Inventario

Revista literaria y artística escrita y dirigida por Fernando Loygorri
Al fondo del comedor Mallorquín Menéndez devoraba el cochinillo. Sus manos pequeñas y regordetas cogían la paletilla y sus dientes mordisqueaban por todas partes sin dejar al final resquicios de carne. Se había puesto la servilleta a modo de babero y ya habían caído en ella gotas de grasa, la misma que brillaba en las comisuras de su boca. Mientras comía miraba a los otros comensales. Entre ellos había una pareja de no más de cuarenta años que comía con una gran pulcritud, una familia de cinco miembros que provocaba la lógica algarabía de niños y peleas y gritos de la madre, otra más númerosa porque estaban con los abuelos y que repetían, como si fuera pura mímesis, los gestos de la más pequeña y luego, en el otro extremo del comedor, se encontraba un hombre anciano, junto a la ventana, muy elegante, de manos largas y mirada perdida. Hubo un momento en que las miradas de Mallorquín y el hombre anciano se cruzaron. Quizá fuera debido a que Mallorquín lo miraba con insistencia. La mirada del anciano tenía, segun creyó intuir Mallorquín, un deje de reproche como si el festín pantagruélico que se estaba pegando, fuera un pecado que alguien tenía que hacerle ver. Desafiante siguió comiendo su cochinillo y para hacer patente que nada le impediría terminárselo entero, comenzó a comer con violencia, tirando de las hebras de la carne como si se tratara de una lucha sin cuartel contra la ligera comida que el anciano tragaba despaciosamente. Haciendo aspavientos con la mano, Mallorquín atrajo la atención del camarero y le pidió otra botella de vino de Rioja. Sin pausa entre el comer y el beber, llenó la copa y se la bebió de un trago. Cuando estaba terminando de repasar los intersticios de las costillas, el anciano se levantó y salió del comedor. Entonces Mallorquín, abotargado y medio borracho, le gritó: ¡Eh, usted! ¿Quiere una copita de orujo? Venga, siéntese. Yo le invito. El anciano ni se dio por enterado. Siguió la dirección de la salida y abrió la puerta. Cuando iba a salir, sintió en su hombro la mano aún grasienta de Mallorquín.
- ¿No me ha oído? Le estoy invitando a una copa de orujo.
El anciano se giró y le miró con unos ojos ácueos y azules. Unos ojos sin vida, pensó Mallorquín. Y esa sensación le produjo espanto. Mecánicamente quitó la mano de su hombro y se quedó callado, mirando esos ojos hondísimos.
- Buenas tardes, le contestó el anciano y salió del Asador.
Mallorquín volvió a la mesa y sintió como si se hubiera encontrado de frente con la muerte. Regurgitó parte del cochinillo y subió por su esófago la acidez del vino. Miró a los comensales y se percató de que justo en ese momento todos le estaban mirando. Era como una foto fija en la que el objetivo era él y a él se dirigían por lo tanto las miradas. Fuen tan sólo un segundo porque de repente, sin solución de continuidad, todos estaban a lo suyo, volvió el sonido de los niños peleándose por el helado, de la abuela contando una anécdota del pasado, del camarero gritando a la barra un pedido, de la pareja de cuarenta años riendo una ocurrencia de él y del molinillo eléctrico moliendo el café. Mallorquín se pasó la mano por la cara y no supo si realmente el anciano había estado allí o todo había sido una alucinación. Con la fuerza que le daba saber que esa tarde se encontraría con Margarita Sáez, viuda de Domínguez, en el café del Concierto y que de ese sábado no pasaba que él le pidiera una cita, Mallorquín llamó al camarero le pidió café, copa y puro y le preguntó quién era ese viejo al que había invitado a una copa y se había negado. El camarero, retirando los restos del cochinillo, le contestó, Yo no he visto a ningún viejo, señor.

