Inventario

Revista literaria y artística escrita y dirigida por Fernando Loygorri

Capítulo Segundo: María


María se suele sentar en la tercera silla, ante la pared de la ventana grande. Su cabeza se ve reflejada en el espejo. A ella parece no importarle. Al principio se sienta erguida como si tuviera alma de bailarina. Llega pronto. Deja la zamarra en el perchero de la habitación contigua, a la que se accede desde la calle.
La casa tiene tres habitaciones: la de la entrada, el cuarto y una tercera habitación que es una sala multiusos, también con un espejo muy grande, más grande que el del cuarto. Hay un cuarto de baño, muy pulcro, de mujer.
María tiene una voz y unos ademanes suaves; su pelo es rizado y negro y su nariz algo ganchuda anuncia su condición judía. También sus ojos, grandes y oscuros, parecen provenir de grandes extensiones secas y tiene su mirar algo de desafío en el desierto; su cuerpo es esbelto, generoso su pecho, estrechas sus caderas, largas sus piernas.
A lo largo de la sesión María suele asentir a las explicaciones de la Maestra y emite un sonido gutural, una especie de "ajá" muy cálido, que debe de sonar muy grato en el oído del amante cuando encima de ella hace el amor y María con los ojos cerrados, da su conformidad --ajá o ujú más bien- al ritmo del amante.
A lo largo de la sesión suele cambiar de postura: primero se mantiene erguida, con las manos apoyadas en los muslos, extendidas hacia las rodillas. Al rato cruza las piernas y dobla un brazo sobre el regazo y apoya el codo del otro en perpendicular dejando la mano como apoyo del rostro que se inclina ligeramente para descansar; más tarde cruza las piernas; luego suele volver a la posición original y siempre antes de terminar hace unos ejercicios de estiramiento de brazos, cuello y espalda.
No toma notas. Graba la sesión entera. Cuando termina, se levanta, saluda a todo el mundo, recoge su zamarra y sale a la noche a paso muy ligero quizá porque ha de coger un medio de trasporte con horario o porque quiere huir aunque sepa que volverá o porque la noche le asusta o quizás sean las hojas de los árboles por el suelo que le traen a la memoria viejos recuerdos que tienen algo de dolor y algo de nostalgia.

Cuento

Tags : El espejo Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 18/12/2011 a las 18:43 | Comentarios {0}


Capítulo Primero: El cuarto


Siempre es por la tarde. Ahora que es invierno ya ha anochecido. Así se podría decir que siempre es por la noche. Cuando llegue la primavera, si siguen vivos, se verán con más luz. Todo empezó tiempo atrás -eso creen: que existe ese tiempo atrás; que existe la direccionalidad en el tiempo; es más creen que el tiempo existe-, cuando comenzaba el verano. Entonces se veían por la mañana. En el mismo cuarto. Se vieron un sábado y un domingo.
El cuarto es cuadrangular. Sus paredes están pintadas de color verde claro. En dos de ellas hay ventanas. En las otras dos hay diplomas y reproducciones de cuadros de Kandinsky, Miró y Mondrian; una de las paredes, la que se encuentra a la derecha según se entra, soporta un gran espejo rectangular. Hay tres mesas. Una de despacho en cristal. Las otras dos son bajas y de mimbre trenzado. Tiene ocho sillas. Tiene dos alfombras. El cuarto no tiene luz cenital. Hay cuatro lámparas. Una de pie, junto al espejo, y frente a él, dos lámparas de mesa colocadas en unas repisas que enmarcan con su luz la oscuridad de la ventana. La cuarta está en el suelo, en el rincón opuesto a la de pie, y nunca hasta ahora se ha encendido. Sobre cada una de las mesas de mimbre hay un cenicero y una caja de pañuelos de papel. Sobre la mesa de despacho hay un bote con lápices, bolígrafos, sacapuntas y gomas, varios tomos encuadernados con una espiral, un cartapacio de cuero y un cenicero de roca.
Este es el cuarto donde se conocieron. Aquí transcurrirá la historia que hoy empieza. Tan sólo en alguna ocasión ocurrirá algo en el cuarto contiguo o un poco más allá, en el porche de entrada. Quizá nunca ocurra nada en el porche de entrada.

