Asador de Paco. No dijo nada. Recibió su billete. Pagó. Entró directamente al patio de butacas y se sentó. No había nadie.
Un teatro vacío, pensó y ese pensamiento le heló la sangre y supo por vez primera que el miedo, en efecto, paraliza. Era un miedo que le empezó a subir por los pies y dejó rígida su nuca. No podía girarse. No podía mirar si iban entrando personas. Sólo oía a sus espaldas murmullos, leves pasos, pequeñas risas. Esperaba que alguno de esos movimientos, alguno de esos sonidos pasaran por delante de él, que se encontraba en la tercera fila, y ocuparan su butaca. Pero todos se quedaban atrás. A nadie veía. Creyó sentir, en un momento, que el aliento de alguien sentado tras él rozaba su cogote; sintió incluso que una boca se acercaba a su oreja y dejaba, cual veneno, la palabra idiota en su oído. Cuando, haciendo un esfuerzo inútil, quiso girarse, las luces de sala empezaron a derivar dulcemente al negro.

Cuento

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 25/02/2011 a las 12:42 | Comentarios {0}


Al fondo del comedor Mallorquín Menéndez devoraba el cochinillo. Sus manos pequeñas y regordetas cogían la paletilla y sus dientes mordisqueaban por todas partes sin dejar al final resquicios de carne. Se había puesto la servilleta a modo de babero y ya habían caído en ella gotas de grasa, la misma que brillaba en las comisuras de su boca. Mientras comía miraba a los otros comensales. Entre ellos había una pareja de no más de cuarenta años que comía con una gran pulcritud, una familia de cinco miembros que provocaba la lógica algarabía de niños y peleas y gritos de la madre, otra más númerosa porque estaban con los abuelos y que repetían, como si fuera pura mímesis, los gestos de la más pequeña y luego, en el otro extremo del comedor, se encontraba un hombre anciano, junto a la ventana, muy elegante, de manos largas y mirada perdida. Hubo un momento en que las miradas de Mallorquín y el hombre anciano se cruzaron. Quizá fuera debido a que Mallorquín lo miraba con insistencia. La mirada del anciano tenía, segun creyó intuir Mallorquín, un deje de reproche como si el festín pantagruélico que se estaba pegando, fuera un pecado que alguien tenía que hacerle ver. Desafiante siguió comiendo su cochinillo y para hacer patente que nada le impediría terminárselo entero, comenzó a comer con violencia, tirando de las hebras de la carne como si se tratara de una lucha sin cuartel contra la ligera comida que el anciano tragaba despaciosamente. Haciendo aspavientos con la mano, Mallorquín atrajo la atención del camarero y le pidió otra botella de vino de Rioja. Sin pausa entre el comer y el beber, llenó la copa y se la bebió de un trago. Cuando estaba terminando de repasar los intersticios de las costillas, el anciano se levantó y salió del comedor. Entonces Mallorquín, abotargado y medio borracho, le gritó: ¡Eh, usted! ¿Quiere una copita de orujo? Venga, siéntese. Yo le invito. El anciano ni se dio por enterado. Siguió la dirección de la salida y abrió la puerta. Cuando iba a salir, sintió en su hombro la mano aún grasienta de Mallorquín.
- ¿No me ha oído? Le estoy invitando a una copa de orujo.
El anciano se giró y le miró con unos ojos ácueos y azules. Unos ojos sin vida, pensó Mallorquín. Y esa sensación le produjo espanto. Mecánicamente quitó la mano de su hombro y se quedó callado, mirando esos ojos hondísimos.
- Buenas tardes, le contestó el anciano y salió del Asador.
Mallorquín volvió a la mesa y sintió como si se hubiera encontrado de frente con la muerte. Regurgitó parte del cochinillo y subió por su esófago la acidez del vino. Miró a los comensales y se percató de que justo en ese momento todos le estaban mirando. Era como una foto fija en la que el objetivo era él y a él se dirigían por lo tanto las miradas. Fuen tan sólo un segundo porque de repente, sin solución de continuidad, todos estaban a lo suyo, volvió el sonido de los niños peleándose por el helado, de la abuela contando una anécdota del pasado, del camarero gritando a la barra un pedido, de la pareja de cuarenta años riendo una ocurrencia de él y del molinillo eléctrico moliendo el café. Mallorquín se pasó la mano por la cara y no supo si realmente el anciano había estado allí o todo había sido una alucinación. Con la fuerza que le daba saber que esa tarde se encontraría con Margarita Sáez, viuda de Domínguez, en el café del Concierto y que de ese sábado no pasaba que él le pidiera una cita, Mallorquín llamó al camarero le pidió café, copa y puro y le preguntó quién era ese viejo al que había invitado a una copa y se había negado. El camarero, retirando los restos del cochinillo, le contestó, Yo no he visto a ningún viejo, señor.

