¿Has visto la mano en diez pinceladas? Samson Humes personaje de Las putas de Storyville (cuya historia de momento se ha quedado ahí en el primer capítulo) las observa y siente en sus ojos el peso del mármol; sabe la dificultad del cincel y la destreza que es necesaria para adecuar la pincelada al motivo y aún así quisiera emerger de las profundidades de su juventud. Por algún lado cree haber oído soflamas contra los museos en un grupo llamado dadaísta que dice cosas como la gente se suicida hoy con la cadena del retrete que es una frase que en absoluto tiene que ver con los museos o quizá sí.
Samson Humes jamás había ido a un museo, si lo ha hecho ahora ha sido para ver mujeres desnudas sin sentir vergüenza por el hecho de querer verlas y porque en los museos se puede entrar con amplio gabán que disimule su empalme descomunal que no deja de crecer y mantenerse. Al entrar ha sentido ese pensamiento que le ha parecido extraño a él que nunca había pensado en museos, arte o restos humanos y cuando al pasear por las amplias galerías tan limpias, tan mármol, tan guardas y caras serias, ha tenido la impresión de los cementerios, la congoja del deudo, incluso le ha llegado aunque leve el aroma del incienso y la muerte, se ha tenido que sentar ante un estudio de modelo desnuda (algo melancólica todo hay que señalarlo) y tocándose su miembro enhiesto por fuera del gabán, a la altura del capullo que llegaba, más o menos, a su ombligo -con lo cual ningún visitante podría imaginar que se estaba tocando el cipote- ha gemido de pena y de inquietud hasta que una mujer madura se ha sentado a su lado y en susurro le ha dicho, Me pierden los jóvenes con tu sensibilidad aunque no entienda qué te emociona tanto de esa mujer desnuda, ¿podrías explicármelo? Samson sin apartar la mano del capullo, no ha evitado mirar el escote exagerado para ir a un museo (de nuevo se ha extrañado el joven de ese pensamiento y se ha dicho, ¿existen realmente escotes exagerados para ir a los museos?) de la mujer madura y por hacerse el interesante ha soltado el primer pensamiento que se le había pasado por la cabeza minutos antes, Me emocionan los restos humanos. La mujer que había cazado la mirada del joven en sus tetas, se ha erguido algo y ha suspirado antes de preguntar de nuevo, ¿Eres artista? y el muchacho presa del hechizo de la voluptuosidad de la señora no ha podido mentir y ha contestado sécamente, Soy virgen y el rubor ha acudido a sus mejillas. La mujer ha reído. Samson ha estornudado. La mujer se ha levantado y le ha dicho, Sígueme con discreción y ha echado a andar. El chico ha sido incapaz de moverse, presa de la más febril de las imaginaciones, desconocedor de los extraños desvaríos que una mujer madura puede sufrir en un museo y la ha visto alejarse por la larga galería y cómo ha girado levemente su cabeza y al verle aun sentado se ha despedido con un discretísimo movimiento del meñique de su mano izquierda y ha girado a la derecha.
