Primera hora
Todavía no lo sé.
Segunda hora
Ha sido un movimiento, una alteración. El mal. El mal.
Tercera hora
Se produce una congestión en el centro de la frente. Aún no la razono. Nada hay razonable. Pienso en el trabajo, en la carne picada: restos de restos mezclados. Pienso en la química de la mostaza. En la ausencia de frutos. En la hambruna. En el ser humano. Aprieto los dientes sin ser consciente. Pero ya respiro, de improviso, una gran bocanada de aire.
La locura, lo sé, necesita oxígeno.
Cuarta hora
No tengo hambre. No quiero hacer nada. El sonido de una puerta me inquieta. Intento no pensar. No saber. No recordar. Pero pienso. Sé. Recuerdo.
Quinta hora
Pavor. Lo resuelvo mal. Lo dejo a medias. La frente parece hincharse. Es como si me hubieran clavado una chincheta y no encontrara su cabeza.
Sexta hora
El mal no me abandonará jamás. ¡Me cago en Dios!
Séptima hora
Me ciega la luz. Ruego al destino que nadie se me cruce en el camino. No controlo en absoluto mi estado de ánimo. La ira. La ira. La ansiedad. La ira de nuevo. Como cada parada del autobús. La risa de alguien. Miro hacia abajo. Mi mirada debe desprender odio. ¿Por qué odio? ¿Qué está pasando? Por primera vez soy consciente y eso me calma algo. Larga e intensa bocanada de aire. Oxígeno para lo que está por venir.
Desde la octava hasta la decimosexta hora
¿Cómo estoy aquí?
¿Por qué comen animales podridos?
¿Qué le pasa a la cebolla?
¿Volveré a estar tranquilo?
¿Tendré que volverme a ir? ¿Subir a la montaña? ¿Morir allí?
¿Por qué viene hoy a la mujer a la que le recuerdo a Andreas Kartak?
¿Por qué le ruego que no me dirija la palabra?
¿Por qué me ha mirado con compasión?
¡Maldita, maldita compasión!
¿Por qué hoy?
¿Cuándo acabará este macabro trabajo? ¿Dar de comer a las Bestias?
¿Cómo coño se puede decir que una hamburguesa puede ser feliz?
¡Aire, aire, aire!
Aprieto los dientes para no abrirle la cabeza al coreano.
Aprieto los dientes tanto que me mello una muela. Me trago las esquirlas de la muela.
Nunca llega la hora de salir.
¿Han parado los relojes?
¿Por qué ha tenido que venir hoy el supervisor y exigirme que sonría más?
¿Me ha recordado que aún estoy a prueba?
¿Han probado a sonreir lleno de ira?
¡Por fin! ¡Por fin!
Decimoséptima hora
Al golpearme la cara. Fuerte. Muy fuerte. Al arrancarme los cabellos. Al golpearme el estómago. No he logrado sacármelo. El demomio sigue ahí dentro. ¿Se irá? ¿Se irá? Dios mío, Alma bendita, Corazón paciente, Sanador de todo, Última esperanza, sácalo de mí, sácalo de mí, te lo ruego por tu infinita Bondad.
Decimoctava hora
He roto dos puertas y la vajilla. He gritado tanto que no tengo voz. Estoy mejor.
Vigésima hora
La policía. Les he reconocido que he tenido un ataque de pánico. Les pido perdón a los vecinos del rellano de mi escalera. Un mal día, es mi único argumento. Los policías dejan que me quede tras ofrecerme el traslado a un hospital. No, gracias. No. Cierro la puerta.
Desde la vigesimoprimera hora hasta la primera hora del día siguiente
El mal entra cuando quiere y me atenaza. No tengo armas contra él. Volverá, una vez y otra. Volverá. Volverá. Volverá...
Todavía no lo sé.
Segunda hora
Ha sido un movimiento, una alteración. El mal. El mal.
Tercera hora
Se produce una congestión en el centro de la frente. Aún no la razono. Nada hay razonable. Pienso en el trabajo, en la carne picada: restos de restos mezclados. Pienso en la química de la mostaza. En la ausencia de frutos. En la hambruna. En el ser humano. Aprieto los dientes sin ser consciente. Pero ya respiro, de improviso, una gran bocanada de aire.
La locura, lo sé, necesita oxígeno.
Cuarta hora
No tengo hambre. No quiero hacer nada. El sonido de una puerta me inquieta. Intento no pensar. No saber. No recordar. Pero pienso. Sé. Recuerdo.
Quinta hora
Pavor. Lo resuelvo mal. Lo dejo a medias. La frente parece hincharse. Es como si me hubieran clavado una chincheta y no encontrara su cabeza.
Sexta hora
El mal no me abandonará jamás. ¡Me cago en Dios!
Séptima hora
Me ciega la luz. Ruego al destino que nadie se me cruce en el camino. No controlo en absoluto mi estado de ánimo. La ira. La ira. La ansiedad. La ira de nuevo. Como cada parada del autobús. La risa de alguien. Miro hacia abajo. Mi mirada debe desprender odio. ¿Por qué odio? ¿Qué está pasando? Por primera vez soy consciente y eso me calma algo. Larga e intensa bocanada de aire. Oxígeno para lo que está por venir.
