Inventario

Revista literaria y artística escrita y dirigida por Fernando Loygorri
Puma hembra
Puma hembra
No deberían los hombres desdeñar las viejas creencias, así me dije después de conocer al caballero Antonio Altomonte y maullé a la luna que estaba llena. Yo había oído hablar de él. No lo encontré por casualidad en el desierto de Mojave cuando estaba a punto de abatir a la puma, protegida mía, defensora de las rocas y enemiga de la serpiente cascabel. Quiso mi grito desviar el tiro y lo conseguí. El caballero Antonio Almonte se giró con el gesto del hombre enfurecido pero cuando me vio en el suelo agarrándome el tobillo, cuando levanté mis ojos hacia él y vio lo que son dos ojos de gata, grandes y seductores como una noche de brisa en mitad del verano, corrió hacia mí y me preguntó si me había lastimado mientras miraba mis muslos, el inicio de mis bragas y el escote que evocaba dos pechos animales, dignos de la locura y la lascivia. Un viejo pensamiento me vino a la cabeza, Para que el mono entre en la jaula no tienes más que dejar la puerta abierta. Me dejé ayudar y apoyada en su hombro me llevó hacia su jeep Gran Cherokee. Antes de entrar en él vi a lo lejos a la puma prosternada ante mí en acción de gracias. No pude evitar (en realidad no lo quise, fue como si en un alarde de magnanimidad felina hubiera querido avisar el cazador que estaba siendo cazado, como cuando la gata abundosa de comida juguetea con la presa sin querer matarla y le ofrece salidas a su suerte...) clavarle una de mis garras en el hombro. Él se dolió y exclamó, Menudas uñas tienes, querida. Y yo le contesté mostrándole las manos con su final de uñas recortado, sin punta. Antonio Almonte no le dio más importancia, dijo, Sangre, me sobras y me ayudó a subir al coche.
¡Oh, qué delicia escucharle todas sus bravuconadas cinegéticas! ¡Cómo en mi alma se iban acumulando datos, situaciones geográficas, ángulos diversos, muertes largas, leonas preñadas sin cabeza! mientras saboreábamos un venado en un restaurante de Los Ángeles y él creía que se iba a cobrar una nueva pieza pero esta vez bajo los disparos del miembro que tenía entre sus piernas. Fue entonces, tras más de diez horas juntos, cuando se le ocurrió preguntarme el nombre. Dijo, Tanto tiempo hablando, tantas horas juntos y aún no sé cómo te llamas mientras que tú lo sabes todo de mí y sonrió con cierta picardía. Yo le dije, Me llamo Bastet y él acercando su mano a la mía siguió hablando con el discurso que mantienen muchos hombres cuando han tomado la decisión de asaltar a una mujer y penetrarla cuanto antes, es decir sin hacer caso a lo que se responde, ¡Oh, qué hermoso!, ¿francés?, No, egipcio, ¡Claro, de cuando Egipto era Francia, querida! Oh, no sabes cómo la casualidad urde los destinos. En otro momento, cualquiera que me hubiera impedido cobrarme esa puma sensacional, esa ejemplar única, ¿la viste?, ¡qué hermosa! ¡qué arrogante! se había entregado ya a la muerte con la dignidad de una patricia, habría muerto como una de ellas. Sin embargo al verte a ti, Bastet, sentí por primera vez que hubiera sacrificado el matar veinte pumas de ese porte por el honor de cenar este venado contigo.
El mono había visto la puerta abierta de la jaula y ya se acercaba, sin cautela. Regamos el venado con vinos de California, siguió él hablando, quería enredarme torpemente en sus palabras, acercaba sus manos gordas a las mías, esbozaba todas las sonrisas posibles, entornaba los ojos con cierta melancolía como el hombre que ha vivido tanto que ya no le queda más que ser maestro. Yo miraba su cuello con fijeza, estudiaba la agilidad de sus músculos, establecía distancias y sonidos, ronroneaba para mis adentros al sentir en mis entrañas la furia de la venganza pero hacia fuera mi actitud era sumisa, parecía no estar alerta de nada. Tras los postres y el pago de la factura por su parte, me ayudó a ponerme un ligero echarpe por los hombros y al tiempo que lo hacía acercó su boca a mi yugular. Gruñí. Él se apartó y disimulando la precaución adoptada declaró, Eres una auténtica gatita. Yo me giré, encaré mis ojos a los suyos y susurrando una letra tras otra le contesté, Nunca conocerás a otra como yo. Eso le entusiasmó, Una pieza única, debió de pensar. (...)