Cuento

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 22/02/2011 a las 12:43 | Comentarios {0}


Mallorquín Menéndez estaba listo. El sábado era un día de fiesta. Se levantó y desayunó copiosamente. El cielo estaba azul y el viento había despejado la atmósfera. Unos pájaros, desde hacía días, cantaban muy de mañana y ese cantar alegraba el alma, bastante podrida todo hay que decirlo, de Mallorquín Menéndez. Tras desayunar, se duchó y se frotó y se frotó bien, para quitarse la mugre que se había ido acumulando en su cuerpo desde hacía más de siete meses. Luego se afeitó y se explotó unos cuantos puntos negros que habían aparecido por todo su cutis. También se cortó los pelos de la nariz y se lavó los dientes con fruición; aún así no logró quitarse el verdín que, como ligera pincelada de un pintor impresionista, se había asentado en la base de sus incisivos inferiores. En su habitación se puso crema para hidratar su piel seca; cuando se la untó en la polla tuvo una ligera erección, se le quedó morcillona, se entretuvo un rato más pero aquello no se endureció; si hubiera ocurrido habría llegado hasta el final, de hecho imaginó que salía un chorrazo de lefa que inundaba los cristales de la ventana que tenía enfrente. Pero no prosperó. No, no prosperó. Aún así, Mallorquín Menéndez se dio ánimos. Vamos, vamos, amigo, hoy no es un día cualquiera. Vas a salir. Irás al teatro. Seguro. Y luego iré a un café y allí, sí... Vamos, vamos.
Antes de vestirse, Mallorquín se miró en el espejo de cuerpo entero y hoy, por fin, le gustaron las lorzas que circunvalaban su ombligo como si fueran tres flotadores; también su pecho escasamente velludo y caído; también sus hombros echados hacia delante como si fueran los de un hombre que anduvo acarreando carbón toda su vida; y su sexo de grandes huevos y escaso miembro, oscuro y peludo, le pareció atractivo ese sábado de fiesta.
Y así, aturdido por una esperanza que no sabía de dónde le había nacido, Mallorquín Menéndez salió a la calles de su ciudad a eso de la una y media de la tarde. Se había vestido con sus mejores galas: un abrigo negro tres cuartos, una chaqueta de espiguilla, una camisa color tabaco, unos pantalones negros con la raya perfectamente hecha, calcetines blancos y unos zapatos de rejilla de color marrón oscuro. Iba pintón, se decía. Decidió entonces entrar en el bar de la Plaza Mayor de su ciudad y tomarse un aperitivo de vermout rojo y mejillones en escabeche. Tan sólo un ligero contratiempo enturbió el refrigerio: la barra estaba demasiado alta y él no podía acodarse con comodidad. Sin poder evitarlo envidió a un grupo de hombres y mujeres todos más altos que él que usaban la barra con toda la naturalidad del mundo para apoyarse. Si no se hubiera dado semejante contratiempo, de seguro que Mallorquín se habría tomado otro vermoucito. No lo hizo. Pagó religiosamente sacando su cartera y haciendo bien visible para quien quisiera mirar, que estaba repleta de billetes y salió del bar de la Plaza Mayor para comer un cochinillo asado en el Asador de Paco. ¡Ah, sí -pensaba Menéndez durante el trayecto al Asador- esto es vida. Hoy va a ser. Mira, mira cómo me ha mirado ésa. Con el estómago lleno y una buena copita de hierbas, mi ánimo se elevará aún más y no vaya a ser que justo al salir me encuentre con ella y tenga los arrestos de invitarla a la función!
Ella era Margarita Sáez, viuda de Domínguez.

