Capítulo 2º De cómo Olmo desapareció y reapareció
La ausencia de Olmo durante seis meses me hundió en una profunda violencia. Ni el móvil me cogía. Mi matrimonio estaba destrozado. Sé que podría echar a Gema toda la mierda que se me ocurriera y lo habría hecho si este relato que ahora escribo lo hubiera empezado antes de la noche de ayer con Olmo. En el primer capítulo he intentado transmitir el espíritu que nos embargaba (y que a mí aún me embarga). No quiero a las mujeres. No sé si quiera si algún día podré querer a alguna. Las mujeres son para mí, siempre fueron para mí, cuerpos que me atraen como atrae el abismo, el peligro, el fuego; sus almas, sus emociones, su inteligencia no me interesan. Siempre he sentido que las arquetípicas cualidades femeninas -dulzura, comprensión, cariño- no son más que una imagen de su propia imagen: gestos suaves, curvas acogedoras, lugares calientes, volúmenes redondos. Las mujeres que yo he conocido son duras, intransigentes, secas. Nunca he tenido un amigo mujer (sigo creyendo que es imposible). Este corpus doctrinal sobre las mujeres lo compartía con Olmo y el hecho de que fuera así me daba fuerzas para conservarlo y defenderlo.
Una tarde de domingo (detesto los domingos con toda la familia en la casa y Gema poniendo esa cara de asco cuando me ve repantingado en el sofá viendo una tras otras todas las competiciones deportivas que pongan por la tele; paso de los niños, de sus gritos, risas, deseos u ocurrencias; paso de Gema y del intento que hace en la comida por parecer una familia bien avenida; paso de ella cuando me pregunta si le ayudaré en las tareas del hogar: poner una lavadora, vaciar el lavavajillas -el domingo es el único día que no tenemos chica-, poner la mesa. Una pregunta que se repite domingo tras domingo y que siempre obtiene la misma respuesta: No me paso trabajando toda la puta semana para encima hacer tareitas los domingos. Eso te toca a ti. Y si no, ya sabes: puerta. Ese soy yo. Lo mejor de mí: gano una pasta gansa. Mucha pasta) estaba viendo un partido de tenis entre Roddick y Monfils cuando sonó mi móvil. Mi corazón se agitó al ver el nombre de Olmo como se agitaría si hubiera aparecido en la pantalla el nombre de la mujer que en ese momento deseaba tirarme como fuera y que no me hacía ni puto caso (una arquitecta recién contratada por mi padre con unas peras y un culo que, en fin...). Lo cogí. Salí al jardín. Escuche a Olmo que me decía: ¿Te apetece que nos veamos? Claro que me apetecía. Era lo que más me apetecía del mundo. Me hice de rogar un poco. Le hice ver mi enfado. Me cortó como siempre: ¡Bueno tío, si te apetece quedamos el bar del Hotel Reina Victoria a las siete y media! y colgó. Tenía el tiempo justo para llegar.
Una tarde de domingo (detesto los domingos con toda la familia en la casa y Gema poniendo esa cara de asco cuando me ve repantingado en el sofá viendo una tras otras todas las competiciones deportivas que pongan por la tele; paso de los niños, de sus gritos, risas, deseos u ocurrencias; paso de Gema y del intento que hace en la comida por parecer una familia bien avenida; paso de ella cuando me pregunta si le ayudaré en las tareas del hogar: poner una lavadora, vaciar el lavavajillas -el domingo es el único día que no tenemos chica-, poner la mesa. Una pregunta que se repite domingo tras domingo y que siempre obtiene la misma respuesta: No me paso trabajando toda la puta semana para encima hacer tareitas los domingos. Eso te toca a ti. Y si no, ya sabes: puerta. Ese soy yo. Lo mejor de mí: gano una pasta gansa. Mucha pasta) estaba viendo un partido de tenis entre Roddick y Monfils cuando sonó mi móvil. Mi corazón se agitó al ver el nombre de Olmo como se agitaría si hubiera aparecido en la pantalla el nombre de la mujer que en ese momento deseaba tirarme como fuera y que no me hacía ni puto caso (una arquitecta recién contratada por mi padre con unas peras y un culo que, en fin...). Lo cogí. Salí al jardín. Escuche a Olmo que me decía: ¿Te apetece que nos veamos? Claro que me apetecía. Era lo que más me apetecía del mundo. Me hice de rogar un poco. Le hice ver mi enfado. Me cortó como siempre: ¡Bueno tío, si te apetece quedamos el bar del Hotel Reina Victoria a las siete y media! y colgó. Tenía el tiempo justo para llegar.