Desde la octava hasta la decimosexta hora
¿Cómo estoy aquí?
¿Por qué comen animales podridos?
¿Qué le pasa a la cebolla?
¿Volveré a estar tranquilo?
¿Tendré que volverme a ir? ¿Subir a la montaña? ¿Morir allí?
¿Por qué viene hoy a la mujer a la que le recuerdo a Andreas Kartak?
¿Por qué le ruego que no me dirija la palabra?
¿Por qué me ha mirado con compasión?
¡Maldita, maldita compasión!
¿Por qué hoy?
¿Cuándo acabará este macabro trabajo? ¿Dar de comer a las Bestias?
¿Cómo coño se puede decir que una hamburguesa puede ser feliz?
¡Aire, aire, aire!
Aprieto los dientes para no abrirle la cabeza al coreano.
Aprieto los dientes tanto que me mello una muela. Me trago las esquirlas de la muela.
Nunca llega la hora de salir.
¿Han parado los relojes?
¿Por qué ha tenido que venir hoy el supervisor y exigirme que sonría más?
¿Me ha recordado que aún estoy a prueba?
¿Han probado a sonreir lleno de ira?
¡Por fin! ¡Por fin!
Decimoséptima hora
Al golpearme la cara. Fuerte. Muy fuerte. Al arrancarme los cabellos. Al golpearme el estómago. No he logrado sacármelo. El demomio sigue ahí dentro. ¿Se irá? ¿Se irá? Dios mío, Alma bendita, Corazón paciente, Sanador de todo, Última esperanza, sácalo de mí, sácalo de mí, te lo ruego por tu infinita Bondad.
Decimoctava hora
He roto dos puertas y la vajilla. He gritado tanto que no tengo voz. Estoy mejor.
Vigésima hora
La policía. Les he reconocido que he tenido un ataque de pánico. Les pido perdón a los vecinos del rellano de mi escalera. Un mal día, es mi único argumento. Los policías dejan que me quede tras ofrecerme el traslado a un hospital. No, gracias. No. Cierro la puerta.
Desde la vigesimoprimera hora hasta la primera hora del día siguiente
El mal entra cuando quiere y me atenaza. No tengo armas contra él. Volverá, una vez y otra. Volverá. Volverá. Volverá...
Desde la octava hasta la decimosexta hora
El uniforme de La Hamburguesa Feliz se compone de unos zuecos blancos, pantalón blanco de marinero, camisa blanca de manga corta, delantal de hule con fondo azul y dibujo de una hamburguesa en marrón y rojo y gorra azul. Al principio sentía pudor al ponérmelo; me entraban ganas de mascar chicle y hablar en tejano. Nunca me gustó, además, dejar mis brazos desnudos. Me recordaba a la vergüenza que sentía el bueno de Andreas Kartak cuando buscaba, por las callejuelas de un Paris de los años 30, a Santa Teresita de Lisieux para devolverle una deuda -200 francos- que había contraído no sabía cuándo. La vergüenza. Alguien dijo: Nunca te avergüences de un trabajo honrado. Yo siento vergüenza de mis brazos desnudos.
En la undécima hora ha pasado algo que a mí me ha sorprendido. Soy un hombre de cincuenta y seis años aunque es cierto que mi sufrimiento, lo amargo de mi existencia, mi alejamiento del contacto humano, me hacen parecer más joven, mucho más joven (lo que realmente envejece es la tranquilidad). A esa hora, digo, ha entrado en La Hamburguesa Feliz una madre con dos hijas. Las niñas tendrían doce años y parecían mellizas. Venían excitadas de ver una película, Amanecer, si no me equivoco y a la madre le ha sido difícil hacer que se concentraran un instante para que le dijeran qué querían merendar. Una vez conseguido las niñas se han ido a una mesa y frente a mí se ha quedado ella. Es una mujer de unos cuarenta y cinco años con el pelo negro azabache y unos inmensos ojos verdes, un verde oscuro de helecho; sus manos son finas; su cuerpo es menudo; su voz es dulce. En ese momento había pocos clientes. He pedido su merienda y ha habido un instante en que, hasta que llegaban los menús preparados por el coreano, no he tenido nada que hacer. No me he atrevido a quedarme frente a ella, ni he querido pasar una balleta o hacer cualquier otra cosa porque lo que realmente deseaba era sentir la presencia de esa mujer y sentir al mismo tiempo que ella también deseaba la mía. Entonces he escuchado que ella me decía:
- Perdone que le diga pero es usted el vivo retrato de un personaje de ficción.
- ¿Yo?
- Sí, usted, llevo buscándole un cuerpo desde hace un mes y... y es usted.
- ¿Y qué personaje es?
- Bueno, no lo conocerá usted. Se llama Andreas Kartak.
- Y ¿por qué le busca un cuerpo? Si le puedo preguntar.
- Sí, es que estoy haciendo una adaptación al teatro, el personaje es de una novela y... bueno me ha sorprendido tanto.
