Cuando vengas al otro lado te quedarás dormida. Recordarás entonces lo que no viviste: la cueva milenaria, el pigmento y la representación de un hombre con el falo erecto. Te verás también sentada en un sillón de cuero mientras escuchas a un hombre, cocainómano en su intimidad, diciéndote y solemne que la angustia es la consecuencia del rechazo. Quizá te veas -eso ya es más difícil, apenas quedan rastros en tu imaginación- pergeñando un canto que se asemeje a Dios o que le alabe en una mañana sucia, al norte de París, encerrada en una celda, con el suelo de paja que huele a tu orín. Luego serás un personaje bíblico, un nombre inusual que leiste en la solución que tu madre puso en el damero maldito de los domingos; un personaje que podría ser la mujer de Putifar o tantas otras mujeres, tratadas como mujeres, en esta historia bestial en la que estamos; entonces volverás a tu presente y sabrás que tienes la cabeza abierta, que te derrapó el coche y te saliste y caiste no sabes cuánto tiempo; sabrás que es la noche, la última y en ese esfuerzo por continuar vivos llegarás hasta un castillo, son tus trenzas largas, hay un hombre al que deseas cuyo caballo es negro con un lucero blanco entre los ojos; a lo lejos escuchas el bramar del toro y sabes que tras esa nube aparecerá la luna con su figura de espada sarracena; el hombre viste armadura. Tú estás desnuda. No quieres morir. Nunca queremos morir. Escuchas -aun oyes- los sonidos de la noche y quisieras besar por última vez a tu hijo y abrir la puerta de la nevera y beber un trago directamente de la botella, un trago de zumo de mango y manzana e ir por el pasillo hacia tu habitación y desnudarte y ponerte tu pijama y recordar la frase que tantas veces te dice tu amante cuando le llamas y meterte en la cama y coger la novela... te acabas de dar cuenta de que ya nunca sabrás cómo se resuelve la historia de Camelia y levemente, como si fueras ella, estás en un tren a vapor; en tu compartimento la penumbra es azul y un hombre con sombrero, corpulento, fuma y la brasa, intermitentemente, crea una llama naranja en la penumbra azul; sabes que ese hombre es tu contacto y que está en vuestras manos que la guerra se decante por uno u otro bando sólo que no estáis solos; al lado del hombre una anciana parece dormir; a tu lado un presbítero tuerto parece disfrazado de presbítero. Quizás arriba todo se está movilizando; alguien ha visto el accidente, ha llamado a una ambulancia que ya está de camino y dentro de nada escucharás a los bomberos bajar por la ladera y pronto una voz te intentará calmar mientras otras voces establecen el plan de acción para sacarte de ese cúmulo de chatarra en la que estás apresada como lo estás en la bodega del barco, tratada como una esclava, sucia y sedienta; han dicho que os llevan a un nuevo mundo, que allí seréis libres y tan sólo tendréis prohibido volver; junto a ti hay una niña también condenada y al mirarla sabes que nunca llegará a puerto. Hace frío. Ahora te quedarás dormida. Ya está pasando todo. Ya estás llegando.
En la altitud medí las cantidades; sonaba en aquel momento un diapente y esa consonancia perfecta simuló por un momento la suerte del mundo; en mi rebotica compuse con los mejores dátiles, la más sabrosa de las carnes de membrillo, vino tinto austero, esencia de mirra y aloes un emplasto que confortó el hígado de mi amada, quitó sus cámaras ardientes y arredró los vómitos que a lo largo del día había sufrido; diaforética sequé sus sudores con una gasa y tomé su mano hasta que se quedó dormida; en la altitud sopesé los síntomas de la enferma y decidí que al despertar le haría tomar un electuario de diapruno a base de ciruelas del mismo nombre, cañafístola, tamarindos y ruibarbo para ablandarle en su primer despertar los humores y cuando hubiera despertado de esta forma suave le daría diamargaritón caliente a base de perlas hechas polvo para fortificar tanto su corazón como su cabeza como su estómago y de cuya composición quitaría por sabio consejo de Dioscórides, Avicena más tarde y por último el gran Laguna la planta tapsia la cual es semejante a la cañaheja aunque tiene más delicado el tallo y menor la simiente; las hojas son como las del hinojo y en cada una produce una copa en todo semejante a la del eneldo, y en ella una flor amarilla; su raíz es por dedentro blanca y por fuera negra, grande, aguda, vestida de una gruesa corteza de la cual se saca un licor utilísimo en medicina porque tiene la virtud de calentar y desecar vehementísimamente. Así es que de su composición la quitaré no vaya a ser que le ocurra como a la muy afamada Turqueta, mujer admirada en la corte de Roma, la cual al beber el compuesto hecho con raíz de tapsia murió de cien mil espasmos, vascas y paroxismos. Y por terminarla de curar con la cadencia de un alejandrino, si volviera el catarro y la ronquera, le ofrecería, como si la Musa Erato fuera, jarabe de cabezas de blanca adormidera.
