Inventario

Revista literaria y artística escrita y dirigida por Fernando Loygorri

También él, sí, también él que parecía tan orgulloso, siempre solo como si la soledad a él no le produjera mella nunca; sí, llegamos a pensarlo, alguna decía, ¡A ése la soledad no le hace nada! Y todos asentíamos y lo veíamos pasar siempre con su caminar ligero, casi rápido pero sin llegar a serlo, una velocidad muy particular en su paso, una característica que también comentábamos cuando nos reuníamos por la tarde en la taberna a donde él nunca iba. Siempre camino arriba, camino abajo, siempre solo.
Un día, pasados años, dejamos de verlo y pensamos que sería por el hielo que se había formado tras las últimas nevadas porque aunque ya era mayor, él había mantenido el mismo paso ligero, año tras año, estación tras estación, día tras día. No sabemos, cuando lo recordamos, cuántos días pasaron hasta que alguien en la taberna comentó su ausencia; todos sentimos como si un árbol que todos conocíamos, hubiera desaparecido de repente o como si las campanas que marcaban las horas en lo alto del viejo campanario de la iglesia, dejaran de sonar. Comentamos que si algo así hubiera ocurrido al principio no nos hubiéramos percatado pero al poco, al poco sí y entonces habríamos tomado cartas en el asunto y, por ejemplo, hubiéramos intentado saber a quién se le había ocurrido cortar el árbol o quién habría sido capaz de robar el badajo o la campana entera. No pasaron muchos días hasta que decidimos ponernos en contacto con la autoridad competente para denunciar la desaparición y hay que reconocer que fueron diligentes porque esa misma tarde -o a más tardar al día siguiente, han pasado ya años de esto- los guardias se presentaron en su casa y tuvieron que echar la puerta abajo y allí lo encontraron, muerto -seguramente suicidado, dijeron- y tras remover por aquí y por allá encontraron un papel que por circunstancias que ahora no vienen al caso, vino a caer en nuestras manos y fue entonces cuando descubrimos que a él también, sí, a él también la soledad le hacía mella y echaba de menos a otros; no era pues, como llegamos a pensar, un auténtico anacoreta, sino que tenía su corazón comunal como cualquier hijo de vecino y ese día, tenemos que reconocerlo, nos quitamos un peso de encima, sí, nos lo quitamos porque aquel hombre era uno más, igual a nosotros, con las mismas necesidades, con las mismas penas, sólo que él se las guardaba, avaro de sus sentimientos, dijo alguien, y de lo que no son sus sentimientos, apuntó otro, que seguro que tenía guardado más de lo que aparentaba, concluyó y una nos miró a todos los que estábamos en la taberna y propuso que fuéramos a la casa y miráramos a ver, total que la pariente ésa que le quedaba y que jamás había venido a verlo, así porque sí, se iba a quedar con todo lo que hubiera atesorado el viejo y que por qué no nosotros que habíamos tenido que soportar su soberbia todos esos años no íbamos a poder disfrutar de lo que hubiera dejado. Todos asentimos. El tabernero invitó a una ronda y a eso de las ocho, cuando la noche ya había caído, nos fuimos a la casa del anacoreta y la hicimos nuestra. Fuimos a paso ligero, al paso con el que caminaba, haciendo chanzas. Fue una noche memorable y todos los años, en la misma fecha, celebramos la toma de la casa del hombre que durante años y años nos hurtó su espera y murió con ella.
 

Cuento

Tags : Cuentecillos Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 21/07/2023 a las 18:22 | Comentarios {0}



Que quería decírselo justo en el momento en el que pasaba de ser larva a ser mariposa; que quería avisarle de la transformación, crisálida, pues, justo antes de crisálida, durante esa fase; eso quería, decirle: te sentirás la primera mariposa pero has de saber que no estás sola, no te olvides de quienes te quisieron mientras fuiste gusano porque así cuando despliegues las alas, cuando descubras el salto que supone pasar de dos a tres dimensiones, sabrás que alguien hay para acompañarte y que te acompañará bien porque te quiso cuando eras gusano. No te olvides por mucho que las tres dimensiones den ganas de mandar al pairo todo lo que viviste cuando sólo podías manejarte en las dos porque llegará un día, crisálida mía, en la que volverás al estado larvario y entonces, ay, echarás de menos, te sentirás culpable, querrías no haber abandonado nunca las dos dimensiones y eso no es bueno nunca, porque volar, mariposa mía, es el sino de todo ser humano que antes que mariposa tuvo que ser gusano.
 

Cuento

Tags : Cuentecillos Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 11/07/2023 a las 14:41 | Comentarios {0}



Al volver ha vuelto. Era la caída de la tarde por un camino llano y sombreado. Hacía calor pero la umbría lo hacía soportable. Estaba atento al ritmo de su azúcar. Estaba en el límite de una hipoglucemia. Ya empezaba a sentir ese nerviosismo interior como si las células se pusieran a dar saltos exigiendo un poco de glucosa. Apenas pudo saludar a una mujer y ésta se sintió ofendida. No quería -pensaba- andar dando explicaciones de sus carencias. Llegó hasta su casa. Comió y se repuso. Fue entonces cuando volvió: su hija tenía ocho años; rodaban -como juego de fin de semana- una escena en la que ella y su amiga hacían como que se acababan de conocer. A ambas les faltaban varios dientes. Su hija llevaba el pelo recogido en una coleta. La amiga lo llevaba suelto. Tenía un gran cariño a aquella amiga de su hija. Se lo sigue teniendo aunque haga tanto que ya nada sabe de ella. Hicieron varias tomas de la llegada de su hija -que interpretaba el papel de una niña que va a visitar por primera vez a la nueva vecina para proponerle que se hagan amigas- a la casa. Siempre se equivocaban. Siempre miraban a la cámara. Demasiada ternura, se dijo. Así es que puso la televisión y vio el resumen de un torneo de ajedrez.
 

