Inventario

Revista literaria y artística escrita y dirigida por Fernando Loygorri

Escrito por Isaac Alexander

Edición y notas de Fernando Loygorri


Desnudo sobre Vitebsk. Marc Chagall. 1933
Desnudo sobre Vitebsk. Marc Chagall. 1933

XIII
     En lo alto de la cumbre dirijo mi mirada a la luna, junto mis manos e inclino mi cabeza ante ella.  No es un gesto religioso. No considero la luna una diosa a la que adorar. Es un gesto estético. Entiendo la estética como el descubrimiento en la realidad misma de la fuente de la vida. La estética es pues celebración de la vida.
     R., la hermana de K. fue mi Luna en el paso de la niñez a la juventud. No la adoré sino que la vi como una fuente de vida. Fue la primera vez en la que sentía que estar cerca de alguien me proporcionaba un aumento de la vitalidad; me hacía sentir unas inmensas ganas de vivir y al contrario cuando estaba lejos mi ánimo se agostaba y me parecía que la vida era oscura sin ella como noche de luna nueva.
     Me sorprende cuando pienso en ella, en aquellos años de la infancia, que todo este afán de vivir, esta voluntad de alcanzar un día más, de ver los colores del mundo un día más, de aspirar el aire que nos insufla la vida, tenga como base primera un hecho que ocurrió hace unos 1000 millones de años: cuando se produjo el paso de las células procariotas a las células eucariotas. Las células procariotas son aquellas que no tienen núcleo -son las células de las bacterias- y las eucariotas son aquellas que sí lo tienen y en su interior guardan el tesoro del ADN. A partir de ese momento se produce un movimiento vital mediante el cual se deduce que es bueno mezclar ADNs distintos para generar vástagos semejantes. Del mundo bacteriano se deriva el nacimiento de la sexualidad y de la sexualidad como función reproductiva llego a ver a R. como fuente de vida, mi luna, mi Otra, mi deseo. Incluso por puro reduccionismo podría llegar a pensar que el deseo es una cualidad bacteriana.
     Mucho antes de estas ideas, recuerdo a R. con dieciséis años una tarde de sábado. Era noviembre. Sábado 17. Ese día se celebraba el cumpleaños de su madre y K. me invitó a merendar con ellos; según me dijo el día anterior, había sido su madre quien había insistido en que me invitara. Hablaré de la madre de K. -E.W.- más adelante, si la vida me da para ello. De momento sólo decir que era una mujer de una belleza lánguida  a la que los dos abortos de mellizos hicieron mella para siempre en su carácter por más que según S., la mayor de las hermanas, su madre siempre tuvo una inclinación perversa a la melancolía. El sábado 17 de noviembre me presenté en casa de K. como un ramo de rosas blancas que la criada puso en un precioso jarrón de Sévres. En el salón se encontraba toda la familia reunida y cada uno de los hijos había invitado a un amigo. E. llevaba un vestido muy bonito con un estampado vegetal que le confería una cualidad de planta. No sé por qué aún hoy me sigue recordando -o me evoca- una palmera datilera. Cuando llegué todos rodeaban a la madre y un fotógrafo estaba a punto quemar el magnesio. E. lo detuvo. Me llamó y me colocó junto a R. ¡Cómo recuerdo aquellos cabellos: rayos negros de luz! Y su olor que era una mezcla de violeta y mujer. Aún soy capaz de recordar su mirada y el color de sus ojos verde aceituna que al mirarme sonrió. Sí, lo escribo bien: el color de sus ojos me sonrió. Entonces surgió el destello del magnesio y para siempre quedó inmortalizado ese momento en el que ella y yo nos estamos mirando: su mirada sonríe, la mía anhela.
     Poco más recuerdo de aquella tarde: que nos reímos jugando a la gallinita ciega; que llovía mucho; que la tarta era de merengue; recuerdo también un momento en el que se abrieron las ventanas y por ellas entró el otoño que se iba convirtiendo en invierno a marchas forzadas y por último recuerdo cuando R., en un rincón del salón, me preguntó si iba a ir con K. a la finca que ellos tenían a las afueras de P. para cazar jabalíes. Le contesté que no me había dicho nada. Me preguntó si me gustaría ir. Le respondí que sí siempre y cuando nadie me obligara a matar ni a comer jabalí. Me dijo que sería en un par de semanas. Entonces me cogió de la mano y me llevó con los demás para jugar a la silla.
     De esas sopas primordiales. De esos estallidos cósmicos. Hubo un tiempo en el que el oxígeno apenas sí tenía influencia en nuestro planeta y fueron las bacterias quienes a través de miles de millones de años empezaron a generar grandes cantidades de oxígeno por sus cambiantes formas de metabolizar los compuestos químicos que les permitían alimentarse y reproducirse. El aumento del oxígeno produjo un auténtico holocausto en la Tierra pero también dio lugar a nuevas formas de vida y una de esas formas de vida llegó a ser R. a la que yo sigo saludando como saludo a la luna, no como diosa sino como fuente de vida. Pura estética.
 