Cuento

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 22/02/2011 a las 12:43 | Comentarios {0}


Mallorquín Menéndez estaba listo. El sábado era un día de fiesta. Se levantó y desayunó copiosamente. El cielo estaba azul y el viento había despejado la atmósfera. Unos pájaros, desde hacía días, cantaban muy de mañana y ese cantar alegraba el alma, bastante podrida todo hay que decirlo, de Mallorquín Menéndez. Tras desayunar, se duchó y se frotó y se frotó bien, para quitarse la mugre que se había ido acumulando en su cuerpo desde hacía más de siete meses. Luego se afeitó y se explotó unos cuantos puntos negros que habían aparecido por todo su cutis. También se cortó los pelos de la nariz y se lavó los dientes con fruición; aún así no logró quitarse el verdín que, como ligera pincelada de un pintor impresionista, se había asentado en la base de sus incisivos inferiores. En su habitación se puso crema para hidratar su piel seca; cuando se la untó en la polla tuvo una ligera erección, se le quedó morcillona, se entretuvo un rato más pero aquello no se endureció; si hubiera ocurrido habría llegado hasta el final, de hecho imaginó que salía un chorrazo de lefa que inundaba los cristales de la ventana que tenía enfrente. Pero no prosperó. No, no prosperó. Aún así, Mallorquín Menéndez se dio ánimos. Vamos, vamos, amigo, hoy no es un día cualquiera. Vas a salir. Irás al teatro. Seguro. Y luego iré a un café y allí, sí... Vamos, vamos.
Antes de vestirse, Mallorquín se miró en el espejo de cuerpo entero y hoy, por fin, le gustaron las lorzas que circunvalaban su ombligo como si fueran tres flotadores; también su pecho escasamente velludo y caído; también sus hombros echados hacia delante como si fueran los de un hombre que anduvo acarreando carbón toda su vida; y su sexo de grandes huevos y escaso miembro, oscuro y peludo, le pareció atractivo ese sábado de fiesta.
Y así, aturdido por una esperanza que no sabía de dónde le había nacido, Mallorquín Menéndez salió a la calles de su ciudad a eso de la una y media de la tarde. Se había vestido con sus mejores galas: un abrigo negro tres cuartos, una chaqueta de espiguilla, una camisa color tabaco, unos pantalones negros con la raya perfectamente hecha, calcetines blancos y unos zapatos de rejilla de color marrón oscuro. Iba pintón, se decía. Decidió entonces entrar en el bar de la Plaza Mayor de su ciudad y tomarse un aperitivo de vermout rojo y mejillones en escabeche. Tan sólo un ligero contratiempo enturbió el refrigerio: la barra estaba demasiado alta y él no podía acodarse con comodidad. Sin poder evitarlo envidió a un grupo de hombres y mujeres todos más altos que él que usaban la barra con toda la naturalidad del mundo para apoyarse. Si no se hubiera dado semejante contratiempo, de seguro que Mallorquín se habría tomado otro vermoucito. No lo hizo. Pagó religiosamente sacando su cartera y haciendo bien visible para quien quisiera mirar, que estaba repleta de billetes y salió del bar de la Plaza Mayor para comer un cochinillo asado en el Asador de Paco. ¡Ah, sí -pensaba Menéndez durante el trayecto al Asador- esto es vida. Hoy va a ser. Mira, mira cómo me ha mirado ésa. Con el estómago lleno y una buena copita de hierbas, mi ánimo se elevará aún más y no vaya a ser que justo al salir me encuentre con ella y tenga los arrestos de invitarla a la función!
Ella era Margarita Sáez, viuda de Domínguez.

