Antes de morir Abel Mendes se dirigió a una iglesia. Estaba al fondo. En una plaza. Nunca había estado en ese pueblo. Era pequeño. Los alrededores eran inmensos secarrales, tierra marrón. Sin la alegría de un verde, siquiera un chopo, un alto y solitario chopo.
					 
Horas antes Abel Mendes había cogido un autobús, el primero que saliera dijo en la ventanilla de la primera empresa de transportes que encontró. Y dijo que el trayecto era hasta el final. Hasta el final del viaje. El autobús apenas si se llenó. No más de siete personas. Entre ellas una niña y un hombre grotesco en todas las proporciones. Cuando el autobús arrancó y salió, Abel Mendes cerró los ojos y se quedó dormido hasta el final del viaje. Descendió y en un barucho de pueblo entró y se pidió una cerveza muy fría, muy fría, por favor, helada si la tiene, recalcó. El tabernero hizo un gesto extraño como si le hubieran hablado en una lengua desconocida y sin responder echó mano en la hielera y le abrió un botellín. No le dejó vaso. Sí le puso unas aceitunas muy verdes de aperitivo. Muchas aceitunas. Demasiadas, pensó Abel Mendes. Demasiadas. La cerveza no estuvo todo lo fría que hubiera deseado. El sitio al que había ido a parar le pareció lo justo. Una bendición. Una bendición de Dios. Una bendición más de Dios. Así iba añadiendo palabras Abel en su cabeza. Sintió ganas de rezar y juntando las manos se recogió y oró en silencio, Dios mío de mi corazón, sustento mío, gracias por haberme traído a este pueblo perdido del mundo cuyo nombre ni siquiera sé; amor mío, alma caritativa, añade algo al favor que ya me has hecho, alienta en mí la intuición y dirígeme hacia el penúltimo lugar; buen Dios, el de mis padres, el que sonríe y ayuda a los niños en sus primeros pasos; y su hijo mi señor Jesucristo, el favorito del Universo, la senda, la huella, Vía Láctea de mis mareas, sostén de mis disturbios, sosiego de mis pesares me acompañe en el camino y no me haga perderme de nuevo y tenga, entonces, que retornar y continuar mi vivir pecaminoso.
Se bebió el botellín casi de un trago y dejó la mayoría de las aceitunas. Salió al sol de la plaza del pueblo y se encaminó hacia la iglesia. Fue allí, en el atrio, donde se pegó el tiro.
					 
					 
				 Horas antes Abel Mendes había cogido un autobús, el primero que saliera dijo en la ventanilla de la primera empresa de transportes que encontró. Y dijo que el trayecto era hasta el final. Hasta el final del viaje. El autobús apenas si se llenó. No más de siete personas. Entre ellas una niña y un hombre grotesco en todas las proporciones. Cuando el autobús arrancó y salió, Abel Mendes cerró los ojos y se quedó dormido hasta el final del viaje. Descendió y en un barucho de pueblo entró y se pidió una cerveza muy fría, muy fría, por favor, helada si la tiene, recalcó. El tabernero hizo un gesto extraño como si le hubieran hablado en una lengua desconocida y sin responder echó mano en la hielera y le abrió un botellín. No le dejó vaso. Sí le puso unas aceitunas muy verdes de aperitivo. Muchas aceitunas. Demasiadas, pensó Abel Mendes. Demasiadas. La cerveza no estuvo todo lo fría que hubiera deseado. El sitio al que había ido a parar le pareció lo justo. Una bendición. Una bendición de Dios. Una bendición más de Dios. Así iba añadiendo palabras Abel en su cabeza. Sintió ganas de rezar y juntando las manos se recogió y oró en silencio, Dios mío de mi corazón, sustento mío, gracias por haberme traído a este pueblo perdido del mundo cuyo nombre ni siquiera sé; amor mío, alma caritativa, añade algo al favor que ya me has hecho, alienta en mí la intuición y dirígeme hacia el penúltimo lugar; buen Dios, el de mis padres, el que sonríe y ayuda a los niños en sus primeros pasos; y su hijo mi señor Jesucristo, el favorito del Universo, la senda, la huella, Vía Láctea de mis mareas, sostén de mis disturbios, sosiego de mis pesares me acompañe en el camino y no me haga perderme de nuevo y tenga, entonces, que retornar y continuar mi vivir pecaminoso.
Se bebió el botellín casi de un trago y dejó la mayoría de las aceitunas. Salió al sol de la plaza del pueblo y se encaminó hacia la iglesia. Fue allí, en el atrio, donde se pegó el tiro.
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Cuento
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 25/02/2012 a las 13:51 |