Capítulo 1º Justo antes
Esta es una historia que me contó mi mejor amigo, Olmo Sacci, a lo largo de una noche de drogas (cocaína y éxtasis) y alcohol con un intermedio de dos putas que vinieron a mi casa a eso de las tres de la madrugada. He de poner un poco en antecedentes esta noche porque si no se perdería algo de la magia de lo que vendrá después.
Olmo y yo -mi nombre en clave será El amigo que ninguna mujer quiere que tenga su chico (lo escribiré pocas veces, es demasiado largo)- somos amigos desde que tenemos veinte años (ahora rondamos los cuarenta). Tanto él como yo fuimos durante la juventud un par de hijos de puta, niñatos de papá, con pasta y con morro para follarnos a todo lo que se nos pusiera por delante (y he de decir, sin pizca de vanidad, que se nos pusieron muchos coños por delante y de todos dimos buena cuenta). Terminamos la carrera como pudimos (Arquitectura, por supuesto) y nada más terminar, nuestros respectivos padres nos metieron en sus respectivos estudios y comenzamos a viajar por todo el mundo construyendo un bodrio detrás de otro. La vida era, cómo decirlo, una constante borrachera de juergas, estafas, bragas, drogas, risas, resacas, yates, Ibiza, desparpajo, pasote, absoluta indiferencia a todo lo que tuviera el aroma de problema, reflexión o paciencia. Así éramos Olmo y yo. Más Olmo que yo. De hecho fue a mí al primero que pilló una mujer entre sus garras. A los treinta y dos años conocí a Gema y a los treinta y tres me casé con ella y a los treinta y cuatro tuve (bueno lo tuvo la zorra ésa) a Borja y los treinta y cinco a Begoña y a los treinta y seis a Javi. Hasta los treinta y seis llego.
Olmo mantuvo nuestro ritmo de vida dos años más tras mi matrimonio (o sea hasta cuando yo tenía ya dos hijos). Recuerdo la nostalgia que me entraba cuando salía con él alguna noche que paraba por la ciudad donde vivía, y le veía con los ojos enrojecidos y con los bolsillos llenos de papelas y cómo embestía a la primera rubia de bote que le echara un vistazo y luego la dejaba tirada, esperándole a la salida, porque él, esa noche, estaba conmigo y ninguno coño afeitado iba a poder separarle de mí. Olmo era mi héroe. Yo había entrado en esa fase del matrimonio que a todo hombre le llega que consiste en que la rutina mata el deseo. Tenemos una polla que busca novedad. Esto es condición de mamífero. Tiene que ver con la amígdala y el hipocampo. El neocórtex ahí ni pincha ni corta (o más bien quiere cortar, cortarnos los cojones). No es culpa nuestra. Y yo solía acabar llorándole en el hombro, maldiciendo el día que me casé y diciendo de Gema más barbaridades de las estrictamente ciertas. Él se reía, me miraba y decía, Eres gilipollas. ¡Hala, a mamarla pegado al culo de tu mujer! Y dejando unos billetes encima de la mesa se iba a correrse en alguna el final de la noche y me dejaba a mí con la mirada perdida y diciéndome a mí mismo, Menudo pedo llevas. Joder como voy a ir casa en este estado.
Olmo y yo -mi nombre en clave será El amigo que ninguna mujer quiere que tenga su chico (lo escribiré pocas veces, es demasiado largo)- somos amigos desde que tenemos veinte años (ahora rondamos los cuarenta). Tanto él como yo fuimos durante la juventud un par de hijos de puta, niñatos de papá, con pasta y con morro para follarnos a todo lo que se nos pusiera por delante (y he de decir, sin pizca de vanidad, que se nos pusieron muchos coños por delante y de todos dimos buena cuenta). Terminamos la carrera como pudimos (Arquitectura, por supuesto) y nada más terminar, nuestros respectivos padres nos metieron en sus respectivos estudios y comenzamos a viajar por todo el mundo construyendo un bodrio detrás de otro. La vida era, cómo decirlo, una constante borrachera de juergas, estafas, bragas, drogas, risas, resacas, yates, Ibiza, desparpajo, pasote, absoluta indiferencia a todo lo que tuviera el aroma de problema, reflexión o paciencia. Así éramos Olmo y yo. Más Olmo que yo. De hecho fue a mí al primero que pilló una mujer entre sus garras. A los treinta y dos años conocí a Gema y a los treinta y tres me casé con ella y a los treinta y cuatro tuve (bueno lo tuvo la zorra ésa) a Borja y los treinta y cinco a Begoña y a los treinta y seis a Javi. Hasta los treinta y seis llego.