- ¡Do menú infailes! ¡Hambuguesa felí y patata flita!, ha gritado el coreano.
Las he recogido. Las he puesto en la bandeja donde esperaban las bebidas. He cobrado a la madre. Y al darle la vuelta no he podido aunque he querido, evitar decirle:
- Ya sabe, ese es el tipo de milagros que hace Teresita de Lisieux.
La mujer ha sonreído una sonrisa franca y hermosa como un plenilunio, de tan blancos sus dientes y tan perfectos y al marcharse ha dejado en el aire su último comentario:
- Al final me van a acabar gustando las hamburguesas.
El orden en que he contado esta anécdota ha sido exactamente así. No lo he preparado para que resultara impactante. Siempre fui un mal escritor. Primero pensé en Andreas y luego vino la mujer que le buscaba un cuerpo. No he querido creer que la casualidad es el orden natural de las cosas. Reniego de la esperanza.
El uniforme de La Hamburguesa Feliz se compone de unos zuecos blancos, pantalón blanco de marinero, camisa blanca de manga corta, delantal de hule con fondo azul y dibujo de una hamburguesa en marrón y rojo y gorra azul. Al principio sentía pudor al ponérmelo; me entraban ganas de mascar chicle y hablar en tejano. Nunca me gustó, además, dejar mis brazos desnudos. Me recordaba a la vergüenza que sentía el bueno de Andreas Kartak cuando buscaba, por las callejuelas de un Paris de los años 30, a Santa Teresita de Lisieux para devolverle una deuda -200 francos- que había contraído no sabía cuándo. La vergüenza. Alguien dijo: Nunca te avergüences de un trabajo honrado. Yo siento vergüenza de mis brazos desnudos.
En la undécima hora ha pasado algo que a mí me ha sorprendido. Soy un hombre de cincuenta y seis años aunque es cierto que mi sufrimiento, lo amargo de mi existencia, mi alejamiento del contacto humano, me hacen parecer más joven, mucho más joven (lo que realmente envejece es la tranquilidad). A esa hora, digo, ha entrado en La Hamburguesa Feliz una madre con dos hijas. Las niñas tendrían doce años y parecían mellizas. Venían excitadas de ver una película, Amanecer, si no me equivoco y a la madre le ha sido difícil hacer que se concentraran un instante para que le dijeran qué querían merendar. Una vez conseguido las niñas se han ido a una mesa y frente a mí se ha quedado ella. Es una mujer de unos cuarenta y cinco años con el pelo negro azabache y unos inmensos ojos verdes, un verde oscuro de helecho; sus manos son finas; su cuerpo es menudo; su voz es dulce. En ese momento había pocos clientes. He pedido su merienda y ha habido un instante en que, hasta que llegaban los menús preparados por el coreano, no he tenido nada que hacer. No me he atrevido a quedarme frente a ella, ni he querido pasar una balleta o hacer cualquier otra cosa porque lo que realmente deseaba era sentir la presencia de esa mujer y sentir al mismo tiempo que ella también deseaba la mía. Entonces he escuchado que ella me decía:
- Perdone que le diga pero es usted el vivo retrato de un personaje de ficción.
- ¿Yo?
- Sí, usted, llevo buscándole un cuerpo desde hace un mes y... y es usted.
- ¿Y qué personaje es?
- Bueno, no lo conocerá usted. Se llama Andreas Kartak.
- Y ¿por qué le busca un cuerpo? Si le puedo preguntar.
- Sí, es que estoy haciendo una adaptación al teatro, el personaje es de una novela y... bueno me ha sorprendido tanto.
- ¡Do menú infailes! ¡Hambuguesa felí y patata flita!, ha gritado el coreano.
Las he recogido. Las he puesto en la bandeja donde esperaban las bebidas. He cobrado a la madre. Y al darle la vuelta no he podido aunque he querido, evitar decirle:
- Ya sabe, ese es el tipo de milagros que hace Teresita de Lisieux.
La mujer ha sonreído una sonrisa franca y hermosa como un plenilunio, de tan blancos sus dientes y tan perfectos y al marcharse ha dejado en el aire su último comentario:
- Al final me van a acabar gustando las hamburguesas.
El orden en que he contado esta anécdota ha sido exactamente así. No lo he preparado para que resultara impactante. Siempre fui un mal escritor. Primero pensé en Andreas y luego vino la mujer que le buscaba un cuerpo. No he querido creer que la casualidad es el orden natural de las cosas. Reniego de la esperanza.
Cuento
Tags : La Solución Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 20/07/2011 a las 18:13 |
Alegato de Milos Amós versus Isaac Alexander
Quinta y sexta horas del primer día de descanso semanal
Escribe Isaac Alexander en la web Inventario de Fernando Loygorri: ¿Por qué Milos Amós es tan jodidamente amargo? ¿No tuvo bastante con la montaña? ¿Qué espera encontrar con esa actitud tan solipsista?
