Inventario

Revista literaria y artística escrita y dirigida por Fernando Loygorri
Miraba con los ojos muy negros. La danza. Los tambores. El anuncio del dios de turno. Estaba embadurnándose el cuerpo con la miel. Tenía la función en breve. El pueblo. La tribu. Quién sea. La parroquia. Inspiró elevando la aleta izquierda de su nariz. Devolvió una oración. Satisfizo una necesidad. No era cuestión de mearse en mitad de la danza. No le gustaba la desnudez pero la aceptaba. No le gustaba el pringue de la miel pero lo aceptaba. Su condición de bailarina del templo tenía sus contrapartidas. Se recogió la larga melena en trenzas. Aceptó el retoque de una de sus acólitas. Se asomó al balcón de su estancia en el Palacio del Sátrapa. Elevó las manos al sol. Estudió las nubes que se acercaban preñadas de agua. Lluvia y danza, mezcla ideal para partirse la cadera. Juró en arameo original. Escuchó el ensayo de los percusionistas. La risa de unas mujeres que se cuchicheaban chismes. Los gorjeos del cantor se convirtieron en gárgaras y mandó a una de sus acólitas a que lo hiciera garguear en otro sitio, cerca del precipio, a las afueras de la fortaleza. Se arrodilló. Sintió como acero el frío de las baldosas. Mármol era. Vestigio de su madre en la forma de sus uñas. Sobrevoló el halcón. Huyó la rata. La gueparda parió dos crías. Las hienas rieron satisfechas. El león se sintió triste. Sonó el tiempo. La bailarina recompuso el gesto como la actriz que va a iniciar su función con una sonrisa y la coloca en la boca nada más alzarse el telón. Separó las puntas de los pies. Juntó los talones. Se dirigió al escenario. El pueblo la aclamó. Los nobles condescendieron. A su alrededor se colocaron los percusionistas. Echando el bofe llegó desde el precipio el cantor. Las nubes iban llegando. Comenzó el canto. Comenzó la danza. Bailó imbuida de sus certezas. La danza mueve el aire. Cada paso. Cada gesto de sus manos. Las contorsiones de su tronco. La exactitud de sus caderas. La longitud de sus piernas. La mandíbula. El ritmo in crescendo de los percusionistas. El trueno entonces. La escondida del sol. El asomo de las gotas. El inicio de la tromba. El público que huye. La nobleza que no acepta mojarse. La miel que se desliza por su cuerpo. El suelo que se convierte en balsa de aceite. El resbalón de la bailarina. El hueso que cruje. El sacrificio de la coja. La nueva bailarina que accede a la estancia en el palacio del Sátrapa. La lluvia que es diluvio. La lluvia disgustada. El halcón con paraguas. Las crías de la gueparda devoradas. Las hienas satisfechas. La rata multiplicada. El león airado.

Cuento

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 15/03/2012 a las 12:16 | Comentarios {0}


Atrio
Antes de morir Abel Mendes se dirigió a una iglesia. Estaba al fondo. En una plaza. Nunca había estado en ese pueblo. Era pequeño. Los alrededores eran inmensos secarrales, tierra marrón. Sin la alegría de un verde, siquiera un chopo, un alto y solitario chopo.
Horas antes Abel Mendes había cogido un autobús, el primero que saliera dijo en la ventanilla de la primera empresa de transportes que encontró. Y dijo que el trayecto era hasta el final. Hasta el final del viaje. El autobús apenas si se llenó. No más de siete personas. Entre ellas una niña y un hombre grotesco en todas las proporciones. Cuando el autobús arrancó y salió, Abel Mendes cerró los ojos y se quedó dormido hasta el final del viaje. Descendió y en un barucho de pueblo entró y se pidió una cerveza muy fría, muy fría, por favor, helada si la tiene, recalcó. El tabernero hizo un gesto extraño como si le hubieran hablado en una lengua desconocida y sin responder echó mano en la hielera y le abrió un botellín. No le dejó vaso. Sí le puso unas aceitunas muy verdes de aperitivo. Muchas aceitunas. Demasiadas, pensó Abel Mendes. Demasiadas. La cerveza no estuvo todo lo fría que hubiera deseado. El sitio al que había ido a parar le pareció lo justo. Una bendición. Una bendición de Dios. Una bendición más de Dios. Así iba añadiendo palabras Abel en su cabeza. Sintió ganas de rezar y juntando las manos se recogió y oró en silencio, Dios mío de mi corazón, sustento mío, gracias por haberme traído a este pueblo perdido del mundo cuyo nombre ni siquiera sé; amor mío, alma caritativa, añade algo al favor que ya me has hecho, alienta en mí la intuición y dirígeme hacia el penúltimo lugar; buen Dios, el de mis padres, el que sonríe y ayuda a los niños en sus primeros pasos; y su hijo mi señor Jesucristo, el favorito del Universo, la senda, la huella, Vía Láctea de mis mareas, sostén de mis disturbios, sosiego de mis pesares me acompañe en el camino y no me haga perderme de nuevo y tenga, entonces, que retornar y continuar mi vivir pecaminoso.
Se bebió el botellín casi de un trago y dejó la mayoría de las aceitunas. Salió al sol de la plaza del pueblo y se encaminó hacia la iglesia. Fue allí, en el atrio, donde se pegó el tiro.

