Inventario

Revista literaria y artística escrita y dirigida por Fernando Loygorri

Diario de Milos Amós tras su descenso de la Montaña.

La historia de Milos Amós se puede leer siguiendo las 19 entregas anteriores de LA SOLUCIÓN.


Primera hora
He querido recordar el sueño de la noche. Ardía algo. Una oficina quizá. Una oficina de mi propiedad. Ráfagas de un castillo. Un paisaje francés. Amo Francia. He abierto los ojos con calma. Una ligera brisa de verano entraba por la ventana. Traía aires de montaña.
Me he levantado desnudo. He caminado descalzo por la casa. Las paredes desnudas. Pienso en cómo vestirlas. Aún no me acostumbro al concepto de tener vecinos que me puedan ver desnudo y que ese verme así les pueda causar incomodidad. Quisiera decir: "Estoy curado de la enfermedad de la muerte. Respiro porque quiero no porque debo".
En la cocina. Pongo un café. Lavo los cacharros de la cena de la noche anterior. Tengo una pequeña radio. Sintonizo un emisora que dé noticias. Las noticias y los comentarios me parecen de otro mundo. Sale el café. Me alegra su aroma.
Bebo el café en la sala y me lío un cigarrillo. Tras la primera calada me entran ganas de cagar. Voy al cuarto de baño. Cago mientras leo Hojas de Hierba de Walt Whitman en la traducción de Jorge Luis Borges. Me limpio. Vuelvo a mi habitación y me visto con una camiseta y unos pantalones cortos. Termino el café.

Segunda hora
Pienso: el desierto de los últimos meses. La lluvia. La humedad en los huesos. Mi mujer. La que fue mi mujer. Sus tetas. Su culo. Su coño. Sus caderas. Sus gritos cuando enloquecía. Su dulzura cuando estaba ebria. Un amigo muerto. Una anciana muerta. El paso de los días. Una gran hoguera que yo mismo provoqué. Las ganas de volver a mi trabajo. Sacudirme la arena del desierto mental en el que he estado. Volver a amar. Volver a enamorarme. Que una mujer vuelva a mirarme a los ojos y terminemos besándonos las bocas. El deseo de una hembra. Yo macho. Recuperar si fuera posible mis libros.
Bebo polen.
Limpio la casa.

Tercera hora
Permanezco sentado en la pequeña terraza de mi casa.

Cuarta hora
Me aseo. El agua caliente de la ducha produce en mí una erección. Me masturbo. Imagino a una mujer que corre desnuda hacia mí. Me corro. Me afeito. Me pongo un agua de colonia fresca. Me visto con el uniforme de La Hamburguesa feliz..

Quinta y sexta horas
Escribo.

Séptima hora
Salgo a la calle. Me dirijo a la parada del autobús. Hay mucha gente. Hace mucho calor. Soy consciente de que nadie es como yo y sé que es falsa esa conciencia. Una mujer me ha mirado más de dos veces. Yo no me atrevo a mirarla. Me da vergüenza mi deseo sexual. Y no sé por qué.

Desde la octava hasta la decimosexta hora
Me repugna el olor de la carne picada frita. La supervisora es borde: se cree alguien. Me es simpático el cocinero coreano. No dice esta boca es mía. No sé si conocerá nuestro idioma. Mi compañera me cae muy bien: es fea y no tiene ninguna gracia. Los clientes, en general, son despreciables. Sobre todo las familias. ¡Me dan asco las familias!

Decimoséptima hora
Vuelvo en el autobús a casa. Huelo a fritanga y patatas fritas. Me gusta, cuando llego, el olor de mi casa. Huele a mi soledad. De nuevo siento la necesidad del contacto con una mujer. El sexo de los machos, pienso. Mamíferos, pienso. Primates, pienso. Estoy más salido que la pata de una mesa, concluyo. ¿Por qué?

Decimoctava hora
Me acuesto tras fumarme un cigarrillo y beberme un vino tinto. Me gusta estar desnudo en la cama, con la ventana abierta, sin arroparme. Leo El nombre del viento, una novela que me devuelve a mis orígenes. Me entra sueño. Estoy empalmado otra vez. No tengo ganas de hacerme otra paja. Antes de cerrar los ojos digo en voz alta: Soy Milos Amós. Oírme me tranquiliza de no sé qué. Apago la luz.