Olmo mantuvo nuestro ritmo de vida dos años más tras mi matrimonio (o sea hasta cuando yo tenía ya dos hijos). Recuerdo la nostalgia que me entraba cuando salía con él alguna noche que paraba por la ciudad donde vivía, y le veía con los ojos enrojecidos y con los bolsillos llenos de papelas y cómo embestía a la primera rubia de bote que le echara un vistazo y luego la dejaba tirada, esperándole a la salida, porque él, esa noche, estaba conmigo y ninguno coño afeitado iba a poder separarle de mí. Olmo era mi héroe. Yo había entrado en esa fase del matrimonio que a todo hombre le llega que consiste en que la rutina mata el deseo. Tenemos una polla que busca novedad. Esto es condición de mamífero. Tiene que ver con la amígdala y el hipocampo. El neocórtex ahí ni pincha ni corta (o más bien quiere cortar, cortarnos los cojones). No es culpa nuestra. Y yo solía acabar llorándole en el hombro, maldiciendo el día que me casé y diciendo de Gema más barbaridades de las estrictamente ciertas. Él se reía, me miraba y decía, Eres gilipollas. ¡Hala, a mamarla pegado al culo de tu mujer! Y dejando unos billetes encima de la mesa se iba a correrse en alguna el final de la noche y me dejaba a mí con la mirada perdida y diciéndome a mí mismo, Menudo pedo llevas. Joder como voy a ir casa en este estado.
Cuento
Tags : El Brillante Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 12/09/2011 a las 23:50 |
Primera hora
Todavía no lo sé.
Segunda hora
Ha sido un movimiento, una alteración. El mal. El mal.
Tercera hora
Se produce una congestión en el centro de la frente. Aún no la razono. Nada hay razonable. Pienso en el trabajo, en la carne picada: restos de restos mezclados. Pienso en la química de la mostaza. En la ausencia de frutos. En la hambruna. En el ser humano. Aprieto los dientes sin ser consciente. Pero ya respiro, de improviso, una gran bocanada de aire.
La locura, lo sé, necesita oxígeno.
Cuarta hora
No tengo hambre. No quiero hacer nada. El sonido de una puerta me inquieta. Intento no pensar. No saber. No recordar. Pero pienso. Sé. Recuerdo.
Quinta hora
Pavor. Lo resuelvo mal. Lo dejo a medias. La frente parece hincharse. Es como si me hubieran clavado una chincheta y no encontrara su cabeza.
Sexta hora
El mal no me abandonará jamás. ¡Me cago en Dios!
Séptima hora
Me ciega la luz. Ruego al destino que nadie se me cruce en el camino. No controlo en absoluto mi estado de ánimo. La ira. La ira. La ansiedad. La ira de nuevo. Como cada parada del autobús. La risa de alguien. Miro hacia abajo. Mi mirada debe desprender odio. ¿Por qué odio? ¿Qué está pasando? Por primera vez soy consciente y eso me calma algo. Larga e intensa bocanada de aire. Oxígeno para lo que está por venir.
Desde la octava hasta la decimosexta hora
¿Cómo estoy aquí?
¿Por qué comen animales podridos?
¿Qué le pasa a la cebolla?
¿Volveré a estar tranquilo?
¿Tendré que volverme a ir? ¿Subir a la montaña? ¿Morir allí?
¿Por qué viene hoy a la mujer a la que le recuerdo a Andreas Kartak?
¿Por qué le ruego que no me dirija la palabra?
¿Por qué me ha mirado con compasión?
¡Maldita, maldita compasión!
¿Por qué hoy?