Samson Humes jamás había ido a un museo, si lo ha hecho ahora ha sido para ver mujeres desnudas sin sentir vergüenza por el hecho de querer verlas y porque en los museos se puede entrar con amplio gabán que disimule su empalme descomunal que no deja de crecer y mantenerse. Al entrar ha sentido ese pensamiento que le ha parecido extraño a él que nunca había pensado en museos, arte o restos humanos y cuando al pasear por las amplias galerías tan limpias, tan mármol, tan guardas y caras serias, ha tenido la impresión de los cementerios, la congoja del deudo, incluso le ha llegado aunque leve el aroma del incienso y la muerte, se ha tenido que sentar ante un estudio de modelo desnuda (algo melancólica todo hay que señalarlo) y tocándose su miembro enhiesto por fuera del gabán, a la altura del capullo que llegaba, más o menos, a su ombligo -con lo cual ningún visitante podría imaginar que se estaba tocando el cipote- ha gemido de pena y de inquietud hasta que una mujer madura se ha sentado a su lado y en susurro le ha dicho, Me pierden los jóvenes con tu sensibilidad aunque no entienda qué te emociona tanto de esa mujer desnuda, ¿podrías explicármelo? Samson sin apartar la mano del capullo, no ha evitado mirar el escote exagerado para ir a un museo (de nuevo se ha extrañado el joven de ese pensamiento y se ha dicho, ¿existen realmente escotes exagerados para ir a los museos?) de la mujer madura y por hacerse el interesante ha soltado el primer pensamiento que se le había pasado por la cabeza minutos antes, Me emocionan los restos humanos. La mujer que había cazado la mirada del joven en sus tetas, se ha erguido algo y ha suspirado antes de preguntar de nuevo, ¿Eres artista? y el muchacho presa del hechizo de la voluptuosidad de la señora no ha podido mentir y ha contestado sécamente, Soy virgen y el rubor ha acudido a sus mejillas. La mujer ha reído. Samson ha estornudado. La mujer se ha levantado y le ha dicho, Sígueme con discreción y ha echado a andar. El chico ha sido incapaz de moverse, presa de la más febril de las imaginaciones, desconocedor de los extraños desvaríos que una mujer madura puede sufrir en un museo y la ha visto alejarse por la larga galería y cómo ha girado levemente su cabeza y al verle aun sentado se ha despedido con un discretísimo movimiento del meñique de su mano izquierda y ha girado a la derecha.
Poco después de la muerte de Clara recuperé todos sus vinilos y su equipo de música.
Aldo desapareció cuando me negué a vender la casa.
Todas las tardes me voy a la sala de la música, me siento en la butaca donde ella fumaba y escuchaba el jazz, pongo uno de sus discos por estricto orden alfabético y mientras lo escucho me abro la carne con el cúter. Es una forma suave de sentir dolor. Tiene una cualidad pictórica que me llama la atención. No abro mi carne caprichosamente sino que tajo con un criterio geométrico. Luego la sangre fluye con languidez. Yo cierro los ojos.
He descubierto que, al igual que mi abuela, tampoco sé despedirme. Ni siquiera de mí misma.
Fin.
Aldo desapareció cuando me negué a vender la casa.
Todas las tardes me voy a la sala de la música, me siento en la butaca donde ella fumaba y escuchaba el jazz, pongo uno de sus discos por estricto orden alfabético y mientras lo escucho me abro la carne con el cúter. Es una forma suave de sentir dolor. Tiene una cualidad pictórica que me llama la atención. No abro mi carne caprichosamente sino que tajo con un criterio geométrico. Luego la sangre fluye con languidez. Yo cierro los ojos.
He descubierto que, al igual que mi abuela, tampoco sé despedirme. Ni siquiera de mí misma.
Fin.
A los veintiséis años Aldo y yo nos casamos. Mi nombre es Alba. El de mi abuela Clara.
Fueron ocho años de una insolencia propia de una grandísima hija de puta. Luego he aprendido que no existen las grandísimas hijas de puta ni las insolencias imperdonables. ¡Cómo envejeció Clara! Envejeció en esos ocho años lo que no había envejecido los ochenta anteriores.
Aldo, Aldo, pedazo de cabrón. Un día que pude reírme le dije: Lo tuyo conmigo ha sido un Aldazo en toda regla. Cuando pude reírme. Lo ocurrido en aquellos ochos años fue una simple y absurda equivocación. Quiero en todo caso aceptar mi responsabilidad. Aldo entra en mi vida porque yo quiero que Aldo entre en mi vida. ¿Qué buscaba yo en Aldo? ¿Por qué necesitaba acabar con mi abuela, con mi vida de chica normal destinada a terminar una carrera y encontrarse en el campus con un Alberto, un Javi o un Nacho y tener una boda por lo civil, tres críos, una hipoteca, cenas y aniversarios? ¿Qué me llevó a liarme con ese medio danés que lo único que quería era pillar drogas y luego follarme o primero follarme y luego pillar drogas? Al principio de aquel frenesí, yo era feliz. Nunca se me había ocurrido ponerme hasta las cejas todos los días ni siquiera los fines de semana. No empecé por los petas, directamente me dio a probar MDMA. Siempre recordaré la belleza de la tarde, el ocaso en las montañas y los polvos que echamos mientras mi abuela escuchaba en la sala de música a la orquesta de Count Basie, el disco Back to Back, a todo trapo y a mí, que nunca me había gustado el jazz, esa tarde, esa primera tarde del resto de mi vida, me gustó y moví mis caderas al ritmo de la música que atravesaba la puerta de mi habitación y sentí que toda la alegría del mundo se condensaba en esas horas atentísimas en la piel y los orgasmos.
