Inventario

Revista literaria y artística escrita y dirigida por Fernando Loygorri

Escrito por Isaac Alexander

Edición y notas de Fernando Loygorri


La cena en Emaus de Rembrandt. 1629
La cena en Emaus de Rembrandt. 1629

XXIV
 
     Canto a los colores quebrados de la tarde y porque canto sigo vivo a pesar de mis años, a pesar de la tarde; canto apoyado en mi cayado viejas canciones de amor y guateque y cuando canto esas viejas canciones huelo el cabello de S. a sus quince años -yo con dieciséis- mientras giramos el uno alrededor del otro en un salón antiguo, bisoños nosotros en todo para el amor; canto la vida que ha pasado; canto la dignidad de haber vivido; canto por el camino en donde la soledad parece absoluta; canto para no molestar a los pájaros con mi silencio porque ellos cantan y hasta el parpar del pato, a esa hora de la tarde, es canto.

     Ya queda poco de cabeza despejada y dedos ágiles; queda poco para que llegue el día en el que la pereza venza a la diligencia y me quede sentado en la butaca observando desde el interior cómo el luciente farol se esconde tras el monte desde el que yo, hasta entonces, le había despedido y había esperado que apareciera por el lado contrario la nevada luz de la noche a la que saludaba con las manos juntas e inclinada la cerviz. Y luego descendía. Y luego dormitaba. Sueño de un hombre viejo que ha sido feliz.
 

Narrativa

Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 16/11/2020 a las 20:19 | Comentarios {0}


Escrito por Isaac Alexander

Edición y notas de Fernando Loygorri


Entierro en Ormans de Gustave Courbet. 1849
Entierro en Ormans de Gustave Courbet. 1849

XXIII

     Sí me da miedo morir. Lo que temo es ser nada después de haber sido sólo todo. El viaje que empieza. El viaje de la no-conciencia. Sé que es banal escribir sobre lo que no se conoce. Lo dejo entonces.

     En los últimos días Euphosine ha estado triste siendo como es la más alegre de las dos gatas, así es que la he llevado a la veterinaria -una mujer, por cierto, seca, dura, que toca sin miramientos y llega hasta donde hay que llegar. Imagino que será lo mejor para su profesión como lo ha de ser para los cirujanos* según sentenciaba mi recordada madre. Lo cual no quiere decir que me guste la veterinaria y mucho menos que acepte como inevitable los dolores que ha sentido Euphosine en el reconocimiento-. El diagnóstico ha sido la obstrucción de las glándulas anales. Limpiadas y desinfectadas, la gata descansa ahora en su cesta. Nada parece importarle. Por turnos la han ido a ver Donjuan y Hamlet. Aglaya apenas se separa de ella por mucho que yo le diga que todo está bien. El amor existe entre los mamíferos.

     Hablaba esta mañana sobre la muerte con el cantinero y asentí a algo que no es cierto. Decía el cantinero que a él lo que más le impresiona es que una vez que un amigo o un conocido se ha muerto, le asalta una especie de angustia o ansiedad porque de repente descubre que ya nunca podrá ver ni hablar con la persona muerta, que el ser muerto ha desaparecido para siempre de su vida y tan sólo los recuerdos serán los que le puedan ayudar a hacerse una idea de quién fue aquel que ya no es nada. Yo he aceptado el comentario como quien en un velatorio da el pésame sin sentirlo verdaderamente -eso me recuerda una anécdota que me contaba una de mis institutrices españolas, Juliana, que fue de las varias que tuve a la que más quise y fue la que me inició en los secretos de un amor más que cortés. Pues bien, Juliana me contaba que cuando no debía de tener más de ocho años, se murió en su pueblo un primo tercero de su madre, la señá Cisteta, y ésta decidió que ya era el momento de que la niña acudiera a un velatorio. Total que allá se fueron como familiares aunque lejanos del muerto y se pusieron a la cola para dar el pésame. Me contaba Juliana que ella escuchaba muy bajito una frase que le decían a la viuda y a los huérfanos pero que no llegaba a entender bien. Sólo sabía el final de la última palabra que era ...iento. O sea ella oía algo así como: Na  nananána na na nanaiénto. Lástima -me decía Juliana- que a mi madre se le hubiera olvidado decirme cuál era la fórmula del pésame -Le acompaño en el sentimiento- o que no hubiera ido ella por delante porque así habría sabido qué decir. Total que cuando llegué ante la viuda y sin pensarlo se me ocurrió una frase que acababa en iento y que fue: Anda y que le sirva de escarmiento. La risa fue general y descubrí entonces, sentenciaba mi querida Juliana, que la muerte es una guasa-. Comentaba los pensamientos del cantinero. Cuando me he terminado el vino y he salido de la taberna, caminaba algo taciturno acompañado por los perros y le iba dando vueltas a la conversación que acababa de tener y ha sido en ese momento cuando he reparado en que no es cierto su comentario. Por supuesto que puedes volver a estar con el muerto y verle y hablar con él: lo puedes hacer en el mundo de los sueños porque como dice una viejo proverbio budista: la vigilia todo lo disgrega y el sueño todo lo unifica. También los mundos de la vida y de la muerte. También a ellos los une en uno solo.


