"No llego a saber por qué fue", dijo P. y luego se quedó callado, muy concentrado en algo, tanto que todos nos percatamos y permanecimos a la espera. "Quizá fue porque hablé mal de los cerdos. Esa sería una buena razón. Sé que no se debe hablar mal de los cerdos y menos aún de cómo se los cría y los procesos que con ellos se siguen para poder comérnoslos. Recuerdo que sus ojos se pusieron como platos. Luego bajó la cabeza y sollozó. Su madre se acercó a ella y con la mirada me reconvino por la crudeza de mis palabras. Yo realmente estaba bromeando. Las bromas suelen tener algo de pesadas, de excesivas... bueno, las bromas que algunos hacemos. A partir de aquella cena ella se volvió vegana. Me dijeron que cuando se pronunciaba en su presencia la palabra cerdo le entraban arcadas; me contaban que cuando pasaban por algún lugar donde olía a jamón serrano casi vomitaba, sufría terribles retortijones, se quedaba sin aliento. La llevaron a prestigiosos psicólogos. Incluso fueron más allá y la llevaron con un psiquiatra especialista en fobias alimentarias. Pero no sacaron nada en claro. ¿Fue por aquel entonces cuando me empezó a comparar con un cerdo? A mí nadie me dijo nada. Al principio, cuando empezó a esquivar el vernos, lo achaqué a cuestiones de la adolescencia porque a mí también me habían convencido de que esa etapa de la vida era una estúpida enfermedad mental propia de humanos; al fin y al cabo su madre y yo nos separamos al poco de nacer ella y yo siempre tuve una natural tendencia a la culpa. Más que católico parezco judío. Más tarde deseché la cuestión adolescente y empecé a vislumbrar en su desprecio una especie de cólera que no sé realmente a quién pertenecía. Cuando se negó a tener contacto alguno conmigo, de forma tácita, es decir: nunca se me enfrentó y con valentía me dijo, 'No quiero volverte a ver, cabrón de mierda' o alguna otra lindeza por el estilo, lo achaqué a ese carácter de su madre oscuro y vengativo que parecía aflorar en nuestra hija. Pasados los años dejé de intentar saber por qué había ocurrido esta desgracia. La asumí. De tanto en tanto intentaba pedirle una explicación ya casi más por curiosidad que por intentar aliviar la amargura, la tristeza, el dolor que me había provocado este marcharse de mi vida así, sin decir nada, como si fuera una cerda que no supiera expresarse y tan sólo supiera que la estaban cebando para que cuando llegara su San Martín la sacrificaran e hicieran de ella jamones. morcillas, chorizos y creyera, ella, que yo era el porquero, que sería yo quien llegado el día la sacrificaría sin contemplación ninguna, yo que no soy porquero, que nada sé de granjas, que en una cena bromeé sobre los cerdos, sólo eso, hice una broma, y ya sabéis que las bromas tienen siempre algo de pesadas, quizá sea eso, que me la está devolviendo pero elevada al infinito, hasta provocar un dolor que mata, un dolor que no tiene ninguna gracia". Sonrió. Alargó la mano y con delicadeza tomó una lasca de jamón ibérico. Lo degustó despacio, lo tragó y dijo, "Está buenísimo".
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Tags : Cuentecillos Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 21/06/2025 a las 20:57 |