Inventario

Revista literaria y artística escrita y dirigida por Fernando Loygorri

A veces me recompongo como si fuera una mermelada. Eso me me he dicho. Sé que la mermelada apenas tiene relación con la recomposición. Pero me altera el ruido. Me enloquece el ruido y cuando lo escribo recuerdo una frase que aparecía en una función de Dagoll Dagom allá por los años 80, Mi tornillo de vanadio. ¿Por qué en un seis de junio de 2025?
¿Nada me puede agredir más que recomponerme en mermelada? ¿Ser una sustancia pringosa que se desliza por los cuerpos con los que entra en contacto? ¿Son estos zeugmas aproximaciones a la muerte? ¿Es esta anarquía horaria anticipo de lo por venir? ¿Me estoy deshaciendo? ¿Me deconstruí y me recompuse en ser que relaciona mermeladas y resurrecciones?
¡Qué agresivo puede ser el silencio! ¡Qué violencia desata la injusticia! Puedo estar viendo una película que habla de unos sentimientos muy burgueses (el amor sólo se lo pueden permitir los estómagos llenos) que apenas me emocionan, que no agitan ya -viejas alas de mariposa en las tripas- los ritmos... mis ritmos...ahora que me paso los días contándolos, solfeando por las esquinas, las figuras básicas de los ritmos occidentales. Ritmos de la civilización blanca. La Devastadora. La Aterradora. Ahora que lo hago. Ahora que recuerdo la decepción de mi padre cuando le hice ver que la música es, ante todo, matemática sonora, la occidental. La Terrible. La Acompasada. Y veo sus ojos alcohólicos y huelo su sudor a ginebra. Las madrugadas de aquellos años míos de mil novecientos setenta y ocho que volaron por los aires y se convirtieron en estrellas de un firmamento en guerra.
Me lo arrebató. Me destruyó. Agónico. Sin esperanza. Recomponiéndome en mermelada. Mi tornillo de vanadio. Mi brillante tornillo. Mi luna rota. Mi espejo envuelto. La osadía de haberlo intentado. Recomponerse. Recomponerse. En mermelada. Sin un sabor preciso. Con una cocción exacta. A estas alturas. Traspasado ya el primer cuarto de siglo que no pasó ni rápido ni lento sino lleno de destrucciones, como un gran castillo de mierda venido abajo. Supurando pus alumbré la noche y quieto entre mis manos murió el lagarto. Tiritaba el saltimbanqui bajo la lluvia de fuego en Irak. La ira era blanca. Mi esperma negro. La ira era blanca. Mi esperma mudo. La ira era blanca. Mi esperma escaso. La lluvia de fuego sobre Irak. El olor a muerte en Gaza. Jehová menstrua sobre Israel. Betsabé. Ira de la abundancia.
Nana quiero para dormir, yo recompuesto en mermelada. Acúname Nana. Cierra mis ojos e insufla por mis fosas nasales el suficiente veneno para morir.
 

Cuento

Tags : Cuentecillos Escrito por Fernando García-Loygorri Gazapo el 06/07/2025 a las 01:03 | Comentarios {0}



Ahora está el río. Lo huelo. Sé que esta a mi derecha por donde se alza una muralla verde de árboles y matorral. La muchacha me espera. Ahora está el río. Cuando llegue y la aviste me quedaré desnudo, como mi madre me trajo al mundo, por mucho que yo no lo pidiera. Ninguno nacemos. A todos nos nacen. Lo que luego ocurra, por muchos que se empeñen en decir lo contrario, no está en nuestras manos. La cabeza suele ir por sendero distinto al de la vida. Nunca imaginé que la conocería. Tampoco nunca había pensado ni en el pueblo donde la vi por vez primera ni en la poza con cascada donde nos bañamos por primera vez. Gemma se llamaba. No sabía hasta ella de la existencia de ese nombre ni que fuera la más famosa de las Gemmas una italiana a la que le cortaron los pechos por defender su virtud. Mártir de la honestidad. Esencia de virgen. Nada de eso sabía. Nada de eso pensaba cuando a duras penas me abría paso por la muralla verde que daba al río. Cómo sudaba. Cuánto la deseaba. ¡Qué jóvenes éramos! Ella era yonkie y aún así quería verse conmigo. Ella era pálida como la heroína y eso le daba un aura de languidez que a mí me enloquecía, joven poeta romántico, chico que empieza a vivir. Por fin la muralla se fue convirtiendo en murete y pronto empecé a escuchar el devenir de las aguas del río. El sol estaba en lo alto. Me quité la camiseta. Sudaba. Quería lanzarme al agua. Llegar hasta ella buceando. Sorprenderla con mi boca entre sus muslos. Besarle los labios inferiores. Beberme como néctar su flujo. Al fondo, por fin, la vi. Tenía el pecho al aire y llevaba puestas unas bragas blancas con puntilla. Estaba subida en una peña que se alzaba en mitad de la poza. Tras ella caía la cascada de aguas cárdenas y espuma blanca. Me vio. Me miró lánguida. Alcé mi mano. Me saludó. ¡Gemma! grité. Ella sonrió. ¡Gemma! grité de nuevo justo antes de lanzarme al agua y nadar a crawl hasta la peña. Al llegar me encaramé a ella. Me desnudé entero. Me comí su boca y me comí sus pechos. Ella jadeaba y me llamaba por mi nombre con su voz rasgada como una cortina de terciopelo. El agua caía, caía su pelo sobre sus hombros. El sol derramó sobre nosotros sus bendiciones y nos amamos. 
 