Cuento

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 25/02/2012 a las 13:51 | Comentarios {0}


Capítulo 5. Ana


Cuando llega la hora de ir, Ana se pone nerviosa. Los ojos de Ana a sus cincuenta años. Los brackets de Ana a sus cincuenta años. Su piel tan cuidada. Los liftings de Ana. Las medias de Ana siempre sorprendentes. Los abrigos de Ana. Los labios con botox de Ana. Los términos ingleses en el cuerpo de Ana.
Cuando entra, Ana se coloca en la silla que se podría determinar como el centro de la habitación. Frente al espejo. Exquisitamente maquillada. Exquisitamente vestida. Exquisitamente peinada. Saca un cuaderno de marca y un bolígrafo de plata y esparce entre todos una sonrisa bien estudiada. Luego se coloca muy recta para que el sweater ceñido realce los implantes en el pecho de Ana. El perfume caro de Ana... su insondable verdad, sus anillos, sus complementos, sus collares de perlas salvajes, sus zarcillos de esmeraldas.
Ana: Bueno, es que tampoco tengo nada especial que contar. Para mí la vida es una ensalada, ya sabéis: de vez en cuando te encuentras un trozo de algo que no sabes qué narices es. Yo soy feliz. He venido a aprender algunas cosas. Creo que el camino espiritual, la comprensión de una misma, es algo excitante. Quiero saber. Me muero por saber. Quiero decir que por ejemplo cuando me puse los brackets, le pregunté de todo al dentista antes de hacerlo, bueno al ortodoncista, que menuda palabrita. Tengo menos de cincuenta de años y aparento menos de cuarenta porque para mí el escaparate del espíritu está en el cuerpo. Los demás te tienen que ver con un cuerpo juvenil, con una tersura de la piel que muestre que por debajo todo está bien prieto, que hay donde agarrarse con la seguridad de que no se te va a escurrir entre las manos. Soy muy deportista. Soy muy intelectual. Soy decidida defensora de la autoayuda y creo que todo el poder reside en una misma. Por eso a mí, desde hace muchos años, nada ni nadie me hace daño. Estoy casada con un hombre encantador que se pasa el día viajando y al que apenas veo. Creo que esa particularidad hace que nos queramos más. Cuando estamos juntos lo apuramos al máximo, ya me entendéis ¿no? Él también es fuerte, apasionado, detallista y romántico. Tenemos dos hijos que están estudiando en Princeton y me comunico con ellos por Skype. Sé que están bien. Los están preparando bien. Su padre y yo les hemos dado siempre lo mejor. Son unos buenos chicos. Así es que en general, puedo decir que vivo sola y muy acompañada. Bueno sola del todo no. Tengo a mi perrro Niles que es un encanto y que me hace mucha compañía. Y luego me paso el día de compromiso en compromiso, que si el gimnasio, que si una presentación, que si un mercadillo, que si un cóctel, que si una partidita de cartas, que si el dentista, que si la esteticien. La verdad es que no me aburro. Por eso digo que si estoy aquí no es porque tenga un problema o me sienta desorientada -no quiero decir por supuesto que ese sea vuestro caso- sino por ese afán de aprender, de saber de todo, de tener en forma el alma. Para mí estas sesiones son como la cinta en el gimnasio: una buena gimnasia espiritual. Siento no poder contar ningún conflicto, ningún trauma porque realmente no los tengo, ni los he tenido nunca. Mi vida es casi perfecta y añado el casi por no parecer arrogante. Sus cosillas tiene. Pero pequeñas. Insignificantes. Y bueno como estamos aquí para eso ¿no? (Ana mira a la Profesora y la profesora mantiene su gesto quieto sin asentir ni disentir) pues aunque he tenido que pensármelo mucho, sí que algunas cosillas no funcionan como debieran y quizá la que más me preocupe sea si Dios existe. Desde hace un tiempo, todas las mañanas mientras desayuno y miro a mi criada trajinando en la casa, sobre todo cuando enchufa el aspirador, me viene ese pensamiento a la cabeza, ¿Existe Dios? Y ése es el mayor problema que tengo ahora mismo. Todo lo demás es perfecto. Me siento muy afortunada. Mucho.
Y sonríe Ana y sus brackets brillan con las luces indirectas de la habitación y su mirada se pasea nerviosa entre nosotros como si esperara advertir reproche o duda o -quizá peor- cierto tipo de conmiseración. Se ha hecho el silencio. Se alarga. Ana enlaza sus manos. Mira a la profesora. Baja la vista. Se rasca con sus uñas largas y pintadas del color de las esmeraldas la parte superior izquierda de su labio, justo donde tiene un gracioso lunar. Todos escuchamos la lágrima al golpear contra su bolso de cuero. Todos vemos su sonrisa aniñada.
Ana: Es que a mí esa duda que os digo que tengo, me entristece mucho, mucho, de verdad...
Y durante un largo tiempo, muy largo, continuamos callados, escuchando la vida de los otros, hasta que la profesora habla.