Narrativa

Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 30/07/2020 a las 14:30 | Comentarios {0}


Paseo. Es el calor del mundo. El pequeño abrazo del mundo. Una tarde julio. En un año de espera y de ausencia. El paseo, desorientado siempre quizá pensando el bien y haciendo algo parecido -y muy lejano- al pensamiento.
Paseo. Los rostros cubiertos por una tela que recuerda a quirófano y culpa. A veces, cuando me falta el aire, me viene a la mente mi madre y añoro con un dolor lleno de tristeza que nunca nos hayamos querido hasta no podernos ser sin el otro; haber querido a mi madre como dicen que a las madres se las quiere y que mi madre me hubiera querido como dicen que las madres quieren.
Paseo y sé que por algún espacio al que no alcanza mi necesidad de vivir y de ser, todo ha de venir de un lugar en el que el corazón al fin descanse y sienta que vivir es cualquier cosa. También merecer. Paseo y está la tierra seca. Se abre la tierra. Cruje bajo las suelas de mis botas. Mis botas. El paseo. Una muchacha que camina con un short rojo.
Este paseo, esta continuidad de los paisajes. Lo inalterable también. Lo realista también. Las decisiones también. Las no/decisiones también. La idea de esta tarde que es de domingo. El calor que está arrasando fuera. El canto del grillo. La carrera del conejo. La continuidad de los paisajes. Ahora con las mascarillas. En un mundo desconfiado del aire. Donde apenas se puede respirar. Ahí me encuentro con este paseo, este paseo apenas de un instante en las dimensiones eónicas. Allí bajo la encina descansa la piedra. Allí nostalgia del mar. Volver al mar. El verano era la humedad del mar y las siestas tras la playa donde amar era fácil y la tormenta tenía su gracia y el piano, la mano que lleva la música hasta lo más alto. La risa alegre de mi padre, antes de la ira de mi padre; el cuerpo hermoso de mi madre en su madurez. Una mujer hermosa. Los días de la infancia. No haber llegado hasta aquí. No haber llegado con la dicha de la calma (si es que en la dicha la hay. Si es que la calma -budistamente- está cerca del bienestar).
Todos paseamos por esta larga alameda. A veces se cruzan nuestras miradas. A veces se juntan nuestras bocas. También relucen navajas y se tiñe de sangre una tarde de invierno. Paseamos arriba y abajo. Una tarde y otra. Un cruce de miradas, un beso en la boca, una navaja entonces. Paseo y me detengo. He visto en las aguas de un estanque mi rostro reflejado. Hacía mucho que no lo veía. Ya está viejo. Tiene más miedo. Porque ya sé que no hay vuelta atrás. Porque ya sé que la vida es una novela que no se puede corregir. Porque aprietan los días. Mis rostro entonces se aja porque se asusta y piensa como si fuera un grito dado en un gran cañón, ¡No hay vuelta atrás! Ese grito resuena. Un día y otro día. Una tarde y otra tarde. Un paseo y otro paseo. Por la misma alameda cuya única virtud es que a veces parece distinta.
Paseo agreste. Teclas de un piano que al ser pulsadas sugieren el concierto nº 3 de Rachmaninoff. Recuerdos de los paseos nocturnos. Recuerdos de lo que no será nunca. De lo que ya nunca pasará. MI madre me abraza. Mis hermanos me sonríen. Mi padre se siente orgulloso. Baja el telón.
Eunuco de Palacio. Beijing. Siglo XIX
Eunuco de Palacio. Beijing. Siglo XIX

Miscelánea

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 26/07/2020 a las 17:46 | Comentarios {2}


