Inventario

Revista literaria y artística escrita y dirigida por Fernando Loygorri

Relato basado en Los Evangelios Apócrifos, edición de Aurelio de Santos Otero y editado por Biblioteca de Autores Cristianos y en la novela Rey Jesús, escrita por Robert Graves y editada por Plaza&Janés.


Poco se suele saber (o poco se solía saber) de los abuelos de Cristo -El Ungido- y de su madre María -Myriam-. En el Protoevangelio de Santiago, en El Evangelio del Pseudo Mateo y en el Libro sobre la natividad de María se habla más de Ana y Joaquín. Estos tres son parte de los Evangelios Apócrifos ortodoxos. También escribe sobre ello Robert Graves en su Rey Jesús.
Ana y Joaquín eran descendientes de la tribu de David. Descendientes de Reyes, por lo tanto. Como tantas mujeres a lo largo del Antiguo Testamento, Ana -de avanzada edad- es estéril y su esposo Joaquín -devoto y respetado en el Templo- sufre por ello.
La patriarcalidad de esta religión se ve siempre en que la importancia del sufrimiento sobre la esterilidad de la mujer, reside más en el hombre que en la propia mujer estéril. Y esta aseveración se confirma cuando en los cuatro textos a los que he hecho mención, se antepone el sufrimiento de Joaquín -y la humillación, como ya veremos- a la de la propia Ana.
Su historia comienza cuando en una Fiesta importante en el Templo -no se sabe a ciencia cierta de qué Fiesta se trata- Joaquín va a ofrecer el primero sus dones al Señor y Rubén se planta ante él y le recrimina, No te es lícito ofrecer el primero tus ofrendas, por cuanto no has suscitado un vástago en Israel. (Acerca de este Rubén, unos dicen que era un Sumo Sacerdote pero en el códice Fa del Protoevangelio, se matiza que este Rubén era uno cualquiera de la misma tribu. No es del todo inverosímil esta explicación dada la gran estima que sentía todo israelita por la fecundidad y el desprecio que sentían para quienes, por no tenerla, eran considerados como dejados de la mano de Dios).
Joaquín, ante semejante desprecio hecho en las gradas del Templo, salió de allí y se dirigió a los archivos para consultar si algún Justo, en alguna ocasión, había quedado sin descendencia entre las tribus de Israel. Y cuál no sería su desesperación cuando vio que no, que nunca un justo había quedado sin descendencia.
Tanta vergüenza sintió que al salir del Templo, en vez de comparecer ante su esposa, marchó al desierto acompañado de un criado (aunque en algunas versiones marcha solo) y plantó allí su tienda y ayunó cuarenta días y cuarenta y noches, diciéndose a sí mismo, No bajaré de aquí, ni siquiera para comer y beber, hasta tanto que no me visite el Señor, mi Dios; que mi oración me sirva de comida y de bebida.

Cuento

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 12/11/2010 a las 11:51 | Comentarios {0}