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Tags : La mujer de las areolas doradas Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 12/06/2009 a las 12:25 | Comentarios {0}


Su cabello rojizo y largo se había esparcido por el suelo evocando las laderas de un volcán. El vestido le llegaba hasta el inicio de los muslos y disimulaba sus caderas. Su cabeza estaba ladeada hacia la pared. Su gesto era tranquilo. A su alrededor -como si no hubiera llegado nadie, como si nos les importara lo más mínimo la presencia de varias personas, como si éstas fueran invisibles- se mantenían sentados en círculo alrededor de ella doce gatos, todos hermosos, todos lejanos.
Las areolas doradas enmarcaban un pezón morado intenso. Quizá fue esa particularidad la que realzó el carácter dorado de las mismas. Los forenses examinaron de cerca el fenómeno y tras una primera inspección dedujeron que la coloración era natural y que jamás habían visto un contraste tan acusado en los pechos de una mujer. Habrá que decir que cuando los forenses se acercaron al cuerpo de la mujer, los gatos abrieron el círculo y les dejaron pasar, luego se fueron disgregando por diversas estancias de la casa como si lo que iba a suceder a partir de ese momento no fuera con ellos.
Llegaron los encargados de la funeraria y cuando levantaron el cuerpo se encontró un sobre cerrado y dentro de él (se abrió más tarde, tras todas las pruebas necesarias para descartar huellas o pistas) un relato, escrito en primera persona. El que se añade a continuación es un extracto del mismo porque la mujer de las areolas doradas tenía el don de la digresión y dada su profesión y las circunstancias que a continuación se conocerán, se dejaba llevar por sus pensamientos y elaboraba unas teorías que en nada ayudarían al relato principal que nos ocupa: los antecedentes de la muerte por decapitación del marqués Antonio Altomonte y la narración de la tarde de su asesinato.

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Tags : La mujer de las areolas doradas Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 11/06/2009 a las 20:11 | Comentarios {0}


El marqués de Altomonte apareció muerto una mañana de junio, el día de su santo, que era viernes. Cuando llegó el mayoral de su finca lo encontró espatarrado en su butaca de grandes orejeras, con los pantalones y los calzoncillos bajados hasta los tobillos, vestido de cintura para arriba, con el miembro lánguido y -justo ante la salida de su conducto urinario- una costrita de semen. El último gesto del marqués de Altomonte no se podía ver: le faltaba la cabeza. El mayoral, en su declaración posterior, dejó constancia de que no sabe muy bien por qué sintió que las miradas de todos los animales disecados -cabezas de tigre, de león, de toro, de ciervo, de jabalí, de gamo, de gacela, de puma y de jaguar- que adornaban los cuatro muros del salón, miraban hacia el lugar donde yacía, muerto, quien había sido su cazador.

Al pueblo más cercano voló la noticia como las tormentas de verano se acercan al son de los truenos. Acudió la Guardia Civil. Hicieron los protocolos de rigor y no descubrieron nada que les permitiera iniciar una investigación con visos de resolver el caso . Durante meses los investigadores siguieron pistas y pistas de pistas y nada. El marqués de Altomonte era un personaje público, uno de los más ricos hacendados de Extremadura y Andalucía, dueño de varios cotos de caza, famoso por sus cacerías en el mundo entero. La prensa, los medios de comunicación se lanzaron a este crimen como asalariados en paro a los que se les aireara un contrato de trabajo y así se supo que en los últimos años el marqués se había retirado a la finca donde fue hallado muerto y sin cabeza, que apenas recibía a nadie, que tan sólo el mayoral y una mujer del pueblo iban una vez por semana para mantener lo mínimo en orden. Y hasta ahí se llegaba. En ese relato de retiro y soledad se detenía cualquier intento de ir más allá. Ni policía ni periodistas ni curiosos ni novelistas ni guionistas lograron traspasar el muro de su soledad y así, pasados dos años, el caso fue muriendo y quedó arrumbado como tantos crímenes que quedaron sin explicación. Y así habría sido si no hubiera ocurrido lo inesperado.

El 8 de noviembre, dos años y unos meses después del suceso contado, se encontró la cabeza del marqués Antonio Altomonte colgada en la pared de una casa del barrio de Chamberí en la ciudad de Madrid. A su alrededor había un marco como los que tenían las cabezas de animales disecadas en el salón del marqués. Bajo la cabeza yacía semidesnuda una mujer cuyas areolas doradas causaron general admiración.

