Inventario

Revista literaria y artística escrita y dirigida por Fernando Loygorri
Perdido un hombre cerca del río Leteo (2)
El buhonero calló un momento como si ese silencio correspondiera al tiempo en el que el hombre perdido se inspeccionó. Luego pidió vino caliente con un poco de canela, ¡Por Zeus! o quizá dijo (varias son las fuentes de donde bebemos este relato y no hemos de dar más crédito a unas que a otras) ¡Por Mitra, qué buen vino el de esta crátera. Cómo me recuerda a una que tenía mi vieja madre, la más afamada ramera de Lidia, por si alguna vez pasan por allí y oyen hablar de mí refiriéndose a ella! ¡Dadme, dadme más! Y bebió el buhonero cuando la noche traspasaba el umbral de su existencia. Fue el viejo capitán Putifar quien le ordenó seguir con el relato bajo la amenaza de meter los dedos en su gaznate y hacerle vomitar tan caro líquido.
El buhonero se sacó su ojo de cristal y mirándolo siguió su relato, Estaba el hombre desnudo mirándose por todas partes y pudo, al fin, palpar un gusano que intentaba con toda la fuerza de sus anillos meterse por el ojo de su culo, de hecho ya casi había metido su cabeza. Con cuidado extremo, hablándole con tiernas palabras, logró extraerlo, lo miró a la luz de las estrellas y le perdonó la vida. Las ropas habían quedado inútiles no tanto porque el tejido se hubiera roto sino por la grimosa certeza de que todo él se encontraba invadido por la temible termita y sus huevas. Así el hombre se alejó del árbol podrido tal como su madre lo trajo al mundo. La noche aún cubría su desnudez y esa seguridad irguió su falo ante el deseo inefable de penetrar al Mundo y concebir un satélite. No molestaron a las plantas de sus pies las asperezas del suelo boscoso ni las ramas de los árboles sanos azotaron en exceso su espalda ni el aire envolvió su cuerpo con la despiadada indiferencia de la vida y así, mientras caminaba, se masturbó con entusiasmo y amor y su descarga se elevó hasta lo más alto del bosque como se elevó su grito de placer casi suplicante al que respondieron los murciélagos sobrevolando su cabeza. Relajada su pasión caminó más despacio. Y anduvo y anduvo y anduvo y pronto volvió a escuchar las aguas del río Leteo.

Cuento

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 16/12/2009 a las 13:42 | Comentarios {0}


Perdido un hombre cerca del río Leteo (1)
Sólo una niña dijo haberlo visto en la puerta del Sur y un centinela, de malas maneras, respondió que quizá fuera el mismo a quien preguntó si iba a abandonar la ciudad. Nadie más le vio. Nadie tampoco tuvo la seguridad de que el hombre fuera él. Todos se extrañaron de que un hombre fuera capaz de abandonar la ciudad fortificada y se adentrara en la llanura y atravesara el lindero del bosque en pleno atardecer. Ahora podemos afirmar que fue cierto. El relato de un buhonero lo confirma. Esta es su narración de los hechos.
Aquel hombre dijo a nadie, ¡Ser o hacerse la víctima! ¡Cómo me persigue ese estigma! ¡Cuánto me avergüenza! Se acercó a las aguas del Leteo. Aún no había llegado a su orilla y no había visto al barquero Caronte sentado en su barca amarrada al muelle esperando al próximo viajero. Ni siquiera había escuchado de lejos el chapoteo del remo.
El martes anduvo por una ensenada sin decidirse a rodearla. Luego tuvo frío y quiso volver a su casa. Sintió que estaba perdido cuando una nube le recordó a otra y llovió sobre su rostro dos veces la misma gota. Se apoyó en un árbol hueco y pensó, No sé cuál es el rumbo. Y pensó, ¡Qué oscura la noche! ¿Si camino dónde me llevaré? ¿Si escucho el rumor de unas aguas deberé detenerme? Y si es así ¿no podrá el frío con mi calor? Su pensamiento se fue haciendo circular y tan sólo se detuvo cuando el árbol hueco se desplomó a sus espaldas. Sepultado bajo la madera podrida pensó, Tenía más de un motivo para no venir. Ahora he de quitarme estos maderos, palpar si tengo heridas, sacudirme la escoria y constatar que ningún gusano corre por mi cuerpo.