Cuento

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 21/02/2011 a las 14:09 | Comentarios {0}


Al borde estaba. Sobre una gran montaña de piedra pómez que flotaba, de ligera, sobre el mar. No era un náufrago. No era un ser que se había criado entre las bestias. No era un anacoreta. Sabía, de hecho, disfrutar de las artes. Sabía mirar una escultura y dejarse llevar por el esfuerzo de una mole de piedra convertida en movimiento. Sabía deleitarse con la frase: la tarde está tan bonita (escuchaba la melodía de esa frase, la maestría en los acentos colocados en su orden, cómo descansaba en la última palabra todo el festín de las cuatro primeras). Sabía entender la magnitud de una partida de ajedrez entre Mijail Tahl y Botvinik. Y estaba al borde. ¿De qué servía entonces? Sabía pronunciar el francés, el inglés, el alemán, el español, el catalán, el gallego, el portugués, el italiano, el griego, el árabe y el ruso. Sabía mirar a los ojos y emocionarse con la niebla y el páramo. Sabía dormir de pie y estar despierto acostado. Sabía cómo acariciar la piel enamorada y dejar al rastro de unas hadas el hallazgo del sendero. Sabía creer. Sabía el significado de la palabra esperanza. Y estaba al borde. Por eso dudaba.
Ahora que le venía una melodía oriental, le embargaba la emoción de un baile. Y pensaba bailar como quien piensa estrella fugaz o planeta; ahora que el viento le animaba a volar, sabía que si lo intentaba, caería sobre la llanura y sería por fin nutriente. Ahora que tenía las manos frías y había dormido de más y tarde, encontraba en su vigilia un entorpecimiento de los sentidos como si el opio hubiera inundado sus pulmones y su entendimiento. Es cierto que nada le dolía y sentía su duda como herida; es cierto que la tarde nevó y la noche cuajó y que ahora deseaba fumar la paz.
Tenía la sonrisa plácida del que medita. Tenía las rodillas inflamadas y surcos de antiguas venas se marcaban en las corvas. Tenía eccemas en las pantorrillas. Tenía enrojecidos los ojos de tan poco parpadear. Tenía la bilis pálida. Tenía en su mente el alfabeto de los árboles los cuales, tan abajo, le enviaban sus aromas. Tenía como espejo el cielo. Tenía como cielo la profundidad de la mar. Tenía como mar el sabor de sus ojos. Tenía como ojos la contemplación de sus manos. Y como manos los pies desnudos.
No estaba decidido. Porque tenía esperanza. Al recordar su nombre le vino una ráfaga de sábanas y una cuna de madera y un parque con tobogán y el estudio de los números primos y también, de forma tangencial, justo en la frontera de las visiones, atisbó una hoguera y una gran nostalgia. Imaginó ponerse en pie sobre la montaña, iniciar el descenso, atravesar el bosque de coníferas, tomar por el camino hecho, llegar hasta el pueblo, saludar a las gentes, aceptar la invitación a lavarse y mudarse, ser aceptado en el concejo municipal, ser nombrado arúspice, ocupar su cargo con todo el ceremonial, ungirse las manos y la boca, desentrañar los presagios y ser entregado al cuidado de unos niños recién venidos al mundo.
Abrió la boca y quiso decir su nombre.
Abrió su corazón y vio que no sangraba.
Se miró los antebrazos y notó cómo se desgajaban.
Elevó su cuello y cayó de espaldas.
Se quedo quieto mientras temblaba.
No era saliva sino espuma blanca.
Adoptó la postura del feto.
Se diluyó en la hierba.
Ya no dudaba.

Cuento

Tags : La Solución Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 17/02/2011 a las 14:25 | Comentarios {0}


Ha amanecido. Milos Amós está enfermo. Tras veinte días sin comer y teniendo como único alimento el rocío de las hierbas, sus defensas empiezan a abandonarle.
Seis buitres le vigilan.
Una manada de lobos asciende la montaña.
Los pies de Milos Amós ya no le responden. Quizás estén congelados. Unas ronchas han aparecido en la piel de su pierna derecha, justo bajo la rodilla. Hay momentos en que el prurito le enloquece. Quisiera gritar, arrancarse la piel, bajar de la cima.
Milos se esfuerza en no pensar pero no para de hacerlo. Son palabras y palabras que surgen como fuente de agua envenenada.