Frau Ekbert miró a miss Okbart y sonrió con puritita solemnidad. Miss Okbart, por su parte, extendió el dedo corazón y le hizo lo que, en idiolecto castizo, se suele llamar peineta. Ambas guardaron luego la compostura y se miraron directamente al tercer ojo como habían aprendido en las mismas sesiones con la misma maestra y en las mismas fechas.
Frau Ekbert era una mujer morena con los ojos violeta y una gran fuerza en las manos (y en los pectorales comentaba su hermana Sigfrida, la campeona del barrio de lanzamiento de jabalina); su cuerpo de mujer madura se había mantenido elástico gracias a las sufridas clases de gimnasio y al constante control de las ingestas; vestía con desapego y le gustaba llevar a menudo la bandera alemana tintada en el pelo.
Miss Okbart era delgada como un cuclillo, afilada como las venillas del cuello de algunas monjas, callada como el instante anterior al alba y algo ordinaria en sus modales, cuestión que siempre había sido su martirio particular y que nunca pudo corregir del todo, de ahí (según comentaba su hermana Adelaide) su silencio y su pose hierática en cualquier reunión, ya fuera en la iglesia episcopaliana o en los almuerzos familiares.
La profunda enemistad entre estas dos mujeres se fue forjando en base a su profunda amistad primera. Así son las cosas y cuando no está de Dios que una amistad salga bien no ha de salir y no saldrá y eso que entre ellas todo parecía fundirse en una especie de sopa fría muy del gusto del verano. Se conocieron en un viaje organizado a las islas Canarias. Miss Hutton, una auténtica cotilla, comentó al finalizar el viaje, Esas dos van a hacerse la tijera en cuanto lleguen a una maldita cama ¡Menudo descaro! ¡Osadas! ¿No las habéis visto cogidas por la cintura en el atardecer de la playa de las Canteras sin más ropa que una tanguita y sonriéndose como si allí mismo, allí mismito, se fueran a comer las bocas con la lubricidad propia de dos adolescentes? ¡Qué vergüenza! ¡Qué oprobio para este viaje organizado por la Conferencia Episcopal! Santa Virgen, madre de Dios, fulmínalas con tu rencor y haz que su amor contranatura se haga picadillo.
La última tarde del viaje organizado mientras comían una patatas con mojo picón y se bebían unas cervezas (por la amistad que nacía frau Ekbert había decidido hacer un paréntesis en su dieta alimenticia y, como los besos primeros que se dan cuando el amor se ha aceptado, su voracidad con grasas, féculas y gases era insaciable) ambas mujeres se miraron y se dijeron las más bellas palabras, del tipo, A veces la vida te regala estos encuentros o Es que desde que te vi sentí que te conocía de toda la vida o ¡Qué gusto Fraur Ekbert haberme decidido a hacer este viaje! o Miss Okbart no hagas caso a las habladurías, tu ordinariez es tan deliciosa, tan sutil, me recuerda al intento de despegue del vencejo cuando ha caído a tierra o ¿Una racioncita de carne guisada?
Los meses siguientes fueron una catarata de sentimientos y gustos comunes, apenas podían pasar un día sin verse. Frau Ekbert le contagió el gusto por la asistencia a conferencias extrañas, miss Okbart por su parte la introdujo en el fascinante mundo del mesmerismo.
¡Ay, ver el mundo desde un mismo punto de vista! ¡Sentir la cercanía de un cuerpo que en todo apetece! ¡No encontrar defecto alguno en el pensamiento de la otra! ¡Estar de acuerdo en todo! Y para que quede claro, éste no era un amor lésbico como había apuntado miss Hutton, con la malicia propia de los católicos fundamentalistas que aún no han salido del concepto medieval del cuerpo como lugar de maldades y ofensas a Dios. Es decir que si frau y miss se hubieran hecho amantes siempre habríamos contado antes su historia de amistad que su historia sexual. Ambas, eso sí, eran solteras y sin hijos. Frau Ekbert tuvo un novio, pescador de bajura, al que abandonó por el olor de sus manos, miss Okbart no había conocido varón, ni ganas que tenía. Tan sólo a su amiga le comentó el motivo y era que no podía resistir la sensación de que nadie le metiera un trozo de carne por el coño -o peor aún, comentaba entre risas vergonzosas, por el culo-. Esas bestias, decía, siempre alardeando de eso, ¡quita, quita!
Y justamente entonces, confesadas sus castidades y sus motivos, apareció en sus vidas el starets Ignátiev. Era este hombre un santón ruso que se había decidido a hacer proselitismo de sus visiones en peregrinación constante por el Viejo Continente y así, de predicación en predicación (pasando más hambre que el perro de un ciego al principio y haciéndose un huequito en el mundo de los hombres más tarde de tal forma que antes que él llegara al lugar de su predica ya se anunciaba su llegada y algunas almas caritativas o necesitadas del perdón del Dios ortodoxo ruso, le acogían y le daban de comer el frugal alimento que para sí quería) llegó hasta la ciudad donde habitaban las dos amigas. Y tal fue el caso. Frau Ekbert leyó en las conferencias semanales que se iban a impartir en la ciudad la del starets Ignátiev que iba a versar sobre, La plegaria en Antioquía por la salvación de los hombres y quedó con su amiga, a las siete, en un centro de estudios de la divinidad que había por el barrio de Tetuán.

Cuento

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 29/08/2010 a las 21:29 | Comentarios {0}


