Capítulo Segundo: María
Son las ocho menos veinte de la tarde. Se ha hecho la noche. Fuera sopla el viento del norte, borracho, dando bandazos por las aceras, desnudando sin pudor a los árboles de hoja caduca. María -recta la espalda, las manos apoyadas en las rodillas, las piernas juntas, mirando a La Maestra- habla.
Maria: Cuando siento el viento, me ahogo. Mi nariz husmea antes de salir, como si en su punta tuviera un sensor que me avisara de la velocidad del aire. Hoy me ha costado llegar. Sentía que llevaba faldas y se me veían las bragas. Cuando me ponía la mano por detrás para que no se levantaran, me daba cuenta de que llevaba pantalones. Entonces me tranquilazaba. Colocaba la mano en su posición lógica. Pero al poco rato estaba otra vez detrás.
No soporto las miradas en el autobús. Ni el olor a sudor de las mujeres. En los hombres lo aguanto mejor. Los hombres son sucios y pueden oler mal. Deben oler mal. Sé o puedo llegar a pensar que no hay olores buenos o malos, que todo eso son cuestiones culturales, que un buen entrenamiento podría conseguir que me agradase el olor de la mierda, como les ocurre a los perros, que no hacen más que oler mierda y nunca tienen arcadas. Por eso lo sé. Yo tengo muchas arcadas. Por las mañanas, antes de desayunar suelo tener arcadas. Sólo el aroma del café me las calma. No soporto las frutas por la mañana. Sólo de noche, justo antes de dormir, me gusta tomarme unas uvas o una pera de agua. Me duermo dulce (María sonríe con su broma. Entrelaza las manos. Relaja un poco la rectitud de su espalda. Mira un poquito a los lados. Traga saliva. Se retira un mechón de su cabello que caía por su mejilla derecha. María tendrá unos cuarenta y cinco años). No sé cuándo se inició todo esto. Me han dicho que tuvo que ser en la infancia. No sé por qué todo ha de ocurrir en la infancia. Quisiera tener una imagen clara. No sé, algún acto brutal. Me dicen que seguro que lo hay, que esas fobias, ¿por qué son fobias? También veo volar la mantequilla y siento una especial predilección por las uñas. He venido aquí porque no me encuentro bien. No, no me encuentro bien. Tampoco sé porque sé que no me encuentro bien. Quizá, me digo, porque en la mañana me siento triste y no entiendo por qué estoy respirando, por qué la respiración no es voluntaria, ni tampoco el latir del corazón o la presión arterial. Recuerdo a una mujer que tenía que estar tumbada en la cama porque su presión arterial era tan baja que si se ponía de pie, la sangre se le bajaba a las piernas y moría por falta de riego en el cerebro. Esa mujer aprendió a controlar su presión arterial y pudo al fin levantarse tres horas al día -o más-. (Se queda callada. Baja la mirada. Respira hondo. Parece tomar fuerzas. Eleva la mirada. Se mira, desde la lejanía, en el espejo). Yo no soy una buena mujer. Y tengo asco al contacto, al viento y al olor a sudor en las mujeres. Trabajo lo menos posible. Camino rápido para no tener que detenerme ante nada. Quisiera huir. No estar aquí ahora mismo. Estar callada. Quedarme callada. Sólo que la Maestra me obliga a hablar. Me dice que será bueno pra mí. Me exige para permitirme estar aquí el que diga estas cosas. Las cuales, por cierto, no sé si son ciertas. Sí, sí, puedo estar mintiendo. Puedo ser perfectamente una mujer normal que llega a su casa los días laborables, se quita la ropa de calle, se lava, se hace un café y se sienta a ver el televisor, concursos de palabras o documentales sobre la condición humana y alguna serie algo melodramática que me haga recordar y me ponga tierna. No sé por qué es anormal no desear a los hombres y que sienta repugnancia cuando me despìerto en la noche con la mano en mi sexo y me tenga que levantar y lavarme. (Se vuelve a quedar callada. Esbozan sus labios dos sonrisas muy rápidas que más parecen calambres en su boca, movimientos involuntarios de sus músculos risorios, que verdaderas sonrisas). Ya no quiero hablar más. (María se queda callada con las piernas, las manos y los brazos en su posición inicial).