Cuento

Tags : El espejo Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 04/02/2012 a las 13:06 | Comentarios {0}


Capítulo 4. Nuria


Nuria sabía que iba a morir pronto y aún así cada vez que entraba en el cuarto se miraba en el espejo y se arreglaba -aunque no hiciera falta- el pañuelo que cubría la calva de su cabeza. La leucemia avanzaba rápida. Había días en los que Nuria llegaba con una vitalidad insultante. Había días en los que Nuria no hablaba y mantenía la mirada en el suelo mientras sus manos, blancas y huesudas, se retorcían sobre sí mismas como si no pudieran desenredar el nudo gordiano de su vida y de su muerte. Había días en los que Nuria parecía que iba a morirse allí, delante de todos los pacientes, en plena sesión terapéutica. Había días en los que Nuria era bellísima, con esa belleza de los tísicos, con esa belleza de los enfermos. A menudo Enrique le decía que era igualita a Clauwdia, la enferma rusa de La Montaña Mágica. Enrique se repetía. Era un hombre que tras haber descubierto cierto ingenio en una frase, se agarraba a ella como si así, de alguna forma, el veneno de la teta de su madre fuera contrarrestado con la gracia madura, antídoto milagroso, de una frase que él creía afortunada. Nuria le solía responder que ella no leía y él aseguraba que la lectura aliviaría mucho su dolor. Entonces Nuria callaba para no dejarse ir por la ira o por la tristeza o por la desesperación o por la sorna porque todas estas reacciones -según el día- podía tener ella. A veces pensaba que Enrique se sentiría muy dichoso si pudiera acostarse con ella; sería algo así como una obra de caridad, podría contárselo a sus nietos: hace muchos años, niños, alivié la agonía de una mujer haciéndole el amor. Yo le decía, eres igualita a Clauwdia, etcétera.
Nuria era hermosa. Su extremada delgadez no impedía que sus ojos verdes fueran bosques que miran o sus pómulos fueran salientes de un acantilado que se enfrenta al mar con toda su dureza; su boca pálida, de labios gruesos, se abría en ocasiones en una sonrisa que parecía deslumbrar al propio espejo y tenía su voz la sonoridad grave y bien timbrada de una cantante que dejó hace años el cabaret; su cuerpo debió de ser, antes de consumirse, estilizado y voluptuoso; ahora la enfermedad la había ido deshilachando y había dejado como mojones de aquella belleza unos senos de limón y unas caderas antiguas. Vestía con la dulzura de la auténticas hippies y solía llevar en el escote o sobre su pecho izquierdo un broche de una libélula (la libélula vaga de la vaga ilusión...).