Cuento

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 12/12/2009 a las 19:54 | Comentarios {0}


Lo más sublime del amor es no sentir miedo. Ser amado es desterrar el miedo a ser uno mismo con sus oscuridades, sus vacíos, sus latidos por medio del Otro.
Amar es aligerar el peso del amado, ofrecerse como espejo cuyo reflejo le resulte grato.
Las caricias ¿no son sino una ausencia de tensión, el descubrimiento de la suavidad de uno mismo surgida de las manos del Otro? ¿no es eso lo que generan? Suavidad de uno mismo.
Amar es exaltar la libertad. Amar es desafío a una verdad que desde la niñez se hurta: el miedo es ausencia de afectos.
Cuando dos seres se aman comparten durante ese tiempo la energía más pura del universo. Amar es declarar inocente al Otro.
Una sucesión de besos en la boca, de besos sostenidos, infunden en todo el cuerpo la gratitud del viento deslizándose sin esfuerzo por la precisa conformación de las alas de las aves. Besar la boca es besar el hálito del Otro, su necesidad primera.
Dos cuerpos que se aman. El goce intenso y despierto. La búsqueda larga y extenuante. Dos cuerpos que se aman con sus hallazgos, sus súplicas, sus dilataciones urden un juego que conduce a la exaltación del Otro desde el placer propio. Amar pervierte el orden brutal de las cosas.
Madame L. susurró al oído del señor L., Tienes mil cuerpos.
La última frase que el señor L. escribió en la casa de madame L. fue, ¡Tiempo, detente!

FIN DE LA SERIE EL VIAJE
miles_davis,_ornette_coleman,_bill_frisell___over_the_rainbow_what_a_wonderful_world.mp3 Miles Davis, Ornette Coleman, Bill Frisell - Over The Rainbow-What A Wonderful World.mp3  (4.69 Mb)

Cuento

Tags : El viaje Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 08/11/2009 a las 19:31 | Comentarios {0}


Madame L. escucha a L. -un amigo del señor L.-cómo describe la escenografía de Las Alegres comadres de Windsor, obra que está dirigiendo en La Comédie Française y ríe con ganas cuando L. le cuenta la traducción que han hecho al francés de todos los improperios con que es descrito Falstaf en las distintas obras de Shakespeare o cuando imita el sonido del francés que hacen sus actores cuando se enfadan. El señor L. se siente a gusto junto a su amigo L.. Tras un largo café y una interesante charla L. y el señor L. se abrazan en la esquina del café Fiore y se despiden.

La belleza de la rue Saint André des Arts.

Madame L. y el señor L, tomaron el tren de las 19 h. 45 m. a Caen en la Gare de Saint Lazare. Recordará el señor L. mucho más tarde la cúpula iluminada de la basílica de Santa Teresa en Lisieux por el recuerdo de Joseph Roth y su Leyenda del Santo Bebedor.

Durante el trayecto madame L. y el señor L. se pusieron a corregir unos ejercicios de español. El tren avanzaba. Madame L. con su rotulador rojo sentía un inmenso placer junto al señor L. mientras corregían faltas y proponían soluciones. Había en ese hecho tan cotidiano una belleza de siempre unido al ahora del tren, camino de su casa, en su ciudad normanda, junto a un amor de su adolescencia, cuando era el verano... Rieron con algunas expresiones. Alabaron otras. En algún momento mientras leían uno de los ejercicios se cogieron de las manos.

Cuando estaban llegando a Lisieux, madame L. le preguntó al señor L. ¿No vas a mirar el lugar donde viví mi infancia y mi adolescencia? El señor L. se levantó y le respondió, Por supuesto que sí y salió del vagón y miró, a través del cristal de la puerta, los puntos de luz que alumbraban la noche de Lisieux.

A madame L. le pareció un poco tonto el señor L. cuando ya en Caen, en el taxi camino de su casa, le dijo, Mira, ahí está el hipódromo -como todo hipódromo una extensión considerable al aire libre-y el señor L. le señaló un muro con una pequeña puerta y contestó, ¡Ah, qué curioso! y madame L. dijo, ¿Cómo se te ocurre que pueda estar el hipódromo ahí? No lo entiendo.

Madame L. abre la puerta de su casa al señor L.. Le mira con ternura. Querría abrazarle. Querría besarle.

Madame L. le dice al señor L. que va a tomar un baño. El señor L. querría bañarse con ella. Mientras ella se baña, él escribe.

En el baño madame L. sintió la fatiga que de improviso, a ráfagas, todos los días desde hacía cuatro meses, le sobrevenía. Sabía que estaba enferma. No sabía aun la gravedad. Madame L. sintió miedo, se sumergió en el agua caliente, cerró los ojos e intentó no pensar.