No sé cuándo fue la primera vez que le robamos a la abuela Clara. Sé que fueron unas cucharillas de plata que no usábamos nunca. Sería falso decir que fue Aldo quien me empujó a robar. Fui yo quien lo hizo. No hace mucho alguien me dijo: Bueno, pero la idea no fue tuya. Él te obligó. Yo le respondí: No importa de quien fuera la idea. La acción es miserable. Yo fui una miserable. Lo que me sorprendió de todos aquellos robos, porque fueron muchos: toda la plata de la casa; un par de cuadros que tenían algún valor; unos mantones de Manila que habían sido de mi bisabuela; los gemelos de oro de mi abuelo; las joyas de mi abuela; por supuesto el dinero que había en casa, lo que me sorprendió digo es que mi abuela nunca dijo nada. Nunca me preguntó ni por los objetos, ni por las joyas, ropas o dinero. Tan sólo envejecía y escuchaba su música de jazz cada vez más alta, como si aquello la aislara del mundo.
Yo fui consumiéndome, adelgazando, cada vez más atada a Aldo (también creo haber descubierto que las acciones miserables unen mucho a las personas que las cometen quizá porque son las únicas que no te las pueden reprochar). En la nebulosa de aquellos años creo recordar la aparición de alguna antigua amiga del colegio, su intento de hacerme ver que me estaba destrozando la vida y de paso la de mi abuela o aquella otra que un día me trajo información sobre Aldo que había conseguido un amigo que siempre estuvo enamorado de mí y que ahora estaba con ella pero eso no le había impedido querer ayudarme. Querían ayudarme decían. Y yo me iba con gesto de conmiseración y vergüenza por dentro. Porque yo sabía lo que estaba haciendo pero no cómo pararlo. No quería pararlo. En cuanto llegaba Aldo con una papelina de lo que fuera todo mi ser, toda mi atención se fijaba en el papel de aluminio, en que lo abriera, en que me dejara meterme el speed o la coca, lo que fuera con tal de volver a ese lugar donde la realidad se comportaba de una forma tan caprichosa.
Dos días antes de casarnos (él me lo pidió un día en el que me ofreció a un tipo por un gramo de coca) maté a mi abuela. Tenía que matarla de una forma deshonesta, por supuesto. En el continuo trapicheo que nos traíamos Aldo y yo apareció un tipo que nos daba una buena pasta por la colección de vinilos y el equipo de música de la vieja (entonces la llamaba así: la vieja. O también: La Vieja Oscura, haciendo alarde del más pobre de los ingenios y jugando en oposición con su nombre, Clara). Aceptamos. Nos corrimos una buena celebración con las ganancias.
Volví una semana después de haberme casado. Clara estaba en la sala de música. En silencio. Quizá fuera ese silencio el que me hizo ver lo vacía que estaba la casa, lo desolada. Había arrasado con todo. Me puse frente a ella y le dije que lo de los discos era sólo un préstamo, que los había empeñado para invitar a los amigos, que me había casado, abuela, y ella no había querido venir, que jamás se lo perdonaría. Se lo dije, le dije, Jamás te perdonaré que no hayas venido a mi boda. Mañana nos venimos a vivir aquí.
Mi abuela ni siquiera me miró. Siguió con las manos cruzadas, con la mirada fija en el mueble de la música. Tenía la misma actitud que cuando escuchaba... La dejé de allí y me fui a mi habitación y entonces, por primera vez, lo hice. No sé cómo se me ocurrió. Quizá se lo había visto hacer a alguien en pleno pedo y no lo recordaba aunque más bien creo que fue una idea original porque fue un flash. Vi el cuter encima de la mesa y no lo pensé dos veces, sencillamente lo cogí, me levanté la manga de la camisa y empecé a hacerme cortes en el brazo, no muy profundos, no en las venas, no para morirme, quizá para sufrirme y cada corte era un alivio y ¿ver mi sangre correr por mi brazo era vaciarme de la sangre de mi abuela?