Maria: Cuando siento el viento, me ahogo. Mi nariz husmea antes de salir, como si en su punta tuviera un sensor que me avisara de la velocidad del aire. Hoy me ha costado llegar. Sentía que llevaba faldas y se me veían las bragas. Cuando me ponía la mano por detrás para que no se levantaran, me daba cuenta de que llevaba pantalones. Entonces me tranquilazaba. Colocaba la mano en su posición lógica. Pero al poco rato estaba otra vez detrás.
No soporto las miradas en el autobús. Ni el olor a sudor de las mujeres. En los hombres lo aguanto mejor. Los hombres son sucios y pueden oler mal. Deben oler mal. Sé o puedo llegar a pensar que no hay olores buenos o malos, que todo eso son cuestiones culturales, que un buen entrenamiento podría conseguir que me agradase el olor de la mierda, como les ocurre a los perros, que no hacen más que oler mierda y nunca tienen arcadas. Por eso lo sé. Yo tengo muchas arcadas. Por las mañanas, antes de desayunar suelo tener arcadas. Sólo el aroma del café me las calma. No soporto las frutas por la mañana. Sólo de noche, justo antes de dormir, me gusta tomarme unas uvas o una pera de agua. Me duermo dulce (María sonríe con su broma. Entrelaza las manos. Relaja un poco la rectitud de su espalda. Mira un poquito a los lados. Traga saliva. Se retira un mechón de su cabello que caía por su mejilla derecha. María tendrá unos cuarenta y cinco años). No sé cuándo se inició todo esto. Me han dicho que tuvo que ser en la infancia. No sé por qué todo ha de ocurrir en la infancia. Quisiera tener una imagen clara. No sé, algún acto brutal. Me dicen que seguro que lo hay, que esas fobias, ¿por qué son fobias? También veo volar la mantequilla y siento una especial predilección por las uñas. He venido aquí porque no me encuentro bien. No, no me encuentro bien. Tampoco sé porque sé que no me encuentro bien. Quizá, me digo, porque en la mañana me siento triste y no entiendo por qué estoy respirando, por qué la respiración no es voluntaria, ni tampoco el latir del corazón o la presión arterial. Recuerdo a una mujer que tenía que estar tumbada en la cama porque su presión arterial era tan baja que si se ponía de pie, la sangre se le bajaba a las piernas y moría por falta de riego en el cerebro. Esa mujer aprendió a controlar su presión arterial y pudo al fin levantarse tres horas al día -o más-. (Se queda callada. Baja la mirada. Respira hondo. Parece tomar fuerzas. Eleva la mirada. Se mira, desde la lejanía, en el espejo). Yo no soy una buena mujer. Y tengo asco al contacto, al viento y al olor a sudor en las mujeres. Trabajo lo menos posible. Camino rápido para no tener que detenerme ante nada. Quisiera huir. No estar aquí ahora mismo. Estar callada. Quedarme callada. Sólo que la Maestra me obliga a hablar. Me dice que será bueno pra mí. Me exige para permitirme estar aquí el que diga estas cosas. Las cuales, por cierto, no sé si son ciertas. Sí, sí, puedo estar mintiendo. Puedo ser perfectamente una mujer normal que llega a su casa los días laborables, se quita la ropa de calle, se lava, se hace un café y se sienta a ver el televisor, concursos de palabras o documentales sobre la condición humana y alguna serie algo melodramática que me haga recordar y me ponga tierna. No sé por qué es anormal no desear a los hombres y que sienta repugnancia cuando me despìerto en la noche con la mano en mi sexo y me tenga que levantar y lavarme. (Se vuelve a quedar callada. Esbozan sus labios dos sonrisas muy rápidas que más parecen calambres en su boca, movimientos involuntarios de sus músculos risorios, que verdaderas sonrisas). Ya no quiero hablar más. (María se queda callada con las piernas, las manos y los brazos en su posición inicial).
Capítulo Segundo: María
María se suele sentar en la tercera silla, ante la pared de la ventana grande. Su cabeza se ve reflejada en el espejo. A ella parece no importarle. Al principio se sienta erguida como si tuviera alma de bailarina. Llega pronto. Deja la zamarra en el perchero de la habitación contigua, a la que se accede desde la calle.
