Ahora está el río. Lo huelo. Sé que esta a mi derecha por donde se alza una muralla verde de árboles y matorral. La muchacha me espera. Ahora está el río. Cuando llegue y la aviste me quedaré desnudo, como mi madre me trajo al mundo, por mucho que yo no lo pidiera. Ninguno nacemos. A todos nos nacen. Lo que luego ocurra, por muchos que se empeñen en decir lo contrario, no está en nuestras manos. La cabeza suele ir por sendero distinto al de la vida. Nunca imaginé que la conocería. Tampoco nunca había pensado ni en el pueblo donde la vi por vez primera ni en la poza con cascada donde nos bañamos por primera vez. Gemma se llamaba. No sabía hasta ella de la existencia de ese nombre ni que fuera la más famosa de las Gemmas una italiana a la que le cortaron los pechos por defender su virtud. Mártir de la honestidad. Esencia de virgen. Nada de eso sabía. Nada de eso pensaba cuando a duras penas me abría paso por la muralla verde que daba al río. Cómo sudaba. Cuánto la deseaba. ¡Qué jóvenes éramos! Ella era yonkie y aún así quería verse conmigo. Ella era pálida como la heroína y eso le daba un aura de languidez que a mí me enloquecía, joven poeta romántico, chico que empieza a vivir. Por fin la muralla se fue convirtiendo en murete y pronto empecé a escuchar el devenir de las aguas del río. El sol estaba en lo alto. Me quité la camiseta. Sudaba. Quería lanzarme al agua. Llegar hasta ella buceando. Sorprenderla con mi boca entre sus muslos. Besarle los labios inferiores. Beberme como néctar su flujo. Al fondo, por fin, la vi. Tenía el pecho al aire y llevaba puestas unas bragas blancas con puntilla. Estaba subida en una peña que se alzaba en mitad de la poza. Tras ella caía la cascada de aguas cárdenas y espuma blanca. Me vio. Me miró lánguida. Alcé mi mano. Me saludó. ¡Gemma! grité. Ella sonrió. ¡Gemma! grité de nuevo justo antes de lanzarme al agua y nadar a crawl hasta la peña. Al llegar me encaramé a ella. Me desnudé entero. Me comí su boca y me comí sus pechos. Ella jadeaba y me llamaba por mi nombre con su voz rasgada como una cortina de terciopelo. El agua caía, caía su pelo sobre sus hombros. El sol derramó sobre nosotros sus bendiciones y nos amamos.
No desfallecer. Ir al vacío. Ahí está la respuesta. Mirar los libros. No abrirlos. Contemplar. Sabes. Quedarse dentro del agujero. Reivindicarse la existencia, las horas pasadas a solas con los libros. Haber navegado por ellos como la tarde navega por el paisaje enfermizo de un jardín en el convento de las monjas. Haber sido monja. Haber cruzado el Danubio en el siglo XIII. Visitar a Magherite Porete. Haber llorado como Julian Sorel. Esos lugares. Los cosmos. Las ideas sobre ese espacio inmenso y hueco, Una pelota en una cueva. Un cordón como serpiente. La suerte de haber llegado el primero. Haberse quedado solo. Prepararse para la buena muerte. No la que te mata sino la que te muere. No desfallecer. Ni ante el sarcasmo del buen amigo. No hay autoridad que te sorprenda. Sabes que los poemas de Catulo no son su biografía. Eso lo sabes. Lo aprecias en lo que vale. En esa labor has de seguir. Hasta el último aliento. Por el puro placer. Mañana -si no esta misma noche- volverás a Foucault o a Graves. La noche. Sí, la noche. Eso has de seguir haciendo. Mover los dedos. Hacer digitaciones. Vigilar la espuma de la orina. Manejar con destreza la excitación que te ha producido esta tarde el recuerdo de un culo amado. Limpiarse. Mirarse. Cortarse las uñas de los pies. Ir erguido por el valle. No desviar la mirada. Eso has de hacer. También mañana. Aún con el sol. Por mucho que sea verano.