La noche no había refrescado el calor ardoroso de este poblachón manchego, feo y seco, anónimo como sus gentes, de olor a orín y, casi con toda seguridad, ceremonias de interior. Al hombre le sonó el móvil y me dijo antes de cogerlo, Será mi pequeña (en realidad pronunció su nombre. También me pidió que no lo escribiera). Una sonrisa se dibujó en su rostro y de inmediato se transformó en un gesto de preocupación. Luego le dijo a su interlocutora, No la hagas ni caso. De verdad, no lo puedo entender. En vez de disfrutar de su nieta, del bosque, de tu compañía se pasa el día quejándose y poniendo problemas, ¡que no, que no, que no! pues que se aguante y se quede sin cenar. En serio, de verdad. La conozco ¿Está por ahí la peque? Y el hombre habló un rato con su hija y rió de buena gana.
La noche era bochornosa. La ciudad hervía a oscuras. El hombre sudaba y yo sudaba. Estuvimos un rato viendo pasar a las personas. Hicimos algún comentario más. Me preguntó él por mi vida y yo le conté vagamente porque mi vida no importaba. Mi vida no existía.
Al día siguiente el hombre volvió de nuevo a los laboratorios Álvarez y preguntó por don Antonio. La recepcionista, compungida, le respondió que el señor Álvarez había sido ingresado la noche anterior en estado grave pero que había dejado unas instrucciones para él. Justo en el momento en que recibía esta noticia volvió a sonar su móvil (esto me lo contaba él esa misma noche en un estado de gran excitación como si por primera en su vida hubiera entendido el Plan del Universo. En esos términos habló). El hombre lo cogió y su amante le dijo que había ingresado a su madre en el hospital. Al amanecer se había sentido indispuesta y cuando la tocó notó que tenía una fiebre muy alta. El hombre colgó el teléfono y sin saber muy bien por qué (aún no lo sabía en ese momento) le preguntó a la recepcionista que cuándo había sido ingresado el señor Álvarez. Ella le dijo que justo al amanecer. Se le inquietó el corazón. Por la noche me entregó las instrucciones del señor Álvarez y me permitió que las transcribiera literalmente. Cosa que paso a hacer a continuación.

Instrucciones para don...
1.- Los cuarenta microscopios con sus correspondientes garantías serán depositados en nuestros laboratorios en el plazo de tres días tiempo durante el cual don [...] deberá permanecer en la ciudad.
2.- En caso de mi fallecimiento deberá realizar lo estipulado en la instrucción primera.
3.- Transcurrido el plazo convenido don [...] cobrará el importe del negocio y será libre de volver junto a los suyos.
4.- Una vez allí don [...] podrá, si así lo desea, informarme sobre el estado de salud de su señora madre.
5.- Si yo hubiera fallecido, rogaría a don [...] que, de todas formas, remitiera esta información a mi querido nieto don [...] y a la siguiente dirección [...]

Cuando hube levantado la vista del papel, el hombre, presa de una excitación lunar, repetía, ¿Pero qué significa todo esto? ¿Puedo decírmelo usted? ¿Puede darme una explicación? ¿Qué es esto? ¿Un Plan del Universo? ¿Usted también forma parte de ese plan? y si es así ¿quién es usted? ¿quién es usted?

Cuento

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 08/07/2010 a las 10:33 | Comentarios {0}


¿Sería interesante comentar cómo acabamos cenando el hombre y yo? ¿Ayudaría a comprender los caminos que nos llevan a cruzarnos unos con otros? ¿Añadiría algo el que nos volviéramos a encontrar a la entrada de la pensión y que los dos fuéramos foráneos en la ciudad? ¿Quién fue el que dijo que iba a cenar solo? ¿Cuál de las dos miradas fue la que impulsó el que yo dijera que podíamos cenar juntos?
Tras refrescarnos un poco quedamos a las nueve de la noche en una terraza que había cerca de la pensión. Cuando yo llegué, él se acercaba. El inicio de la conversación fue usual, nos presentamos, nos dijimos nuestros nombres (¡qué importantes en un primer momento! ¡qué inútiles después!) y cenamos algo ligero más o menos en silencio. Luego él pidió un aguardiente de hierbas. Se había levantado un poco de brisa. Estábamos en una zona de la ciudad llena de extranjeros que buscaban en el calor una suerte de licencia para gritar, para beber, para besar. El hombre y yo, ya maduros, comentamos algo de nuestras respectivas juventudes. Él, tras el primer comentario, bebió, se encendió un cigarrillo y continuó hablando, Sabe, yo no debería estar aquí. Nada de lo que me está ocurriendo últimamente tiene la más mínima lógica. Hace tiempo quise dejar este oficio de viajante, sobre todo por mi hija a la que adoró. Me gusta pasar las horas con ella. También me cuesta, no vaya usted a creer que todo es un cuento de hadas. Cuesta tanto educar. Cuesta tanto regañar, negar las cosas, imponer un criterio. Duele, ¿sabe? Hace un mes y medio tuve que traerme a mi madre, está muy mayor y muy enferma. Me ha costado mucho dar este paso. Nunca nos quisimos. Es la típica historia de dos hermanos uno muy querido por su madre y el otro, en fin... ya me entiende usted. Mi hermano murió el año pasado. Se suicidó. No sabía vivir solo. Mi madre no le había enseñado a vivir solo. En eso tenemos que educar a nuestros hijos: que aprendan a vivir solos. Desde su muerte, mi madre no ha levantado cabeza. Al mismo tiempo que ocurría esto, mi mujer se lió con un alemán. Yo sé que si no hubiera sido él, habría sido cualquier otro. Hacía tiempo que ella y yo nos llevábamos mal. Ya no nos queríamos. Entonces me vi a solas con mi madre y con mi hija e intentando que ella no se enterara de lo que estaba pasando. No sé muy bien por qué no quería que lo supiera. Una tarde paseaba por la playa con una angustia tremenda, me pesaba el cielo, me pesaban los colores de la tarde, las risas de unos jugadores de fútbol. Me pesaba la vida y pensaba "Si no estuviera mi hija, si no estuviera mi hija..." ya me entiende usted... y allí, en el ocaso, surgió como una Venus una mujer de las aguas del mar. La pobre se había metido en un pequeño remolino y movía los brazos con cierta angustia. Yo la vi y me lancé a por ella. No crea que corría demasiado peligro, quizá había nadado demasiado y estaba agotada. Con un leve empujón salió del remolino. Llegamos a la orilla. Ella me miró agradecida y cuando consideré que ya se había repuesto del susto, me dispuse a despedirme. Ella me cogió de la mano y me dijo, No, no te vayas. El contacto de su mano fue, no sé, yo no creo en los milagros ¿sabe?, fue tan intenso, tan cálido y eso que ella tenía las manos frías de haber estado en el agua. Esa mano, sabe usted, esa mano me llevó hacia ella. No sé decirlo de otra forma. No sé... A partir de aquel día nos empezamos a ver. Quedábamos por las tardes. Yo llevaba a mi hija. Un día la invité a comer y le avisé de que mi madre estaba allí. Mi madre enferma. Mi madre amargada por la muerte de su único hijo. Le hablé de mi ex mujer. Le hablé de mi dolor. De mi desorientación. Todo en tan poco tiempo, sabe usted. Hay veces, a mí me ha ocurrido, en que el tiempo no tiene medida ¿Cómo era posible, me preguntaba, en las noches siguientes, junto al cuerpo de esa mujer tan hermosa, tan ligera, que estuviera ocurriendo aquello si yo, cuando la encontré, no tenía ganas de vivir y todo era denso como el mercurio? ¿Por qué, me preguntaba, por qué?