Cuento

Tags : La Solución Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 07/07/2011 a las 18:03 | Comentarios {0}


La Solución 19. El descenso
Milos Amós respira. Abre los ojos. Toda la nieve ha desaparecido. Escucha el canto de los mirlos, abajo en el valle. No puede evitar ensayar uno de sus cantos, más bien un fraseo de un canto. Lo silba. Espera. El mirlo contesta. Milos mueve poco a poco el brazo derecho, empieza en la punta de los dedos y en un tiempo lento llega hasta el hombro y el hombro transmite el movimiento al cuello y el cuello lo desplaza al brazo izquierdo el cual, también en tiempo largo, lo mueve entero. Se detiene. Respira hondo. Mira a lo lejos, hasta veinticuatro kilómetros más allá de sí y luego va viniendo su mirada hasta llegar a sus pies y los empieza a mover, muy, muy despacio; primero el derecho transmite el movimiento hasta su tobillo y de su tobillo a sus gemelos y de los gemelos a la rodilla y de la rodilla a la cadera y la cadera derecha, como antes el hombro, lleva el movimiento a la pelvis y la pelvis lo desplaza a la cadera izquierda. Y cuando la tarde cae, todo el cuerpo de Milos se mueve. No ha pensado nada. No se ha dicho nada. Con dolor se ha logrado poner de pie. Ha cogido una rama larga como cayado y ha dado los primeros pasos. Entonces sí ha pensado, ¿Cómo es posible que no esté muerto? Y ha comenzado el descenso hacia el valle. Y al llegar a él, sin pensamiento alguno, se ha dirigido a un bar y ha entrado. Se ha sentado en una silla y se le ha acercado una mujer que le ha preguntado, ¿Pero de dónde sale usted hombre de Dios? y Milos Amós ha contestado, De la cima. Tengo hambre. No tengo dinero. La mujer se ha ido y al poco ha vuelto con un tazón de café y leche y un bizcocho de yogur. Se lo ha dejado encima de la mesa y le ha dicho, ¡Coma usted, buen hombre, y no se preocupe del dinero!. Milos Amós ha comido muy despacio, ha bebido muy despacio y el calor y el sabor de las cosas le han provocado una sonrisa y entre trago de café y pezado de bizcocho se ha dicho, con una pequeñísima sonrisa, He vuelto. He vuelto.

Cuento

Tags : La Solución Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 06/04/2011 a las 17:19 | Comentarios {0}


El deshielo.
Las montañas empiezan a perder su cabeza blanca y se tiñen de castaño. Algarabía de niños, mujeres y perros en el valle. Los hombres cazan y están en silencio. El cuerno sonará. La estola será besada por un becerro.
Alguien le dijo a Milos Amós un día de primavera, cuando la luna brillaba de forma extraordinaria y él se sentía parte del mundo; cuando sus añagazas, sus requiebros, sus errores eran admitidos como él admitía los de los otros; cuando la barba surgía a golpes de juventud; cuando las manos no atesoraban arrugas y los callos por un esfuerzo repetido sobre la misma parte aún no se habían afianzado; cuando la lejanía era un punto en el horizonte hacia el que se dirigía, con los suyos, sin reservas; cuando la soberbia era más una virtud que un desacato, cuando no sabía, ni tan siquiera, que lo fuera y vagaba por las calles con la cabeza erguida y se sumaba a las fiestas con ademán de grupo y se emborrachaba junto a la mujer querida y se abrazaba al amigo del alma y llegaba a altas horas a su casa y componía versos a los que reunía en Suites o en Rapsodias; cuando el verano se llenaba de desnudez y caminaba descalzo por las calas mientras tocaba una pieza muy simple en una flauta travesera y luego, a la caída de la tarde, reunido con otros, escuchaban el lamido del mar a las orillas y el aroma de la resina de pino sabía a saludable y organizaban un encuentro y se reunían alrededor del fuego como sus antepasados; cuando todo eso ocurría, escuchó que alguien le decía, Milos qué hermosa voz tienes. Y así él quiso hacerse oír y expuso ante el mundo sus ideas. ¿Qué es el mundo? se pregunta ahora, ¿Y las ideas qué son? se dice mientras, a punto de extinguirse en lo alto de la más alta cima de la cordillera, se rasca unas heridas que han formado pústulas. "Yo -piensa- estuve a punto de matar a un muchacho. Fue un domingo. Salí de mi casa y cogí el coche. Buscaba un libro sobre la proporción áurea. Ansioso quizá por evadirme de una situación que me empezaba a resultar insoportable. Fue muy poco antes de que quemara todas mis ideas y me lanzara a esta miseria en todo merecida. Recuerdo que tenía mi mesa, mi ordenador, mi teclado por el que mis dedos navegaban con cierta destreza. Tenía un coche que nunca fue mío y una soledad que me estaba ganando la partida. Vivía con una mujer enferma y con un hijo podrido de Edipo. Yo me había atrincherado en un no hacer nada como si ésta fuera la única forma de poder salir de allí. No amar y compartir la casa es la mayor condena a la que se somete el hombre. Aún no había descubierto que mi mal era mucho mayor que la enfermedad de mi esposa y la podredumbre de nuestro hijo. Mi mal era la enfermedad de las alturas, el esqueleto de toda indignidad. Salí, digo, en busca de la proporción áurea en una mañana radiante, de ésas que anuncian el fin del invierno. Por las carreteras los ciclistas ejecutaban su destreza. Me dirigí a una gasolinera para conseguir la proporción áurea pero se había agotado; fui a otra y ocurrió lo mismo; en un kiosko no quedaba nada. Me sorprendió que tantos quisieran conocer el secreto de semejante proporción. Decidí volver a casa. Entré por la calle de siempre. Unos muchachos, en sus bicicletas, pedaleaban con brío. Iban a mi derecha. Yo tenía que girar hacia ese lado. Recuerdo al chico del maillot amarillo. Puse el intermitente. Creí que me daría tiempo a hacer la maniobra. Y no fue así. El ciclista frenó. Se dio un ligero golpe. Me llamaron asesino e hijo de puta. Yo argüí que había señalizado correctamente y pedí disculpas. Llegué a la casa. Estaba pálido. Mi mujer en la cama se ahogaba. Nuestro hijo no estaba. Entonces intuí que quise matar a ese muchacho para ser detenido y conducido a la prisión. Para liberarme del lugar donde estaba y no tener que tomar la decisión que tomé días más tarde cuando lo quemé todo y empecé a andar este camino que me ha traído hasta aquí. Si lo hubiera matado, ¿cómo podría una filosofía justificar semejante muerte? ¿Qué religión hubiera podido alzarse para sosegar mi delito? ¿qué ley hubiera sentenciado mi condena como homicidio involuntario? ¿era yo acaso, al volante de aquel coche, Abrahám a punto de inmolar a su hijo? Y si así hubiera sido ¿mi fe abrahamánica me habría consolado tras los barrotes de la cárcel de Soto? ¿Habría encontrado palabras de consuelo para la madre del chico del maillot amarillo? ¿Se encontraría en la biblioteca de la prisión la proporción áurea? Aquí cumplo mi condena. Las pústulas me llevarán a rascarme y así, pedazo a pedazo, me arrancaré de mí. Estoy deseando que mis uñas empiecen a rascar mi corazón. ¿Por qué no me ahogo? ¿Por qué el sol también me deshiela?".
La Solución 18. La proporción áurea