La casa tiene tres habitaciones: la de la entrada, el cuarto y una tercera habitación que es una sala multiusos, también con un espejo muy grande, más grande que el del cuarto. Hay un cuarto de baño, muy pulcro, de mujer.
María tiene una voz y unos ademanes suaves; su pelo es rizado y negro y su nariz algo ganchuda anuncia su condición judía. También sus ojos, grandes y oscuros, parecen provenir de grandes extensiones secas y tiene su mirar algo de desafío en el desierto; su cuerpo es esbelto, generoso su pecho, estrechas sus caderas, largas sus piernas.
A lo largo de la sesión María suele asentir a las explicaciones de la Maestra y emite un sonido gutural, una especie de "ajá" muy cálido, que debe de sonar muy grato en el oído del amante cuando encima de ella hace el amor y María con los ojos cerrados, da su conformidad --ajá o ujú más bien- al ritmo del amante.
A lo largo de la sesión suele cambiar de postura: primero se mantiene erguida, con las manos apoyadas en los muslos, extendidas hacia las rodillas. Al rato cruza las piernas y dobla un brazo sobre el regazo y apoya el codo del otro en perpendicular dejando la mano como apoyo del rostro que se inclina ligeramente para descansar; más tarde cruza las piernas; luego suele volver a la posición original y siempre antes de terminar hace unos ejercicios de estiramiento de brazos, cuello y espalda.
No toma notas. Graba la sesión entera. Cuando termina, se levanta, saluda a todo el mundo, recoge su zamarra y sale a la noche a paso muy ligero quizá porque ha de coger un medio de trasporte con horario o porque quiere huir aunque sepa que volverá o porque la noche le asusta o quizás sean las hojas de los árboles por el suelo que le traen a la memoria viejos recuerdos que tienen algo de dolor y algo de nostalgia.
La casa tiene tres habitaciones: la de la entrada, el cuarto y una tercera habitación que es una sala multiusos, también con un espejo muy grande, más grande que el del cuarto. Hay un cuarto de baño, muy pulcro, de mujer.
María tiene una voz y unos ademanes suaves; su pelo es rizado y negro y su nariz algo ganchuda anuncia su condición judía. También sus ojos, grandes y oscuros, parecen provenir de grandes extensiones secas y tiene su mirar algo de desafío en el desierto; su cuerpo es esbelto, generoso su pecho, estrechas sus caderas, largas sus piernas.
A lo largo de la sesión María suele asentir a las explicaciones de la Maestra y emite un sonido gutural, una especie de "ajá" muy cálido, que debe de sonar muy grato en el oído del amante cuando encima de ella hace el amor y María con los ojos cerrados, da su conformidad --ajá o ujú más bien- al ritmo del amante.
A lo largo de la sesión suele cambiar de postura: primero se mantiene erguida, con las manos apoyadas en los muslos, extendidas hacia las rodillas. Al rato cruza las piernas y dobla un brazo sobre el regazo y apoya el codo del otro en perpendicular dejando la mano como apoyo del rostro que se inclina ligeramente para descansar; más tarde cruza las piernas; luego suele volver a la posición original y siempre antes de terminar hace unos ejercicios de estiramiento de brazos, cuello y espalda.
No toma notas. Graba la sesión entera. Cuando termina, se levanta, saluda a todo el mundo, recoge su zamarra y sale a la noche a paso muy ligero quizá porque ha de coger un medio de trasporte con horario o porque quiere huir aunque sepa que volverá o porque la noche le asusta o quizás sean las hojas de los árboles por el suelo que le traen a la memoria viejos recuerdos que tienen algo de dolor y algo de nostalgia.
Capítulo Primero: El cuarto
Siempre es por la tarde. Ahora que es invierno ya ha anochecido. Así se podría decir que siempre es por la noche. Cuando llegue la primavera, si siguen vivos, se verán con más luz. Todo empezó tiempo atrás -eso creen: que existe ese tiempo atrás; que existe la direccionalidad en el tiempo; es más creen que el tiempo existe-, cuando comenzaba el verano. Entonces se veían por la mañana. En el mismo cuarto. Se vieron un sábado y un domingo.