¿Cuándo acabará este macabro trabajo? ¿Dar de comer a las Bestias?
¿Cómo coño se puede decir que una hamburguesa puede ser feliz?
¡Aire, aire, aire!
Aprieto los dientes para no abrirle la cabeza al coreano.
Aprieto los dientes tanto que me mello una muela. Me trago las esquirlas de la muela.
Nunca llega la hora de salir.
¿Han parado los relojes?
¿Por qué ha tenido que venir hoy el supervisor y exigirme que sonría más?
¿Me ha recordado que aún estoy a prueba?
¿Han probado a sonreir lleno de ira?
¡Por fin! ¡Por fin!
Decimoséptima hora
Al golpearme la cara. Fuerte. Muy fuerte. Al arrancarme los cabellos. Al golpearme el estómago. No he logrado sacármelo. El demomio sigue ahí dentro. ¿Se irá? ¿Se irá? Dios mío, Alma bendita, Corazón paciente, Sanador de todo, Última esperanza, sácalo de mí, sácalo de mí, te lo ruego por tu infinita Bondad.
Decimoctava hora
He roto dos puertas y la vajilla. He gritado tanto que no tengo voz. Estoy mejor.
Vigésima hora
La policía. Les he reconocido que he tenido un ataque de pánico. Les pido perdón a los vecinos del rellano de mi escalera. Un mal día, es mi único argumento. Los policías dejan que me quede tras ofrecerme el traslado a un hospital. No, gracias. No. Cierro la puerta.
Desde la vigesimoprimera hora hasta la primera hora del día siguiente
El mal entra cuando quiere y me atenaza. No tengo armas contra él. Volverá, una vez y otra. Volverá. Volverá. Volverá...
Todavía no lo sé.
Segunda hora
Ha sido un movimiento, una alteración. El mal. El mal.
Tercera hora
Se produce una congestión en el centro de la frente. Aún no la razono. Nada hay razonable. Pienso en el trabajo, en la carne picada: restos de restos mezclados. Pienso en la química de la mostaza. En la ausencia de frutos. En la hambruna. En el ser humano. Aprieto los dientes sin ser consciente. Pero ya respiro, de improviso, una gran bocanada de aire.
La locura, lo sé, necesita oxígeno.
Cuarta hora
No tengo hambre. No quiero hacer nada. El sonido de una puerta me inquieta. Intento no pensar. No saber. No recordar. Pero pienso. Sé. Recuerdo.
Quinta hora
Pavor. Lo resuelvo mal. Lo dejo a medias. La frente parece hincharse. Es como si me hubieran clavado una chincheta y no encontrara su cabeza.
Sexta hora
El mal no me abandonará jamás. ¡Me cago en Dios!
Séptima hora
Me ciega la luz. Ruego al destino que nadie se me cruce en el camino. No controlo en absoluto mi estado de ánimo. La ira. La ira. La ansiedad. La ira de nuevo. Como cada parada del autobús. La risa de alguien. Miro hacia abajo. Mi mirada debe desprender odio. ¿Por qué odio? ¿Qué está pasando? Por primera vez soy consciente y eso me calma algo. Larga e intensa bocanada de aire. Oxígeno para lo que está por venir.
Desde la octava hasta la decimosexta hora
¿Cómo estoy aquí?
¿Por qué comen animales podridos?
¿Qué le pasa a la cebolla?
¿Volveré a estar tranquilo?
¿Tendré que volverme a ir? ¿Subir a la montaña? ¿Morir allí?
¿Por qué viene hoy a la mujer a la que le recuerdo a Andreas Kartak?
¿Por qué le ruego que no me dirija la palabra?
¿Por qué me ha mirado con compasión?
¡Maldita, maldita compasión!
¿Por qué hoy?
¿Cuándo acabará este macabro trabajo? ¿Dar de comer a las Bestias?
¿Cómo coño se puede decir que una hamburguesa puede ser feliz?
¡Aire, aire, aire!
Aprieto los dientes para no abrirle la cabeza al coreano.
Aprieto los dientes tanto que me mello una muela. Me trago las esquirlas de la muela.
Nunca llega la hora de salir.
¿Han parado los relojes?
¿Por qué ha tenido que venir hoy el supervisor y exigirme que sonría más?