Cuento

Tags : El espejo Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 15/12/2011 a las 11:09 | Comentarios {0}


Tuvo que ser aquella tarde. Los pasos. El pasillo. La puerta de cristal cerrada. La angustia del corazón que golpeaba salvaje el pecho. El caminar indeciso. Saber que lo acontecido por la mañana dinamitaba para siempre su antigua condición de buen chico. Tras la puerta el padre. Él lo sabía. Él lo sabía. A sus doce años lo sabía. Difusamente supo que había hecho lo correcto para sí. Claramente sabía que había hecho lo correcto para su padre. Y porque había hecho lo correcto, su padre debía castigarlo. No sabía en aquel momento explicárselo de aquella forma. Ni siquiera conocía la palabra paradoja.
La vida salta en un segundo. Es más, la vida salta cuando no existe el tiempo, cuando nos percatamos de que ha habido una suspensión en el tiempo. Él recordaba la mañana. Él recordaba ese instante en que estallaron en su voz siete años de oscuridad. La luz se hizo en su voz. Tan sólo fue eso. Pero la luz, en la oscuridad, daña los ojos. Nadie quiere deslumbramientos que te dejen petrificado, sin saber hacia dónde ir. Fue su voz luz y esa luz cegó a los que estaban a su alrededor y les provocó el pánico de los que no quieren dejar de ver las siluetas que en la oscuridad se mueven a lo lejos, cuyas formas difusas les recuerdan algo, cuyos volúmenes inmedibles les otorgan una sensación de materia, de suelo firme, de comunión con los otros. ¡Hay que acallar la luz para que no nos ciegue! No importa que luego, tras el dolor, se vean las formas en su esencia y las dimensiones adquieran todo el lustre y los ojos, por fin, miren.
Él caminaba solo, por el pasillo, hacia la puerta de cristales esmerilados y picaporte dorado. Sabía que tras ella se encontraba su padre, sentado en la butaca. Le habían dicho en la cocina que él le esperaba. Le habían dicho que ya sabían que había sido expulsado. Le habían dicho que les habían dicho que había amenazado con pegarle dos hostias a un cura y también que se negó a irse de la clase y que continuó estudiando la materia de Historia como si no pasara nada. No les habían dicho que el cura se mostró cobarde, que el cura era un cobarde. Eso no se lo habían dicho.
Llamó a la puerta antes de entrar quizá para escuchar el tono de su padre cuando le dijera, Pasa o Entra o no dijera nada... ¡oh, -pensaba- si no dice nada, va a ser terrible! Le temblaban las piernas. Le temblaban los brazos. La autoridad del padre. La Autoridad de un hombre frente a un niño que no va a saber declarar que aquello que había hecho era lo correcto para su vida, para sus aspiraciones, para poder seguir viviendo; no podía explicarle que si no se iba de ese colegio, un día, una tarde, se hubiera lanzado desde la azotea al patio; no sabría explicarle que aquello era una cuestión de vivir o de morir. Nada más. Y que él quería vivir. Amaba vivir. Costara lo que costara. Y en aquel momento, en aquellos años, si hubiera sabido, si se lo hubieran permitido, habría argumentado mucho más y al hacerlo habría ido desposeyéndose de la verdad. Pero eso tampoco lo supo hasta mucho más tarde. No supo que aquel silencio y la traición posterior eran necesarios para él, para seguir con su cometido, sea éste cual fuere, lo conociera o no algún día.
Tenía los ojos grandes a sus doce años. Escuchó la voz de su padre que le hacía entrar. Él entra y le mira de frente y sonríe como queriendo atemperar la mirada fría del hombre que está sentado en la butaca, como queriendo decirle, ¿Has visto la travesura que he hecho? Pero su padre le habla y le dice, Ya me han contado lo que has hecho. Ven, acércate. Y el niño se sorprende de que en su padre, en su voz, haya cierta ternura, no, no ternura, cierta dulzura como la de las manzanas. Y el niño se acerca unos pasos. Recorre la mitad de la distancia que media entre la puerta y la butaca. Y ahí se detiene. Se queda de pie. Con el corazón salvaje. Con el terror en los labios. Desvía un instante la mirada hacia la ventana y se da cuenta de que el día está nublado y no sopla el viento y también, para su sorpresa, escucha un silencio como jamás había escuchado. El padre le mira. Se mete la mano en el bolsillo de la americana. Saca un paquete de cigarrillos. Enciende uno. Exhala el humo de una calada honda, un humo que acompaña unas palabras, Tienes un par de huevos. El niño de doce años traga saliva y no quiere distraerse con las volutas del humo en el aire de la sala. Se rasca una aleta de la nariz. Mira sus zapatos. Están desgastados, piensa. El padre sonríe pero esa sonrisa en nada le tranquiliza, más bien al contrario, es una sonrisa que le provoca un calambrazo en toda la columna vertebral, es la sonrisa extraña del villano. El padre vuelve a decir, suave, quédamente, Ven, anda, ven. En el niño luchan tres pulsiones: la una huir, la otra sacudirle a su padre las dos hostias que tan sólo fueron amenaza para el cura, la tercera acercarse y confiar en que el tono de su voz, en que el tono de su voz... Se acerca. El padre le alarga la mano derecha. Sonríe de nuevo, más amplia si cabe en ese instante la sonrisa, le escucha decir, ¡Choca esos cinco! El niño le tiende su mano. El padre la coge, la estrecha en la suya, su sonrisa se hiela, se convierte en fuerza, la que ejerce sobre la mano del niño. El padre se levanta de la butaca y con la mano libre empieza a golpearle en la cara. Años después, el chico sólo recordará la ceniza del cigarrillo en su mirada y también que los golpes no le duelen y también que el silencio que tanto le sorprendió al entrar en la sala, seguía allí aunque su padre le gritara y a sus gritos se unieran los gritos de su madre que ha entrado e intenta protegerle de los golpes del padre, de la traición del padre aquella tarde, aquella tarde.