Ese desangrarme tan despacio me hizo quedarme dormida. Desperté en la madrugada con mucha sed. Camino de la cocina vi que mi abuela seguía sentada en la sala de música. Bebí agua y por un recuerdo de la infancia, por una reminiscencia de tiempos mejores o por nostalgia de cuando quería a mi abuela entré en la sala para decirle que ya era muy tarde y que se fuera a la cama. Ya era muy tarde, desde entonces ya fue tarde para siempre. Mi abuela estaba muerta. Y yo le grité, llena de rabia: ¡Asquerosa! ¿Así te despides? ¿Así me dejas? Nunca supiste despedirte. ¡Nunca, nunca! y caí a sus pies y me abracé a sus piernas y sentí en esa madrugada larga y callada el terror más grande que jamás había sentido, un terror físico, un terror que me erizaba la piel y me recorría la columna vertebral y me dejaba helada, sin apenas poder respirar, tan incapaz de moverme como el cadáver al que estaba abrazada.
Fueron ocho años de una insolencia propia de una grandísima hija de puta. Luego he aprendido que no existen las grandísimas hijas de puta ni las insolencias imperdonables. ¡Cómo envejeció Clara! Envejeció en esos ocho años lo que no había envejecido los ochenta anteriores.
Aldo, Aldo, pedazo de cabrón. Un día que pude reírme le dije: Lo tuyo conmigo ha sido un Aldazo en toda regla. Cuando pude reírme. Lo ocurrido en aquellos ochos años fue una simple y absurda equivocación. Quiero en todo caso aceptar mi responsabilidad. Aldo entra en mi vida porque yo quiero que Aldo entre en mi vida. ¿Qué buscaba yo en Aldo? ¿Por qué necesitaba acabar con mi abuela, con mi vida de chica normal destinada a terminar una carrera y encontrarse en el campus con un Alberto, un Javi o un Nacho y tener una boda por lo civil, tres críos, una hipoteca, cenas y aniversarios? ¿Qué me llevó a liarme con ese medio danés que lo único que quería era pillar drogas y luego follarme o primero follarme y luego pillar drogas? Al principio de aquel frenesí, yo era feliz. Nunca se me había ocurrido ponerme hasta las cejas todos los días ni siquiera los fines de semana. No empecé por los petas, directamente me dio a probar MDMA. Siempre recordaré la belleza de la tarde, el ocaso en las montañas y los polvos que echamos mientras mi abuela escuchaba en la sala de música a la orquesta de Count Basie, el disco Back to Back, a todo trapo y a mí, que nunca me había gustado el jazz, esa tarde, esa primera tarde del resto de mi vida, me gustó y moví mis caderas al ritmo de la música que atravesaba la puerta de mi habitación y sentí que toda la alegría del mundo se condensaba en esas horas atentísimas en la piel y los orgasmos.
No sé cuándo fue la primera vez que le robamos a la abuela Clara. Sé que fueron unas cucharillas de plata que no usábamos nunca. Sería falso decir que fue Aldo quien me empujó a robar. Fui yo quien lo hizo. No hace mucho alguien me dijo: Bueno, pero la idea no fue tuya. Él te obligó. Yo le respondí: No importa de quien fuera la idea. La acción es miserable. Yo fui una miserable. Lo que me sorprendió de todos aquellos robos, porque fueron muchos: toda la plata de la casa; un par de cuadros que tenían algún valor; unos mantones de Manila que habían sido de mi bisabuela; los gemelos de oro de mi abuelo; las joyas de mi abuela; por supuesto el dinero que había en casa, lo que me sorprendió digo es que mi abuela nunca dijo nada. Nunca me preguntó ni por los objetos, ni por las joyas, ropas o dinero. Tan sólo envejecía y escuchaba su música de jazz cada vez más alta, como si aquello la aislara del mundo.
