Lo primero que hace Florián es irse al teleférico de la ciudad. Cree que es un buen homenaje. Es un día entre semana de un mes no muy dado a que la gente suba en un teleférico. Se encuentra solo en la cabina. Hace el trayecto solo. No se emociona.
Lo segundo que hace es volver a casa. A la casa de sus padres mejor dicho. A la casa vacía de sus padres. No había vuelto por ahí desde hacía seis años. No los veía desde hacía dos. No pensó nunca que la siguiente vez que los viera estarían muertos. Sí pensó que uno de los dos podría morir. Eso siempre se piensa -se decía a veces-. Pensar en un accidente es casi un oximorón. Nunca pensó en un accidente.
Florián reconoce el olor de la casa y de sus cosas. Abre todas las ventanas. Se hace un café. Se sienta en su sillón de siempre y pone la televisión. Así transcurren seis horas llenas de llamadas de teléfono. No contesta a ninguna. En la televisión ve una competición de deporte extremo, tres telediarios, una retransmisión en diferido de una carrera de Fórmula 1, un programa de entretenimiento, un documental sobre la desertificación de Suecia y una película.
Lo tercero que hace es apagar la televisión, tumbarse en la cama y quedarse dormido.
Lo segundo que hace es volver a casa. A la casa de sus padres mejor dicho. A la casa vacía de sus padres. No había vuelto por ahí desde hacía seis años. No los veía desde hacía dos. No pensó nunca que la siguiente vez que los viera estarían muertos. Sí pensó que uno de los dos podría morir. Eso siempre se piensa -se decía a veces-. Pensar en un accidente es casi un oximorón. Nunca pensó en un accidente.
Florián reconoce el olor de la casa y de sus cosas. Abre todas las ventanas. Se hace un café. Se sienta en su sillón de siempre y pone la televisión. Así transcurren seis horas llenas de llamadas de teléfono. No contesta a ninguna. En la televisión ve una competición de deporte extremo, tres telediarios, una retransmisión en diferido de una carrera de Fórmula 1, un programa de entretenimiento, un documental sobre la desertificación de Suecia y una película.
Lo tercero que hace es apagar la televisión, tumbarse en la cama y quedarse dormido.
Escrito por Violeta García-Loygorri Tinajas

En un rincón del parque del Retiro, cerca de La Rosaleda, había una gran cascada y al lado un espacio vacío. Se contaba que en las noches de luna creciente aparecía una bonita escultura de una mujer recostada tocando el laúd; cuando lo tocaba, la cascada dejaba de caer y permitía vislumbrar una gruta.
Una noche, Tania, una niña de once años, escapó de su casa cegada por la rabia hacia otra niña que decía que todas esas historias eran mentira ¡Le demostraría que estaba equivocada!
Entró en el parque, llegó hasta La Rosaleda y... ¡En efecto! escuchó el sonido bonito y pausado del laúd. Se acercó al lugar del que provenía la música y... allí estaba la escultura de la mujer y la gruta. En su interior se adivinaba un pequeño fulgor. Se armó de valor y ya se disponía a meterse dentro cuando tropezó con algo y cayó. Todo lo que pasó a continuación fue maravilloso y extraño a la vez. Una vez hubo caído, descubrió maravillada que se hallaba en un reino de Rocío y Luz; estaba totalmente sola, no tenía miedo, todo lo que veía era precioso y agradable, ni siquiera le dolía la herida que se había hecho en la rodilla ni se daba cuenta de que había perdido un zapato, tan sólo contemplaba entusiasmada el nuevo descubrimiento. Sin darse apenas cuenta recorrió todo el lugar y comenzó a cantar una extraña melodía que hacía que su voz sonase hueca y triste. Al principio sonaba bien pero luego empezó a sentirse cansada, muy cansada, y se desmayó.
Cuando se despertó estaba en una cama muy rara, con dos personas a su lado contemplándola. Le contaron lo ocurrido y que se había metido en el reino de la Reina Soraya, y que todo el mundo que se metía allí desaparecía. Por suerte ella había sabido resistir. Comió y bebió angustiada y muy asustada. Le contaron también que había dejado allí el zapato, y que así ya nadie corría peligro, porque la magia se había roto.
Ella sólo recordaba una voz femenina que decía, ¡Fuera, vete! Jamás volvió para descubrir aquel misterio, pero estaba contenta porque sabía que nadie corría peligro, al menos por el momento...
Una noche, Tania, una niña de once años, escapó de su casa cegada por la rabia hacia otra niña que decía que todas esas historias eran mentira ¡Le demostraría que estaba equivocada!
Entró en el parque, llegó hasta La Rosaleda y... ¡En efecto! escuchó el sonido bonito y pausado del laúd. Se acercó al lugar del que provenía la música y... allí estaba la escultura de la mujer y la gruta. En su interior se adivinaba un pequeño fulgor. Se armó de valor y ya se disponía a meterse dentro cuando tropezó con algo y cayó. Todo lo que pasó a continuación fue maravilloso y extraño a la vez. Una vez hubo caído, descubrió maravillada que se hallaba en un reino de Rocío y Luz; estaba totalmente sola, no tenía miedo, todo lo que veía era precioso y agradable, ni siquiera le dolía la herida que se había hecho en la rodilla ni se daba cuenta de que había perdido un zapato, tan sólo contemplaba entusiasmada el nuevo descubrimiento. Sin darse apenas cuenta recorrió todo el lugar y comenzó a cantar una extraña melodía que hacía que su voz sonase hueca y triste. Al principio sonaba bien pero luego empezó a sentirse cansada, muy cansada, y se desmayó.
Cuando se despertó estaba en una cama muy rara, con dos personas a su lado contemplándola. Le contaron lo ocurrido y que se había metido en el reino de la Reina Soraya, y que todo el mundo que se metía allí desaparecía. Por suerte ella había sabido resistir. Comió y bebió angustiada y muy asustada. Le contaron también que había dejado allí el zapato, y que así ya nadie corría peligro, porque la magia se había roto.
Ella sólo recordaba una voz femenina que decía, ¡Fuera, vete! Jamás volvió para descubrir aquel misterio, pero estaba contenta porque sabía que nadie corría peligro, al menos por el momento...
La primera vez que ocurrió tenía seis años. Caminaba con mi tata y mis hermanos por una calle céntrica de la ciudad de L.. Volvíamos de jugar en la plaza M. S. que en aquel tiempo aún era de arena (hoy es un lugar de tránsito de vehículos). Sería finales de primavera y recuerdo que justo antes de verlo me había sentido aislado, no sé expresarlo mejor, usted me disculpará, mi especialidad no es el lenguaje y menos aún la retórica. Como le decía me sentí aislado como si de repente un burbuja de soledad me hubiera separado de todo, de la compañía de mis hermanos, de la mano que mi tata me cogía, del sabor de la tableta de chocolate que me estaba comiendo. Fue en ese instante, justo en ese instante, cuando vi a través de los cristales de una ventana la figura blanca de un hombre calvo que me miraba sin tener ojos en la cara. Recuerdo que sentí un escalofrío y esa reacción del cuerpo me volvió al mundo, si lo puedo decir así, sentí de nuevo la mano de mi tata, escuché la voz de mi hermano que le decía algo a mi hermana y el murmullo de la calle asomó de nuevo a mis oídos. Yo no me atreví a girarme para ver si en aquella ventana seguía la figura blanca observándome. En realidad no lo necesitaba porque sentía sus no-ojos clavados en mi espalda. Es la primera experiencia de terror que recuerdo haber tenido.