He leído algunos de los artículos del micer Alexander y he de decir que sus humoradas me han parecido, en general, ridículas y desmembradas. El humor como la amargura han de ser sentidos. La impostura en el humor lo convierte en ridículo así como la impostura en la amargura la convierte en patética.
Me pregunta (o se pregunta) micer Alexander: ¿Por qué Milos Amós es tan jodidamente amargo? Y quiero responderle porque me encuentro en mis días de descanso y no tengo en mi pelo los olores de La Hamburguesa Feliz y apenas quedan restos de las conversaciones que he tenido que sufrir:
- Buenas tardes, ¿qué desea?
- Una hamburguesa de cuarto de libra con doble de queso y mucho ketchup y mucha mostaza.
- ¿Y de beber?
- Un Coca-Cola Zero. Pero que sea Zero, ¿eh?
- Muy bien.
- Y patatas fritas pequeñas.
- Pequeñas.
- No, mejor grandes.
- Grandes...
- No, no, pequeñas, pequeñas...
- ¿Seguro?
- ¡Venga que sean grandes y no se hable más!
Conversaciones así. Una hora y otra hora.
Las medicinas son amargas y nos alivian de la enfermedad. Es amarga la cerveza. Las largas esperas son amargas. Y la vida suele serlo en largos trechos. A veces puede ser la vida enteramente amarga. La amargura nos previene del veneno. La amargura nos cobija en su dolor pequeño. Nos mantiene alerta.
Escuche la historia de la mujer que conocí, recién descendido de la montaña, en un albergue. Se encontraba sentada en un rincón, a salvo de la luz; estaba envuelta en un viejo capote militar y miraba con fijeza el pote que humeaba. Fuera por empatía o por puritita necesidad, la mujer me pidió que la escuchara y habló:
- Hace muchos años yo tenía una casa, un hombre y una hija. Y estaba insatisfecha con mi vida. Empecé a buscar remedios contra mi tedio que es la peor de las enfermedades del alma. Y así di con un maestro tibetano. ¿Importa el nombre? Este hombre me fascinó por su serenidad y por su silencio. Y empecé a seguirle. Allí donde impartiera sus enseñanzas aunque fuera muy lejos de mi aldea, yo iba y así desantendía mi casa, a mi hombre y a mi hija. El Maestro nunca me había dirigido la palabra; nunca me había hecho un gesto de aproximación; nunca había pronunciado, mirándome, la palabra Namashté. Hasta que una tarde me dijo, sin llamarme por mi nombre, sin una frase de saludo: Deja tu casa. Abandona a tu hombre. Vete con tu hija. Y sígueme. Así lo hice. Dejé mi casa y me llevé más de lo que era mío. Dejé a mi hombre el cual se sumió en una profunda melancolía. Y me fui con mi hija, la cual lloró noches y noches. Seguimos al Maestro y el Maestro mantuvo la misma actitud de ignorancia respecto de mí y de mi hija. Hasta que un día, de la misma forma repentina, sin acercamiento o saludo previo, me dijo: Entréganos a tu hija. Yo le respondí: ¿Así conoceré la recta vía?. Él no hizo gesto ninguno, ni palabra salió de su boca. Yo le entregué a mi hija. Desde entonces no les he vuelto a ver y vago sola por el mundo. ¿Es esta la recta vía? ¿Así la estoy aprendiendo?
- No -le dije- lo que estás aprendiendo es la amargura que es el remedio más fuerte contra el tedio.
Seguiré leyéndole, micer Alexander. Le rogaría que no emitiera juicios de valor. Nunca se sabe si el amargor de un fruto nos salvará del hambre. O si la amargura de un hombre, redime de la tristeza de otros. Nunca se sabe del todo. Nunca se puede predecir si el momento es una cosa u otra. Hay que estar. Sin adjetivos.
Escribe Isaac Alexander en la web Inventario de Fernando Loygorri: ¿Por qué Milos Amós es tan jodidamente amargo? ¿No tuvo bastante con la montaña? ¿Qué espera encontrar con esa actitud tan solipsista?
He leído algunos de los artículos del micer Alexander y he de decir que sus humoradas me han parecido, en general, ridículas y desmembradas. El humor como la amargura han de ser sentidos. La impostura en el humor lo convierte en ridículo así como la impostura en la amargura la convierte en patética.
Me pregunta (o se pregunta) micer Alexander: ¿Por qué Milos Amós es tan jodidamente amargo? Y quiero responderle porque me encuentro en mis días de descanso y no tengo en mi pelo los olores de La Hamburguesa Feliz y apenas quedan restos de las conversaciones que he tenido que sufrir:
- Buenas tardes, ¿qué desea?
- Una hamburguesa de cuarto de libra con doble de queso y mucho ketchup y mucha mostaza.
- ¿Y de beber?
- Un Coca-Cola Zero. Pero que sea Zero, ¿eh?
- Muy bien.
- Y patatas fritas pequeñas.
- Pequeñas.
- No, mejor grandes.
- Grandes...
- No, no, pequeñas, pequeñas...
- ¿Seguro?
- ¡Venga que sean grandes y no se hable más!
Conversaciones así. Una hora y otra hora.