¿Me ha recordado que aún estoy a prueba?
¿Han probado a sonreir lleno de ira?
¡Por fin! ¡Por fin!
Decimoséptima hora
Al golpearme la cara. Fuerte. Muy fuerte. Al arrancarme los cabellos. Al golpearme el estómago. No he logrado sacármelo. El demomio sigue ahí dentro. ¿Se irá? ¿Se irá? Dios mío, Alma bendita, Corazón paciente, Sanador de todo, Última esperanza, sácalo de mí, sácalo de mí, te lo ruego por tu infinita Bondad.
Decimoctava hora
He roto dos puertas y la vajilla. He gritado tanto que no tengo voz. Estoy mejor.
Vigésima hora
La policía. Les he reconocido que he tenido un ataque de pánico. Les pido perdón a los vecinos del rellano de mi escalera. Un mal día, es mi único argumento. Los policías dejan que me quede tras ofrecerme el traslado a un hospital. No, gracias. No. Cierro la puerta.
Desde la vigesimoprimera hora hasta la primera hora del día siguiente
El mal entra cuando quiere y me atenaza. No tengo armas contra él. Volverá, una vez y otra. Volverá. Volverá. Volverá...
Cuento
Tags : La Solución Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 27/07/2011 a las 19:33 |
Desde la octava hasta la decimosexta hora
El uniforme de La Hamburguesa Feliz se compone de unos zuecos blancos, pantalón blanco de marinero, camisa blanca de manga corta, delantal de hule con fondo azul y dibujo de una hamburguesa en marrón y rojo y gorra azul. Al principio sentía pudor al ponérmelo; me entraban ganas de mascar chicle y hablar en tejano. Nunca me gustó, además, dejar mis brazos desnudos. Me recordaba a la vergüenza que sentía el bueno de Andreas Kartak cuando buscaba, por las callejuelas de un Paris de los años 30, a Santa Teresita de Lisieux para devolverle una deuda -200 francos- que había contraído no sabía cuándo. La vergüenza. Alguien dijo: Nunca te avergüences de un trabajo honrado. Yo siento vergüenza de mis brazos desnudos.
En la undécima hora ha pasado algo que a mí me ha sorprendido. Soy un hombre de cincuenta y seis años aunque es cierto que mi sufrimiento, lo amargo de mi existencia, mi alejamiento del contacto humano, me hacen parecer más joven, mucho más joven (lo que realmente envejece es la tranquilidad). A esa hora, digo, ha entrado en La Hamburguesa Feliz una madre con dos hijas. Las niñas tendrían doce años y parecían mellizas. Venían excitadas de ver una película, Amanecer, si no me equivoco y a la madre le ha sido difícil hacer que se concentraran un instante para que le dijeran qué querían merendar. Una vez conseguido las niñas se han ido a una mesa y frente a mí se ha quedado ella. Es una mujer de unos cuarenta y cinco años con el pelo negro azabache y unos inmensos ojos verdes, un verde oscuro de helecho; sus manos son finas; su cuerpo es menudo; su voz es dulce. En ese momento había pocos clientes. He pedido su merienda y ha habido un instante en que, hasta que llegaban los menús preparados por el coreano, no he tenido nada que hacer. No me he atrevido a quedarme frente a ella, ni he querido pasar una balleta o hacer cualquier otra cosa porque lo que realmente deseaba era sentir la presencia de esa mujer y sentir al mismo tiempo que ella también deseaba la mía. Entonces he escuchado que ella me decía:
- Perdone que le diga pero es usted el vivo retrato de un personaje de ficción.
- ¿Yo?
- Sí, usted, llevo buscándole un cuerpo desde hace un mes y... y es usted.
- ¿Y qué personaje es?
- Bueno, no lo conocerá usted. Se llama Andreas Kartak.
- Y ¿por qué le busca un cuerpo? Si le puedo preguntar.
- Sí, es que estoy haciendo una adaptación al teatro, el personaje es de una novela y... bueno me ha sorprendido tanto.
- ¡Do menú infailes! ¡Hambuguesa felí y patata flita!, ha gritado el coreano.
Las he recogido. Las he puesto en la bandeja donde esperaban las bebidas. He cobrado a la madre. Y al darle la vuelta no he podido aunque he querido, evitar decirle:
- Ya sabe, ese es el tipo de milagros que hace Teresita de Lisieux.