Ni siquiera se miró las manos aunque supo que las uñas estaban bien recortadas. La mañana -pensó- está fría. Hizo un gesto extraño con la boca, un gesto que no recordaba haber hecho jamás. Pensó un verbo transitivo y se rompió la cabeza con una cuestión sintáctica que le dejó un regusto agrio en el velo del paladar.
El día iba a avanzar, inexorable.
Recordó otras cenas. Hasta años retrocedió.
Luego encendió la grabadora y dijo: Me llueve el pie. No sólo la bota. El caramelo no tiene la justeza de azúcar. No lloraré. No me emocionaré. Lo seco (el pie). Vuelve a mojarse. ¿Cuánto durarán las ruedas? Me vestiré con el pantalón de pana negro y quizá me sugiera el frío una constelación. Me aplaudirán o yo ensoñaré que me aplauden y que hay por fin un reencuentro. Ahora me tengo que ir. Alguien duerme.
Apagó la grabadora. Pensó: 60. Un zumbido musical no llegaba a atenazarle el corazón. Musitó algo: una vieja canción, una sura, una frase de un autor al que amó, un verso quizá, una esquela ingeniosa, una instrucción de un aparato eléctrico. Algo así musitó.
Se levantó y le crujió una costilla flotante. No quiso toser. No quiso desnudarse. Pensó: el piano e inmediatamente pensó: langosta. Decididamente, se dijo, la cena.
Y respiró hondo como si aquel hecho cotidiano se hubiera convertido en una cuestión de estado.
El día iba a avanzar, inexorable.
Recordó otras cenas. Hasta años retrocedió.
Luego encendió la grabadora y dijo: Me llueve el pie. No sólo la bota. El caramelo no tiene la justeza de azúcar. No lloraré. No me emocionaré. Lo seco (el pie). Vuelve a mojarse. ¿Cuánto durarán las ruedas? Me vestiré con el pantalón de pana negro y quizá me sugiera el frío una constelación. Me aplaudirán o yo ensoñaré que me aplauden y que hay por fin un reencuentro. Ahora me tengo que ir. Alguien duerme.
Apagó la grabadora. Pensó: 60. Un zumbido musical no llegaba a atenazarle el corazón. Musitó algo: una vieja canción, una sura, una frase de un autor al que amó, un verso quizá, una esquela ingeniosa, una instrucción de un aparato eléctrico. Algo así musitó.
Se levantó y le crujió una costilla flotante. No quiso toser. No quiso desnudarse. Pensó: el piano e inmediatamente pensó: langosta. Decididamente, se dijo, la cena.
Y respiró hondo como si aquel hecho cotidiano se hubiera convertido en una cuestión de estado.
Samson Humes sale del museo y aturdido por tanto y tanto cuadro simbólico y habiendo escuchado de labios de sesudos guías las más extravagantes explicaciones a la hora de justificar, por ejemplo, un color, le da por pensar que su empalme incesante, su priapismo cruel, tiene que ver con su declarada ambigüedad hacia el pecado.
Cuando toma por la primera calle a la izquierda y encara el Gentilly Boulevard y observa a las mujeres que se cruzan ante él, siente un hormigueo querubínico al lado izquierdo de su polla y demónico al lado derecho; si su polla fuera bífida, razona Samson Humes, no habría problemas; una de las partes se mantendría pura, oraría a todas las vírgenes y todos los santos y la otra se metería por los coños peludos, afeitados, semiafeitados, ladillosos, olorosos, empolvados o arcaicos que encontrara; la parte querubínica de su polla sería sonrosada y gordezuela cual querubín, se mantendría lustrosa y brillaría y santificaría los domingos y las fiestas de guardar y para ella, para esa parte izquierda, toda mujer sería una madonna todo pureza, toda castidad y sus pechos serían los senos divinos de la alimentación del Niño y su cintura, la estrechez del tiempo y la cadera, la posibilidad del Camino y no existiría en existencia el pubis y mucho menos podría llamarse a "eso divino" monte de Venus. No existiría Venus en la parte izquierda de su polla sempiternamente empalmada; en cambio, la parte derecha y demónica no pararía de babear, tendría un color rojo encendido como suele ser el glande recubierto por el prepucio y tendría la sensibilidad del mismo pero a lo largo de toda ella y si hubiera mandado su parte derecha, piensa Samson Humes sin poder evitar seguir el hilo de sus pensamientos de tener una polla bífida y maniquea, al ver a la mujer del museo y tras su breve encuentro, la habría seguido y la habría metido en el baño de las damas y allí, sometida a la urgencia de su polla demónica, la habría arrodillado y le habría introducido toda la polla -la parte querubínica a regañadientes y avergonzada- en su boca y se habría corrido dentro de ella y todo su borbotón vital habría rezumado por las comisuras de sus labios y le habría dicho, ¡Mírame con tus hermosos ojos verdes, oh Mujer Procaz, y trágate mi leche!
