La noche no había refrescado el calor ardoroso de este poblachón manchego, feo y seco, anónimo como sus gentes, de olor a orín y, casi con toda seguridad, ceremonias de interior. Al hombre le sonó el móvil y me dijo antes de cogerlo, Será mi pequeña (en realidad pronunció su nombre. También me pidió que no lo escribiera). Una sonrisa se dibujó en su rostro y de inmediato se transformó en un gesto de preocupación. Luego le dijo a su interlocutora, No la hagas ni caso. De verdad, no lo puedo entender. En vez de disfrutar de su nieta, del bosque, de tu compañía se pasa el día quejándose y poniendo problemas, ¡que no, que no, que no! pues que se aguante y se quede sin cenar. En serio, de verdad. La conozco ¿Está por ahí la peque? Y el hombre habló un rato con su hija y rió de buena gana.
La noche era bochornosa. La ciudad hervía a oscuras. El hombre sudaba y yo sudaba. Estuvimos un rato viendo pasar a las personas. Hicimos algún comentario más. Me preguntó él por mi vida y yo le conté vagamente porque mi vida no importaba. Mi vida no existía.
Al día siguiente el hombre volvió de nuevo a los laboratorios Álvarez y preguntó por don Antonio. La recepcionista, compungida, le respondió que el señor Álvarez había sido ingresado la noche anterior en estado grave pero que había dejado unas instrucciones para él. Justo en el momento en que recibía esta noticia volvió a sonar su móvil (esto me lo contaba él esa misma noche en un estado de gran excitación como si por primera en su vida hubiera entendido el Plan del Universo. En esos términos habló). El hombre lo cogió y su amante le dijo que había ingresado a su madre en el hospital. Al amanecer se había sentido indispuesta y cuando la tocó notó que tenía una fiebre muy alta. El hombre colgó el teléfono y sin saber muy bien por qué (aún no lo sabía en ese momento) le preguntó a la recepcionista que cuándo había sido ingresado el señor Álvarez. Ella le dijo que justo al amanecer. Se le inquietó el corazón. Por la noche me entregó las instrucciones del señor Álvarez y me permitió que las transcribiera literalmente. Cosa que paso a hacer a continuación.
Instrucciones para don...
1.- Los cuarenta microscopios con sus correspondientes garantías serán depositados en nuestros laboratorios en el plazo de tres días tiempo durante el cual don [...] deberá permanecer en la ciudad.
2.- En caso de mi fallecimiento deberá realizar lo estipulado en la instrucción primera.
3.- Transcurrido el plazo convenido don [...] cobrará el importe del negocio y será libre de volver junto a los suyos.
4.- Una vez allí don [...] podrá, si así lo desea, informarme sobre el estado de salud de su señora madre.
5.- Si yo hubiera fallecido, rogaría a don [...] que, de todas formas, remitiera esta información a mi querido nieto don [...] y a la siguiente dirección [...]
Cuando hube levantado la vista del papel, el hombre, presa de una excitación lunar, repetía, ¿Pero qué significa todo esto? ¿Puedo decírmelo usted? ¿Puede darme una explicación? ¿Qué es esto? ¿Un Plan del Universo? ¿Usted también forma parte de ese plan? y si es así ¿quién es usted? ¿quién es usted?
La noche era bochornosa. La ciudad hervía a oscuras. El hombre sudaba y yo sudaba. Estuvimos un rato viendo pasar a las personas. Hicimos algún comentario más. Me preguntó él por mi vida y yo le conté vagamente porque mi vida no importaba. Mi vida no existía.
Al día siguiente el hombre volvió de nuevo a los laboratorios Álvarez y preguntó por don Antonio. La recepcionista, compungida, le respondió que el señor Álvarez había sido ingresado la noche anterior en estado grave pero que había dejado unas instrucciones para él. Justo en el momento en que recibía esta noticia volvió a sonar su móvil (esto me lo contaba él esa misma noche en un estado de gran excitación como si por primera en su vida hubiera entendido el Plan del Universo. En esos términos habló). El hombre lo cogió y su amante le dijo que había ingresado a su madre en el hospital. Al amanecer se había sentido indispuesta y cuando la tocó notó que tenía una fiebre muy alta. El hombre colgó el teléfono y sin saber muy bien por qué (aún no lo sabía en ese momento) le preguntó a la recepcionista que cuándo había sido ingresado el señor Álvarez. Ella le dijo que justo al amanecer. Se le inquietó el corazón. Por la noche me entregó las instrucciones del señor Álvarez y me permitió que las transcribiera literalmente. Cosa que paso a hacer a continuación.