El cuarto es cuadrangular. Sus paredes están pintadas de color verde claro. En dos de ellas hay ventanas. En las otras dos hay diplomas y reproducciones de cuadros de Kandinsky, Miró y Mondrian; una de las paredes, la que se encuentra a la derecha según se entra, soporta un gran espejo rectangular. Hay tres mesas. Una de despacho en cristal. Las otras dos son bajas y de mimbre trenzado. Tiene ocho sillas. Tiene dos alfombras. El cuarto no tiene luz cenital. Hay cuatro lámparas. Una de pie, junto al espejo, y frente a él, dos lámparas de mesa colocadas en unas repisas que enmarcan con su luz la oscuridad de la ventana. La cuarta está en el suelo, en el rincón opuesto a la de pie, y nunca hasta ahora se ha encendido. Sobre cada una de las mesas de mimbre hay un cenicero y una caja de pañuelos de papel. Sobre la mesa de despacho hay un bote con lápices, bolígrafos, sacapuntas y gomas, varios tomos encuadernados con una espiral, un cartapacio de cuero y un cenicero de roca.
Este es el cuarto donde se conocieron. Aquí transcurrirá la historia que hoy empieza. Tan sólo en alguna ocasión ocurrirá algo en el cuarto contiguo o un poco más allá, en el porche de entrada. Quizá nunca ocurra nada en el porche de entrada.
El cuarto es cuadrangular. Sus paredes están pintadas de color verde claro. En dos de ellas hay ventanas. En las otras dos hay diplomas y reproducciones de cuadros de Kandinsky, Miró y Mondrian; una de las paredes, la que se encuentra a la derecha según se entra, soporta un gran espejo rectangular. Hay tres mesas. Una de despacho en cristal. Las otras dos son bajas y de mimbre trenzado. Tiene ocho sillas. Tiene dos alfombras. El cuarto no tiene luz cenital. Hay cuatro lámparas. Una de pie, junto al espejo, y frente a él, dos lámparas de mesa colocadas en unas repisas que enmarcan con su luz la oscuridad de la ventana. La cuarta está en el suelo, en el rincón opuesto a la de pie, y nunca hasta ahora se ha encendido. Sobre cada una de las mesas de mimbre hay un cenicero y una caja de pañuelos de papel. Sobre la mesa de despacho hay un bote con lápices, bolígrafos, sacapuntas y gomas, varios tomos encuadernados con una espiral, un cartapacio de cuero y un cenicero de roca.
Este es el cuarto donde se conocieron. Aquí transcurrirá la historia que hoy empieza. Tan sólo en alguna ocasión ocurrirá algo en el cuarto contiguo o un poco más allá, en el porche de entrada. Quizá nunca ocurra nada en el porche de entrada.
Tuvo que ser aquella tarde. Los pasos. El pasillo. La puerta de cristal cerrada. La angustia del corazón que golpeaba salvaje el pecho. El caminar indeciso. Saber que lo acontecido por la mañana dinamitaba para siempre su antigua condición de buen chico. Tras la puerta el padre. Él lo sabía. Él lo sabía. A sus doce años lo sabía. Difusamente supo que había hecho lo correcto para sí. Claramente sabía que había hecho lo correcto para su padre. Y porque había hecho lo correcto, su padre debía castigarlo. No sabía en aquel momento explicárselo de aquella forma. Ni siquiera conocía la palabra paradoja.
La vida salta en un segundo. Es más, la vida salta cuando no existe el tiempo, cuando nos percatamos de que ha habido una suspensión en el tiempo. Él recordaba la mañana. Él recordaba ese instante en que estallaron en su voz siete años de oscuridad. La luz se hizo en su voz. Tan sólo fue eso. Pero la luz, en la oscuridad, daña los ojos. Nadie quiere deslumbramientos que te dejen petrificado, sin saber hacia dónde ir. Fue su voz luz y esa luz cegó a los que estaban a su alrededor y les provocó el pánico de los que no quieren dejar de ver las siluetas que en la oscuridad se mueven a lo lejos, cuyas formas difusas les recuerdan algo, cuyos volúmenes inmedibles les otorgan una sensación de materia, de suelo firme, de comunión con los otros. ¡Hay que acallar la luz para que no nos ciegue! No importa que luego, tras el dolor, se vean las formas en su esencia y las dimensiones adquieran todo el lustre y los ojos, por fin, miren.