Nuria: La fatiga es agotadora. Y las náuseas. Hay madrugadas en que me despierto o me despierta el niño y tan sólo porque pienso que hoy es uno de los últimos días en que me podré levantar... los últimos días... intento no pensar en ello. Intento no pensarlo así. Otras veces la fatiga me lleva a mi propio velatorio. Me veo vestida con el vestido rojo, tumbada en el féretro, tras la ventana de la sala mortuoria del tanatorio de la M-30. Adolfo está con nuestro hijo en brazos. Ambos me miran. Yo quiero abrir los ojos pero una fuerza suave y amable me lo impide. Una voz me dice: no, no los abras; los asustarías. No quiero morir. Quiero aprender a morir. Por eso estoy aquí. Aprender a morir a los treinta y dos años, con un niño de tres y un marido al que encuentro encantador. No sé decirlo de otra forma. Noto en su mirada la tristeza. Siento el esfuerzo que hace por no llorar cuando me abraza por las noches y aprieta su pecho velludo contras mis costillas. Interpreto sus largas estancias en el baño. Y los silencios sentados en el sofá mientras vemos la televisión cuando el niño se ha quedado dormido y él, de repente, me coge la mano y la aprieta un poquito, muy poquito como si temiera quebrarme las huesos. Y yo no tengo fuerzas para mirarle con la intensidad de nuestros primeros años; siento la veladura que la quimioterapia ha posado sobre mis ojos; quisiera abrazarle, sentir que la enfermedad, por un segundo, no, no, ya puesta a desear, quiero media hora. Sí, sentir que la enfermedad por media hora ha desaparecido y puedo entregarle todas mis caricias, todas mis miradas, mi cuerpo entero. Mi cuerpo en el velatorio del tanatorio de la M-30; mi madre enjugándose las lágrimas y mi padre a su lado vestido con su uniforme de gala y aguantando las lágrimas como un pavo por la muerte de su hija. ¡Qué militar tan poco aguerrido! Le recuerdo los domingos por la mañana, en pijama y mandil, haciendo tostadas con mantequilla y tortillas francesas para toda la familia; en una radio escuchaba música clásica y solía canturrear mientras trajinaba. Luego se quitaba el delantal y nos iba despertando con besos muy pequeños en la nariz. ¡Qué pequeños los besos de mi padre! Me echará tanto de menos. Has de ser fuerte, le dije un día y él me respondió, No tengo que ser nada y menos aún fuerte. Nunca lo he sido. Tú lo sabes bien.
Hoy la oncóloga me ha regalado una sonrisa. No suele hacerlo. Es más bien seca. Imagino que será su necesaria armadura contra tanta muerte. Esa sonrisa me ha preocupado y se lo he dicho. Ella se ha puesto seria y me ha contestado: Las cosas no van bien. Cuando me lo ha dicho, no he sentido nada pero luego, al salir de la consulta, he querido estar en Formentera cuando tenía diecinueve años y Adolfo y yo hacíamos el amor y nos llenábamos el culo de arena. Recuerdo que mientras lo hacíamos vimos aparecer a unas vacas muy grandes, cerca de nosotros; se acercaron hasta la orilla y se quedaron mirando el horizonte. Yo me puse a reír y les grité: Pero seréis tontas, el espectáculo está aquí. Quiero volver a Formentera y que las vacas estén en la orilla y decirles: tenéis razón, el espectáculo está en el horizonte. Me aterra la agonía y el dolor de mi padre. No sé cuánto tiempo podré mantener el tipo. No sé morir.