Cuento

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 25/11/2011 a las 00:02 | Comentarios {0}


Capítulo 8. Epílogo. Constance37


No dormí. Fui directamente al estudio. Pude aguantar gracias a la papela que se había dejado Olmo. A las siete había terminado el trabajo. A las ocho y media había quedado con Constance37 en El Brillante. Me quedaba la última raya. Me la metí. Era principios de octubre. La terraza del bar aún estaba puesta. El sol doraba los castaños de la plaza. Llegué a las nueve menos veinte. Me senté. Delante de mí, a tres mesas, junto a la calzada había una mujer sola, de espaldas a mí, tenía el cabello largo, negro y ondulado y el sol lo bañaba. Cogí el móvil. Marqué el número de Constance37. La mujer que estaba delante de mí lo cogió.
- ¿Constance?
- Hola. Ya estoy aquí.
- Yo también. Estoy detrás de ti, justo debajo del rótulo del Brillante.
La mujer morena se levanta y se gira. Seguimos hablando por teléfono mientras se acerca.
- ¿De verdad te llamas Constance?
- Sí, ¿y tú cómo te llamas?
- Mi nombre es Olmo, le miento.
Constance llega hasta mi mesa. Sería bellísima si no fuera por la cicatriz que le cruza la cara desde la sien derecha hasta la comisura izquierda de la boca atravesando en diagonal todo su rostro. Llega hasta mí. La miro. Seguimos hablando por el móvil frente a frente.
- Si no te gusta me voy.
- Al contrario, me encantan las mujeres marcadas.
Colgamos el teléfono.
Constance se sienta. Empieza el ocaso.

Cuento

Tags : El Brillante Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 02/10/2011 a las 10:49 | Comentarios {0}


Capítulo 7. La conversación (2)


