Inventario

Revista literaria y artística escrita y dirigida por Fernando Loygorri
Frau Ekbert miró a miss Okbart y sonrió con puritita solemnidad. Miss Okbart, por su parte, extendió el dedo corazón y le hizo lo que, en idiolecto castizo, se suele llamar peineta. Ambas guardaron luego la compostura y se miraron directamente al tercer ojo como habían aprendido en las mismas sesiones con la misma maestra y en las mismas fechas.
Frau Ekbert era una mujer morena con los ojos violeta y una gran fuerza en las manos (y en los pectorales comentaba su hermana Sigfrida, la campeona del barrio de lanzamiento de jabalina); su cuerpo de mujer madura se había mantenido elástico gracias a las sufridas clases de gimnasio y al constante control de las ingestas; vestía con desapego y le gustaba llevar a menudo la bandera alemana tintada en el pelo.
Miss Okbart era delgada como un cuclillo, afilada como las venillas del cuello de algunas monjas, callada como el instante anterior al alba y algo ordinaria en sus modales, cuestión que siempre había sido su martirio particular y que nunca pudo corregir del todo, de ahí (según comentaba su hermana Adelaide) su silencio y su pose hierática en cualquier reunión, ya fuera en la iglesia episcopaliana o en los almuerzos familiares.
La profunda enemistad entre estas dos mujeres se fue forjando en base a su profunda amistad primera. Así son las cosas y cuando no está de Dios que una amistad salga bien no ha de salir y no saldrá y eso que entre ellas todo parecía fundirse en una especie de sopa fría muy del gusto del verano. Se conocieron en un viaje organizado a las islas Canarias. Miss Hutton, una auténtica cotilla, comentó al finalizar el viaje, Esas dos van a hacerse la tijera en cuanto lleguen a una maldita cama ¡Menudo descaro! ¡Osadas! ¿No las habéis visto cogidas por la cintura en el atardecer de la playa de las Canteras sin más ropa que una tanguita y sonriéndose como si allí mismo, allí mismito, se fueran a comer las bocas con la lubricidad propia de dos adolescentes? ¡Qué vergüenza! ¡Qué oprobio para este viaje organizado por la Conferencia Episcopal! Santa Virgen, madre de Dios, fulmínalas con tu rencor y haz que su amor contranatura se haga picadillo.
La última tarde del viaje organizado mientras comían una patatas con mojo picón y se bebían unas cervezas (por la amistad que nacía frau Ekbert había decidido hacer un paréntesis en su dieta alimenticia y, como los besos primeros que se dan cuando el amor se ha aceptado, su voracidad con grasas, féculas y gases era insaciable) ambas mujeres se miraron y se dijeron las más bellas palabras, del tipo, A veces la vida te regala estos encuentros o Es que desde que te vi sentí que te conocía de toda la vida o ¡Qué gusto Fraur Ekbert haberme decidido a hacer este viaje! o Miss Okbart no hagas caso a las habladurías, tu ordinariez es tan deliciosa, tan sutil, me recuerda al intento de despegue del vencejo cuando ha caído a tierra o ¿Una racioncita de carne guisada?
Los meses siguientes fueron una catarata de sentimientos y gustos comunes, apenas podían pasar un día sin verse. Frau Ekbert le contagió el gusto por la asistencia a conferencias extrañas, miss Okbart por su parte la introdujo en el fascinante mundo del mesmerismo.
¡Ay, ver el mundo desde un mismo punto de vista! ¡Sentir la cercanía de un cuerpo que en todo apetece! ¡No encontrar defecto alguno en el pensamiento de la otra! ¡Estar de acuerdo en todo! Y para que quede claro, éste no era un amor lésbico como había apuntado miss Hutton, con la malicia propia de los católicos fundamentalistas que aún no han salido del concepto medieval del cuerpo como lugar de maldades y ofensas a Dios. Es decir que si frau y miss se hubieran hecho amantes siempre habríamos contado antes su historia de amistad que su historia sexual. Ambas, eso sí, eran solteras y sin hijos. Frau Ekbert tuvo un novio, pescador de bajura, al que abandonó por el olor de sus manos, miss Okbart no había conocido varón, ni ganas que tenía. Tan sólo a su amiga le comentó el motivo y era que no podía resistir la sensación de que nadie le metiera un trozo de carne por el coño -o peor aún, comentaba entre risas vergonzosas, por el culo-. Esas bestias, decía, siempre alardeando de eso, ¡quita, quita!
Y justamente entonces, confesadas sus castidades y sus motivos, apareció en sus vidas el starets Ignátiev. Era este hombre un santón ruso que se había decidido a hacer proselitismo de sus visiones en peregrinación constante por el Viejo Continente y así, de predicación en predicación (pasando más hambre que el perro de un ciego al principio y haciéndose un huequito en el mundo de los hombres más tarde de tal forma que antes que él llegara al lugar de su predica ya se anunciaba su llegada y algunas almas caritativas o necesitadas del perdón del Dios ortodoxo ruso, le acogían y le daban de comer el frugal alimento que para sí quería) llegó hasta la ciudad donde habitaban las dos amigas. Y tal fue el caso. Frau Ekbert leyó en las conferencias semanales que se iban a impartir en la ciudad la del starets Ignátiev que iba a versar sobre, La plegaria en Antioquía por la salvación de los hombres y quedó con su amiga, a las siete, en un centro de estudios de la divinidad que había por el barrio de Tetuán.

Cuento

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 29/08/2010 a las 21:29 | Comentarios {0}








Búsqueda

RSS ATOM RSS comment PODCAST Mobile