Cuento

Tags : El espejo Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 03/01/2012 a las 21:37 | Comentarios {0}


Capítulo Tercero. Enrique


Enrique se sienta desde el primer día que entró en el cuarto a la izquierda del espejo. Es un hombre joven, de unos treinta y seis años, con la cabeza calva; es pequeño, menudo, de ademanes nerviosos y en su cara, como miniatura, se adivina la tensión y es su voz enronquecida, la que clama su represión de la cólera. Viste siempre de traje excepto cuando no va al trabajo -en una sucursal bancaria donde es cajero- y entonces viste vaqueros y pullover.
Desde el primer día mostró una actitud racional, con esto se define la actitud del hombre que está dispuesto a entender lo incomprensible; también se intenta definir con el término racional la compostura de quien se encuentra realizando un máster de empresas: piernas cruzadas, postura relajada como dejando que el cuerpo se escurra un poco por la silla; la expresión corporal abierta de quien ha estado en muchas entrevistas de trabajo y sabe que cruzar los brazos denota cerrazón o que mirar de soslayo es una clara muestra de desconfianza; suele asentir a todas las enseñanzas de la Terapeuta (al principio escribimos Maestra pero iremos cambiando su denominación según de qué persona hablemos. Para Enrique la Maestra es su Terapeuta) con gestos y sonidos de aprobación.
Es -al igual que Luis- macho en la reunión de mujeres. Porque en las reuniones hay siete mujeres y dos hombres y esa situación, de forma civilizada, se muestra en ambos machos y en las siete hembras. Al ser civilizada, la manifestación de la masculinidad se da en el afán dominador y excelso de cada uno de los machos que se traduce en la exposición de sus conocimientos y en la dialéctica de la que hacen gala cada vez que tienen ocasión ya sea por exceso o por defecto. Colas de pavo real. Y una gran tristeza.
Enrique: Como acabas de decir (se refiere a lo que ha dicho la Terapeuta) la nutrición es fundamental. Entiendo perfectamente. Perfectamente. Podría decir que has abierto en mí una vía de conocimiento, has dejado con tus palabras en mí una camino por el que, sin duda, podré descubrir uno de -permitidme la broma- los arcanos de mi personalidad. Mi infancia, claro, mi infancia. Ahí está la llave. En ese mundo que viene dado como los libros contables con su debes y haberes. Yo recuerdo, bueno no lo recuerdo, la figura de mi madre. ¡Ah, sí, mi madre! Claro, mi madre. Has dicho (se refiere de nuevo a la Terapeuta) que cuando somos niños -por cierto en una imagen preciosa, preciosa, no exactamente preciosa, quiero decir, mejor, impactante, sí impactante- si nos alimentan con un biberón de leche y veneno -leche y veneno, impresionante- cuando seamos mayores creeremos que el veneno nos da la vida. Estoy muy de acuerdo. Sí muy de acuerdo. Sólo que yo quisiera, quisiera saber ¿cuál es el veneno de mi infancia? ¿por qué siento esta mansedumbre cuando estoy en la ventanilla del banco y veo pasar la vida como veo pasar los billetes de la caja a las manos de los clientes? ¿cuál fue ese veneno mezclado con el pecho de mi madre, la leche de mi madre? ¿qué se ponía en los pezones? Perdonad, ya sé que sois mayoría de mujeres. Espero que no os ofenda el uso de estas palabras. Quiero decir, ¿qué leche me dio mi madre? ¿la envenenó ella? ¿la envenenó mi padre? Quiero decir ¿le pondría poco antes de la toma -por seguir con su hermosa imagen- veneno de mansedumbre? ¿Por eso me siento manso? ¿Me pellizcaba mi padre? ¿Me sometía en la lucha del amor por mi madre que era su mujer? Eso quería decir. Pero muy bueno, muy bueno ¿eh? todo lo que dice. Estoy muy de acuerdo. Me abre la mente. Me, me enseña, seguro. Seguro. (Se hace un silencio. La Terapeuta le hace un gesto para seguir ella hablando)Sí, sí, siga. No tengo nada más que decir por el momento. No molesto ¿no? ¿Puedo hablar siempre que lo necesite?

Cuento

Tags : El espejo Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 27/12/2011 a las 20:34 | Comentarios {0}


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