Yo fui consumiéndome, adelgazando, cada vez más atada a Aldo (también creo haber descubierto que las acciones miserables unen mucho a las personas que las cometen quizá porque son las únicas que no te las pueden reprochar). En la nebulosa de aquellos años creo recordar la aparición de alguna antigua amiga del colegio, su intento de hacerme ver que me estaba destrozando la vida y de paso la de mi abuela o aquella otra que un día me trajo información sobre Aldo que había conseguido un amigo que siempre estuvo enamorado de mí y que ahora estaba con ella pero eso no le había impedido querer ayudarme. Querían ayudarme decían. Y yo me iba con gesto de conmiseración y vergüenza por dentro. Porque yo sabía lo que estaba haciendo pero no cómo pararlo. No quería pararlo. En cuanto llegaba Aldo con una papelina de lo que fuera todo mi ser, toda mi atención se fijaba en el papel de aluminio, en que lo abriera, en que me dejara meterme el speed o la coca, lo que fuera con tal de volver a ese lugar donde la realidad se comportaba de una forma tan caprichosa.
Dos días antes de casarnos (él me lo pidió un día en el que me ofreció a un tipo por un gramo de coca) maté a mi abuela. Tenía que matarla de una forma deshonesta, por supuesto. En el continuo trapicheo que nos traíamos Aldo y yo apareció un tipo que nos daba una buena pasta por la colección de vinilos y el equipo de música de la vieja (entonces la llamaba así: la vieja. O también: La Vieja Oscura, haciendo alarde del más pobre de los ingenios y jugando en oposición con su nombre, Clara). Aceptamos. Nos corrimos una buena celebración con las ganancias.
Volví una semana después de haberme casado. Clara estaba en la sala de música. En silencio. Quizá fuera ese silencio el que me hizo ver lo vacía que estaba la casa, lo desolada. Había arrasado con todo. Me puse frente a ella y le dije que lo de los discos era sólo un préstamo, que los había empeñado para invitar a los amigos, que me había casado, abuela, y ella no había querido venir, que jamás se lo perdonaría. Se lo dije, le dije, Jamás te perdonaré que no hayas venido a mi boda. Mañana nos venimos a vivir aquí.
Mi abuela ni siquiera me miró. Siguió con las manos cruzadas, con la mirada fija en el mueble de la música. Tenía la misma actitud que cuando escuchaba... La dejé de allí y me fui a mi habitación y entonces, por primera vez, lo hice. No sé cómo se me ocurrió. Quizá se lo había visto hacer a alguien en pleno pedo y no lo recordaba aunque más bien creo que fue una idea original porque fue un flash. Vi el cuter encima de la mesa y no lo pensé dos veces, sencillamente lo cogí, me levanté la manga de la camisa y empecé a hacerme cortes en el brazo, no muy profundos, no en las venas, no para morirme, quizá para sufrirme y cada corte era un alivio y ¿ver mi sangre correr por mi brazo era vaciarme de la sangre de mi abuela?
Ese desangrarme tan despacio me hizo quedarme dormida. Desperté en la madrugada con mucha sed. Camino de la cocina vi que mi abuela seguía sentada en la sala de música. Bebí agua y por un recuerdo de la infancia, por una reminiscencia de tiempos mejores o por nostalgia de cuando quería a mi abuela entré en la sala para decirle que ya era muy tarde y que se fuera a la cama. Ya era muy tarde, desde entonces ya fue tarde para siempre. Mi abuela estaba muerta. Y yo le grité, llena de rabia: ¡Asquerosa! ¿Así te despides? ¿Así me dejas? Nunca supiste despedirte. ¡Nunca, nunca! y caí a sus pies y me abracé a sus piernas y sentí en esa madrugada larga y callada el terror más grande que jamás había sentido, un terror físico, un terror que me erizaba la piel y me recorría la columna vertebral y me dejaba helada, sin apenas poder respirar, tan incapaz de moverme como el cadáver al que estaba abrazada.
