Esta variación está basada en la Carta que le escribe Filis a Demofonte y que es la segunda del libro de Ovidio
Cuando Filis de Ródope se queja a Demofonte por haber faltado a su promesa, me siento cercana a ella. También tú, Amigo, me juraste volver antes de un mes, no sé si hiciste referencia a la luna o si, olvidados nuestros antepasados y sus formas de contar el tiempo amoroso, miraste un calendario y dijiste por ejemplo, De aquí en veinte días volveré... o cosa parecida. Y así comenzaron a pasar los días y como ocurre con toda mujer enamorada desde los tiempos de Penélope -y seguramente antes-, se tarda en creer lo que duele creer como tan bien lo expresa Ovidio. Por ti, Amigo, me he engañado a mí misma y me he dicho que probablemente estabas atrapado en una ventisca en las montañas de Tracia o quizá, navegando el Orinoco, habías dado con una tribu desconocida y estabas por mor de tu curiosidad aprendiendo sus costumbres y su lengua y en esa elucubración me decía, ¡Oh, tonta mujer enamorada! que el jefe de la tribu, un Teseo cualquiera de nombre impronunciable, te retenía para sí o para alguna de sus hijas. ¡Ah, sus hijas! Sus hijas... Luego, en noches de insomnio, empapadas las sábanas de lágrimas y sudor, febril, sentía un terror que te absolvía pues pensaba que habías naufragado en ese mismo río y yacías ahogado teniendo como lecho de tu muerte su lecho de guijarros o te habías despeñado y yacías en lo hondo de un barranco con las articulaciones dislocadas y el cráneo atravesado. Como sufría entonces, sí, cómo sufría pero menos que cuando te imaginaba en manos de una india, a merced de sus caricias, en un bohío, teniendo como manto un cielo profusamente estrellado.
Si este fuera el caso, dime tú ¿qué mal te he hecho sino darte cobijo entre mis pechos? Y si fueran delitos los cometidos por mí, éstos serían haber creído tus juramentos, haber aceptado tus lisonjas, haber fiado mi vida a tu vuelta. Sí, te creí porque me lo juraste por tus antepasados. Recuerda, me juraste por tu abuelo -que era a quien tú más querías y respetabas- que volverías. ¿Es tu abuelo Poseidon? Responde. Responde, Amigo ausente. Y antes de marchar, en el umbral de mi puerta, con los ojos encendidos aún por el ardor de la noche pasada, juraste volver por Afrodita, diosa del amor, por Hera, protectora de los esposos y por Demeter, mater amantísima. Ruego que las diosas no se hayan ofendido por tu promesa incumplida porque de no ser así, ahora debes de estar sufriendo los más terribles castigos.
He sido víctima de tus engaños, de ésos que urdís los hombres para llegar a desnudar a las mujeres y hacerlas vuestras para saciar vuestros apetitos y después -restos de un banquete- dejarnos abandonadas como se hace con las migajas que quedan sobre el mantel. Yo también como Filis, elevo una plegaria a los dioses para que éste sea el colmo de tu gloria y por esa gloria se te erija una estatua en cuyo pie una leyenda rece: Éste es el que trato a su Amada como despojo de banquete.
Aún con todo no puedo dejar de amarte. No puedo dejar de recordar tu abrazo antes de embarcar en tu cóncava nave y cómo, juntando tus lágrimas con las mías, me hiciste prometer que te esperaría. Yo notaba cómo mi cuerpo ejercía la fuerza que ejerce el imán sobre el hierro. Cómo tu cuerpo se resistía a separarse. Cómo tus manos parecían buscar mis caderas como si sólo agarrado a ellas pudieras dar el siguiente paso. ¡Todo era mentira! ¡Falso! ¡Falso! Creo que desde el momento en el que partiste, te olvidaste de mí. Me atormenta pensar que alguno de tus hombres pronuncie mi nombre y tú, con gesto de extrañeza, preguntes, ¿Quién es ésa? Tú, Amigo, al que entregué mi virginidad, al que abrí las puertas de mi casa, al que ofrecí cuanto poseía, al que canté las más dulces melodías, por el que no quise atender los fúnebres aullidos de una loba que se lamentaba en la selva mientras me desflorabas ni más tarde en la aurora atendí al presagio del jilguero que cayó muerto en el alfeizar de mi ventana.