Escrito por Isaac Alexander

Edición y notas de Fernando Loygorri


El coleccionista de postales de Edgard Degas 1866
El coleccionista de postales de Edgard Degas 1866
XII
     Tardé mucho tiempo en darme cuenta de lo extraño de K. R. Quizá fueron cinco o seis meses o quizá fue todo el curso. Sé que más no. Sé que en el verano ya lo sabía. Recuerdo el primer verano en el que K. y yo ya éramos amigos. Acabábamos de cumplir los catorce años. En realidad él los había cumplido. Él era el mayor de nosotros dos. Sólo que yo era el mayor de mis hermanos y él era el cuarto de cinco. Esas posiciones en las que crecimos tienen una gran importancia. La posición en una familia es tan importante como la posición de los números en las cifras. Y además estaba su rareza. La rareza de K.
     S.R. era la hermana mayor de K, luego venía R. también chica, el tercero fue un chico Ch. luego nació él y por último vino al mundo la pequeña J. Entre su hermano Ch. y él pasaron dos años en los que la madre abortó dos pares de mellizos, en ambos casos chica y chico. No es esa la rareza de K. No en aquel momento. Mucho años más tarde sí hablamos de lo que podía haber supuesto para la familia el hecho de aquellos abortos. Sobre todo para su madre E. W. una mujer -decía S., la mayor- con una sensibilidad difícil, algo que se iba a ver acentuado a partir de los abortos. He escrito S. la mayor y no la primogénita porque a efectos legales el primogénito era el primer varón.
     Nada hay como el despertar al sueño del amor. R. la segunda hermana, fue mi primer amor y S. fue el segundo y J..., bueno a J. he de dejarla para más adelante.
     Por capricho vuelo de una cosa a otra y retomo entonces la rareza de K. La pelea por el papel de Ofelia fue a mediados de un mes de octubre; nos hicimos amigos tras la función de navidad y en febrero se podía decir que éramos íntimos. Es decir habían pasado unos cinco o seis meses. No sé muy bien si fue en febrero o a principios de marzo. Sólo recuerdo que era por la tarde, estaba a punto de anochecer, nevaba copiosamente sobre las aceras de la ciudad. Íbamos hacia su casa  para merendar y pasar la tarde con sus hermanas (yo ya me había enamorado apasionadamente de R.) cuando me fijé en que K. siempre me pedía que me pusiera a su lazo izquierdo cuando íbamos juntos. Recordé que alguna vez se lo había preguntado pero él había comentado que era sólo una manía, que todos tenemos derecho a un numerus clausus de manías. Quizá fue la luz  de esa tarde o una intuición que percibe el ojo antes que el cerebro. Sólo sé que pensé, Apenas he visto su perfil derecho. Eso pensé. Apunto de cumplir catorce años quizá no sea un pensamiento muy usual . Es lo bueno de esa edad que casi todos somos inusuales. Así es que cuando llegamos a su casa y tras merendar, mirar a R. -no, ahora no es el momento de R.-decidimos jugar a la oca. (Algún día querré hablar yo también del juego de la oca). Y ni corto ni perezoso me busqué las maneras de quedar al lado derecho de K. durante la partida. Quería conocer mejor su perfil. Eso quería. Y lo que descubrí es que ese perfil era raro porque estaba ciego. K. era tuerto y lo que tenía en la órbita de su ojo derecho era un ojo de cristal pero tan perfecto, tan exactamente igual que el verdadero que era casi imposible descubrirlo. Fuera seguía nevando. Me distraje de K. mirando a R.; recuerdo que aquel día aún estaba vestida con el uniforme del colegio y llevaba su pelo negro recogido en dos coletas y cayó en el pozo dos veces.
 

Narrativa

Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 22/07/2020 a las 17:30 | Comentarios {0}


Escrito por Isaac Alexander

Edición y notas de Fernando Loygorri


Santiago Rusiñol y Ramón Casas retratándose. 1890. Cuadro pintado por ambos artistas
Santiago Rusiñol y Ramón Casas retratándose. 1890. Cuadro pintado por ambos artistas

XI
     Cuando echo la vista atrás siento algo que pugnaba por estar dentro. No sé cómo avanzará esta reflexión. Es un momento delicado. El descubrimiento de las soledades*. Dice mi viejo amigo E. D. que el mal es el no reconocimiento del Otro y su libertad. Yo he sabido que sólo reconociendo al Otro, entregándome al Otro, dada mi vida completa al Otro, mi intimidad más íntima, he sabido digo, que sólo así podría un día volver a mí y hurgar en quién es el Señor de mi Ser y todo ello no con el afán de quedarme ahí, contemplándolo como si contemplara a un Dios en su infinita luz porque el Señor de mi Ser es Oscuro es Sombra sino para volver de nuevo a alejarme de él y contemplar la síntesis que se ha forjado entre lo Otro de mí y el Señor de mi Ser.

     El Otro de mí es, entre otras cosas, una forma distinta de entender el mundo de tal forma que si uno se entrega al Otro, tras preguntarle -metafóricamente si se quiere- ¿quién eres tú?, desde ese momento sabes -si aceptas su ser, si él te lo ha dicho (aunque sea falso lo que te haya dicho. La verdad la descubrirás más adelante [la verdad no es sino la actualización cerebral de la realidad, un acto neuronal] y entonces decidirás y la decisión te llevará a graves conflictos y los conflictos generarán nuevos mundos y quizá te lleven a nuevos Otros)- sabes, escribía, que tu totalidad, tu Mundo vivido, va a cambiar.