Alma: No la conocía mucho. Sólo desde hacía unos días. Me dijo, ¿Por qué no vamos mañana a la playa? Era verano. Yo le dije que sí, claro. Nos fuimos juntas a la mañana siguiente. Anduvimos por un camino en el bosque, un bosque de pinos, que moría en una playa de arena y piedras. El sol lucía alto cuando nos tumbamos. Ella dijo, Estamos solas. Tomemos el sol desnudas. Nos desnudamos. Nos tumbamos. Cerramos los ojos. Pasó el tiempo. No sé si me quedé dormida. No sé si soñé pero cuando fui consciente de nuevo de mí, estaba húmeda, una cantidad tremenda de flujo, inundaba mi coño. Tragué saliva. Estaba excitada. Abrí los ojos y lo primero que percibí fue un par de muchachos que al verme mirarlos se escondieron tras unas plantas. Se lo dije, le dije, Krista, unos muchachos nos miran. Ella dijo, Pues que miren. Estoy húmeda. No me importaría si... Yo le respondí que también lo estaba. Déjalos, me dijo. Nos dimos la vuelta. Nos pusimos de espaldas, con los culos al aire. No sé el tiempo que pasó hasta que los muchachos se acercaron. Se pusieron en cuclillas cerca de nosotras. Abrí los ojos. Vi cómo Krista agarraba el miembro empalmado de uno de ellos y lo acariciaba. El otro estaba a mi lado, muy rojo, muy excitado pero no se movía. Yo tampoco me movía, sólo sentí la humedad de mi coño y el deseo que tenía de que me follara. Krista se puso a su muchacho encima. Se puso bocarriba. Abrió las piernas. Se metió la polla del muchacho y me dijo, ¡Cógete al otro! ¡Folla! Lo hice. Lo cogí. Le bajé el bañador. Tenía una polla dura y grande con un gran glande rojo como las fresas salvajes. Me la metí. Se movió. Me corrí como una bestia. Nunca, jamás me había corrido tan intensamente. Me corrí varias veces. También Krista se corría y gemía y agarraba mi mano. Le dije al mío que no se corriera dentro. Pero se corrió dentro. Me lanzó una gran cantidad de semen. Mi coño era un estanque. Apenas descansamos. Les comimos las pollas y los muchachos se corrieron en nuestras bocas. Me gustó tanto el sabor a almendras de la lefa del mío que me volví a correr. Los muchachos se fueron. Nosotras nos quedamos desnudas, abiertas las piernas para que la brisa entrara en nuestros coños y los aliviara del ardor. Me excitaban los muslos torneados, los pechos tersos, la boca hinchada de Krista. Nos masturbamos la una a la otra. Nos corrimos una vez más. Reímos. Más tarde nos bañamos. Luego nos fuimos. En la casa que había alquilado me esperaba mi novio. Por la noche me lo follé y volví a correrme como nunca hasta entonces y como nunca después. A las pocas semanas aborté.
Cuento
Tags : Cuentecillos Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 29/06/2025 a las 18:42 |
Estaba la esquina. El tránsito. Sólo consistía en torcer y encarar una calle nueva. Estaba la tarde que se iba haciendo vieja. También había una bandada de estorninos y un plumín de acero en el suelo. Lo miraba todo y no miraba nada. Tampoco le parecía una gran decisión torcer la esquina y encarar la calle. Era como la venas que no duelen.
Habían pasado muchos años y las secuelas seguían ahí, dando por culo. El tránsito se había hecho. La madurez se había consumado. Los textos lo decían. Las lecturas se apilaban. Seguía disfrutando con una cerveza fría y con el olor que el calor deja al anochecer en una ciudad llena de asfalto en lo alto de una meseta que no llega a ser altiplano.
La mirada se iría encorvando. La meditación no se haría mecánica. Le asaltarían cada vez pensamientos inesperados y debería desecharlos como se ha de hacer también cuando cualquier tipo de amor se ha consumido. Juntaría las manos. Sentiría un ligero escalofrío en el lado izquierdo del rostro y la emoción del tiempo quedaría marcada en su piel.