La mujer ha sonreído una sonrisa franca y hermosa como un plenilunio, de tan blancos sus dientes y tan perfectos y al marcharse ha dejado en el aire su último comentario:
- Al final me van a acabar gustando las hamburguesas.
El orden en que he contado esta anécdota ha sido exactamente así. No lo he preparado para que resultara impactante. Siempre fui un mal escritor. Primero pensé en Andreas y luego vino la mujer que le buscaba un cuerpo. No he querido creer que la casualidad es el orden natural de las cosas. Reniego de la esperanza.
El uniforme de La Hamburguesa Feliz se compone de unos zuecos blancos, pantalón blanco de marinero, camisa blanca de manga corta, delantal de hule con fondo azul y dibujo de una hamburguesa en marrón y rojo y gorra azul. Al principio sentía pudor al ponérmelo; me entraban ganas de mascar chicle y hablar en tejano. Nunca me gustó, además, dejar mis brazos desnudos. Me recordaba a la vergüenza que sentía el bueno de Andreas Kartak cuando buscaba, por las callejuelas de un Paris de los años 30, a Santa Teresita de Lisieux para devolverle una deuda -200 francos- que había contraído no sabía cuándo. La vergüenza. Alguien dijo: Nunca te avergüences de un trabajo honrado. Yo siento vergüenza de mis brazos desnudos.
En la undécima hora ha pasado algo que a mí me ha sorprendido. Soy un hombre de cincuenta y seis años aunque es cierto que mi sufrimiento, lo amargo de mi existencia, mi alejamiento del contacto humano, me hacen parecer más joven, mucho más joven (lo que realmente envejece es la tranquilidad). A esa hora, digo, ha entrado en La Hamburguesa Feliz una madre con dos hijas. Las niñas tendrían doce años y parecían mellizas. Venían excitadas de ver una película, Amanecer, si no me equivoco y a la madre le ha sido difícil hacer que se concentraran un instante para que le dijeran qué querían merendar. Una vez conseguido las niñas se han ido a una mesa y frente a mí se ha quedado ella. Es una mujer de unos cuarenta y cinco años con el pelo negro azabache y unos inmensos ojos verdes, un verde oscuro de helecho; sus manos son finas; su cuerpo es menudo; su voz es dulce. En ese momento había pocos clientes. He pedido su merienda y ha habido un instante en que, hasta que llegaban los menús preparados por el coreano, no he tenido nada que hacer. No me he atrevido a quedarme frente a ella, ni he querido pasar una balleta o hacer cualquier otra cosa porque lo que realmente deseaba era sentir la presencia de esa mujer y sentir al mismo tiempo que ella también deseaba la mía. Entonces he escuchado que ella me decía:
- Perdone que le diga pero es usted el vivo retrato de un personaje de ficción.
- ¿Yo?
- Sí, usted, llevo buscándole un cuerpo desde hace un mes y... y es usted.
- ¿Y qué personaje es?
- Bueno, no lo conocerá usted. Se llama Andreas Kartak.
- Y ¿por qué le busca un cuerpo? Si le puedo preguntar.
- Sí, es que estoy haciendo una adaptación al teatro, el personaje es de una novela y... bueno me ha sorprendido tanto.
- ¡Do menú infailes! ¡Hambuguesa felí y patata flita!, ha gritado el coreano.
Las he recogido. Las he puesto en la bandeja donde esperaban las bebidas. He cobrado a la madre. Y al darle la vuelta no he podido aunque he querido, evitar decirle:
- Ya sabe, ese es el tipo de milagros que hace Teresita de Lisieux.
La mujer ha sonreído una sonrisa franca y hermosa como un plenilunio, de tan blancos sus dientes y tan perfectos y al marcharse ha dejado en el aire su último comentario:
- Al final me van a acabar gustando las hamburguesas.
El orden en que he contado esta anécdota ha sido exactamente así. No lo he preparado para que resultara impactante. Siempre fui un mal escritor. Primero pensé en Andreas y luego vino la mujer que le buscaba un cuerpo. No he querido creer que la casualidad es el orden natural de las cosas. Reniego de la esperanza.