Él caminaba solo, por el pasillo, hacia la puerta de cristales esmerilados y picaporte dorado. Sabía que tras ella se encontraba su padre, sentado en la butaca. Le habían dicho en la cocina que él le esperaba. Le habían dicho que ya sabían que había sido expulsado. Le habían dicho que les habían dicho que había amenazado con pegarle dos hostias a un cura y también que se negó a irse de la clase y que continuó estudiando la materia de Historia como si no pasara nada. No les habían dicho que el cura se mostró cobarde, que el cura era un cobarde. Eso no se lo habían dicho.
Llamó a la puerta antes de entrar quizá para escuchar el tono de su padre cuando le dijera, Pasa o Entra o no dijera nada... ¡oh, -pensaba- si no dice nada, va a ser terrible! Le temblaban las piernas. Le temblaban los brazos. La autoridad del padre. La Autoridad de un hombre frente a un niño que no va a saber declarar que aquello que había hecho era lo correcto para su vida, para sus aspiraciones, para poder seguir viviendo; no podía explicarle que si no se iba de ese colegio, un día, una tarde, se hubiera lanzado desde la azotea al patio; no sabría explicarle que aquello era una cuestión de vivir o de morir. Nada más. Y que él quería vivir. Amaba vivir. Costara lo que costara. Y en aquel momento, en aquellos años, si hubiera sabido, si se lo hubieran permitido, habría argumentado mucho más y al hacerlo habría ido desposeyéndose de la verdad. Pero eso tampoco lo supo hasta mucho más tarde. No supo que aquel silencio y la traición posterior eran necesarios para él, para seguir con su cometido, sea éste cual fuere, lo conociera o no algún día.
Tenía los ojos grandes a sus doce años. Escuchó la voz de su padre que le hacía entrar. Él entra y le mira de frente y sonríe como queriendo atemperar la mirada fría del hombre que está sentado en la butaca, como queriendo decirle, ¿Has visto la travesura que he hecho? Pero su padre le habla y le dice, Ya me han contado lo que has hecho. Ven, acércate. Y el niño se sorprende de que en su padre, en su voz, haya cierta ternura, no, no ternura, cierta dulzura como la de las manzanas. Y el niño se acerca unos pasos. Recorre la mitad de la distancia que media entre la puerta y la butaca. Y ahí se detiene. Se queda de pie. Con el corazón salvaje. Con el terror en los labios. Desvía un instante la mirada hacia la ventana y se da cuenta de que el día está nublado y no sopla el viento y también, para su sorpresa, escucha un silencio como jamás había escuchado. El padre le mira. Se mete la mano en el bolsillo de la americana. Saca un paquete de cigarrillos. Enciende uno. Exhala el humo de una calada honda, un humo que acompaña unas palabras, Tienes un par de huevos. El niño de doce años traga saliva y no quiere distraerse con las volutas del humo en el aire de la sala. Se rasca una aleta de la nariz. Mira sus zapatos. Están desgastados, piensa. El padre sonríe pero esa sonrisa en nada le tranquiliza, más bien al contrario, es una sonrisa que le provoca un calambrazo en toda la columna vertebral, es la sonrisa extraña del villano. El padre vuelve a decir, suave, quédamente, Ven, anda, ven. En el niño luchan tres pulsiones: la una huir, la otra sacudirle a su padre las dos hostias que tan sólo fueron amenaza para el cura, la tercera acercarse y confiar en que el tono de su voz, en que el tono de su voz... Se acerca. El padre le alarga la mano derecha. Sonríe de nuevo, más amplia si cabe en ese instante la sonrisa, le escucha decir, ¡Choca esos cinco! El niño le tiende su mano. El padre la coge, la estrecha en la suya, su sonrisa se hiela, se convierte en fuerza, la que ejerce sobre la mano del niño. El padre se levanta de la butaca y con la mano libre empieza a golpearle en la cara. Años después, el chico sólo recordará la ceniza del cigarrillo en su mirada y también que los golpes no le duelen y también que el silencio que tanto le sorprendió al entrar en la sala, seguía allí aunque su padre le gritara y a sus gritos se unieran los gritos de su madre que ha entrado e intenta protegerle de los golpes del padre, de la traición del padre aquella tarde, aquella tarde.