Cuento

Tags : El viaje Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 07/11/2009 a las 10:52 | Comentarios {0}


El señor L. iba a cumplir los cuarenta y nueve años, tenía el rostro anguloso y gesto duro; sus ojos marrones y grandes miraban, en ocasiones, a la distancia de lo hondo; su nariz era aguileña; su boca larga tenía los labios casi finos; estaba cojo y usaba bastón para caminar. Su cuerpo tendía a la delgadez. Fuertes eran sus brazos. Fuertes sus manos. Su espalda fuerte.
El domingo París amaneció soleado. La sucesión de los acontecimientos entre ellos tenía algo de extraño y algo de dulce (extraño en cuanto lo que es, dulce en cuanto lo que se sabe; ante el hecho de que dos amantes nuevos -aunque viejos en relación al tiempo en que se conocían- que se encuentran por primera vez en París pasen el primer día en un cementerio y la mañana que ahora vamos a narrar les lleve a un espacio brutal y hermoso. Es como si constantemente y sin razón anduvieran buscando la vida y la muerte, insistimos, a un mismo tiempo. Porque si fue el señor L. quien propuso ir al cementerio sin tener conocimiento de que allí se encontraban los monumentos cuya contemplación tanto emocionaron a madame L., ella propuso ir ese domingo al Memorial de la Shoah donde había una exposición de un poeta rumano y judío, Benjamin Fondane, del cual el señor L. no había oído hablar. Como también buscaban la entrega y el abandono a un mismo tiempo. Como también la cercanía y la distancia). Esa mañana atravesaron la Seine por l'île Saint-Louis a través del pont Marie. Antes de entrar el señor L. se tomó un café créme en la rue François Miron, las campanas dieron las diez en una iglesia cercana -¿o eran las once? Aquel día los relojes de Europa se habían adelantado una hora-. Es cierto que se respiraba el aire festivo en los paseantes. Es cierto. En el 17 de la rue Geoffroy l'Asnier estaba la entrada. Medidas de seguridad extremas. Con toda la amabilidad del mundo.
Nada más atravesar la entrada un espacio al aire libre -quizás un antiguo jardín- estaba sembrado de losas de mármol de más de dos metros de altura y no más de sesenta centímetros de anchura donde estaban inscritos los nombres de todos los judíos franceses -o residentes en Francia en el momento de su deportación- muertos en los campos de exterminio. Losas de las lamentaciones. Los nombres ¿Fue ya cuando el señor L. sintió la empatía?
Entraron en la exposición de Benjamin Fondane y como ya había ocurrido la tarde anterior en Père Lachaise, madame L. y el señor L.se distanciaron.
El rostro de Benjamin Fondane es el rostro de un hombre, sencillamente. Sólo que el rostro de un hombre, sencillamente, adquiere en su geografía los accidentes del tiempo en que habita. De nuevo se encontraban en el recuerdo de un tiempo terrible, cuando el mundo se destrozó las tripas, se machacó los huesos, gaseó sus pulmones, arrasó sus ciudades, se vengó de sí mismo como un mal suicida y al final quedó devastado por los siglos de los siglos.
El señor L. sintió la congoja al leer el primer poema de Fondane, el cual le recordó al monólogo de Shylock en el Mercader de Venecia o quizá fueron las energías del lugar donde se encontraba si es que tales existen.
Madame L. estaba descubriendo a un poeta y su rostro. A medida que iba leyendo los poemas, viendo sus manuscritos, sus fotografías se fue quedando sin aliento y sintió el mismo deslumbramiento que tan sólo había sentido antes con Rimbaud, Maiakovsky y García Lorca. Se había olvidado por completo del señor L. cuando lo vio a lo lejos, de espaldas, apoyado en su bastón. El señor L. estaba mirando una nota escrita en un minúsculo trozo de papel en la que Fondane le pedía a un amigo, tras su detención por los nazis, que pagara el alquiler de la casa y atendiera en lo posible a su mujer. A madame L. le extrañó que el señor L. se mantuviera tanto tiempo frente a aquel trozo de papel. Se acercó a él. El señor L. estaba llorando. Ella pasó suavemente su mano por su hombro. El señor L. se alejó y se sentó de espaldas a ella. Madame L. continuó su recorrido. El señor L. no acertaba a recomponerse, las lágrimas siguieron su cauce durante minutos y cuando se detuvieron fue a su encuentro. Cuando le vio ella le dijo, Yo sería capaz de atravesar esta exposición, todo este espacio a la memoria de la Shoah con una sonrisa. El señor L. pensó pero no dijo, Así de cerca están el llanto y la risa.
Más tarde, sentado frente a una pantalla donde un testigo daba testimonio de su paso por los campos de exterminio, el señor L. pensó en la escatológica -en su sentido de primaria- pulsión entre Eros y Tanatos que desde su encuentro con madame L. se venía produciendo al unísono, al mismo tiempo.

Cuento

Tags : El viaje Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 06/11/2009 a las 09:27 | Comentarios {0}


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