Cuento
Tags : La Solución Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 20/07/2011 a las 18:13 |
Alegato de Milos Amós versus Isaac Alexander
Quinta y sexta horas del primer día de descanso semanal
Escribe Isaac Alexander en la web Inventario de Fernando Loygorri: ¿Por qué Milos Amós es tan jodidamente amargo? ¿No tuvo bastante con la montaña? ¿Qué espera encontrar con esa actitud tan solipsista?
He leído algunos de los artículos del micer Alexander y he de decir que sus humoradas me han parecido, en general, ridículas y desmembradas. El humor como la amargura han de ser sentidos. La impostura en el humor lo convierte en ridículo así como la impostura en la amargura la convierte en patética.
Me pregunta (o se pregunta) micer Alexander: ¿Por qué Milos Amós es tan jodidamente amargo? Y quiero responderle porque me encuentro en mis días de descanso y no tengo en mi pelo los olores de La Hamburguesa Feliz y apenas quedan restos de las conversaciones que he tenido que sufrir:
- Buenas tardes, ¿qué desea?
- Una hamburguesa de cuarto de libra con doble de queso y mucho ketchup y mucha mostaza.
- ¿Y de beber?
- Un Coca-Cola Zero. Pero que sea Zero, ¿eh?
- Muy bien.
- Y patatas fritas pequeñas.
- Pequeñas.
- No, mejor grandes.
- Grandes...
- No, no, pequeñas, pequeñas...
- ¿Seguro?
- ¡Venga que sean grandes y no se hable más!
Conversaciones así. Una hora y otra hora.
Las medicinas son amargas y nos alivian de la enfermedad. Es amarga la cerveza. Las largas esperas son amargas. Y la vida suele serlo en largos trechos. A veces puede ser la vida enteramente amarga. La amargura nos previene del veneno. La amargura nos cobija en su dolor pequeño. Nos mantiene alerta.
Escuche la historia de la mujer que conocí, recién descendido de la montaña, en un albergue. Se encontraba sentada en un rincón, a salvo de la luz; estaba envuelta en un viejo capote militar y miraba con fijeza el pote que humeaba. Fuera por empatía o por puritita necesidad, la mujer me pidió que la escuchara y habló:
- Hace muchos años yo tenía una casa, un hombre y una hija. Y estaba insatisfecha con mi vida. Empecé a buscar remedios contra mi tedio que es la peor de las enfermedades del alma. Y así di con un maestro tibetano. ¿Importa el nombre? Este hombre me fascinó por su serenidad y por su silencio. Y empecé a seguirle. Allí donde impartiera sus enseñanzas aunque fuera muy lejos de mi aldea, yo iba y así desantendía mi casa, a mi hombre y a mi hija. El Maestro nunca me había dirigido la palabra; nunca me había hecho un gesto de aproximación; nunca había pronunciado, mirándome, la palabra Namashté. Hasta que una tarde me dijo, sin llamarme por mi nombre, sin una frase de saludo: Deja tu casa. Abandona a tu hombre. Vete con tu hija. Y sígueme. Así lo hice. Dejé mi casa y me llevé más de lo que era mío. Dejé a mi hombre el cual se sumió en una profunda melancolía. Y me fui con mi hija, la cual lloró noches y noches. Seguimos al Maestro y el Maestro mantuvo la misma actitud de ignorancia respecto de mí y de mi hija. Hasta que un día, de la misma forma repentina, sin acercamiento o saludo previo, me dijo: Entréganos a tu hija. Yo le respondí: ¿Así conoceré la recta vía?. Él no hizo gesto ninguno, ni palabra salió de su boca. Yo le entregué a mi hija. Desde entonces no les he vuelto a ver y vago sola por el mundo. ¿Es esta la recta vía? ¿Así la estoy aprendiendo?
- No -le dije- lo que estás aprendiendo es la amargura que es el remedio más fuerte contra el tedio.
Seguiré leyéndole, micer Alexander. Le rogaría que no emitiera juicios de valor. Nunca se sabe si el amargor de un fruto nos salvará del hambre. O si la amargura de un hombre, redime de la tristeza de otros. Nunca se sabe del todo. Nunca se puede predecir si el momento es una cosa u otra. Hay que estar. Sin adjetivos.