Cuento

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 06/07/2010 a las 11:25 | Comentarios {0}


Antonio Álvarez era un señor de unos setenta años, muy delgado, con los ojillos azules; sus manos eran largas, huesudas y terminadas en unas pulcrísimas uñas; su cuerpo estaba muy encorvado (como si se hubiera pasado la vida mirando por un microscopio desde un taburete muy alto con respecto a la mesa) de tal forma que miraba hacia arriba de reojo. Su voz resultó ser de una gravedad hermosa y sus formas se acercaban más a las del místico que a las del científico. Eso me dijo el hombre en la cena primera que tuvimos. Él entró con cierta náusea en el estómago, tragó saliva antes de ofrecer la mano al señor Álvarez. Éste le pidió que se sentara y le preguntó que de dónde venía. Esta pregunta sorprendió al hombre y más le sorprendió el que se oyera respondiéndola con prontitud y con verdad, es decir, no de una manera cortés sino que le habló de su hija, del paisaje que se veía desde su casa, de su madre. No le habló de la mujer. De ella no le habló.
El señor Álvarez le preguntó entonces dónde se había alojado y el hombre le respondió de nuevo y vino a colación que le comentara algo acerca de mí. Mientras escuchaba las respuestas del hombre, el señor Álvarez le sirvió agua fresca de una jarra. El hombre bebió con ganas y dijo, ¡Qué fresca! ¡qué rica! El señor Álvarez sonrió y le dijo, Entonces, si todo es normal, si nada parece alterar su vida ¿por qué se siente tan mal, tan incapaz de realizar su trabajo? ¿qué ha ocurrido realmente?
El hombre intentó ver algo más que el reojo de los ojillos del señor Álvarez; una mueca de su boca que le avisara de que ese hombre se estaba burlando de él u ocultaba cuando menos segundas intenciones. Lo que logró atisbar fue el hermoso sonido de su voz, la invitación a la intimidad que proponía, la confianza en sí (como si el tiempo fuera una medida mezquina...) El hombre, tras el encuentro, en la primera cena, con una gran sonrisa, me contó que de repente se le saltaron las lágrimas, se relajó de una forma inaudita y le habló de la escena a la que había asistido, justo antes de visitarle, el perro con el hocico ensangrentado, sus gemidos y él incapaz de dejar sus microscopios, acercarse al dueño del animal e impedir que le siguiera pegando. Le contó la sensación que había tenido en el taxi: una mezcla de egoísmo, indiferencia y cobardía y cómo había pensado en su hija recordando la mirada del perro en su mirada.
El señor Álvarez calló un rato. Luego dijo, Es usted un buen hombre. Descanse hoy y venga mañana a la misma hora, estoy deseando comprobar la calidad de sus microscopios.

Cuento

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 05/07/2010 a las 18:54 | Comentarios {0}


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