Aldo le gustó a mi abuela. Subió ocho meses después de haberse mudado al piso de abajo, después de algunos magreos tras la caja del ascensor. En realidad Aldo le gustaría a cualquier mujer. Y mi abuela lo era. Aldo tenía ese no sé qué que queda balbuciendo en el corazón de una mujer después de que los ojos de Aldo se hubieran fijado en ella. Porque sus ojos eran de un negro melancólico y parecían transmitir al mismo tiempo desamparo y deseo de amar. O nada de esto es cierto. O sólo quise yo creerlo y me enamoré como una tonta. O no me enamoré sino que tan sólo quise enfrentarme a mi abuela. Porque había llegado el momento de rebelarse y mi abuela cometió conmigo un error que en realidad fue mi propio error. Porque al oír la verdad, decidí desmentirla (y escribo a propósito este infinitivo). Desmentir la verdad supuso...
Cuando Aldo y yo llevábamos saliendo unos meses, a la hora de la comida, mi abuela empezó a hablar de una película que habíamos visto hacía poco titulada A Place in the Sun protagonizada por Montgomery Cliff, Sellie Winters y Elisabeth Taylor. Comentó que Aldo le recordaba a Montgomery Cliff. Yo pensé que se refería al físico. Ella no quiso dejarme ni siquiera con una miajita de incertidumbre. Como siempre que me iba a decir algo contundente me miró a los ojos, No, no se parece físicamente. Siempre desconfío de los hombres que gustan a las mujeres. Desconfío de Aldo. Ándate con cuidado.
No creo que fuera por lo que había dicho de él por lo que exploté. Quizá fuera que acababa de cumplir los dieciocho años, que me quería sentir mayor, que había llegado la hora de rebelarme (como mi abuela había predicho muchos años antes). Con una frialdad que aún hoy me deja pasmada, ofendida porque mi abuela pensara que era una niñata, le contesté, A ti lo que te pasa es que has sido mal follada toda tu vida y no puedes soportar que un hombre tan guapo y maravilloso como él se haya enamorado de mí. Ella pareció no ofenderse y contestó con cierta ironía, Tu abuelo era muy buen mozo de joven.
No me dejó contestarla. Sin terminar el plato, se levantó y se fue.
Así, con una advertencia, dieron comienzo los años oscuros.
Cuando Aldo y yo llevábamos saliendo unos meses, a la hora de la comida, mi abuela empezó a hablar de una película que habíamos visto hacía poco titulada A Place in the Sun protagonizada por Montgomery Cliff, Sellie Winters y Elisabeth Taylor. Comentó que Aldo le recordaba a Montgomery Cliff. Yo pensé que se refería al físico. Ella no quiso dejarme ni siquiera con una miajita de incertidumbre. Como siempre que me iba a decir algo contundente me miró a los ojos, No, no se parece físicamente. Siempre desconfío de los hombres que gustan a las mujeres. Desconfío de Aldo. Ándate con cuidado.
No creo que fuera por lo que había dicho de él por lo que exploté. Quizá fuera que acababa de cumplir los dieciocho años, que me quería sentir mayor, que había llegado la hora de rebelarme (como mi abuela había predicho muchos años antes). Con una frialdad que aún hoy me deja pasmada, ofendida porque mi abuela pensara que era una niñata, le contesté, A ti lo que te pasa es que has sido mal follada toda tu vida y no puedes soportar que un hombre tan guapo y maravilloso como él se haya enamorado de mí. Ella pareció no ofenderse y contestó con cierta ironía, Tu abuelo era muy buen mozo de joven.
No me dejó contestarla. Sin terminar el plato, se levantó y se fue.
Así, con una advertencia, dieron comienzo los años oscuros.

Nude de Willie Kessels (1930)
Aldo y yo.
Antes de Aldo y yo, quiero escribir sobre mi abuela y la niñez.