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* Isaac sufrió de niño una enfermedad en la columna vertebral que le obligó a pasar por el quirófano en tres ocasiones y conllevó largas épocas de rehabilitación. Los dolores en su niñez fueron terribles y siempre recordaba la mirada inclemente de los doctores y las enfermeras a la hora de manipular los cuerpos enfermos.
Su madre, a la que siempre quiso y escuchó, le decía que tenía que ser fuerte y que la crueldad que parecían exhibir los médicos no era más que la coraza de la que se revestían para poder hacer tanto daño a los niños.
De esos dolores y de esos malos tratos -aunque fueran realmente necesarios, es decir, si es que no había otra manera no ya de manipular unas articulaciones malformadas sino del espíritu  o talante con el que esa manipulación se llevaba a cabo- deriva -creo yo- la mala opinión que de los médicos y las enfermeras tuvo siempre Isaac. Hay excepciones: un médico que le trató con una delicadeza extrema y una enfermera que fue en su niñez sujeto de su deseo.

 

Narrativa

Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 12/11/2020 a las 17:36 | Comentarios {0}


Escrito por Isaac Alexander

Edición y notas de Fernando Loygorri


Odalisca. Armonía en rojo. Henri Matisse. 1926
Odalisca. Armonía en rojo. Henri Matisse. 1926
    
XXII

     La estación ha vuelto. Mis venas viejas recorren mi cuerpo y me recuerdan las distancias siderales que hay en mí.

     Al caminar por entre soledades, devengo ajeno a mí y es entonces, en ese momento, cuando descubro, una vez más, que nada sé. No es una frase hecha. No es que Sócrates se reencarne en mí, ni siquiera la idea de Sócrates, no, es la certeza acompañada de un leve temblor de que nada sé. Y el temblor que me sacude, aunque quédamente, no es por el temor a no saber sino por el temor a que en alguna ocasión haya aparentado saber algo.

     Nada sé. Sólo siento. Anoche, por ejemplo, en la que M. se quedó a dormir, yo me quedé levantado hasta altas horas de la madrugada. Cierto es que estuve dedicando el tiempo a lo que más me apasiona: la pereza y el estudio pero también lo es que dilaté el momento de acostarme junto a M. para sentir más el calor de su cuerpo al juntarme a él estando yo, como estoy, frío. La calidez del cuerpo de M. El olor de su pelo que tenía una mezcla de paseo por el campo y champú de durazno. La piel de M. cuando metía mi mano por debajo del camisón y sentía la suavidad de la piel interior de sus muslos o su aliento de mujer adormilada cuando me mascullaba, Haz lo que quieras pero yo no me muevo y se quedaba de nuevo dormida, en su sueño, en sus sueños.

     Nada sé. Lo constato cuando arguyo cualquier cosa con el cantinero del pueblo donde vivo. El cantinero sabe. El cantinero tiene ideas sobre las cosas mundanas -que son de las únicas cosas de las que pueden charlas dos desconocidos- que a mí me callan la boca y no porque no tenga respuesta sino porque soy consciente de que la respuesta que daría si la diera, sería una respuesta compuesta por las respuestas de miles de hombres a lo largo de miles de años sobre la misma cuestión. Saber, me digo, tiene que ser otra cosa. Saber sería, me digo, la mente de Sidharta bajo la higuera tras haber dejado de temer. No San Antonio. Estoy convencido de que San Antonio nunca supo. Demasiadas tentaciones si hacemos caso de Flaubert. El cantinero en cambio, sabe y a mí me sacude el espanto descubrir que sabe porque si sabe es que tiene razón y si tiene razón seguro que hay otro que no la tiene y si se encuentra con ese otro entonces habrá pelea, habrá enfrentamiento entre dos saberes. Y no sé por qué yo tengo la idea -que debe de venir de otros- de que el saber no contiene crueldad alguna y por lo tanto no puede generar conflicto. El saber sólo puede transmitir paz. (Luego el cantinero no sabe, cree que sabe. Como mucho podríamos decir que conoce. ¿Quiénes nosotros?)