Nunca conseguiré. Nunca. No fue dada la sabiduría a este cerebro. Podré, si quiero, achacárselo a las circunstancias y quizá consiga así cierta tranquilidad de alma. Sé que no soy. Sé que no existo. No sé nada. Y no saber nada es ser estúpido. Soy estúpido. Muy estúpido. Me creí... me creí y así ascendí hasta esta nada. Suprema estupidez tan cerca del cielo. El cielo es nada. Los buitres son nada. No temo el colmillo del lobo. No me amamantarán. No soy Rómulo ni tampoco Remo. Estúpido en mis vanaglorias. Pensé. Pensé. Pensé. Pensar es nada. Nada te mereces si haces nada. La visión de la soledad es barata. Mis pies ya no andan. Jamás saldré de aquí. Ya estoy muerto. Morir es nada. Parece mi mente una. Se suceden en ella fotografías. Personas. Unas y otras. Muchas sonríen. No sabría ahora qué hacer con ellas. No sabrían, de seguro, qué hacer conmigo. No sé si existe la llanura. No sé si más allá de mi vista se encuentra el mar. No tengo miedo. Tengo garrapatas. Debe ser mi pelo largo. Tan estúpido soy que ni tan siquiera eso sé. Supe contar nadas y me abracé a una idea peregrina. Luego solté amarras. Me dejé llevar pensando, pensando -pensar es nada- que alcanzaría la plenitud, la cómoda certidumbre del fin. Nada es fin. Y así sigo con un hambre de mil demonios. Incapaz de conseguir mi alimento. Menos libre que la hierba. Más estúpido que la ciénaga. En el fondo deseo que alguien suba hasta esta cima, me abrigue con un saco, me caliente un caldo y a cucharadas me haga entrar en calor. Añoro esa mano sobre el hombro y la conversación con lumbre. Estúpido al contemplar las estrellas. Estúpido al cerciorarme de ellas. Estúpido de soberbia. Estúpido de esperas. Nada he aprendido. Cada vez sé menos cuando nunca supe nada ¿cómo es ese menos que esa nada? La yegua relincha. Trota el caballo. El jinete espolea. La espuela daña. No llego a más. No hay más tierra por encima de mí. Si así fuera, estúpidamente, me arrastraría. ¡El picor, el picor de la pierna! Añoro la fuerza de mis manos para arrancarme a arañazos estas pústulas. Añoro la fuerza de mis labios para succionar a chorros el pus y las devastaciones. Venid ya buitres. Llegad ya lobos. Mordedme la estúpida yugular que sigue funcionando. Arrancad este estúpido corazón enamorado. Tendedme. Miradme. Daros el turno de mi carne. No enterréis los restos. Dejad que sea la tierra quien los muestre hasta que se diluyan en hierba o en nitrato. ¿Tengo harapos? ¿Estoy sucio? ¿Lo merezco? ¿Subirá el maestro hasta mí? El que diga en mi oído las últimas palabras, las que me convenzan, por fin, de que yo no existe, que ya estoy en comunión con las algas y el universo es mucho más que una palabra. Llegará ese maestro envuelto en luz y llamas, algo enfadado conmigo, su alumno más estúpido, el que más soberbia asumió en su estado de vivo moribundo; llegará mi maestro con los ojos encendidos y la barba larga; llegará y ungirá con aceite sagrado mis labios y ungirá con aceite sagrado mi sexo y ungirá con aceite sagrado mis desvelos y cerrará despacio mis ojos, y cerrará con amor mis agujeros y dejará en lo alto de la cima la cruz que guiará a los viajeros. Ven, maestro, ven, fantasma. Mi padre murió hace hoy once años y aún le quiero. Ven, esfuérzate un poco, apoya con suavidad tu cayado y empuja con tus riñones el cuerpo hacia la cima. No retrocedas cuando me veas tan sucio, tan espantoso, tan desolado, tan envidioso. Perdona mi envidia, perdona mi espanto, perdona mi suciedad. Y dime al oído las palabras que nunca supe oír.