Decía mi abuela, Los niños sois personas. Cuando seas mayor nunca trates a un niño con tu idea de lo que es un niño, trata a un niño con tu idea de lo que es una persona. Yo estoy aquí sentada, frente a ti, y yo veo en tí al ser más maravilloso del mundo. Eso no quita para que el ser más maravilloso del mundo lo sea justamente porque está vacío. Lo maravilloso de los niños es que estáis vacíos. Por eso te digo: cuando estés con un niño y tú seas mayor sé muy cuidadosa, a ver con que lo llenas porque si lo llenas con caprichos será caprichoso, si lo llenas con tiranía será tirano, si lo llenas con alegría será alegre, si con amor, amoroso, si con dolor, doliente. Yo te educaré con amor, con disciplina y con rectitud. No consentiré caprichos por tu parte, los castigaré con severidad ni por supuesto te dejaré ser tirana porque me rebelaré contra ti y toda la fuerza de mi razón caerá sobre tu corazón. Amarte será respetar tu personalidad, sea ésta cual sea e intentar enderezar lo que mi sentido común considere que ha de ser enderezado; amarte será mantenerte lo más vacía posible de mí y también será amarte protegerte; amarte será enseñarte el miedo porque lo haré con cuidado y lo aprenderás para siempre; amarte será estar siempre, siempre a tu lado; la disciplina consistirá en que aprendas con los medios que sean necesarios el respeto hacia ti y hacia los demás; de hecho lo medios que habré de utilizar para disciplinarte me los sugerirás tú con tu actitud y porque estaré atenta a la disciplina que necesites también te amaré. Es muy posible que sufras mi disciplina porque al estar vacía no entenderás que haya que domar la vacuidad porque no alcanzarás a entender hasta muy entrada en la treintena -y eso si es que llegas a pensarlo alguna vez- que la vacuidad se disciplina porque vivir es ir llenándola para más tarde intentar vaciarla otra vez. La disciplina entonces permite, mediante el ejercicio de unas obligaciones, desechar lo inútil cuando llegue el momento de empezar a vaciarse. La rectitud sólo tiene como meta enseñarte una norma y tan sólo para que cuando te llegue el momento de rebelarte -que ha de llegar y es bueno que llegue- sepas con absoluta claridad contra qué te rebelas; es decir yo no te enseñaré una moral porque considere que es la mejor sino para que la conozcas al dedillo y puedas enfrentarte a ella bien armada. El mejor arma es el conocimiento de lo otro.
No sé si la primera vez que recuerdo estas palabras de mi abuela fue la primera vez que me las dijo. Tengo la cuasi seguridad de que no. Yo tenía cinco años. Estaba en el salón de la música. Mi abuela me sentó frente a ella en una butaca que me parecía el trono inmenso de una reina. Me habló despacio, con su voz rasposa de fumadora; en su mirada había una extraña mezcla de ternura y dureza que a mí me inquietó e hizo que me echara a llorar. Mi abuela pareció no inmutarse. Seguía hablando y fumando. Cuando terminó yo lloraba a raudales. Entonces me dijo: Ven, acércate. Yo bajé del trono de la reina y me quedé frente a ella con la barbilla baja e hipando. Ella extendió sus brazos. Yo me lancé a ellos. Mi abuela me abrazó con una ternura infinita (desde entonces el olor a tabaco siempre me emociona) y me susurró al oído: Tengo que enseñarte a que te vayas, pequeñaja. Luego calló. Me sentó en sus rodillas y apoyó mi cabeza en su corazón. Aunque no la vi, sé que ella no lloró.
Antes de Aldo y yo, quiero escribir sobre mi abuela y la niñez.