Soy un puto descreído. Ni siquiera podría decir de mí que sea un escéptico. O un agnóstico. O un ateo (de hecho los ateos creen fervientemente en no creer). La aparición de una pava en la página de contactos que usaba el nick Constance37 y poco después la llamada de Olmo, lo achaqué a la jodida casualidad. Lo quise achacar a la jodida puta casualidad. Así es que me levanté del sofá, me metí en el baño y me puse presentable (no lo he dicho antes: desde que Gema se separó de mí; desde que perdí a los niños y no vivía en una urbanización pija, rodeado de pijos con jardines pijos y ropas pijas, me había abandonado bastante. De hecho mi padre, hacía un mes más o menos, me vio en el estudio de arquitectura con las ropas arrugadas, sin duchar, y me dio un toque más o menos serio) para que Olmo no se sintiera aún más deprimido de lo que debía estar. Mientras me duchaba tomé la decisión de levantar el ánimo aunque fuera sólo esa noche por el que fue mi mejor amigo y quizá también por el hombre que me había empujado a esta situación -lo digo porque fue tras su boda con Constance cuando Gemma se...se... se fue-; me sentí bien mientras me duchaba y cuando me estaba afeitando y me vi reflejado en el espejo, casi me emocioné conmigo, por lo buen tipo que era. Me servía un vino cuando suena el telefonillo.
- ¿Olmo?
- El mismo.
Le abro el portal. Respiro hondo. Doy un trago. Enciendo un cigarrillo. Suena el timbre de la puerta. Abro.
- ¿Qué pasa, men? -Olmo sonríe y pasa-. Vaya casa, tío. Menuda mierda ¿no? ¿Cómo es que vives en esta pocilga?
- Siéntate y ponte cómodo.
- Eso pensaba hacer.
Olmo se sienta y se me queda mirando.
- ¿No me vas a ofrecer nada?
- ¿Un vino?
- ¿De tetrabrik?
- Casi.
Le sirvo un vaso. Nos mantenemos callados durante un tiempo que a mí me parece interminable.
- Sentí mucho la muerte de Constance y Paolo.
- Es la vida. ¿Una rayita?
- Lo siento, hace tiempo que no...
- Schssst.
Olmo saca cuatro papelas de un gramo y un bolsita con un polvo blanco...
- MDMA. ¿Por cuál empezamos?
- Por lo clásico.
Olmo coge una de las papelas. La abre con cuidado. Hace un par de buenos lonchones. Los esnifamos. La cocaína por mi garganta me recuerda tiempos felices. La sensación de adormecimiento en los palatales me hace estremecer.
- Es buena.
- De primera.
- Me alegra mucho que me hayas llamado.
- Quería disculparme contigo. He sido un gilipollas.
- No te entiendo.
Me paso la lengua por los labios. Olmo también. Bebe el vino.
- De ahora en adelante agua. Trae una jarra, anda.
Voy a por la jarra. Limpio un par de vasos del fregadero. Vuelvo. Olmo ha abierto el MDMA.
- Mójate la punta del índice...
- Todavía no se me ha olvidado cómo se hace.
Nos metemos una buena cantidad. Olmo me mira. Sonríe.
- Quise creérmelo. Sencillamente. Quise creérmelo, joder. Desde que la vi en la playa. Era como una puta película. Era Julia Roberts sólo que en vez de ser la Novia de América, Constance era la Novia de la Barceloneta. No te jode. No sé por qué quería cambiar de vida. Ser normal. Dejar de ser un...
- Un ¿qué?
- Un descerebrado, un hijo de puta, un golfo, un cabrón, no sé, ¿qué puta palabra uso?
- ¿Ya puedes decir puta?
- ¡Abrázame, abrázame tío!
Nos abrazamos. Olmo me aprieta. Siento que el amor que nos teníamos vuelve a oleadas tan inmensas como las que se están produciendo en mi coco con la coca y el éxtasis. Me aparto.
- Bueno, vale ya de mariconadas.
- ¿Sabes cuándo me di cuenta de que todo era mentira? ¿De que yo era como tú, un pedazo de hijo de puta que no tiene en la cabeza otra cosa que arrancarle las bragas a una tía y clavársela hasta que ruegue por su coño e implore a la virgen santísima que esa bestia que está encima de ella acabe ya? ¿Sabes cuándo?
- ...
- Cuando Constance se quedó preñada.
Miro a Olmo. Se sirve agua. Su pierna derecha percute contra el suelo y escucho perfectamente el ritmo que produce. La luz tiene una aureola en todo semejante a la santidad. Me digo, Lo sabía. Sabía que esto iba a pasar. Cómo pude dudar.
- Estuve mil veces a punto de llamarte. Pero me daba vergüenza. Después de cómo te había tratado. Después de las cosas que le dije a Gema sobre ti...
- ¿Qué le dijiste a Gema?
- Más o menos que eras un jodido diablo, que no tenías arreglo, que ibas a arruinar la vida de tus hijos y que además te importaba una puta mierda.