Cuento

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 21/02/2011 a las 14:09 | Comentarios {0}


Al borde estaba. Sobre una gran montaña de piedra pómez que flotaba, de ligera, sobre el mar. No era un náufrago. No era un ser que se había criado entre las bestias. No era un anacoreta. Sabía, de hecho, disfrutar de las artes. Sabía mirar una escultura y dejarse llevar por el esfuerzo de una mole de piedra convertida en movimiento. Sabía deleitarse con la frase: la tarde está tan bonita (escuchaba la melodía de esa frase, la maestría en los acentos colocados en su orden, cómo descansaba en la última palabra todo el festín de las cuatro primeras). Sabía entender la magnitud de una partida de ajedrez entre Mijail Tahl y Botvinik. Y estaba al borde. ¿De qué servía entonces? Sabía pronunciar el francés, el inglés, el alemán, el español, el catalán, el gallego, el portugués, el italiano, el griego, el árabe y el ruso. Sabía mirar a los ojos y emocionarse con la niebla y el páramo. Sabía dormir de pie y estar despierto acostado. Sabía cómo acariciar la piel enamorada y dejar al rastro de unas hadas el hallazgo del sendero. Sabía creer. Sabía el significado de la palabra esperanza. Y estaba al borde. Por eso dudaba.
Ahora que le venía una melodía oriental, le embargaba la emoción de un baile. Y pensaba bailar como quien piensa estrella fugaz o planeta; ahora que el viento le animaba a volar, sabía que si lo intentaba, caería sobre la llanura y sería por fin nutriente. Ahora que tenía las manos frías y había dormido de más y tarde, encontraba en su vigilia un entorpecimiento de los sentidos como si el opio hubiera inundado sus pulmones y su entendimiento. Es cierto que nada le dolía y sentía su duda como herida; es cierto que la tarde nevó y la noche cuajó y que ahora deseaba fumar la paz.
Tenía la sonrisa plácida del que medita. Tenía las rodillas inflamadas y surcos de antiguas venas se marcaban en las corvas. Tenía eccemas en las pantorrillas. Tenía enrojecidos los ojos de tan poco parpadear. Tenía la bilis pálida. Tenía en su mente el alfabeto de los árboles los cuales, tan abajo, le enviaban sus aromas. Tenía como espejo el cielo. Tenía como cielo la profundidad de la mar. Tenía como mar el sabor de sus ojos. Tenía como ojos la contemplación de sus manos. Y como manos los pies desnudos.
No estaba decidido. Porque tenía esperanza. Al recordar su nombre le vino una ráfaga de sábanas y una cuna de madera y un parque con tobogán y el estudio de los números primos y también, de forma tangencial, justo en la frontera de las visiones, atisbó una hoguera y una gran nostalgia. Imaginó ponerse en pie sobre la montaña, iniciar el descenso, atravesar el bosque de coníferas, tomar por el camino hecho, llegar hasta el pueblo, saludar a las gentes, aceptar la invitación a lavarse y mudarse, ser aceptado en el concejo municipal, ser nombrado arúspice, ocupar su cargo con todo el ceremonial, ungirse las manos y la boca, desentrañar los presagios y ser entregado al cuidado de unos niños recién venidos al mundo.
Abrió la boca y quiso decir su nombre.
Abrió su corazón y vio que no sangraba.
Se miró los antebrazos y notó cómo se desgajaban.
Elevó su cuello y cayó de espaldas.
Se quedo quieto mientras temblaba.
No era saliva sino espuma blanca.
Adoptó la postura del feto.
Se diluyó en la hierba.
Ya no dudaba.

Cuento

Tags : La Solución Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 17/02/2011 a las 14:25 | Comentarios {0}


Ha amanecido. Milos Amós está enfermo. Tras veinte días sin comer y teniendo como único alimento el rocío de las hierbas, sus defensas empiezan a abandonarle.
Seis buitres le vigilan.
Una manada de lobos asciende la montaña.
Los pies de Milos Amós ya no le responden. Quizás estén congelados. Unas ronchas han aparecido en la piel de su pierna derecha, justo bajo la rodilla. Hay momentos en que el prurito le enloquece. Quisiera gritar, arrancarse la piel, bajar de la cima.
Milos se esfuerza en no pensar pero no para de hacerlo. Son palabras y palabras que surgen como fuente de agua envenenada.