Cuento

Tags : Cuentecillos Escrito por Fernando García-Loygorri Gazapo el 02/07/2025 a las 18:56 | Comentarios {0}


Aubrey Beardsley
Aubrey Beardsley

Alma: No la conocía mucho. Sólo desde hacía unos días. Me dijo, ¿Por qué no vamos mañana a la playa? Era verano. Yo le dije que sí, claro. Nos fuimos juntas a la mañana siguiente. Anduvimos por un camino en el bosque, un bosque de pinos, que moría en una playa de arena y piedras. El sol lucía alto cuando nos tumbamos. Ella dijo, Estamos solas. Tomemos el sol desnudas. Nos desnudamos. Nos tumbamos. Cerramos los ojos. Pasó el tiempo. No sé si me quedé dormida. No sé si soñé pero cuando fui consciente de nuevo de mí, estaba húmeda, una cantidad tremenda de flujo, inundaba mi coño. Tragué saliva. Estaba excitada. Abrí los ojos y lo primero que percibí fue un par de muchachos que al verme mirarlos se escondieron tras unas plantas. Se lo dije, le dije, Krista, unos muchachos nos miran. Ella dijo, Pues que miren. Estoy húmeda. No me importaría si... Yo le respondí que también lo estaba. Déjalos, me dijo. Nos dimos la vuelta. Nos pusimos de espaldas, con los culos al aire. No sé el tiempo que pasó hasta que los muchachos se acercaron. Se pusieron en cuclillas cerca de nosotras. Abrí los ojos. Vi cómo Krista agarraba el miembro empalmado de uno de ellos y lo acariciaba. El otro estaba a mi lado, muy rojo, muy excitado pero no se movía. Yo tampoco me movía, sólo sentí la humedad de mi coño y el deseo que tenía de que me follara. Krista se puso a su muchacho encima. Se puso bocarriba. Abrió las piernas. Se metió la polla del muchacho y me dijo, ¡Cógete al otro! ¡Folla! Lo hice. Lo cogí. Le bajé el bañador. Tenía una polla dura y grande con un gran glande rojo como las fresas salvajes. Me la metí. Se movió. Me corrí como una bestia. Nunca, jamás me había corrido tan intensamente. Me corrí varias veces. También Krista se corría y gemía y agarraba mi mano. Le dije al mío que no se corriera dentro. Pero se corrió dentro. Me lanzó una gran cantidad de semen. Mi coño era un estanque. Apenas descansamos. Les comimos las pollas y los muchachos se corrieron en nuestras bocas. Me gustó tanto el sabor a almendras de la lefa del mío que me volví a correr. Los muchachos se fueron. Nosotras nos quedamos desnudas, abiertas las piernas para que la brisa entrara en nuestros coños y los aliviara del ardor. Me excitaban los muslos torneados, los pechos tersos, la boca hinchada de Krista. Nos masturbamos la una a la otra. Nos corrimos una vez más. Reímos. Más tarde nos bañamos. Luego nos fuimos. En la casa que había alquilado me esperaba mi novio. Por la noche me lo follé y volví a correrme como nunca hasta entonces y como nunca después. A las pocas semanas aborté.
 

Cuento

Tags : Cuentecillos Escrito por Fernando García-Loygorri Gazapo el 29/06/2025 a las 18:42 | Comentarios {4}