Escribe Isaac Alexander en la web Inventario de Fernando Loygorri: ¿Por qué Milos Amós es tan jodidamente amargo? ¿No tuvo bastante con la montaña? ¿Qué espera encontrar con esa actitud tan solipsista?
He leído algunos de los artículos del micer Alexander y he de decir que sus humoradas me han parecido, en general, ridículas y desmembradas. El humor como la amargura han de ser sentidos. La impostura en el humor lo convierte en ridículo así como la impostura en la amargura la convierte en patética.
Me pregunta (o se pregunta) micer Alexander: ¿Por qué Milos Amós es tan jodidamente amargo? Y quiero responderle porque me encuentro en mis días de descanso y no tengo en mi pelo los olores de La Hamburguesa Feliz y apenas quedan restos de las conversaciones que he tenido que sufrir:
- Buenas tardes, ¿qué desea?
- Una hamburguesa de cuarto de libra con doble de queso y mucho ketchup y mucha mostaza.
- ¿Y de beber?
- Un Coca-Cola Zero. Pero que sea Zero, ¿eh?
- Muy bien.
- Y patatas fritas pequeñas.
- Pequeñas.
- No, mejor grandes.
- Grandes...
- No, no, pequeñas, pequeñas...
- ¿Seguro?
- ¡Venga que sean grandes y no se hable más!
Conversaciones así. Una hora y otra hora.
Las medicinas son amargas y nos alivian de la enfermedad. Es amarga la cerveza. Las largas esperas son amargas. Y la vida suele serlo en largos trechos. A veces puede ser la vida enteramente amarga. La amargura nos previene del veneno. La amargura nos cobija en su dolor pequeño. Nos mantiene alerta.
Escuche la historia de la mujer que conocí, recién descendido de la montaña, en un albergue. Se encontraba sentada en un rincón, a salvo de la luz; estaba envuelta en un viejo capote militar y miraba con fijeza el pote que humeaba. Fuera por empatía o por puritita necesidad, la mujer me pidió que la escuchara y habló:
- Hace muchos años yo tenía una casa, un hombre y una hija. Y estaba insatisfecha con mi vida. Empecé a buscar remedios contra mi tedio que es la peor de las enfermedades del alma. Y así di con un maestro tibetano. ¿Importa el nombre? Este hombre me fascinó por su serenidad y por su silencio. Y empecé a seguirle. Allí donde impartiera sus enseñanzas aunque fuera muy lejos de mi aldea, yo iba y así desantendía mi casa, a mi hombre y a mi hija. El Maestro nunca me había dirigido la palabra; nunca me había hecho un gesto de aproximación; nunca había pronunciado, mirándome, la palabra Namashté. Hasta que una tarde me dijo, sin llamarme por mi nombre, sin una frase de saludo: Deja tu casa. Abandona a tu hombre. Vete con tu hija. Y sígueme. Así lo hice. Dejé mi casa y me llevé más de lo que era mío. Dejé a mi hombre el cual se sumió en una profunda melancolía. Y me fui con mi hija, la cual lloró noches y noches. Seguimos al Maestro y el Maestro mantuvo la misma actitud de ignorancia respecto de mí y de mi hija. Hasta que un día, de la misma forma repentina, sin acercamiento o saludo previo, me dijo: Entréganos a tu hija. Yo le respondí: ¿Así conoceré la recta vía?. Él no hizo gesto ninguno, ni palabra salió de su boca. Yo le entregué a mi hija. Desde entonces no les he vuelto a ver y vago sola por el mundo. ¿Es esta la recta vía? ¿Así la estoy aprendiendo?
- No -le dije- lo que estás aprendiendo es la amargura que es el remedio más fuerte contra el tedio.
Seguiré leyéndole, micer Alexander. Le rogaría que no emitiera juicios de valor. Nunca se sabe si el amargor de un fruto nos salvará del hambre. O si la amargura de un hombre, redime de la tristeza de otros. Nunca se sabe del todo. Nunca se puede predecir si el momento es una cosa u otra. Hay que estar. Sin adjetivos.
Cuento
Tags : La Solución Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 16/07/2011 a las 18:27 |
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Meditación sobre las formas de interpretar
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Colección
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La Solución
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Sobre las creencias
Olmo Dos Mil Veintidós
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Jardines en el bolsillo
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Cuento
Tags : El Brillante Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 13/09/2011 a las 12:25 |