Cuando toma por la primera calle a la izquierda y encara el Gentilly Boulevard y observa a las mujeres que se cruzan ante él, siente un hormigueo querubínico al lado izquierdo de su polla y demónico al lado derecho; si su polla fuera bífida, razona Samson Humes, no habría problemas; una de las partes se mantendría pura, oraría a todas las vírgenes y todos los santos y la otra se metería por los coños peludos, afeitados, semiafeitados, ladillosos, olorosos, empolvados o arcaicos que encontrara; la parte querubínica de su polla sería sonrosada y gordezuela cual querubín, se mantendría lustrosa y brillaría y santificaría los domingos y las fiestas de guardar y para ella, para esa parte izquierda, toda mujer sería una madonna todo pureza, toda castidad y sus pechos serían los senos divinos de la alimentación del Niño y su cintura, la estrechez del tiempo y la cadera, la posibilidad del Camino y no existiría en existencia el pubis y mucho menos podría llamarse a "eso divino" monte de Venus. No existiría Venus en la parte izquierda de su polla sempiternamente empalmada; en cambio, la parte derecha y demónica no pararía de babear, tendría un color rojo encendido como suele ser el glande recubierto por el prepucio y tendría la sensibilidad del mismo pero a lo largo de toda ella y si hubiera mandado su parte derecha, piensa Samson Humes sin poder evitar seguir el hilo de sus pensamientos de tener una polla bífida y maniquea, al ver a la mujer del museo y tras su breve encuentro, la habría seguido y la habría metido en el baño de las damas y allí, sometida a la urgencia de su polla demónica, la habría arrodillado y le habría introducido toda la polla -la parte querubínica a regañadientes y avergonzada- en su boca y se habría corrido dentro de ella y todo su borbotón vital habría rezumado por las comisuras de sus labios y le habría dicho, ¡Mírame con tus hermosos ojos verdes, oh Mujer Procaz, y trágate mi leche!
Cuento
Tags : Las putas de Storyville Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 04/07/2014 a las 18:10 |
A las ocho y media me levanta la luz.
¿Es ese sol a través de las rendijas de la persiana?
Al incorporarme me viene a la cabeza la palabra azalea.
A las nueve menos cuarto siento el peso y me sangra la herida (que no sé cómo me hice ni por qué sangra tanto). Aún así hago el café y luego intento limpiarme la herida, intento cortar la hemorragia y al final desisto. Pienso, Es un hilo de sangre de una herida que no sé cuándo ni por qué me hice.
A las nueve cago pero no leo. Fumo el cigarrillo y pienso.
A las nueve y veinte el perro me saca a pasear. Una señora, en lo alto de la calle, me dice, amable, Va dejando usted un reguerito de sangre. Yo la sonrío y me saltan dos lágrimas por el mismo ojo, el derecho.
A las diez me ducho con agua no muy caliente. Me lavo la cabeza con ganas como si el pelo brillante tuviera alguna connotación optimista. Me masturbo un rato pero no deseo así es que me detengo y miro el fondo de la bañera que se tiñe con la sangre de mi herida.
A las once menos cuarto siento un latigazo en la espalda.
A las once y media respiro hondo y con papel de cocina limpio el charco de sangre que se había ido creando en mi quietud. Ha quedado en mi costado derecho un resquicio de dolor.
A las doce he de conducir y disimular. Para ello me he puesto una compresa en la herida. La persona que me acompaña no nota nada. En todo caso va medio dormida y tiene en su rostro toda la vida. La dejo en su espacio. Me vuelvo y cuando estoy volviendo siento un borbotón en la herida como si se hubiera hecho grande de improviso y hubiera alcanzado la rotura una vena mayor. Huelo mi sangre cuando enfilo la autopista.
A las dos me quito la compresa empapada. Me limpio de nuevo. Sangro y sonrío. Me miro en el espejo, la palidez se hace eco de lo que está ocurriendo.
A las dos y siete me mareo. Me siento en el sofá. El perro me quiere sacar de nuevo. Yo intento pensar cuándo y cómo me hice esa herida y si fuera lo que fuese merecía desangrarme de esta manera. No logro recordar nada. A punto de desmayarme pienso, Sería en una pesadilla.
A las tres menos veinte me siento con fuerzas para que mi perro me saque. En la calle me caigo varias veces. El perro se acerca y me lame y me hace levantar. Conseguimos dar el paseo completo. Al llegar a casa me duermo sabiendo que tengo que despertar.