Cuento

Tags : La Solución Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 20/03/2011 a las 13:47 | Comentarios {0}


Eran las tres y media de la tarde del sábado. Mallorquín Menéndez se dirigió paseando a su casa desde el Asador de Paco para bajar un poco la comida. Se sentía abotargado por el vino, el orujo y la visión -pues así la llamaba- del anciano. Aún quedaban tres horas y media para ir al teatro. Durante el recorrido no vio un alma por la calle, no escuchó el sonido de un coche o el grito de una madre o la risotada de un policía o la alarma de un comercio. Quizá por eso retumbaron en sus oídos como acordes funerales, sus pasos al subir los escalones. Al entrar en su casa, sintió frío. Sin pensárselo, se desnudó y se metió en la cama. Entonces le vinieron al pensamiento los pechos de la viuda de Domínguez e intentó masturbarse; lo intentó un buen rato. Hubo un momento en que casi llegó a empalmarse pero fue sólo un espejismo. Se dijo, Estoy borracho y se quedó dormido.
¡Qué malas son las siestas!, fue su primer pensamiento al despertarse con un escalofrío y de inmediato le vino la imagen del anciano que salía de su sueño por la puerta de la vigilia. Intentó seguirle, volver al sueño y ver qué había hecho, dónde había transcurrido. No pudo. Con un esfuerzo extraño como si una brida tirara de él hacia un barranco, Mallorquín se levantó, lavóse la cara, se volvió a vestir con las mismas ropas de la mañana y a las seis menos cuarto salió de su casa para ir al teatro. Entonces supo que todo había cambiado: los colores del día se habían vuelto oscuros, las gentes que a su lado pasaban las sentía muy distantes, los olores se diluían en una sensación fétida que parecía emanar de él, sentía que los pasos los daba sobre una alfombra de mierda y las farolas empezaron a brillar con una luz pálida.
Al doblar la esquina de la calle Estigia para enfilar por la calle del Teatro, un remolino de viento aireó los faldones de su abrigo y se sintió una mujer recatada a la que el tiempo ha puesto al aire sus vergüenzas; se bajó los faldones del abrigo, con las manos los mantuvo pegados a las piernas y llegó hasta la taquilla del teatro con un sofoco raro. Espanto sintió cuando vio que el taquillero era el anciano del Asador de Paco. No dijo nada. Recibió su billete. Pagó. Entró directamente al patio de butacas y se sentó. No había nadie.
Un teatro vacío, pensó y ese pensamiento le heló la sangre y supo por vez primera que el miedo, en efecto, paraliza. Era un miedo que le empezó a subir por los pies y dejó rígida su nuca. No podía girarse. No podía mirar si iban entrando personas. Sólo oía a sus espaldas murmullos, leves pasos, pequeñas risas. Esperaba que alguno de esos movimientos, alguno de esos sonidos pasaran por delante de él, que se encontraba en la tercera fila, y ocuparan su butaca. Pero todos se quedaban atrás. A nadie veía. Creyó sentir, en un momento, que el aliento de alguien sentado tras él rozaba su cogote; sintió incluso que una boca se acercaba a su oreja y dejaba, cual veneno, la palabra idiota en su oído. Cuando, haciendo un esfuerzo inútil, quiso girarse, las luces de sala empezaron a derivar dulcemente al negro.