Cuento

Tags : La mujer de las areolas doradas Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 10/06/2009 a las 20:34 | Comentarios {0}


Tirando al suelo una urna de la dinastía Han. Autor: Ai Weiwei
Tirando al suelo una urna de la dinastía Han. Autor: Ai Weiwei
Ayer Matilde se hizo añicos y aunque todos lo esperábamos desde hace meses, algunos incluso años, no dejó de estremecernos su figura partida en mitad de la calle. La primera en dar la voz de alarma fue Gertrudis, la modista del cuarto, vecina desde el cuarenta y dos de Matilde, porque en aquel momento se encontraba en el balcón disfrutando una ligera brisa que se había levantado al final de la tarde y miraba hacia abajo bendiciendo el cielo. Luego nos confesó que la vio más inclinada que de costumbre hacia el lado derecho y que le notaba como un perfil de cristal que nunca antes había visto. Pero también nos confesó tras un largo silencio que aquello le pareció un espejismo. Nada más.
Mientras Paca la portera recogía con escoba y recogedor los pedazos de Matilde y los humedecía, todo hay que decirlo, con alguna que otra lágrima y eso que Matilde siempre había dicho de Paca que era una guarra y una sucia, Amparito, la del segundo, a su lado, le decía: "Mismamente esta mañana la había oído decir a la Matilde: De mi corazón al aire hay un suspiro". Y la Paca suspiraba y decía entre dientes: "Siempre fue una artista". Comentario que fue corroborado tanto por doña Angustias, la del primero, como por doña Mercedes, mejor llamada la Melancólica, porque no se le conocía sonrisa. Pero sin lugar a dudas la que más sufrió el destrozo de Matilde fue Encarnación, la del sexto. ¡Dios santo cómo se puso la pobre mujer!. Se mesó los cabellos, se desgarró las ropas, se mordió las manos y surgiendo como un vendaval trágico exclamó delante de todos: "Ay, ay, ay, viene la vida y se va volando y apenas se ha disfrutado de un instante ya la negrura de lo eterno arrasa con todo y nos deja desnudas bajo la tierra a merced de los naturales mecanismos del abono orgánico" (en este punto del planto hubo general consenso al afirmar que la pobre Encarnación empezaba a desvariar) "¡Matilde, vieja amiga, cabellos blancos llenos de sabiduría, apóstola de la senectud, pedacito de cerámica a punto de quebrarse, encarnación de la humanidad, humanidad misma siempre limpia y estable, barométricamente". En este momento se acercaron Lourdes, la del segundo interior derecha, y Mónica, la hija de la Melancólica y tomaron suavemente por los codos a Encarnación porque todos sabíamos que cuando Encarnación decía barométricamente estaba a punto de producirse su ataque epiléptico y bastante teníamos con el espectáculo de Matilde hecha pedazos como para añadir a Encarnación en trance. Por fin pudieron conseguir que le diera el ataque en el zaguán al resguardo de las terribles sombras del crepúsculo.
Dos horas invirtió Paca la portera en recoger todos los añicos de Matilde. Tan sólo esparció por la acera polvillo del corazón porque se negaba a dejarse recoger y un par de tendones del pie derecho. Todo lo demás lo metió en una bolsa de basura de las modernas con asas de plástico que, al tirar de ellas hacia arriba, hacen que la bolsa se cierre. Cuando hubo terminado el trabajo, aplaudido por todos, tocó el timbre asambleario y la presidenta de la comunidad, doña Juliana, la del quinto interior izquierda, decidió convocar junta extraordinaria aquella misma noche tras el anuncio por los distintos canales de televisión de los azares de la jornada. Ya todos reunidos en el cuarto de las calderas, Juliana habló en voz baja tras rezar un responso por la finada. Y Juliana dijo: "Mal haríamos queridas mías si dejáramos que a Matilde se la llevara la funeraria municipal. Porque nunca en este inmueble se ha vengado nadie de las muertas ni tan siquiera de aquella gran víbora que fue doña Adelaida, más puta que las gallinas y más golfa que una compañía de legionarios la cual como todas, perdón todos (y me miró a mí como disculpándose), recordaréis se benefició al calzonazos de mi marido una lúgubre tarde de verano. Por cierto que no sé por qué siendo todas mujeres y habiendo tan sólo un hombre hemos de tomar el genérico masculino; si me disculpa usted don Atanasio le trataré en femenino cuando me refiera a la comunidad. Como iba diciendo queridas (de nuevo me miró doña Juliana con una sonrisilla pícara) ni aún entonces dejamos a aquella gilipollas a su suerte. Y hoy de nuevo, cuando la muerte llama a nuestra puerta, y Matilde se deshace ante nosotras hemos de ser caritativas por más que Matilde fuera una sucia usurera y una clasista de mierda que no podía ver a una verdulera sin ponerse antes un pañuelito perfumado en la nariz. Y propongo como presidenta de esta comunidad de vecinas que hagamos lo mismo que hicimos con la puta Adelaida, con la ingenua Elvira, con la oligofrénica no entrenable Alfonsina y con la despampanante Lucrecia. Y propongo como siempre que sea nuestro buen Atanasio el que realice de nuevo la obra pues no otro sino él podría hacerlo. He dicho". Cerrada sonó la ovación en el cuarto de las calderas porque, en general, los discursos de Juliana elevaban nuestros ánimos y nos hacía sentirnos importantes porque nos hablaba como cuando ella formó parte de un parlamento allá por Camerún según siempre nos contó.
Así pues me entregaron la bolsa con los añicos de Matilde y pacientemente como ya hice en su día con Adelaida, Elvira, Alfonsina y la, ciertamente, despampanante Lucrecia de la que alguna día contaremos su historia, fui recomponiendo su figura hasta que al alba toqué el timbre comunal para que las vecinas mediante votación secreta dieran su visto bueno al trabajo. Una a una fueron pasando por mi modesto taller y examinaron concienzudamente la obra. Allí estaba Matilde reconstruida y pegada añico a añico; alguna parte, como es natural faltó, pero todas lo comprendieron y fueron dando su asentimiento e introdujeron su voto en la urna oscura del fondo del salón. A media mañana aceptada mi obra por treinta votos a favor, dos en contra y una abstención (la mía como es natural) se decidió colocar a Matilde en la Galería de las Vecinas Muertas, junto a Adelaida su confidente en vida. Y allí reposa ya, tan frágil, tan callada y con sus ojillos de usurera tan brillantes como los tuvo en vida.