La vida salta en un segundo. Es más, la vida salta cuando no existe el tiempo, cuando nos percatamos de que ha habido una suspensión en el tiempo. Él recordaba la mañana. Él recordaba ese instante en que estallaron en su voz siete años de oscuridad. La luz se hizo en su voz. Tan sólo fue eso. Pero la luz, en la oscuridad, daña los ojos. Nadie quiere deslumbramientos que te dejen petrificado, sin saber hacia dónde ir. Fue su voz luz y esa luz cegó a los que estaban a su alrededor y les provocó el pánico de los que no quieren dejar de ver las siluetas que en la oscuridad se mueven a lo lejos, cuyas formas difusas les recuerdan algo, cuyos volúmenes inmedibles les otorgan una sensación de materia, de suelo firme, de comunión con los otros. ¡Hay que acallar la luz para que no nos ciegue! No importa que luego, tras el dolor, se vean las formas en su esencia y las dimensiones adquieran todo el lustre y los ojos, por fin, miren.
Él caminaba solo, por el pasillo, hacia la puerta de cristales esmerilados y picaporte dorado. Sabía que tras ella se encontraba su padre, sentado en la butaca. Le habían dicho en la cocina que él le esperaba. Le habían dicho que ya sabían que había sido expulsado. Le habían dicho que les habían dicho que había amenazado con pegarle dos hostias a un cura y también que se negó a irse de la clase y que continuó estudiando la materia de Historia como si no pasara nada. No les habían dicho que el cura se mostró cobarde, que el cura era un cobarde. Eso no se lo habían dicho.
Llamó a la puerta antes de entrar quizá para escuchar el tono de su padre cuando le dijera, Pasa o Entra o no dijera nada... ¡oh, -pensaba- si no dice nada, va a ser terrible! Le temblaban las piernas. Le temblaban los brazos. La autoridad del padre. La Autoridad de un hombre frente a un niño que no va a saber declarar que aquello que había hecho era lo correcto para su vida, para sus aspiraciones, para poder seguir viviendo; no podía explicarle que si no se iba de ese colegio, un día, una tarde, se hubiera lanzado desde la azotea al patio; no sabría explicarle que aquello era una cuestión de vivir o de morir. Nada más. Y que él quería vivir. Amaba vivir. Costara lo que costara. Y en aquel momento, en aquellos años, si hubiera sabido, si se lo hubieran permitido, habría argumentado mucho más y al hacerlo habría ido desposeyéndose de la verdad. Pero eso tampoco lo supo hasta mucho más tarde. No supo que aquel silencio y la traición posterior eran necesarios para él, para seguir con su cometido, sea éste cual fuere, lo conociera o no algún día.