Cuento

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 25/02/2011 a las 12:42 | Comentarios {0}


Al fondo del comedor Mallorquín Menéndez devoraba el cochinillo. Sus manos pequeñas y regordetas cogían la paletilla y sus dientes mordisqueaban por todas partes sin dejar al final resquicios de carne. Se había puesto la servilleta a modo de babero y ya habían caído en ella gotas de grasa, la misma que brillaba en las comisuras de su boca. Mientras comía miraba a los otros comensales. Entre ellos había una pareja de no más de cuarenta años que comía con una gran pulcritud, una familia de cinco miembros que provocaba la lógica algarabía de niños y peleas y gritos de la madre, otra más númerosa porque estaban con los abuelos y que repetían, como si fuera pura mímesis, los gestos de la más pequeña y luego, en el otro extremo del comedor, se encontraba un hombre anciano, junto a la ventana, muy elegante, de manos largas y mirada perdida. Hubo un momento en que las miradas de Mallorquín y el hombre anciano se cruzaron. Quizá fuera debido a que Mallorquín lo miraba con insistencia. La mirada del anciano tenía, segun creyó intuir Mallorquín, un deje de reproche como si el festín pantagruélico que se estaba pegando, fuera un pecado que alguien tenía que hacerle ver. Desafiante siguió comiendo su cochinillo y para hacer patente que nada le impediría terminárselo entero, comenzó a comer con violencia, tirando de las hebras de la carne como si se tratara de una lucha sin cuartel contra la ligera comida que el anciano tragaba despaciosamente. Haciendo aspavientos con la mano, Mallorquín atrajo la atención del camarero y le pidió otra botella de vino de Rioja. Sin pausa entre el comer y el beber, llenó la copa y se la bebió de un trago. Cuando estaba terminando de repasar los intersticios de las costillas, el anciano se levantó y salió del comedor. Entonces Mallorquín, abotargado y medio borracho, le gritó: ¡Eh, usted! ¿Quiere una copita de orujo? Venga, siéntese. Yo le invito. El anciano ni se dio por enterado. Siguió la dirección de la salida y abrió la puerta. Cuando iba a salir, sintió en su hombro la mano aún grasienta de Mallorquín.
- ¿No me ha oído? Le estoy invitando a una copa de orujo.
El anciano se giró y le miró con unos ojos ácueos y azules. Unos ojos sin vida, pensó Mallorquín. Y esa sensación le produjo espanto. Mecánicamente quitó la mano de su hombro y se quedó callado, mirando esos ojos hondísimos.
- Buenas tardes, le contestó el anciano y salió del Asador.
Mallorquín volvió a la mesa y sintió como si se hubiera encontrado de frente con la muerte. Regurgitó parte del cochinillo y subió por su esófago la acidez del vino. Miró a los comensales y se percató de que justo en ese momento todos le estaban mirando. Era como una foto fija en la que el objetivo era él y a él se dirigían por lo tanto las miradas. Fuen tan sólo un segundo porque de repente, sin solución de continuidad, todos estaban a lo suyo, volvió el sonido de los niños peleándose por el helado, de la abuela contando una anécdota del pasado, del camarero gritando a la barra un pedido, de la pareja de cuarenta años riendo una ocurrencia de él y del molinillo eléctrico moliendo el café. Mallorquín se pasó la mano por la cara y no supo si realmente el anciano había estado allí o todo había sido una alucinación. Con la fuerza que le daba saber que esa tarde se encontraría con Margarita Sáez, viuda de Domínguez, en el café del Concierto y que de ese sábado no pasaba que él le pidiera una cita, Mallorquín llamó al camarero le pidió café, copa y puro y le preguntó quién era ese viejo al que había invitado a una copa y se había negado. El camarero, retirando los restos del cochinillo, le contestó, Yo no he visto a ningún viejo, señor.

Cuento

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 22/02/2011 a las 12:43 | Comentarios {0}


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