     Me dice M. esta mañana durante el desayuno -hemos desayunado unas rebanadas de pan candeal untadas con mantequilla de la vaca Rosquete y con compota de pera de la señora del cantinero que la hace para chuparse los dedos y mojadas en un café con leche de Rosquete que le da al café un sabor ganadero que yo nunca había imaginado y que M. disfruta mucho. Incluso tengo la sensación de que cuando M. viene y se queda a dormir tiene por la mañanas unos colores lozanos y me invade la certeza de que si se quedara a vivir por aquí en poco tiempo en nada se diferenciaría su cutis del cutis de las mujeres campesinas- que cree que mi sobrino -al que yo suelo llamar Pseudo-Lucilo- sospecha de nuestra relación. Nada le respondo y seguimos desayunando. Ya es la aurora. Fuera, la escarcha fantasmagoriza las ramas de los árboles que hace ya días se quedaron sin hojas y pende de ellas y crea extrañas formaciones.

     Las soledades entonces. No saber. Caminar por mis viejas venas y recordar que según dicen si las pusiera en línea recta darían tres veces la vuelta la tierra, es decir unos 120.000 kilómetros de venas en cada cuerpo. Distancias siderales entre mi deseo de saber y mi no saber nada. Y la pereza. ¡Ay, sí, la pereza! ¡Qué gran pasión! ¡Cuánto es de amena!
 

Narrativa

Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 05/11/2020 a las 18:19 | Comentarios {0}


Escrito por Isaac Alexander

Edición y notas de Fernando Loygorri


   XXI
 
     Yo amé a T.*. Lo amé de dos maneras: como amigo y como amante. Muchas veces en estos últimos años de mi vida y también ahora, cuando espero que aparezca M., me viene a la memoria la cueva, su cuerpo desnudo y sus ojos de un verde otoñal -creo que esto ya lo he escrito en otro momento** probablemente hace muchos años-. La moral mediterránea que es fea, católica y sentimental -como el marqués de Bradomín-, nunca quiso entender la sexualidad como un acto de entrega puro. Algunos dicen que fue Oscar Wilde quien escribió -o dijo- que todo en la vida es sexo menos el sexo... y creo que terminaba la frase con un ...el sexo es poder. No me interesa esta última parte. No creo en ella. Creo que puede ser muy cierta en muchas ocasiones pero no confío en ella como un axioma del que emane toda una línea de pensamiento. En cambio la primera parte me sugiere tanta belleza que no puedo sino estar de acuerdo con ella y alabarla. El sexo con T. trascendía el sexo y trascendía la vida y trascendía la moral fea, católica y sentimental de la cultura mediterránea -y recordemos que el catolicismo es hijo dilectísimo del judaísmo y recordemos aún más que si los alemanes no quisieron verse incluidos en la cultura mediterránea y se declararon hijos de Grecia -Hegel- sólo lo hicieron para renegar aún más de la iglesia católica y hacer más propia e independiente su religión protestante. Pero Alemania es también mediterránea. No así Inglaterra o Dinamarca-. Desvarío pero no tanto porque yo soy judío y tengo antepasados teutones***. Sólo que escribía sobre T. Recordaba a T. en un alba que nos sorprendió agotados tras una noche de amor y furia. T. me había sodomizado varias veces, me sangraba el ano, tanto había sido mi placer y mi dolor. Yo le había arañado. Había arrancado a tiras la piel de su espalda mientras le nombraba con los nombres de  héroes griegos que lucharon contra los troyanos frente a sus murallas durante once largos años para recuperar la belleza. Como decía nos sorprendió la aurora con sus rosáceos dedos y él, tomándome de la mano, me dijo, Debes venir a bañarte en las aguas del mar. Al dolor que sientes se unirá el escozor de la sal. Todo sea por un amor que Afrodita bendice. Y que Ares sanciona, le respondí yo. Juntos sufrimos la cura de la sal en las aguas del mar.
Llega M. Reparo en su cansancio. Me dice que con un baño de agua muy caliente se le pasará. Le pido que esta noche me meta los dedos por el culo. Sonríe. Me muestra sus manos. Son pequeñas. Quizá se lo pido porque hay algo en M. que me recuerda a T. O sencillamente porque tengo ganas de sufrir el placer que es la mejor manera de gozar el dolor.

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* T. podría ser un personaje que aparece varias veces en los textos de Isaac con distintas iniciales. A veces lo llama R., otras lo llama O. y una tercera inicial es la de L. Cuando aparezcan -y si no se me olvida este comentario- pondré una nota en la que estableceré los motivos por los que creo que T./R./O./L. es siempre el mismo.