Las medicinas son amargas y nos alivian de la enfermedad. Es amarga la cerveza. Las largas esperas son amargas. Y la vida suele serlo en largos trechos. A veces puede ser la vida enteramente amarga. La amargura nos previene del veneno. La amargura nos cobija en su dolor pequeño. Nos mantiene alerta.
Escuche la historia de la mujer que conocí, recién descendido de la montaña, en un albergue. Se encontraba sentada en un rincón, a salvo de la luz; estaba envuelta en un viejo capote militar y miraba con fijeza el pote que humeaba. Fuera por empatía o por puritita necesidad, la mujer me pidió que la escuchara y habló:
- Hace muchos años yo tenía una casa, un hombre y una hija. Y estaba insatisfecha con mi vida. Empecé a buscar remedios contra mi tedio que es la peor de las enfermedades del alma. Y así di con un maestro tibetano. ¿Importa el nombre? Este hombre me fascinó por su serenidad y por su silencio. Y empecé a seguirle. Allí donde impartiera sus enseñanzas aunque fuera muy lejos de mi aldea, yo iba y así desantendía mi casa, a mi hombre y a mi hija. El Maestro nunca me había dirigido la palabra; nunca me había hecho un gesto de aproximación; nunca había pronunciado, mirándome, la palabra Namashté. Hasta que una tarde me dijo, sin llamarme por mi nombre, sin una frase de saludo: Deja tu casa. Abandona a tu hombre. Vete con tu hija. Y sígueme. Así lo hice. Dejé mi casa y me llevé más de lo que era mío. Dejé a mi hombre el cual se sumió en una profunda melancolía. Y me fui con mi hija, la cual lloró noches y noches. Seguimos al Maestro y el Maestro mantuvo la misma actitud de ignorancia respecto de mí y de mi hija. Hasta que un día, de la misma forma repentina, sin acercamiento o saludo previo, me dijo: Entréganos a tu hija. Yo le respondí: ¿Así conoceré la recta vía?. Él no hizo gesto ninguno, ni palabra salió de su boca. Yo le entregué a mi hija. Desde entonces no les he vuelto a ver y vago sola por el mundo. ¿Es esta la recta vía? ¿Así la estoy aprendiendo?
- No -le dije- lo que estás aprendiendo es la amargura que es el remedio más fuerte contra el tedio.
Seguiré leyéndole, micer Alexander. Le rogaría que no emitiera juicios de valor. Nunca se sabe si el amargor de un fruto nos salvará del hambre. O si la amargura de un hombre, redime de la tristeza de otros. Nunca se sabe del todo. Nunca se puede predecir si el momento es una cosa u otra. Hay que estar. Sin adjetivos.
Cuento
Tags : La Solución Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 16/07/2011 a las 18:27 |
Diario de Milos Amós tras su descenso de la montaña con intercalados del libro V de La interpretación de los sueños de Artemidoro (siglo II d. C.)
Primera Hora
La hojarasca. Así tiemblo. Vengo de un viento extraño (como relleno de fuego y cristal). Tengo un sarpullido en la cara interna del dedo meñique de la mano derecha. Puede ser causa de los guantes de látex que utilizo para manipular los alimentos en La Hamburguesa Feliz. O también heridas, ampollas, restos de la batalla con el fuego (que acuchilla, que ciega, que asfixia). Un hombro soñó que se frotaba el culo con polvos de incienso. Fue condenado por impiedad, dado que había profanado una sustancia con la que honramos a los dioses. El perfume indicaba que no conseguiría pasar inadvertido.. Muerdo el polvo de los muebles. Me sosiego un instante y pienso el nombre de Lidia. Me escurro por una rendija. Me asomo a la ceniza. No me dejaré cegar. Intentaré llegar a la cocina. Abriré la cafetera. Un marido sueña que sacrifica en público a la propia mujer como si se tratase de una víctima. Tras dividirla en trozos, la vende y obtiene a cambio unos pingües beneficios. Y le parecía que disfrutaba con ello y que intentaba esconder el dinero así ganado a causa de la envidia suscitada entre los que estaban a su alrededor. Esta persona, por haber prostituido a su esposa, se enriqueció por medios infames y, en efecto, su comercio le resultaba provechoso desde un punto de vista de lucro, pero digno de permanecer en secreto. Amé en noche de tormenta. Fui acariciado con la calma del tiempo infinito. Juré por siempre el amor efímero. Calmé la sed y me harté de gozo. Subí hasta el Parnaso y me acosté con las nueve Musas. Jugué el arte de la seducción y me embebí de mis éxitos. Me di cuenta de que nada había aprendido y nada había que aprender. Desanduve y llegué a quedarme ciego. Recuperé la vista durante una tormenta de pedrisco. Abrí los ojos al cielo hondo y creí ver en su fondo una lámpara que ardía sin fin. Una mujer sueña que es el río Janto, el que discurre por la Tróade. Durante diez años sufre hemorragias, mas no llega a morirse, lo cual es lógico, ya que el río es inmortal. Llego hasta el cuarto de baño. Abro el grifo. No hay agua. Tengo sed. Me señalo las manos y elevo los brazos en