Instrucciones para don...
1.- Los cuarenta microscopios con sus correspondientes garantías serán depositados en nuestros laboratorios en el plazo de tres días tiempo durante el cual don [...] deberá permanecer en la ciudad.
2.- En caso de mi fallecimiento deberá realizar lo estipulado en la instrucción primera.
3.- Transcurrido el plazo convenido don [...] cobrará el importe del negocio y será libre de volver junto a los suyos.
4.- Una vez allí don [...] podrá, si así lo desea, informarme sobre el estado de salud de su señora madre.
5.- Si yo hubiera fallecido, rogaría a don [...] que, de todas formas, remitiera esta información a mi querido nieto don [...] y a la siguiente dirección [...]
Cuando hube levantado la vista del papel, el hombre, presa de una excitación lunar, repetía, ¿Pero qué significa todo esto? ¿Puedo decírmelo usted? ¿Puede darme una explicación? ¿Qué es esto? ¿Un Plan del Universo? ¿Usted también forma parte de ese plan? y si es así ¿quién es usted? ¿quién es usted?
¿Sería interesante comentar cómo acabamos cenando el hombre y yo? ¿Ayudaría a comprender los caminos que nos llevan a cruzarnos unos con otros? ¿Añadiría algo el que nos volviéramos a encontrar a la entrada de la pensión y que los dos fuéramos foráneos en la ciudad? ¿Quién fue el que dijo que iba a cenar solo? ¿Cuál de las dos miradas fue la que impulsó el que yo dijera que podíamos cenar juntos?
Tras refrescarnos un poco quedamos a las nueve de la noche en una terraza que había cerca de la pensión. Cuando yo llegué, él se acercaba. El inicio de la conversación fue usual, nos presentamos, nos dijimos nuestros nombres (¡qué importantes en un primer momento! ¡qué inútiles después!) y cenamos algo ligero más o menos en silencio. Luego él pidió un aguardiente de hierbas. Se había levantado un poco de brisa. Estábamos en una zona de la ciudad llena de extranjeros que buscaban en el calor una suerte de licencia para gritar, para beber, para besar. El hombre y yo, ya maduros, comentamos algo de nuestras respectivas juventudes. Él, tras el primer comentario, bebió, se encendió un cigarrillo y continuó hablando, Sabe, yo no debería estar aquí. Nada de lo que me está ocurriendo últimamente tiene la más mínima lógica. Hace tiempo quise dejar este oficio de viajante, sobre todo por mi hija a la que adoró. Me gusta pasar las horas con ella. También me cuesta, no vaya usted a creer que todo es un cuento de hadas. Cuesta tanto educar. Cuesta tanto regañar, negar las cosas, imponer un criterio. Duele, ¿sabe? Hace un mes y medio tuve que traerme a mi madre, está muy mayor y muy enferma. Me ha costado mucho dar este paso. Nunca nos quisimos. Es la típica historia de dos hermanos uno muy querido por su madre y el otro, en fin... ya me entiende usted. Mi hermano murió el año pasado. Se suicidó. No sabía vivir solo. Mi madre no le había enseñado a vivir solo. En eso tenemos que educar a nuestros hijos: que aprendan a vivir solos. Desde su muerte, mi madre no ha levantado cabeza. Al mismo tiempo que ocurría esto, mi mujer se lió con un alemán. Yo sé que si no hubiera sido él, habría sido cualquier otro. Hacía tiempo que ella y yo nos llevábamos mal. Ya no nos queríamos. Entonces me vi a solas con mi madre y con mi hija e intentando que ella no se enterara de lo que estaba pasando. No sé muy bien por qué no quería que lo supiera. Una tarde paseaba por la playa con una angustia tremenda, me pesaba el cielo, me pesaban los colores de la tarde, las risas de unos jugadores de fútbol. Me pesaba la vida y pensaba "Si no estuviera mi hija, si no estuviera mi hija..." ya me entiende usted... y allí, en el ocaso, surgió como una Venus una mujer de las aguas del mar. La pobre se había metido en un pequeño remolino y movía los brazos con cierta angustia. Yo la vi y me lancé a por ella. No crea que corría demasiado peligro, quizá había nadado demasiado y estaba agotada. Con un leve empujón salió del remolino. Llegamos a la orilla. Ella me miró agradecida y cuando consideré que ya se había repuesto del susto, me dispuse a despedirme. Ella me cogió de la mano y me dijo, No, no te vayas. El contacto de su mano fue, no sé, yo no creo en los milagros ¿sabe?, fue tan intenso, tan cálido y eso que ella tenía las manos frías de haber estado en el agua. Esa mano, sabe usted, esa mano me llevó hacia ella. No sé decirlo de otra forma. No sé... A partir de aquel día nos empezamos a ver. Quedábamos por las tardes. Yo llevaba a mi hija. Un día la invité a comer y le avisé de que mi madre estaba allí. Mi madre enferma. Mi madre amargada por la muerte de su único hijo. Le hablé de mi ex mujer. Le hablé de mi dolor. De mi desorientación. Todo en tan poco tiempo, sabe usted. Hay veces, a mí me ha ocurrido, en que el tiempo no tiene medida ¿Cómo era posible, me preguntaba, en las noches siguientes, junto al cuerpo de esa mujer tan hermosa, tan ligera, que estuviera ocurriendo aquello si yo, cuando la encontré, no tenía ganas de vivir y todo era denso como el mercurio? ¿Por qué, me preguntaba, por qué?