Cuento

Tags : La Solución Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 02/02/2011 a las 12:27 | Comentarios {1}


Para conocer la historia de Milos Amós haz un click en su nombre en verde. O busca "La Solución".


La Solución 15. La tentación.
Está en la cima de la montaña. Bebe el agua que el rocío deja a su alrededor. Ha tenido varios días de una extraña exaltación. Ha llegado a acariciar unos hierbajos que van creciendo junto a la punta de sus zapatos. Son de un color morado, muy lacios, algo tristes. Milos Amós suele mirar hacia un lugar intermedio entre el horizonte y la ladera. Apenas parpadea. A veces recuerda que comía y la saliva, amiga de los recuerdos, acude a su boca y la epiglotis realiza su movimiento voluntario de ayuda a la deglución.
Ha sido en la mañana. El sol se hallaba teñido de gris por las nubes y mostraba su círculo amarillento. Milos Amós ha extendido los dedos de su mano derecha para saber sin aún estaban vivos; los dedos han respondido a su deseo y han hecho un par de cabriolas estirándose y luego replegándose muy rápido como si los tendones fueran muelles tensados en exceso. Milos ha oído, sin escucharlos, los sonidos de la montaña. Estos eran: piar de unos polluelos, arrastrarse de unos invertebrados, remolonear de las hierbas por el viento, cauce de río muy lejos, movimiento de las nubes en el cielo, clamor de bandada de grullas hacia el sur, rama en el suelo que se quiebra, pasos de un vertebrado superior, rumia de un ciervo, cornamenta rozándose contra el tronco de una encina, ardilla corriendo, castor royendo, serpiente mudando la piel. Ha sido un atisbo de arcoiris el que ha dado inicio a la tentación. El ojo, atraído por el fenómeno, se ha desviado hacia su izquierda y en la coda de colores que aún no se habían formado, ha entrevisto Milos la cabellera morena de una mujer de ojos verdes. Ha sido una arritmia en su corazón, un movimiento desmesurado en su estómago, una inicio de erección que apenas ha llegado a ensayo y sin quererlo la tentación se ha aposentado y, tras tanto tiempo solo, ha sentido que caminaba por un suelo cubierto de asfalto, caminaba con una bolsa en cuyo interior había un té de jazmín y bergamota. Llegaba hasta un edificio. Escuchaba la voz de la mujer que le abría el portal. Llamaba al timbre de su casa. Una sonrisa tras la puerta. Una mano que acariciaba su mejilla. Un abrazo que hundía sus costillas. Y tras darle el presente, la voz de la mujer que dice: Pasa, ¡qué bien que hayas venido!
El rayo ha escindido el arcoiris en dos enormes pedazos. La lluvia ha empapado el suelo. Milos no sabe si llora o llueve. Con concentración descomunal ha exigido a la tentación que huyera. Nada tengo que ofrecerte, piensa. No vuelvas, mujer de cabellera morena y ojos verdes, piensa. No tengo nada. Nada soy. Ni tan siquiera cima de esta montaña. Bebo de las hierbas y me alimento de la nada. Mi cuerpo apenas pesa y mis pies deben de haberse convertido en humus. Creo que tengo llagas en la espalda y que una sanguijuela se alimenta de la sangre de mi cuello. No vengas para enturbiar con anhelos esta quietud a la que me he condenado. Así debo estar. Nada queda. Y si algún día, si algún día... Esta última frase la ha pronunciado en voz alta y Eco, siempre atenta a las frases de los hombres, le ha respondido, Día, día y la noche ha caído como si no hubiera habido tarde y Milos se ha quedado dormido, lleno de temblores y en su temblor, después de tanto tiempo, ha vuelto a escribir un poema que dice así: Ámbar gris.

Cuento

Tags : La Solución Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 28/01/2011 a las 11:39 | Comentarios {0}


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