Un mundo Ángeles Santos. 1929
Un mundo Ángeles Santos. 1929

Si dijeras espina. Esa palabra que saliera de tu boca. A medianoche. Desde la lejanía. Esa palabra: espina. Se hiciera luego el silencio y respiraras. La palabra. La respiración.
Él la escucharía. En su oído resonaría la palabra espina. Su latir se aceleraría. Probable que se produjera una subida de la tensión arterial. Se quedaría callado. Respiraría con la ansiedad que tiene desde hace años, en algunos momentos de algunos días. Cuando sabe que esa palabra: espina, no significa en sí misma nada.
Callada. Al otro lado. No sabrías si estuvieras muy cerca por qué estabas tan cerca o si muy lejos por qué tan lejos. Por qué desde tan lejos habías llamado para decir espina y quedarte callada, sabiendo, como sabes, que con toda probabilidad tu respiración se escucha al otro del teléfono y él que la escucha no va a colgar, no lo hará.
Ese es el tiempo que le ha tocado vivir. En un mundo donde los niños palestinos comen arena y alguien dejó una cría de gato en una caja en la basura y él, esa misma tarde, la escuchó maullar. Llegó hasta ella. Vio que aún estaba viva. No supo si recogerla. Pensó entonces que qué iba a hacer él con una cría de gato. No quería un gato. No quería cuidar ni una sola noche a un gato. Pensó si la naturaleza era la encargada de resolver ese tipo de cosas. ¿Duele mucho morir de hambre?
Tú a lo mejor dirías una vez más la palabra espina.
Escribo espina como podría escribir cualquier otra palabra. Quizá imagino espina porque la relaciono con el gato que ha encontrado él y relaciono ambos hechos ahora. La primera vez que escribí espina no había llegado el gato. No sabía como iba a seguir este cuento. Ni tan siquiera había imaginado que el narrador se iba a hacer presente en estas cursivas.
Al cabo de un rato colgarías. Sentirías la inutilidad del gesto.
El escucharía el corte de la comunicación. Colgaría a su vez. Se quedaría mirando la pantalla del teléfono. Le vendría la imagen de la cría de gato, arrebujada en una caja de cartón, una caja húmeda tras la tormenta que acababa de caer. Miraría la pantalla y se le encogería el ánimo y se sentiría despiadado y tendría el impulso de ir a la basura con una linterna y ver si la cría seguía allí, aún viva y la tomaría y la llevaría a su casa y le daría un poco de leche y la colocaría en un lugar caliente y a la mañana siguiente la llevaría a un centro de protección de animales.
Tú también te quedarías un rato mirando  la pantalla y te meterías de un solo trago el vino que te quedaba en la copa. Era hora de irse a dormir. No era hora de arreglar nada.
 

Cuento

Tags : Cuentecillos Escrito por Fernando García-Loygorri Gazapo el 24/06/2025 a las 23:46 | Comentarios {0}



"No llego a saber por qué fue", dijo P. y luego se quedó callado, muy concentrado en algo, tanto que todos nos percatamos y permanecimos a la espera. "Quizá fue porque hablé mal de los cerdos. Esa sería una buena razón. Sé que no se debe hablar mal de los cerdos y menos aún de cómo se los cría y los procesos que con ellos se siguen para poder comérnoslos. Recuerdo que sus ojos se pusieron como platos. Luego bajó la cabeza y sollozó. Su madre se acercó a ella y con la mirada me reconvino por la crudeza de mis palabras. Yo realmente estaba bromeando. Las bromas suelen tener algo de pesadas, de excesivas... bueno, las bromas que algunos hacemos. A partir de aquella cena ella se volvió vegana. Me dijeron que cuando se pronunciaba en su presencia la palabra cerdo le entraban arcadas; me contaban que cuando pasaban por algún lugar donde olía a jamón serrano casi vomitaba, sufría terribles retortijones, se quedaba sin aliento. La llevaron a prestigiosos psicólogos. Incluso fueron más allá y la llevaron con un psiquiatra especialista en fobias alimentarias. Pero no sacaron nada en claro. ¿Fue por aquel entonces cuando me empezó a comparar con un cerdo? A mí nadie me dijo nada. Al principio, cuando empezó a esquivar el vernos, lo achaqué a cuestiones de la adolescencia porque a mí también me habían convencido de que esa etapa de la vida era una estúpida enfermedad mental propia de humanos; al fin y al cabo su madre y yo nos separamos al poco de nacer ella y yo siempre tuve una natural tendencia a la culpa. Más que católico parezco judío. Más tarde deseché la cuestión adolescente y empecé a vislumbrar en su desprecio una especie de cólera que no sé realmente a quién pertenecía. Cuando se negó a tener contacto alguno conmigo, de forma tácita, es decir: nunca se me enfrentó y con valentía me dijo, 'No quiero volverte a ver, cabrón de mierda' o alguna otra lindeza por el estilo, lo achaqué a ese carácter de su madre oscuro y vengativo que parecía aflorar en nuestra hija. Pasados los años dejé de intentar saber por qué había ocurrido esta desgracia. La asumí. De tanto en tanto intentaba pedirle una explicación ya casi más por curiosidad que por intentar aliviar la amargura, la tristeza, el dolor que me había provocado este marcharse de mi vida así, sin decir nada, como si fuera una cerda que no supiera expresarse y tan sólo supiera que la estaban cebando para que cuando llegara su San Martín la sacrificaran e hicieran de ella jamones. morcillas, chorizos y creyera, ella, que yo era el porquero, que sería yo quien llegado el día la sacrificaría sin contemplación ninguna, yo que no soy porquero, que nada sé de granjas, que en una cena bromeé sobre los cerdos, sólo eso, hice una broma, y ya sabéis que las bromas tienen siempre algo de pesadas, quizá sea eso, que me la está devolviendo pero elevada al infinito, hasta provocar un dolor que mata, un dolor que no tiene ninguna gracia". Sonrió. Alargó la mano y con delicadeza tomó una lasca de jamón ibérico. Lo degustó despacio, lo tragó y dijo, "Está buenísimo".
 

Cuento

Tags : Cuentecillos Escrito por Fernando García-Loygorri Gazapo el 21/06/2025 a las 20:57 | Comentarios {0}


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