Ya no se volvería loco. Llamaría a alguien para decirle una verdad amable, de esas verdades que surgen cuando pasa el tiempo y parece éste un analgésico que mitiga tantos dolores que permite decir esa verdad, Te he echado de menos, ¡Qué tontería fue! Ya ni me acuerdo.
Al fin quedará el silencio. Una lluvia a destiempo. Un abrazo largo. La mirada que se fijó en un estante. Los huesos fuertes. La miel por la garganta. Unos labios que le recordaron a otros labios. La figura que se aleja. La reverberación del aire. El tiempo de la canícula cuando el calor vuelve locos a los perros y éstos aúllan tanto que hay que acudir a los cementerios para que se callen.
No hay más. La noción quizá. Esa espera que se alarga y es mansa. No, no hay más. No quiere ocultarlo. No va a ocultarlo. Aprendió que los dolores hay que sacarlos y luchar con ellos a brazo partido para alcanzarlos y abrazarlos y condolerse porque duelan tanto. No hay más. Una sustancia. Una queja. Una mano. O una pisada en los guijarros.
Si dijeras espina. Esa palabra que saliera de tu boca. A medianoche. Desde la lejanía. Esa palabra: espina. Se hiciera luego el silencio y respiraras. La palabra. La respiración.
Él la escucharía. En su oído resonaría la palabra espina. Su latir se aceleraría. Probable que se produjera una subida de la tensión arterial. Se quedaría callado. Respiraría con la ansiedad que tiene desde hace años, en algunos momentos de algunos días. Cuando sabe que esa palabra: espina, no significa en sí misma nada.
Callada. Al otro lado. No sabrías si estuvieras muy cerca por qué estabas tan cerca o si muy lejos por qué tan lejos. Por qué desde tan lejos habías llamado para decir espina y quedarte callada, sabiendo, como sabes, que con toda probabilidad tu respiración se escucha al otro del teléfono y él que la escucha no va a colgar, no lo hará.
Ese es el tiempo que le ha tocado vivir. En un mundo donde los niños palestinos comen arena y alguien dejó una cría de gato en una caja en la basura y él, esa misma tarde, la escuchó maullar. Llegó hasta ella. Vio que aún estaba viva. No supo si recogerla. Pensó entonces que qué iba a hacer él con una cría de gato. No quería un gato. No quería cuidar ni una sola noche a un gato. Pensó si la naturaleza era la encargada de resolver ese tipo de cosas. ¿Duele mucho morir de hambre?
Tú a lo mejor dirías una vez más la palabra espina.
Escribo espina como podría escribir cualquier otra palabra. Quizá imagino espina porque la relaciono con el gato que ha encontrado él y relaciono ambos hechos ahora. La primera vez que escribí espina no había llegado el gato. No sabía como iba a seguir este cuento. Ni tan siquiera había imaginado que el narrador se iba a hacer presente en estas cursivas.
Al cabo de un rato colgarías. Sentirías la inutilidad del gesto.
El escucharía el corte de la comunicación. Colgaría a su vez. Se quedaría mirando la pantalla del teléfono. Le vendría la imagen de la cría de gato, arrebujada en una caja de cartón, una caja húmeda tras la tormenta que acababa de caer. Miraría la pantalla y se le encogería el ánimo y se sentiría despiadado y tendría el impulso de ir a la basura con una linterna y ver si la cría seguía allí, aún viva y la tomaría y la llevaría a su casa y le daría un poco de leche y la colocaría en un lugar caliente y a la mañana siguiente la llevaría a un centro de protección de animales.
Tú también te quedarías un rato mirando la pantalla y te meterías de un solo trago el vino que te quedaba en la copa. Era hora de irse a dormir. No era hora de arreglar nada.
Cuento
Tags : Cuentecillos Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 24/06/2025 a las 23:46 |
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Cuento
Tags : Cuentecillos Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 02/07/2025 a las 18:56 |