Nunca conseguiré. Nunca. No fue dada la sabiduría a este cerebro. Podré, si quiero, achacárselo a las circunstancias y quizá consiga así cierta tranquilidad de alma. Sé que no soy. Sé que no existo. No sé nada. Y no saber nada es ser estúpido. Soy estúpido. Muy estúpido. Me creí... me creí y así ascendí hasta esta nada. Suprema estupidez tan cerca del cielo. El cielo es nada. Los buitres son nada. No temo el colmillo del lobo. No me amamantarán. No soy Rómulo ni tampoco Remo. Estúpido en mis vanaglorias. Pensé. Pensé. Pensé. Pensar es nada. Nada te mereces si haces nada. La visión de la soledad es barata. Mis pies ya no andan. Jamás saldré de aquí. Ya estoy muerto. Morir es nada. Parece mi mente una. Se suceden en ella fotografías. Personas. Unas y otras. Muchas sonríen. No sabría ahora qué hacer con ellas. No sabrían, de seguro, qué hacer conmigo. No sé si existe la llanura. No sé si más allá de mi vista se encuentra el mar. No tengo miedo. Tengo garrapatas. Debe ser mi pelo largo. Tan estúpido soy que ni tan siquiera eso sé. Supe contar nadas y me abracé a una idea peregrina. Luego solté amarras. Me dejé llevar pensando, pensando -pensar es nada- que alcanzaría la plenitud, la cómoda certidumbre del fin. Nada es fin. Y así sigo con un hambre de mil demonios. Incapaz de conseguir mi alimento. Menos libre que la hierba. Más estúpido que la ciénaga. En el fondo deseo que alguien suba hasta esta cima, me abrigue con un saco, me caliente un caldo y a cucharadas me haga entrar en calor. Añoro esa mano sobre el hombro y la conversación con lumbre. Estúpido al contemplar las estrellas. Estúpido al cerciorarme de ellas. Estúpido de soberbia. Estúpido de esperas. Nada he aprendido. Cada vez sé menos cuando nunca supe nada ¿cómo es ese menos que esa nada? La yegua relincha. Trota el caballo. El jinete espolea. La espuela daña. No llego a más. No hay más tierra por encima de mí. Si así fuera, estúpidamente, me arrastraría. ¡El picor, el picor de la pierna! Añoro la fuerza de mis manos para arrancarme a arañazos estas pústulas. Añoro la fuerza de mis labios para succionar a chorros el pus y las devastaciones. Venid ya buitres. Llegad ya lobos. Mordedme la estúpida yugular que sigue funcionando. Arrancad este estúpido corazón enamorado. Tendedme. Miradme. Daros el turno de mi carne. No enterréis los restos. Dejad que sea la tierra quien los muestre hasta que se diluyan en hierba o en nitrato. ¿Tengo harapos? ¿Estoy sucio? ¿Lo merezco? ¿Subirá el maestro hasta mí? El que diga en mi oído las últimas palabras, las que me convenzan, por fin, de que yo no existe, que ya estoy en comunión con las algas y el universo es mucho más que una palabra. Llegará ese maestro envuelto en luz y llamas, algo enfadado conmigo, su alumno más estúpido, el que más soberbia asumió en su estado de vivo moribundo; llegará mi maestro con los ojos encendidos y la barba larga; llegará y ungirá con aceite sagrado mis labios y ungirá con aceite sagrado mi sexo y ungirá con aceite sagrado mis desvelos y cerrará despacio mis ojos, y cerrará con amor mis agujeros y dejará en lo alto de la cima la cruz que guiará a los viajeros. Ven, maestro, ven, fantasma. Mi padre murió hace hoy once años y aún le quiero. Ven, esfuérzate un poco, apoya con suavidad tu cayado y empuja con tus riñones el cuerpo hacia la cima. No retrocedas cuando me veas tan sucio, tan espantoso, tan desolado, tan envidioso. Perdona mi envidia, perdona mi espanto, perdona mi suciedad. Y dime al oído las palabras que nunca supe oír.

Cuento

Tags : La Solución Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 02/02/2011 a las 12:27 | Comentarios {1}


1 ... « 30 31 32 33 34 35 36 » ... 48






Búsqueda

RSS ATOM RSS comment PODCAST Mobile