Cómo será este amor, Amigo -que no genera ira sino tristeza-, que me lleva a pasear con los pies desnudos por la playa y a mirar de vez en cuando en lontananza para descubrir las velas desplegadas de tu nave, la nave que te traería hasta mí, hasta mi lecho, esta noche, esta noche, Amigo amado. Sé que no va a ocurrir, así es que he pensado que lo mejor será que vaya hasta uno de los cabos en los que se encierra esta playa, formando un golfo, y como ambos se levantan en mole escarpada, me subiré a una de ellas y desde esa altura dejaré que mi cuerpo caiga a las aguas del mar. Sólo espero que su corriente me lleve hasta la playa en donde habites y que veas llegar mi cadáver corrompido por las aguas y los peces y que lo reconozcas no por la belleza que decías que tanto me adornaba sino por el broche de oro que me regalaste con las armas de tu linaje.
De esta manera a la estatua primera se añadirá una segunda en cuyo pie una segunda inscripción rece: A su Amada entregó [...] (no puedo escribir tu nombre) a la muerte. Él puso el motivo, ella la mano.
He mirado en la cómoda los restos de tu ropa y al abrir el armarito del baño me he dado de bruces con tu maquinilla de afeitar. ¿Cuándo volverás? ¿Cuándo podremos estar juntos frente a una copa de vino rojo, disfrutando del atardecer junto al lago? ¿Cuándo podré escuchar tu voz que me calma y me anima? ¿Cuándo podré mirarte a los ojos? Sin ti es todo un poco más estático. Creo, ya lo sabes, que lo más valioso de ese sentimiento que nos une es su dinamismo, es como si junto a ti fuera imposible que me convirtiera en estanque.
Sí, te lo confieso: la tarde de hoy me abruma. Quisiera haber estado dormida, arrecogía en mí (imagen de ovillo -y también la cercanía de un gato que empezara a jugar conmigo o yo/ovillo-).
21 de abril a las 23h. 19m.
Renazco una vez más. Respiro con hondura. Hago mis ejercicios corporales. Cocino mientras escucho una conferencia con una temática que inunda mi corazón de pasado. Dormito un rato. Entro en mi escritorio y dejo que el trabajo llame a la inspiración y quizá de ese encuentro surja una par de frases afortunadas -lo que querrá decir que ha habido un instante de lucidez-. Paseo. Miro las diversas tonalidades de las nubes. Juego con la perra. Me atrevo a coger una piña del suelo. Los suelos están contaminados, ya lo sabes. Todo está contaminado. En los últimos días han venido dos ambulancias a mi edificio y se han llevado a dos ancianas. Venían los sanitarios -ambulanceros los llamábamos antes- con sus trajes aislantes, sus gafas aislantes, sus mascarillas aislantes, sus guantes aislantes. El mundo se pudre en este mes de abril. Siempre defendí que abril ha sido siempre un pudridero. No he sentido más temor a contagiarme. No siento ningún temor. La muerte no tiene rostro. La muerte es solo una idea. Una idea más reflejada en la pared de la caverna. Ya voy sintiendo ganas de lavarme la cabeza, cortarme las uñas de los pies y aspirar el aire de la madrugada que me retrotrae a un verano en Las Alpujarras. Era muy joven. Era hippie. Algún día te contaré.
El paisaje que veo por las ventanillas del tren es un paisaje devastado. Grandes agujeros han convertido las tierras de labranza en una especie de alucinación lunar. El sol se filtra a través de unas nubes gris claro uniformes que ocultan por completo el cielo y dan una sensación lechosa al aire y esa visión de la leche en el aire me hacen recordar tu gesto amenazador, tu palidez que acentúa tus pómulos y los afilan, una palidez que llega hasta los labios que se vuelven azulinos y dispuestos a atacar. Tus labios muertos me devuelven a la realidad. Estoy en el pasillo de un tren nocturno, en un vagón de coche cama. Los compartimentos parecen estar vacíos. Es como si viajara en un tren de ausencias. No me importa, me digo. Estoy mejor así. Pienso en la contradicción de estar en un tren nocturno a pleno día aunque de inmediato deduzca que quizá sea un tren que he cogido por la tarde y que pronto anochecerá. Entro en mi compartimento y saco de la mochila -mi equipaje se compone de una maleta de quince kilos, una mochila y un bolsón- uno de los tres libros que he traído conmigo, Las variedades de la experiencia religiosa de William James, y comienzo a leerlo desde el principio. Los otros dos libros que me he traído son Rayuela de Julio Cortázar y Pedro Páramo de Juan Rulfo. Con esos tres libros, he pensado cuando los elegía, se puede iniciar una nueva biblioteca. Alguna vez iniciaré una nueva biblioteca. Nunca me imaginé que tendría que abandonar la primera que construí. Tampoco imaginé que me sería tan fácil abandonarla lo que no quiere decir en absoluto que no me haya supuesto un dolor inefable. La lectura de James y el traqueteo del tren me acunan y al acunarme me duermen... no sé si este relato continuará...
Narrativa
Tags : Variaciones sobre un libro de Ovidio Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 24/04/2020 a las 19:41 |