Cuento

Tags : Cuentecillos Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 10/07/2023 a las 13:08 | Comentarios {0}



Reconoce que se dio cuenta de haber perdido la risa al cuarto día de haberla perdido. Recuerda que la mañana era nublada y quiso quedarse un rato más en la cama pero tenía no sabe muy bien qué compromiso en el trabajo y se tuvo que levantar. A la pregunta de si le ocurrió algún contratiempo aquel día, responde que no especialmente y de forma minuciosa relata en qué consistió la jornada: se levantó, un poco a regañadientes como ya ha contado, se duchó, desayunó un poco de queso fresco en tostadas untadas con tomate y aceite y un café bien cargado con leche desnatada, fue caminando hasta el lugar de trabajo, a las tres salió, comió en un restaurante de menú porque no le apetecía cocinar, volvió a su casa hacia las cuatro y cuarto, se echó una siesta de veinte minutos, habló por teléfono con un par de personas, terminó un dossier que debía entregar al día siguiente, salió a dar un paseo al caer la tarde, volvió, se desnudó, se hizo una cena ligera, vio la tele, hizo sus abluciones nocturnas, leyó un poco ya en la cama y se durmió. Eso fue todo. Así transcurrió el día en que perdió la risa. Comenta que eso es lo que le fastidia, no el haber perdido la risa sino que el día en que ocurrió fuera un día como otro cualquiera. Al decirlo intenta sonreír pero no aparece gesto ninguno en su cara, nada se mueve en su boca. Al darse cuenta insiste: le fastidia la monotonía de ese día. ¡Perder la risa, bueno, para lo que sirve!
 

Cuento

Tags : Cuentecillos Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 01/07/2023 a las 18:28 | Comentarios {0}



¿Cómo harán si uno no sabe? La inquietud aumenta por la tarde. El torbellino lo llama. La sensación áspera de no haber hecho. ¿Qué maletas? ¿Qué equipaje era el necesario? Sobre todo por la tarde, piensa el que no sabe, el que tiene una tendencia a dejarse llevar, el que ha acometido (con demasiado ímpetu) la soledad. ¿A espuertas? ¿En este soliloquio sin faro, sin mar, sin puesta de sol ni amanecida, sin lucero del alba, sin brazos, sin cama deshecha, sin halagos, sin sonrisas, sin canto de los pájaros, sin entusiasmo, sin desayuno fresco, sin brisa, sin adiós? La muchacha se pierde de vista por el camino que baja hasta el pueblo. Ha quedado con sus amigos. Pasarán el día en el campo, se tumbarán en la hierba que aún verdea. Algunos se besarán, se cogerán por los talles, se bañarán en las aguas frías de una poza. Volverán al atardecer, hambrientos, morenos, excitados, dispuestos a reponer fuerzas para las fiestas de la noche en las que las promesas de la tarde se harán realidad
¿Cómo hará si no sabe? ¿Cómo evocará en la vejez lo que nunca fue? ¿Cómo vivirá la ausencia de recuerdos compartidos? ¿Cómo se explicará antes de morir que no supo poner fin a esa situación? Probablemente se llame cobarde y volverá a confirmar que veinte años atrás era tan necio como sentía que lo era cuando repasaba los veinte años anteriores y sabía que nunca, que nunca, alcanzaría un grado mínimo de sabiduría, de conocimiento sin crueldad. Esas tardes de verano que han huido para siempre o un día de otoño que ella volviera apesadumbrada y al fin, tras un poco de insistencia, le contara su pena, la que todos hemos tenido, aquélla que de vez en cuando se sabe aliviar.
Tumulto y silencio. El viento se ha levantado. En poco saldrá a la tarde y al sol. Mirará de nuevo las montañas. Tendrá algún pensamiento ad hoc. Caminará hacia ninguna parte. Volverá hacia ninguna parte. Sabe que el piso en el que habita ha dejado de ser su hogar. Sabe que se encuentra en proceso de desapego. Un desapego más. Una vez más, hasta que un día -si llegara- se quede desnudo, última capa de cebolla, tras ella la nada ni siquiera este túnel que se abre tras los ojos y que algunos llaman Yo.
Caminan por el borde del acantilado. La música celta anima los sentidos del amor. Están borrachos y fumados. Una mezcla grata si el equilibrio es el justo. Se han cogido de las manos. Ella ha pensado un instante en él. Lo recuerda cuando era muy niña, él se acercaba y se sentaba a su lado, en el borde de la cama, le acariciaba la frente, sonreía y creaba un personaje con dos de sus dedos, una hormiga era, una hormiga que siempre quería dormir con ella, una hormiga bastante pesada. Lo recuerda y ríe. Su acompañante le pregunta por qué se ha puesto a reír de repente. Ella se lo cuenta. Siguen caminando. De nuevo se quedan callados. Antes de que él la atraiga hacia sí, ella recuerda un sonido que oía muchos días antes de dormir: su padre teclea en una vieja máquina de escribir. Ha dejado abierta la ventana. Se escuchan a lo lejos los sonidos de una gran arteria de la ciudad. Se besan.
 

Cuento

Tags : Cuentecillos Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 29/06/2023 a las 18:52 | Comentarios {0}


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