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Tags : Archivo 2009 Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 17/05/2009 a las 20:00 | Comentarios {0}


Antoni Tapies
Antoni Tapies
Había sido por la tarde cuando sintió la orden. Estaba desnudo sobre una cama, aplastado por un calor salvaje. A veces giraba un poco la cabeza hacia el lugar donde se encontraba la ventana y tras ella una persiana de rejilla de color verde y tras ellas el sol que caía a plomo, lo ardía todo, y se tocaba la polla, intentaba animarla para hacerse una paja y correrse y quedarse agotado para dormir un rato y ver si en ese intervalo de inconsciencia el bochorno se había calmado, se agitaba algo la persiana, una bocanada de aire fresco se anunciaba. Esta vez no se empalmaba. A lo largo de la tarde lo había conseguido en cinco ocasiones. No se desesperó, ni sintió una frustración que de seguro le habría dado más calor. Busco otro medio para salir de aquella asfixia mientras la espalda se pegaba a la sábana y el mundo se hacía un poco más sucio. En su pensamiento recordaba un hermoso lago de aguas doradas en la China. No sabía si había estado en él y sin embargo lo recordaba, quieto, entre montañas, milagroso. Lo llamó Hoo Shon por una necesidad absurda de llamarlo. Sonrío cuando en un alarde de imaginación creyó caminar hacia sus aguas y sentir en las palmas de los pies su temperatura fría, casi invernal. A su boca acudió algo de saliva ¿Dónde?, se preguntó. La tarde callaba. El exterior no existía. No recordaba el nombre de la ciudad en la que estaba. No recordaba el continente en el que estaba. No sabía cómo había llegado hasta allí. Le vino el recuerdo antiguo de un incendio y le produjo más calor aún. No quiso confundirlo con el calor asfixiante del exterior; este calor nuevo nacía dentro y parecía hornear una idea que empezaba a crecer en los alrededores de su hígado. Milos cerró los ojos y buceó en sí mismo. Vio el fuego. Se acercó cuanto pudo y entonces pudo leer -tras las llamas que surgían de su vesícula biliar- VUELVE. El fuego horneaba en los cálculos de su hígado estas letras.
Milos se incorporó. Anduvo hasta el baño. Se metió en la ducha. Fue consciente de lo mucho que había adelgazado. Se ensoñó con una ciudad bajo la lluvia y una muchacha con paraguas expulsando vaho por la boca. Degustó la palabra boca. Salió de la ducha. Se secó excepto el pelo. Cogió una mochila que no sabía que tenía y al salir a la calle el aire de una tormenta entró por su nariz. Ya no le importó dónde estaba. Iba a volver.

Cuento

Tags : La Solución Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 28/04/2009 a las 19:21 | Comentarios {0}


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