- Joder con el angelito.
Nos callamos. Nos miramos. Estallamos en una carcajada. La piel se me eriza con nuestras risas juntas. Hago otro par de rayas. Esnifamos.
- ¿Se puso muy pesada tu señora con el embarazo?
- Puto embarazo. Puta señora. Puto niño. Desde el segundo mes sentía asco de aquella tripa que se iba haciendo grande; asco del asco de Constance y de su continua necesidad de mimos; sentía asco de las estrías que le iban saliendo y de cómo sus pezones que antes eran la guinda más delicada del mundo, se iban convirtiendo en unos cúmulos granulientos, oscuros, con pelos.
- Cállate tío, me vas a hacer potear.
- Entonces me empecé a meter otra vez. ¡Cómo te echaba de menos, tío! Cómo me hubiera gustado haber tenido los cojones para haberte llamado y... Me decía, Él es el brillante. Él es el brillante.
Mi cara debe haber cambiado absolutamente porque Olmo se calla.
- ¿Te siente mal?
- No, no, me ha sorprendido lo de brillante...
- ¿Por qué? Lo eres. Lo sabes.
- Hace mucho que no follo.
- ¿ Y qué tiene eso que ver?
- Perdona. Me tengo que mirar.
- Así me gustas. Bien colgao.
Me voy al baño. Me miro en el espejo. Pienso, El Brillante. Estoy sudando. Me lavo la cara. Meto la cabeza debajo del grifo. Por mi cabeza pasan una y otra vez las mismas dos palabras: El Brillante. El brillante. Antes de salir me recompongo. Olmo ya se ha hecho otro par de lonchones y se está metiendo otra punta de MDMA. Hago lo mismo. Todo brilla. Esnifamos.
- ¿Sabes cuánto tiempo has estado ahí dentro?
- Ni puta idea.
- Yo tampoco.
Nos descojonamos otra vez. De repente me pongo serio. Le pregunto a bocajarro.
- ¿No sentiste pena por la muerte de Paolo? ¿No querías a tu hijo? ¿No estuviste días y días con un dolor insoportable? Yo te hacía así. Me fui a Barcelona. Estuve en el tanatorio. No quise verte porque pensé que me partirías la jeta si me veías allí.
- Hasta los cojones, colega. Hasta los cojones de la mamá y el niño. Sólo de pensar que me quedaba nada más y nada menos que toda la puta vida por delante con aquel... bueno, mira, me callo. En gloria esté el pobrecico mío. Aquella curva y lo jodidamente mal que conducía Constance, me han devuelto la vida. Así de claro te lo digo. Nunca más, tío, nunca más. Ni mujeres, ni hijos, ni hostias. Que los follen en el puto cielo.
- ¡Qué bestia eres! Tú sí que eres brillante. Siempre lo tienes todo tan claro.
Olmo coge su BlackBerry.
- ¿No me irás a enseñar fotos? Sería el colmo.
- ¡Qué coño, tío! Estoy buscando un par de putas que nos alegren el nabo.
Olmo se levanta. Se acerca a la ventana. Marca. Yo preparo otro par de rayas. Pienso, Sólo queda una papela. Pienso, Bueno, si se acaba pillamos más. Olmo habla, dice que quiere un par de buenas putas, muy jovencitas, con buenas tetas y pelo en el coño, dispuestas a todo y natural, nada de condones ni hostias. Olmo recalca: Dispuestas a todo. Que no me vengan luego con gilipolleces. ¿Cuánto? Vale. Y termina con un: ¡Ah y si no son preciosas las mando de vuelta sin pagar un puto euro! En media hora. Muy bien.
- Vamos a tirar la casa por la ventana, me dice.
- Mejor tira la tuya, le respondo en broma.
- La mía ya la tiré por una colina, zanja en serio.
No quiero preguntarle. No quiero saber. No, no quiero saber. Todo se distorsiona. Siento el cuerpo y la llegada de las putas hace que mi rabo se ponga duro. De repente siento que no tengo nada que decirle a Olmo. Siento más. Siento que no sé quién es Olmo. El me mira sin mirarme. Está con la mirada ida. Tiene un gesto duro y feroz en el rostro. No quiero sentir miedo. No sé cuánto tiempo estamos en silencio. Vuelvo a hablar yo.
- Y el curro, ¿qué tal?
- ¡Cuánto tardan, joder!
- Tranquilo. Deben de estar al llegar.
- Primero yo. Me las quiero follar a la vez. Si quieres mirar o tocarlas mientras tanto hazlo. Luego son todo tuyas.
Llegan las putas. Se hace lo que Olmo dice. Cuando termina con ellas les ordena que se limpien el coño. A mí también me apetece follármelas a la vez. Las pongo de espaldas. Empiezo a follármelas por detrás y menos mal porque sin saber por qué cojones me pongo a llorar. Me corro. Ellas gritan mal. Oigo un portazo. Las putas se van. Olmo no está.

Cuento

Tags : El Brillante Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 01/10/2011 a las 17:55 | Comentarios {0}


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