Decía mi abuela, Los niños sois personas. Cuando seas mayor nunca trates a un niño con tu idea de lo que es un niño, trata a un niño con tu idea de lo que es una persona. Yo estoy aquí sentada, frente a ti, y yo veo en tí al ser más maravilloso del mundo. Eso no quita para que el ser más maravilloso del mundo lo sea justamente porque está vacío. Lo maravilloso de los niños es que estáis vacíos. Por eso te digo: cuando estés con un niño y tú seas mayor sé muy cuidadosa, a ver con que lo llenas porque si lo llenas con caprichos será caprichoso, si lo llenas con tiranía será tirano, si lo llenas con alegría será alegre, si con amor, amoroso, si con dolor, doliente. Yo te educaré con amor, con disciplina y con rectitud. No consentiré caprichos por tu parte, los castigaré con severidad ni por supuesto te dejaré ser tirana porque me rebelaré contra ti y toda la fuerza de mi razón caerá sobre tu corazón. Amarte será respetar tu personalidad, sea ésta cual sea e intentar enderezar lo que mi sentido común considere que ha de ser enderezado; amarte será mantenerte lo más vacía posible de mí y también será amarte protegerte; amarte será enseñarte el miedo porque lo haré con cuidado y lo aprenderás para siempre; amarte será estar siempre, siempre a tu lado; la disciplina consistirá en que aprendas con los medios que sean necesarios el respeto hacia ti y hacia los demás; de hecho lo medios que habré de utilizar para disciplinarte me los sugerirás tú con tu actitud y porque estaré atenta a la disciplina que necesites también te amaré. Es muy posible que sufras mi disciplina porque al estar vacía no entenderás que haya que domar la vacuidad porque no alcanzarás a entender hasta muy entrada en la treintena -y eso si es que llegas a pensarlo alguna vez- que la vacuidad se disciplina porque vivir es ir llenándola para más tarde intentar vaciarla otra vez. La disciplina entonces permite, mediante el ejercicio de unas obligaciones, desechar lo inútil cuando llegue el momento de empezar a vaciarse. La rectitud sólo tiene como meta enseñarte una norma y tan sólo para que cuando te llegue el momento de rebelarte -que ha de llegar y es bueno que llegue- sepas con absoluta claridad contra qué te rebelas; es decir yo no te enseñaré una moral porque considere que es la mejor sino para que la conozcas al dedillo y puedas enfrentarte a ella bien armada. El mejor arma es el conocimiento de lo otro.
No sé si la primera vez que recuerdo estas palabras de mi abuela fue la primera vez que me las dijo. Tengo la cuasi seguridad de que no. Yo tenía cinco años. Estaba en el salón de la música. Mi abuela me sentó frente a ella en una butaca que me parecía el trono inmenso de una reina. Me habló despacio, con su voz rasposa de fumadora; en su mirada había una extraña mezcla de ternura y dureza que a mí me inquietó e hizo que me echara a llorar. Mi abuela pareció no inmutarse. Seguía hablando y fumando. Cuando terminó yo lloraba a raudales. Entonces me dijo: Ven, acércate. Yo bajé del trono de la reina y me quedé frente a ella con la barbilla baja e hipando. Ella extendió sus brazos. Yo me lancé a ellos. Mi abuela me abrazó con una ternura infinita (desde entonces el olor a tabaco siempre me emociona) y me susurró al oído: Tengo que enseñarte a que te vayas, pequeñaja. Luego calló. Me sentó en sus rodillas y apoyó mi cabeza en su corazón. Aunque no la vi, sé que ella no lloró.
Ventanas
Seriales
Archivo 2009
Escritos de Isaac Alexander
Fantasmagorías
Meditación sobre las formas de interpretar
Cuentecillos
¿De Isaac Alexander?
Libro de las soledades
Colección
Apuntes
Archivo 2008
La Solución
Aforismos
Haiku
Reflexiones para antes de morir
Recuerdos
Reflexiones que Olmo Z. le escribe a su mujer en plena crisis
Sobre las creencias
Olmo Dos Mil Veintidós
Listas
El mes de noviembre
Jardines en el bolsillo
Olmo Z. ¿2024?
Saturnales
Agosto 2013
Citas del mes de mayo
Marea
Sincerada
Reflexiones
Mosquita muerta
El viaje
Sobre la verdad
Sinonimias
El Brillante
No fabularé
Perdido en la mudanza (lost in translation?)
Desenlace
El espejo
Velocidad de escape
Derivas
Carta a una desconocida
Sobre la música
Biopolítica
Asturias
La mujer de las areolas doradas
La Clerc
Las manos
Tasador de bibliotecas
Ensayo sobre La Conspiración
Las homilías de un orate bancario
Las putas de Storyville
Archives
Últimas Entradas
Enlaces
© 2008, 2009, 2010, 2011, 2012, 2013, 2014, 2015, 2016, 2017, 2018, 2019, 2020, 2021, 2022, 2023, 2024 y 2025 de Fernando García-Loygorri, salvo las citas, que son propiedad de sus autores
Cuento
Tags : Las putas de Storyville Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 27/05/2014 a las 10:58 |