Tras refrescarnos un poco quedamos a las nueve de la noche en una terraza que había cerca de la pensión. Cuando yo llegué, él se acercaba. El inicio de la conversación fue usual, nos presentamos, nos dijimos nuestros nombres (¡qué importantes en un primer momento! ¡qué inútiles después!) y cenamos algo ligero más o menos en silencio. Luego él pidió un aguardiente de hierbas. Se había levantado un poco de brisa. Estábamos en una zona de la ciudad llena de extranjeros que buscaban en el calor una suerte de licencia para gritar, para beber, para besar. El hombre y yo, ya maduros, comentamos algo de nuestras respectivas juventudes. Él, tras el primer comentario, bebió, se encendió un cigarrillo y continuó hablando, Sabe, yo no debería estar aquí. Nada de lo que me está ocurriendo últimamente tiene la más mínima lógica. Hace tiempo quise dejar este oficio de viajante, sobre todo por mi hija a la que adoró. Me gusta pasar las horas con ella. También me cuesta, no vaya usted a creer que todo es un cuento de hadas. Cuesta tanto educar. Cuesta tanto regañar, negar las cosas, imponer un criterio. Duele, ¿sabe? Hace un mes y medio tuve que traerme a mi madre, está muy mayor y muy enferma. Me ha costado mucho dar este paso. Nunca nos quisimos. Es la típica historia de dos hermanos uno muy querido por su madre y el otro, en fin... ya me entiende usted. Mi hermano murió el año pasado. Se suicidó. No sabía vivir solo. Mi madre no le había enseñado a vivir solo. En eso tenemos que educar a nuestros hijos: que aprendan a vivir solos. Desde su muerte, mi madre no ha levantado cabeza. Al mismo tiempo que ocurría esto, mi mujer se lió con un alemán. Yo sé que si no hubiera sido él, habría sido cualquier otro. Hacía tiempo que ella y yo nos llevábamos mal. Ya no nos queríamos. Entonces me vi a solas con mi madre y con mi hija e intentando que ella no se enterara de lo que estaba pasando. No sé muy bien por qué no quería que lo supiera. Una tarde paseaba por la playa con una angustia tremenda, me pesaba el cielo, me pesaban los colores de la tarde, las risas de unos jugadores de fútbol. Me pesaba la vida y pensaba "Si no estuviera mi hija, si no estuviera mi hija..." ya me entiende usted... y allí, en el ocaso, surgió como una Venus una mujer de las aguas del mar. La pobre se había metido en un pequeño remolino y movía los brazos con cierta angustia. Yo la vi y me lancé a por ella. No crea que corría demasiado peligro, quizá había nadado demasiado y estaba agotada. Con un leve empujón salió del remolino. Llegamos a la orilla. Ella me miró agradecida y cuando consideré que ya se había repuesto del susto, me dispuse a despedirme. Ella me cogió de la mano y me dijo, No, no te vayas. El contacto de su mano fue, no sé, yo no creo en los milagros ¿sabe?, fue tan intenso, tan cálido y eso que ella tenía las manos frías de haber estado en el agua. Esa mano, sabe usted, esa mano me llevó hacia ella. No sé decirlo de otra forma. No sé... A partir de aquel día nos empezamos a ver. Quedábamos por las tardes. Yo llevaba a mi hija. Un día la invité a comer y le avisé de que mi madre estaba allí. Mi madre enferma. Mi madre amargada por la muerte de su único hijo. Le hablé de mi ex mujer. Le hablé de mi dolor. De mi desorientación. Todo en tan poco tiempo, sabe usted. Hay veces, a mí me ha ocurrido, en que el tiempo no tiene medida ¿Cómo era posible, me preguntaba, en las noches siguientes, junto al cuerpo de esa mujer tan hermosa, tan ligera, que estuviera ocurriendo aquello si yo, cuando la encontré, no tenía ganas de vivir y todo era denso como el mercurio? ¿Por qué, me preguntaba, por qué?