busca de protección. Me pregunto si acabaré no sabiendo. Me arrepiento de haber sabido tanto. Desaprender, desaprender, me digo, es la única sabiduría. ¡Maldito neocórtex! bramo. Jugaré a llegar hasta mi cama que se encuentra envuelta en llamas. Me arroparé con las lenguas de fuego y dejaré que el colchón ejerza su función de parrilla (al modo de un San Sebastián cualquiera). Un hombre sueña que enciende su lámpara con la luna. Y se queda ciego. Ciertamente, prendió la llama en donde era imposible obtenerla. Aparte de que se suele afirmar que este astro carece de luz propia.. Ahora no sé que soy feliz. Ahora, por fin, no sé que todo este cúmulo de vivencias (de existencias) son la felicidad. Ahora no sé que el brazo que arde es la luminaria de mi entendimiento y que el volcán que ruge es mi garganta dormidísima. Ahora no sé que el sexo es el altar de las premoniciones y que una curva es la esencia del adiós. Ahora no sé que vislumbro la mirada en el giro ciego y que esta música que machaconamente alude al sentimiento del amor es una rapsodia húngara dedicada al Innombrable. Una mujer sueña que ve en la luna tres imágenes de sí misma. Dio a luz a tres niñas gemelas y todas murieron en el mismo mes. Las imágenes representaban, en realidad, a las recién nacidas y figuraban en el interior de un único círculo. En consecuencia, las hijas eran contenidas en una misma membrana, según afirman algunos médicos, y no vivieron más tiempo por causa de la luna. Me desprendo de la ropa. Me siento desnudo frente al espejo. Está roto mi cuerpo mientras el espejo se mantiene intacto. Mi imagen destrozada me inspira aire y lleno mis pulmones de una calma absoluta. Querré cerrar los ojos y sumiré mis labios en una verso constante (yámbico quizá). Nada aparecerá más tarde. La aurora. Un traje. Versículos de venerables tradiciones. Giomar. El caudal. La vuelta. La ira. La llama. La llama. Mi cara. La llama. La llama. Un individuo sueña que nace al mismo tiempo que el sol y que recorre el mismo curso que la luna. Se ahorca y de esta manera, el sol y la luna, al salir, lo ven mecerse en el aire.
La hojarasca. Así tiemblo. Vengo de un viento extraño (como relleno de fuego y cristal). Tengo un sarpullido en la cara interna del dedo meñique de la mano derecha. Puede ser causa de los guantes de látex que utilizo para manipular los alimentos en La Hamburguesa Feliz. O también heridas, ampollas, restos de la batalla con el fuego (que acuchilla, que ciega, que asfixia). Un hombro soñó que se frotaba el culo con polvos de incienso. Fue condenado por impiedad, dado que había profanado una sustancia con la que honramos a los dioses. El perfume indicaba que no conseguiría pasar inadvertido.. Muerdo el polvo de los muebles. Me sosiego un instante y pienso el nombre de Lidia. Me escurro por una rendija. Me asomo a la ceniza. No me dejaré cegar. Intentaré llegar a la cocina. Abriré la cafetera. Un marido sueña que sacrifica en público a la propia mujer como si se tratase de una víctima. Tras dividirla en trozos, la vende y obtiene a cambio unos pingües beneficios. Y le parecía que disfrutaba con ello y que intentaba esconder el dinero así ganado a causa de la envidia suscitada entre los que estaban a su alrededor. Esta persona, por haber prostituido a su esposa, se enriqueció por medios infames y, en efecto, su comercio le resultaba provechoso desde un punto de vista de lucro, pero digno de permanecer en secreto. Amé en noche de tormenta. Fui acariciado con la calma del tiempo infinito. Juré por siempre el amor efímero. Calmé la sed y me harté de gozo. Subí hasta el Parnaso y me acosté con las nueve Musas. Jugué el arte de la seducción y me embebí de mis éxitos. Me di cuenta de que nada había aprendido y nada había que aprender. Desanduve y llegué a quedarme ciego. Recuperé la vista durante una tormenta de pedrisco. Abrí los ojos al cielo hondo y creí ver en su fondo una lámpara que ardía sin fin. Una mujer sueña que es el río Janto, el que discurre por la Tróade. Durante diez años sufre hemorragias, mas no llega a morirse, lo cual es lógico, ya que el río es inmortal. Llego hasta el cuarto de baño. Abro el grifo. No hay agua. Tengo sed. Me señalo las manos y elevo los brazos en busca de protección. Me pregunto si acabaré no sabiendo. Me arrepiento de haber sabido tanto. Desaprender, desaprender, me digo, es la única sabiduría. ¡Maldito neocórtex! bramo. Jugaré a llegar hasta mi cama que se encuentra envuelta en llamas. Me arroparé con las lenguas de fuego y dejaré que el colchón ejerza su función de parrilla (al modo de un San Sebastián cualquiera). Un hombre sueña que enciende su lámpara con la luna. Y se queda ciego. Ciertamente, prendió la llama en donde era imposible obtenerla. Aparte de que se suele afirmar que este astro carece