A las cuatro he de volver a conducir. La herida abierta no sangra tanto. Vuelvo a la ciudad. Asisto donde tenía que asistir. Solo. No veo a quien no quiero ver ni hablo con quien no quiero hablar. Me vuelvo y cuando estoy volviendo siento un borbotón en la herida como si se hubiera hecho grande de improviso y hubiera alcanzado la rotura una vena mayor. Huelo mi sangre cuando enfilo la autopista.
A las siete llego a mi casa. Mi perro mueve el rabo y se me sube. Yo voy directo al baño. Toda mi cintura. Toda mi cadera. Todo mi sexo. Todo mi culo.Todos mis muslos. Todas mis rodillas. Todas mis pantorrillas. Todos mis pies. Todo es sangre. La herida ahora es como un cráter. Haciendo un esfuerzo que es ajeno a mí. Fuera de mí, diría, me lavo. Me cambio de ropa. Me pongo otra compresa en el cráter y dejo que mi perro me saque a pasear. Entiende que me siente en el banco de la avenida y deja que me vaya quedando dormido... creo que ahora aúlla... o quizá sea la ambulancia... o soy yo que balbuceo... ¿qué?... ¿cuándo?
¿Es ese sol a través de las rendijas de la persiana?
Al incorporarme me viene a la cabeza la palabra azalea.
A las nueve menos cuarto siento el peso y me sangra la herida (que no sé cómo me hice ni por qué sangra tanto). Aún así hago el café y luego intento limpiarme la herida, intento cortar la hemorragia y al final desisto. Pienso, Es un hilo de sangre de una herida que no sé cuándo ni por qué me hice.
A las nueve cago pero no leo. Fumo el cigarrillo y pienso.
A las nueve y veinte el perro me saca a pasear. Una señora, en lo alto de la calle, me dice, amable, Va dejando usted un reguerito de sangre. Yo la sonrío y me saltan dos lágrimas por el mismo ojo, el derecho.
A las diez me ducho con agua no muy caliente. Me lavo la cabeza con ganas como si el pelo brillante tuviera alguna connotación optimista. Me masturbo un rato pero no deseo así es que me detengo y miro el fondo de la bañera que se tiñe con la sangre de mi herida.
A las once menos cuarto siento un latigazo en la espalda.
A las once y media respiro hondo y con papel de cocina limpio el charco de sangre que se había ido creando en mi quietud. Ha quedado en mi costado derecho un resquicio de dolor.
A las doce he de conducir y disimular. Para ello me he puesto una compresa en la herida. La persona que me acompaña no nota nada. En todo caso va medio dormida y tiene en su rostro toda la vida. La dejo en su espacio. Me vuelvo y cuando estoy volviendo siento un borbotón en la herida como si se hubiera hecho grande de improviso y hubiera alcanzado la rotura una vena mayor. Huelo mi sangre cuando enfilo la autopista.
A las dos me quito la compresa empapada. Me limpio de nuevo. Sangro y sonrío. Me miro en el espejo, la palidez se hace eco de lo que está ocurriendo.
A las dos y siete me mareo. Me siento en el sofá. El perro me quiere sacar de nuevo. Yo intento pensar cuándo y cómo me hice esa herida y si fuera lo que fuese merecía desangrarme de esta manera. No logro recordar nada. A punto de desmayarme pienso, Sería en una pesadilla.
A las tres menos veinte me siento con fuerzas para que mi perro me saque. En la calle me caigo varias veces. El perro se acerca y me lame y me hace levantar. Conseguimos dar el paseo completo. Al llegar a casa me duermo sabiendo que tengo que despertar.
A las cuatro he de volver a conducir. La herida abierta no sangra tanto. Vuelvo a la ciudad. Asisto donde tenía que asistir. Solo. No veo a quien no quiero ver ni hablo con quien no quiero hablar. Me vuelvo y cuando estoy volviendo siento un borbotón en la herida como si se hubiera hecho grande de improviso y hubiera alcanzado la rotura una vena mayor. Huelo mi sangre cuando enfilo la autopista.
A las siete llego a mi casa. Mi perro mueve el rabo y se me sube. Yo voy directo al baño. Toda mi cintura. Toda mi cadera. Todo mi sexo. Todo mi culo.Todos mis muslos. Todas mis rodillas. Todas mis pantorrillas. Todos mis pies. Todo es sangre. La herida ahora es como un cráter. Haciendo un esfuerzo que es ajeno a mí. Fuera de mí, diría, me lavo. Me cambio de ropa. Me pongo otra compresa en el cráter y dejo que mi perro me saque a pasear. Entiende que me siente en el banco de la avenida y deja que me vaya quedando dormido... creo que ahora aúlla... o quizá sea la ambulancia... o soy yo que balbuceo... ¿qué?... ¿cuándo?
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Cuento
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 19/03/2015 a las 23:37 |