** Quiero recordar que el orden en el que transcribo estas memorias de invierno de Isaac no se corresponde con el orden en que él escribió. En el caso de la descripción del color de sus ojos  como de un verde otoñal, yo lo he colocado en el capítulo 19 de este Libro de las soledades, es decir tres capítulos atrás -si quieres leer el capítulo no tienes más que clicar sobre el texto resaltado en verde-. Sin embargo es cierto que Isaac recuerda bien porque, -y es sólo un ejemplo de las libertades que me estoy tomando en la ordenación de sus textos- el párrafo en el que describe a T., Isaac lo escribe casi siete años antes del texto que ahora transcribo.

*** Isaac nunca reveló su origen, decía que esa era la manera más hermosa de declararse apátrida

 
Fresco en la pared de un burdel de Pompeya. Antes del siglo II de la era común
Fresco en la pared de un burdel de Pompeya. Antes del siglo II de la era común

Narrativa

Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 29/10/2020 a las 17:37 | Comentarios {0}


Escrito por Isaac Alexander

Edición y notas de Fernando Loygorri


XX
     El viento entonces. El viento son recuerdos. Del viento han llegado. El brillo del sol sobre las aguas. La risas que se escuchan a lo lejos. Manos suaves en la espalda de la muchacha que mientras hace una felación ora. La juventud que vuelve. La juventud que se mantiene.

     Donjuan ha estado fuera varios días. Ha vuelto agotado, con las orejas gachas como si supusiera que su ausencia me iba a enfurecer. Como si yo no supiera que por el aire de estas selvas el aroma de las perras en celo estaba soliviantando su carácter de natural tranquilo. Viene herido Donjuan. Habrá peleado por preñar. Habrá peleado por cumplir con el imperativo de la especie. Podría haber muerto, habría muerto si hubiera sido necesario. La llamada. La llamada de la preñez es como una peste que aprieta las ganas de todas las células eucariotas. Dividirse. Perdurar. Transmitirse. Morir.

     Ventolera. Una noche de luna llena. Entra su luz blanca por la abertura de la cueva. Cae la luz sobre el rostro de T. y es mi cabeza quien se interpone entre ellos y es mi boca la que se acerca a la boca de T. y muerde sus labios. T. me abraza con sus brazos fuertes y me aprieta contra su torso. Nuestras vergas se encuentran empalmadas. Yo tomo la suya con mi mano izquierda y subo y bajo su tallo hasta que con una delicadeza que me extenúa me susurra que todavía no, que le bese, que lo apriete, que me pegue a él como si fuéramos la noche y el día. Nos perseguimos en el lecho hecho a base de hierbas y briznas. T. huele a toro y  luna. Yo huelo a árbol y miel. ¡Qué estruendoso el gemido de dos hombres que se comen las pollas! ¡Qué fuerza sus alientos al enrojecer! ¡Qué briosas sus nalgas! ¡Qué tensos sus músculos! ¡Viriles, las mandíbulas se aferran al cuello del otro y quisiéramos sorbernos las sangres!

     Han pasado los días. T. ha quedado disuelto en una pregunta que me hago cuando anochece. Y así han pasado los días. No siempre se puede escribir del deseo y su cumplimiento.

     La Era Moderna empieza con el Descubrimiento/Conquista de América por los españoles en 1492. Ginés de Sepúlveda fue el que, a partir de sus conocimientos filosóficos (había entre otros estudiado a Aristóteles en la Universidad de Alcalá de Henares) arguye mediante categorías que los indios no tienen alma y por lo tanto pueden ser tratados como animales y ser obligados a trabajar en las minas hasta matarlos.
Esta consideración de ser animales excluía por su propia categoría -la animalidad- la devoción. Los indígenas sí devocionaban -me permito el neologismo- y entre todas las cosas rendían culto a la Madre Tierra -a Pachamama- a la cual para poder alimentarse de ella ellos la alimentaban a su vez. Por eso cuando los conquistadores los obligan a expoliar a la Madre Tierra vaciándola de su oro y de su plata sin ofrecerle nada a cambio, los indios sienten que les están obligando a violar -en su literalidad- a su propia madre. Es decir la Edad Moderna se inicia mediante el Crimen de violación de la Madre.
Cualquier ética sabe que todo aquello que se basa en un crimen acarreará grandes sufrimientos.

     Volveré a T. sólo que desde hace días, al anochecer, el crimen de violación de la Madre Tierra me impide escribir con alegría un acto puro de la naturaleza.
Cerámica griega
Cerámica griega

Narrativa

Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 14/10/2020 a las 17:10 | Comentarios {0}


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