de luz propia.. Ahora no sé que soy feliz. Ahora, por fin, no sé que todo este cúmulo de vivencias (de existencias) son la felicidad. Ahora no sé que el brazo que arde es la luminaria de mi entendimiento y que el volcán que ruge es mi garganta dormidísima. Ahora no sé que el sexo es el altar de las premoniciones y que una curva es la esencia del adiós. Ahora no sé que vislumbro la mirada en el giro ciego y que esta música que machaconamente alude al sentimiento del amor es una rapsodia húngara dedicada al Innombrable. Una mujer sueña que ve en la luna tres imágenes de sí misma. Dio a luz a tres niñas gemelas y todas murieron en el mismo mes. Las imágenes representaban, en realidad, a las recién nacidas y figuraban en el interior de un único círculo. En consecuencia, las hijas eran contenidas en una misma membrana, según afirman algunos médicos, y no vivieron más tiempo por causa de la luna. Me desprendo de la ropa. Me siento desnudo frente al espejo. Está roto mi cuerpo mientras el espejo se mantiene intacto. Mi imagen destrozada me inspira aire y lleno mis pulmones de una calma absoluta. Querré cerrar los ojos y sumiré mis labios en una verso constante (yámbico quizá). Nada aparecerá más tarde. La aurora. Un traje. Versículos de venerables tradiciones. Giomar. El caudal. La vuelta. La ira. La llama. La llama. Mi cara. La llama. La llama. Un individuo sueña que nace al mismo tiempo que el sol y que recorre el mismo curso que la luna. Se ahorca y de esta manera, el sol y la luna, al salir, lo ven mecerse en el aire.
Cuento
Tags : La Solución Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 13/07/2011 a las 17:55 |
Diario de Milos Amós tras su descenso de la montaña
Primera hora
Nostalgia en el sueño de la noche. La certeza de un encuentro. ¿Por qué no sé? Me preguntaba al despertarme. El recuerdo de una equivocación cuando tenía coche y conducía como un engañado más. Fue en un cruce. No miré bien a los lados. Giré a la izquierda y escuché un largo bocinazo. El que había frenado me adelantó haciendo rugir su motor. Yo me disculpé con la mano pero él me esperó en la carretera. ¿Qué intenciones albergaba? En una rotonda le engañé y giré hacia otro lado. Temblé durante varios kilómetros.
Desayuno. Fumo un cigarrillo. Con la primera calada me voy a cagar. Leo Hojas de hierba. Me sueno la nariz. Moco líquido como si hubiera cogido frío durante la noche. Me limpio. Termino el café. Vuelvo al cuarto de baño y necesito mirarme en el espejo.
Segunda hora
Me miro en el espejo.
Tercera hora.
Siento la necesidad de encontrarme con alguien. Confiarle mi vida. Caminar por un sendero entre alambradas. Imaginar el cielo nublado y un gran monumento entre montañas. Hay un vuelo de buitres y otro de halcones. Corre la liebre y pace el toro. Se escucha la cadena de una bicicleta y un sordo rumor de multitudes airadas que elevan al aire consignas. Siento la necesidad de aprender. Y también la gana de reírme.
Cuarta hora
Me aseo. El agua caliente me produce una erección. Intento masturbarme pero me echo a llorar. No sé por qué. No lo sé y empiezo a cantar una canción. Creo que es una vieja balaba galesa. Cuando en el principio del mundo los árboles acudieron a la batalla. Me seco. No me afeito. No me pongo agua de colonia. Me lavo mucho los dientes hasta que las encías me sangran. Escupo la sangre. La huelo.
Quinta y sexta horas
Escribo.
Séptima hora
Apenas como. Salgo a la calle. Ha bajado un poco la temperatura. No ocurre nada en el trayecto hacia La Hamburguesa feliz.
Desde la octava hasta la decimosexta hora
El coreano se ha quemado un dedo. Mi compañera tiene la regla. Me lo ha dicho para que le echara una mano. Tiene jaqueca y un fuerte dolor de riñones. Estoy sangrando como una cerda, me dice. Está pálida. Más sin gracia que de costumbre y algo despistada.
Una mujer de unos cuarenta años me ha pedido un hamburguesa con doble de queso y pepinillos y una cerveza. Sin patatas fritas, me ha dicho. Mientras se lo servía me miraba. Me he sentido incómodo. No era guapa. No me atraía. Me hubiera ido con ella. ¿Por qué? Me ha pagado y me ha dicho: un hombre tan mayor y tan tímido. No sé por qué le he contestado: Acabo de salir de prisión. El gesto de la mujer ha cambiado. Casi tira lo que contenía la bandeja por el suelo. Habrían quedado manchas como la culpa o el desconsuelo.
Malos pensamientos, me he dicho en la decimocuarta hora.
Decimoséptima hora
Vuelta a casa. El sonido de un coche de policía. Un recuerdo de la infancia. Un hombre ebrio se tambalea en la plataforma del autobús. Una mujer con niño intenta protegerlo del espectáculo del borracho. Un frenazo. El hombre cae al suelo y rueda. El conductor llega a la parada y sin contemplaciones echa al hombre del autobús. El hombre queda tendido en la acera. No se mueve.