Antonio Álvarez era un señor de unos setenta años, muy delgado, con los ojillos azules; sus manos eran largas, huesudas y terminadas en unas pulcrísimas uñas; su cuerpo estaba muy encorvado (como si se hubiera pasado la vida mirando por un microscopio desde un taburete muy alto con respecto a la mesa) de tal forma que miraba hacia arriba de reojo. Su voz resultó ser de una gravedad hermosa y sus formas se acercaban más a las del místico que a las del científico. Eso me dijo el hombre en la cena primera que tuvimos. Él entró con cierta náusea en el estómago, tragó saliva antes de ofrecer la mano al señor Álvarez. Éste le pidió que se sentara y le preguntó que de dónde venía. Esta pregunta sorprendió al hombre y más le sorprendió el que se oyera respondiéndola con prontitud y con verdad, es decir, no de una manera cortés sino que le habló de su hija, del paisaje que se veía desde su casa, de su madre. No le habló de la mujer. De ella no le habló.
El señor Álvarez le preguntó entonces dónde se había alojado y el hombre le respondió de nuevo y vino a colación que le comentara algo acerca de mí. Mientras escuchaba las respuestas del hombre, el señor Álvarez le sirvió agua fresca de una jarra. El hombre bebió con ganas y dijo, ¡Qué fresca! ¡qué rica! El señor Álvarez sonrió y le dijo, Entonces, si todo es normal, si nada parece alterar su vida ¿por qué se siente tan mal, tan incapaz de realizar su trabajo? ¿qué ha ocurrido realmente?
El hombre intentó ver algo más que el reojo de los ojillos del señor Álvarez; una mueca de su boca que le avisara de que ese hombre se estaba burlando de él u ocultaba cuando menos segundas intenciones. Lo que logró atisbar fue el hermoso sonido de su voz, la invitación a la intimidad que proponía, la confianza en sí (como si el tiempo fuera una medida mezquina...) El hombre, tras el encuentro, en la primera cena, con una gran sonrisa, me contó que de repente se le saltaron las lágrimas, se relajó de una forma inaudita y le habló de la escena a la que había asistido, justo antes de visitarle, el perro con el hocico ensangrentado, sus gemidos y él incapaz de dejar sus microscopios, acercarse al dueño del animal e impedir que le siguiera pegando. Le contó la sensación que había tenido en el taxi: una mezcla de egoísmo, indiferencia y cobardía y cómo había pensado en su hija recordando la mirada del perro en su mirada.
El señor Álvarez calló un rato. Luego dijo, Es usted un buen hombre. Descanse hoy y venga mañana a la misma hora, estoy deseando comprobar la calidad de sus microscopios.
El señor Álvarez le preguntó entonces dónde se había alojado y el hombre le respondió de nuevo y vino a colación que le comentara algo acerca de mí. Mientras escuchaba las respuestas del hombre, el señor Álvarez le sirvió agua fresca de una jarra. El hombre bebió con ganas y dijo, ¡Qué fresca! ¡qué rica! El señor Álvarez sonrió y le dijo, Entonces, si todo es normal, si nada parece alterar su vida ¿por qué se siente tan mal, tan incapaz de realizar su trabajo? ¿qué ha ocurrido realmente?
El hombre intentó ver algo más que el reojo de los ojillos del señor Álvarez; una mueca de su boca que le avisara de que ese hombre se estaba burlando de él u ocultaba cuando menos segundas intenciones. Lo que logró atisbar fue el hermoso sonido de su voz, la invitación a la intimidad que proponía, la confianza en sí (como si el tiempo fuera una medida mezquina...) El hombre, tras el encuentro, en la primera cena, con una gran sonrisa, me contó que de repente se le saltaron las lágrimas, se relajó de una forma inaudita y le habló de la escena a la que había asistido, justo antes de visitarle, el perro con el hocico ensangrentado, sus gemidos y él incapaz de dejar sus microscopios, acercarse al dueño del animal e impedir que le siguiera pegando. Le contó la sensación que había tenido en el taxi: una mezcla de egoísmo, indiferencia y cobardía y cómo había pensado en su hija recordando la mirada del perro en su mirada.
El señor Álvarez calló un rato. Luego dijo, Es usted un buen hombre. Descanse hoy y venga mañana a la misma hora, estoy deseando comprobar la calidad de sus microscopios.