¡Oh, sí, lloré! ¡Cuánto! ¡Y el dolor! el dolor... Estuve muy enfermo. Por mucho emplasto que me colocó, la órbita hueca se infectó y así entre recuperación y recaída permanecí seis meses en El Hades bajo los cuidados de Caronte. Me alojó en un camarote que tenía en la proa de la barca, oculto a las miradas de los viajeros. Cuando alguien subía yo me escondía allí. Ninguno de los pasajeros sospechó que en su último viaje un ojo los espiaba. La contemplación de los que van a olvidar me enseñó -si es que lo aprendí- a mirar el alma de los hombres ¡Qué hermosos algunos al marchar hacia el Olvido! ¡Qué desesperados otros! ¡Qué aterrados los más! Caronte me había permitido mirar a través de un agujero practicado en la puertecita -con apariencia de tablón- del camarote. No sé si querréis que vuelva ya al final de la historia que dio inicio a este relato, la del hombre perdido cerca del río Leteo, porque si no fuera así podría contaros la historia de una de las pasajeras, Belinda, ¡Ah, Belinda, la Triste! Todos sin excepción pidieron, ¡Cuéntanos, buhonero, la historia de Belinda la Triste! Calmados los ánimos pidió hidromiel y una vez saciado su capricho siguió con su historia, En las costas últimas de la tierra occidental, en una ciudad llamada Tartesos, Belinda acababa de cumplir los quince años...

Caronte gritó, ¡Eh, muchacho! Abrasado por la sed, seca la garganta, sólo pude responder a su llamada paseando mi lengua por mis labios. En un costado del Barquero del Río pendía un odre de cuero de cabra. Caronte se acercó hasta mí y dijo, Bebe, hijo, bebe. Y yo bebí el Agua de la Vida, no la del Olvido y bebí tanta que ya me veis, amigos, viejo como nunca se conoció a otro. Caronte me dejó beber y luego me aconsejó que me sentara bajo las ramas de una higuera. Así lo hice y pronto noté -como la planta mustia cuando cae sobre sus hojas, en la tierra que la circunda, sobre el barro de la maceta si está plantada, el agua y pronto se hace ancha, se eleva y lanza sus hojas al sol- la vida en mis músculos. Él se sentó frente a mí, de espaldas al sol, de tal forma que el contraluz me impedía ver su rostro. Lo hizo así para que tan sólo escuchara su voz. Me dijo, Hijo, no sabes cuánto siento que hayas venido a dar al Hades ¡Ay, ay, ay, ay! Estos no son buenos lugares para un joven y conste que esto que te digo va contra mi negocio. Fácil sería para mí haberte cobrado una moneda y haberte llevado conmigo hasta la otra orilla. Una moneda es una moneda y moneda a moneda puedo mantener mi barca a flote y útil el embarcadero. No las quiero para más, no creas, no atesoro, no guardo. Sí, fácil habría sido para mí. Pero, vamos, me he dicho, ¡qué caray, es un niño, aún la barba no se le cierra en las mejillas! ¿Por qué no dejarle ver un poco más dejándole al mismo tiempo ver un poco menos? No, no es ningún acertijo, es que debo cobrarte el Agua de la Vida y el precio que se paga es un ojo. El izquierdo te sacaré ¡Te dolerá tanto! Ese tu dolor te recordará el dolor que te hizo venir hasta aquí y así sabrás que es casi insoportable y huirás de él. No, no, no llores muchacho. Te dolerá y será corto. Luego yo te haré emplastos que impedirán que la oquedad de tu ojo enferme y cuando estés recuperado te haré un ojo de cristal a tu medida para que sientas siempre que la dureza no lleva a ninguna parte ¿Listo? Has de ser valiente.
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Cuento
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 20/04/2010 a las 19:04 |