Decimoctava hora
Me meto en la cama. Tengo mucha hambre pero no quiero comer. No leo. Apago la luz. La oscuridad no me da esperanzas. Siento muy grande la cama. Doy vueltas y más vueltas. Pienso una vez y otra. Intento respirar acompasadamente. No lo consigo. Pienso: Bajé de la montaña porque estaba curado. Pienso: Nunca se está curado del todo. Pienso: la vida es la larga convalecencia de la muerte. Pienso: ser muerto es estar sano. Pienso: me llamo Milos Amós. Y ese pensamiento me permite la mínima tregua para que el sueño me alcance y me quedé, inquietamente, dormido.
Nostalgia en el sueño de la noche. La certeza de un encuentro. ¿Por qué no sé? Me preguntaba al despertarme. El recuerdo de una equivocación cuando tenía coche y conducía como un engañado más. Fue en un cruce. No miré bien a los lados. Giré a la izquierda y escuché un largo bocinazo. El que había frenado me adelantó haciendo rugir su motor. Yo me disculpé con la mano pero él me esperó en la carretera. ¿Qué intenciones albergaba? En una rotonda le engañé y giré hacia otro lado. Temblé durante varios kilómetros.
Desayuno. Fumo un cigarrillo. Con la primera calada me voy a cagar. Leo Hojas de hierba. Me sueno la nariz. Moco líquido como si hubiera cogido frío durante la noche. Me limpio. Termino el café. Vuelvo al cuarto de baño y necesito mirarme en el espejo.
Segunda hora
Me miro en el espejo.
Tercera hora.
Siento la necesidad de encontrarme con alguien. Confiarle mi vida. Caminar por un sendero entre alambradas. Imaginar el cielo nublado y un gran monumento entre montañas. Hay un vuelo de buitres y otro de halcones. Corre la liebre y pace el toro. Se escucha la cadena de una bicicleta y un sordo rumor de multitudes airadas que elevan al aire consignas. Siento la necesidad de aprender. Y también la gana de reírme.
Cuarta hora
Me aseo. El agua caliente me produce una erección. Intento masturbarme pero me echo a llorar. No sé por qué. No lo sé y empiezo a cantar una canción. Creo que es una vieja balaba galesa. Cuando en el principio del mundo los árboles acudieron a la batalla. Me seco. No me afeito. No me pongo agua de colonia. Me lavo mucho los dientes hasta que las encías me sangran. Escupo la sangre. La huelo.
Quinta y sexta horas
Escribo.
Séptima hora
Apenas como. Salgo a la calle. Ha bajado un poco la temperatura. No ocurre nada en el trayecto hacia La Hamburguesa feliz.
Desde la octava hasta la decimosexta hora
El coreano se ha quemado un dedo. Mi compañera tiene la regla. Me lo ha dicho para que le echara una mano. Tiene jaqueca y un fuerte dolor de riñones. Estoy sangrando como una cerda, me dice. Está pálida. Más sin gracia que de costumbre y algo despistada.
Una mujer de unos cuarenta años me ha pedido un hamburguesa con doble de queso y pepinillos y una cerveza. Sin patatas fritas, me ha dicho. Mientras se lo servía me miraba. Me he sentido incómodo. No era guapa. No me atraía. Me hubiera ido con ella. ¿Por qué? Me ha pagado y me ha dicho: un hombre tan mayor y tan tímido. No sé por qué le he contestado: Acabo de salir de prisión. El gesto de la mujer ha cambiado. Casi tira lo que contenía la bandeja por el suelo. Habrían quedado manchas como la culpa o el desconsuelo.
Malos pensamientos, me he dicho en la decimocuarta hora.
Decimoséptima hora
Vuelta a casa. El sonido de un coche de policía. Un recuerdo de la infancia. Un hombre ebrio se tambalea en la plataforma del autobús. Una mujer con niño intenta protegerlo del espectáculo del borracho. Un frenazo. El hombre cae al suelo y rueda. El conductor llega a la parada y sin contemplaciones echa al hombre del autobús. El hombre queda tendido en la acera. No se mueve.
Decimoctava hora
Me meto en la cama. Tengo mucha hambre pero no quiero comer. No leo. Apago la luz. La oscuridad no me da esperanzas. Siento muy grande la cama. Doy vueltas y más vueltas. Pienso una vez y otra. Intento respirar acompasadamente. No lo consigo. Pienso: Bajé de la montaña porque estaba curado. Pienso: Nunca se está curado del todo. Pienso: la vida es la larga convalecencia de la muerte. Pienso: ser muerto es estar sano. Pienso: me llamo Milos Amós. Y ese pensamiento me permite la mínima tregua para que el sueño me alcance y me quedé, inquietamente, dormido.
Cuento
Tags : La Solución Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 08/07/2011 a las 12:45 |
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Tags : La Solución Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 27/07/2011 a las 19:33 |