Descendió en la estación de Atocha y se fue a una pensión por el centro de Madrid antes de tener la primera entrevista con el presidente de laboratorios Álvarez. En esa pensión fue donde yo lo conocí. Nos vimos justo en la puerta. Él me cedió el paso. Yo le sonreí y tuve la impresión de que conocía a ese hombre de toda la vida. Luego él me diría que había tenido la misma sensación y le añadió un detalle que me pareció muy hermoso, que me conocía como a un ser muy querido.
Hacía calor en la ciudad, ese calor apestoso de Madrid, calor de ciudad encerrada en sí misma, calor de la Castilla rencorosa y ardiente. El hombre se duchó, se refrescó y salió a la calle. Allí asistió a la siguiente escena: un hombre apaleaba a un perro. El perro sangraba por el hocico. El hombre, cargado con tres tipos distintos de microscopios, no se atrevió a intervenir, miró para otro lado y sintió una congoja intensa. El gesto del perro apaleado y sus gemidos no dejaban de asaltarle su pensamiento. Cuando entró en el vestíbulo de los laboratorios supo que no era un buen momento para iniciar una venta.
Hacía calor en la ciudad, ese calor apestoso de Madrid, calor de ciudad encerrada en sí misma, calor de la Castilla rencorosa y ardiente. El hombre se duchó, se refrescó y salió a la calle. Allí asistió a la siguiente escena: un hombre apaleaba a un perro. El perro sangraba por el hocico. El hombre, cargado con tres tipos distintos de microscopios, no se atrevió a intervenir, miró para otro lado y sintió una congoja intensa. El gesto del perro apaleado y sus gemidos no dejaban de asaltarle su pensamiento. Cuando entró en el vestíbulo de los laboratorios supo que no era un buen momento para iniciar una venta.
El hombre llegó del viaje. Se había tenido que ir por una cuestión de trabajo. Era viajante y los tiempos no eran los mejores para dejar de aceptar la posibilidad de un negocio. El hombre tiene, por supuesto, un nombre. Me pidió que no lo escribiera y también que, si era posible, no pusiera ningún otro.
El hombre vivía junto al mar con su niña y una mujer que había llegado a su vida de una forma inesperada, tras una ruptura inesperada con otra mujer y en unas condiciones extrañas, con su madre en la casa, una mujer anciana y amargada a la que él nunca quiso. No, nunca la quiso, repetía mientras miraba el café con leche que tenía ante sí. Le llamaron la mañana del martes, hace cinco días, y le dijeron, Vete a Madrid y contacta con los laboratorios Álvarez, están interesados en adquirir cuarenta microscopios. El hombre no dudó. Luego se acercó a su nueva amante y le pidió -como si se conocieran de toda la vida, como si no fueran tan sólo veinte días los que llevaban juntos, como si el tiempo realmente no fuera más que una medida mezquina sobre los asuntos humanos- que se quedara con su hija y con su madre. Él volvería cuanto antes. Ella aceptó. El hombre se despidió de su hija con gracias y zalamerías. El hombre me dijo que tenía su sentido del humor y me contó un par de anécdotas que me hicieron reír. De su madre se despidió con un beso en la frente y un volveré en un par de días. Su madre, sorda, no le oyó y le contestó, No quiero nada. No puedo comer.
El hombre viajó en tren.
El hombre vivía junto al mar con su niña y una mujer que había llegado a su vida de una forma inesperada, tras una ruptura inesperada con otra mujer y en unas condiciones extrañas, con su madre en la casa, una mujer anciana y amargada a la que él nunca quiso. No, nunca la quiso, repetía mientras miraba el café con leche que tenía ante sí. Le llamaron la mañana del martes, hace cinco días, y le dijeron, Vete a Madrid y contacta con los laboratorios Álvarez, están interesados en adquirir cuarenta microscopios. El hombre no dudó. Luego se acercó a su nueva amante y le pidió -como si se conocieran de toda la vida, como si no fueran tan sólo veinte días los que llevaban juntos, como si el tiempo realmente no fuera más que una medida mezquina sobre los asuntos humanos- que se quedara con su hija y con su madre. Él volvería cuanto antes. Ella aceptó. El hombre se despidió de su hija con gracias y zalamerías. El hombre me dijo que tenía su sentido del humor y me contó un par de anécdotas que me hicieron reír. De su madre se despidió con un beso en la frente y un volveré en un par de días. Su madre, sorda, no le oyó y le contestó, No quiero nada. No puedo comer.
El hombre viajó en tren.
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Cuento
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 08/07/2010 a las 10:33 | {0}