Tenía los ojos grandes a sus doce años. Escuchó la voz de su padre que le hacía entrar. Él entra y le mira de frente y sonríe como queriendo atemperar la mirada fría del hombre que está sentado en la butaca, como queriendo decirle, ¿Has visto la travesura que he hecho? Pero su padre le habla y le dice, Ya me han contado lo que has hecho. Ven, acércate. Y el niño se sorprende de que en su padre, en su voz, haya cierta ternura, no, no ternura, cierta dulzura como la de las manzanas. Y el niño se acerca unos pasos. Recorre la mitad de la distancia que media entre la puerta y la butaca. Y ahí se detiene. Se queda de pie. Con el corazón salvaje. Con el terror en los labios. Desvía un instante la mirada hacia la ventana y se da cuenta de que el día está nublado y no sopla el viento y también, para su sorpresa, escucha un silencio como jamás había escuchado. El padre le mira. Se mete la mano en el bolsillo de la americana. Saca un paquete de cigarrillos. Enciende uno. Exhala el humo de una calada honda, un humo que acompaña unas palabras, Tienes un par de huevos. El niño de doce años traga saliva y no quiere distraerse con las volutas del humo en el aire de la sala. Se rasca una aleta de la nariz. Mira sus zapatos. Están desgastados, piensa. El padre sonríe pero esa sonrisa en nada le tranquiliza, más bien al contrario, es una sonrisa que le provoca un calambrazo en toda la columna vertebral, es la sonrisa extraña del villano. El padre vuelve a decir, suave, quédamente, Ven, anda, ven. En el niño luchan tres pulsiones: la una huir, la otra sacudirle a su padre las dos hostias que tan sólo fueron amenaza para el cura, la tercera acercarse y confiar en que el tono de su voz, en que el tono de su voz... Se acerca. El padre le alarga la mano derecha. Sonríe de nuevo, más amplia si cabe en ese instante la sonrisa, le escucha decir, ¡Choca esos cinco! El niño le tiende su mano. El padre la coge, la estrecha en la suya, su sonrisa se hiela, se convierte en fuerza, la que ejerce sobre la mano del niño. El padre se levanta de la butaca y con la mano libre empieza a golpearle en la cara. Años después, el chico sólo recordará la ceniza del cigarrillo en su mirada y también que los golpes no le duelen y también que el silencio que tanto le sorprendió al entrar en la sala, seguía allí aunque su padre le gritara y a sus gritos se unieran los gritos de su madre que ha entrado e intenta protegerle de los golpes del padre, de la traición del padre aquella tarde, aquella tarde.
Capítulo 8. Epílogo. Constance37
No dormí. Fui directamente al estudio. Pude aguantar gracias a la papela que se había dejado Olmo. A las siete había terminado el trabajo. A las ocho y media había quedado con Constance37 en El Brillante. Me quedaba la última raya. Me la metí. Era principios de octubre. La terraza del bar aún estaba puesta. El sol doraba los castaños de la plaza. Llegué a las nueve menos veinte. Me senté. Delante de mí, a tres mesas, junto a la calzada había una mujer sola, de espaldas a mí, tenía el cabello largo, negro y ondulado y el sol lo bañaba. Cogí el móvil. Marqué el número de Constance37. La mujer que estaba delante de mí lo cogió.
- ¿Constance?
- Hola. Ya estoy aquí.
- Yo también. Estoy detrás de ti, justo debajo del rótulo del Brillante.
La mujer morena se levanta y se gira. Seguimos hablando por teléfono mientras se acerca.
- ¿De verdad te llamas Constance?
- Sí, ¿y tú cómo te llamas?
- Mi nombre es Olmo, le miento.
Constance llega hasta mi mesa. Sería bellísima si no fuera por la cicatriz que le cruza la cara desde la sien derecha hasta la comisura izquierda de la boca atravesando en diagonal todo su rostro. Llega hasta mí. La miro. Seguimos hablando por el móvil frente a frente.
- Si no te gusta me voy.
- Al contrario, me encantan las mujeres marcadas.
Colgamos el teléfono.
Constance se sienta. Empieza el ocaso.
- ¿Constance?
- Hola. Ya estoy aquí.
- Yo también. Estoy detrás de ti, justo debajo del rótulo del Brillante.
La mujer morena se levanta y se gira. Seguimos hablando por teléfono mientras se acerca.
- ¿De verdad te llamas Constance?
- Sí, ¿y tú cómo te llamas?
- Mi nombre es Olmo, le miento.
Constance llega hasta mi mesa. Sería bellísima si no fuera por la cicatriz que le cruza la cara desde la sien derecha hasta la comisura izquierda de la boca atravesando en diagonal todo su rostro. Llega hasta mí. La miro. Seguimos hablando por el móvil frente a frente.
- Si no te gusta me voy.
- Al contrario, me encantan las mujeres marcadas.
Colgamos el teléfono.
Constance se sienta. Empieza el ocaso.
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Tags : El Brillante Escrito por Fernando García-Loygorri Gazapo el 02/10/2011 a las 10:49 |
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Cuento
Tags : El espejo Escrito por Fernando García-Loygorri Gazapo el 19/12/2011 a las 13:29 |