     El Otro de mí se concreta con el nombre propio o con el nombre común de Amigo. Del Enemigo, si tengo gana, hablaré más adelante porque lo que me interesa ahora es saberme en estas soledades a partir del Amigo. Un día, hace muchos, muchísimos años, conocí a K. R. Estudiábamos ambos en el Instituto S. de la ciudad de P. Este Instituto S. era el más valorado de la ciudad y de él habían salido camino de la Universidad los que más tarde se convertirían en los prohombres. Tanto K. como yo pensábamos pertenecer a esa élite, queríamos pertenecer a esa élite. Nuestras familias querían que perteneciéramos a ella igual que ellos -nuestros padres- pertenecían y los padres de nuestros padres y los padres de los padres de nuestros padres habían pertenecido. En realidad tanto la familia de K. como mi familia eran miembros Fundadores de la Élite de Prohombres de la ciudad de P.
Dos eran las actividades en las que más se desarrollaba ese espíritu de vanguardia del pensamiento: las clases de teatro y las clases de retórica u oratoria. Ambos brillábamos en ambas; estábamos, por decirlo de alguna manera, condenados a querernos y como no podía ser de otra manera nuestro primer encuentro fue un encontronazo. Nada mejor que una buena pelea inicial para fraguar una amistad eterna. K. y yo luchamos por conseguir el papel de Ofelia y a tal violencia llegó nuestro enfrentamiento que me acabó rompiendo el dedo meñique de la mano derecha y tuve que renunciar a Ofelia y a cualquier otro papel que habría resultado anacrónico con escayola (parece ser que en el siglo XVII las fracturas no se enyesaban). Lo que no hice fue delatar a K. y puse como motivo de la rotura del dedo, un tropiezo en noche de niebla a orillas del lago. Como no hay mal que por bien no venga, K. interpretó una Ofelia preciosa, como tan sólo se puede hacer siendo un joven de diecisiete años y tuvo además una segunda consecuencia: la simpatía de K. hacia mí.

    El perro Hamlet se llama así porque duda, ¿es cierto? y como homenaje a mi primer encuentro con K.

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* Es este texto el primero** en el que Isaac descubre el sentido de sus reflexiones, descubre la intención de las soledades. Ha devenido solo. Quizá porque en ese momento de su vida -principios del siglo XXI- ya podía volver a su fundamento, incluso debía ir un poco más allá, debía de llegar -como escribe un poco más adelante- hasta el Señor de su Ser. Lo que se podría llamar de muchas maneras de las cuales yo no voy a nombrar ninguna para que cada cual que lea, le aplique su propio nombre. 

** El primero según ordenó los textos Isaac, no según el orden que yo les estoy dando.

 

Narrativa

Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 16/07/2020 a las 19:30 | Comentarios {0}


Escrito por Isaac Alexander

Edición y notas de Fernando Loygorri


Sobre metamorfosis y semejanzas
Sobre metamorfosis y semejanzas

X

     Posiblemente sea más joven. En color. Mi prima P. es rica. También más joven. Se ha quedado con la casa de su madre en el centro de la ciudad. Una casa en la calle San Juan. Pienso mientras me abre la puerta en el Apocalipsis. Siempre me atrae mi prima P. Nunca se lo he dicho. Hay cosas, pienso, que no hace falta decir. Se ve en la mirada. La mirada tiene un agujero que lleva hasta las ganas. Ganas de amar. Ganas de asesinar. Ganas de sorber. Ganas de morir. Parece que hace tiempo que no nos veíamos. Creo recordar que hablamos de banalidades. Me fijo -como no puede ser de otra manera- en que sus manos son delicadas y sus pecas siguen adornando sus mejillas con la misma ingenuidad que en la niñez. Tengo la sensación de que me resulta recargada la decoración: muebles pesados, de maderas viejas -castaño, roble, ébano-, fotografías enmarcadas en marcos de plata,una gran cantidad de lámparas de mesa y por lo tanto una gran cantidad de mesas y mesillas; cuadros en las paredes, figurativos todos, con escenas bucólicas y un desnudo de mujer que tiene un parecido más que casual con P.  a la que sigo por un pasillo en cuyas paredes dos estanterías muy estrechas contienen viejos libros con lomos de cuero; el cuero de P., pienso mientras acaricio uno de ellos que resulta ser De rerum natura que me lleva a la naturaleza de mi prima, a su desnudez y siento el capricho de ver sus pezones en ese mismo momento, de pedirle con mi voz que se abra la blusa, se suba una de las copas del sostén y me enseñe el pezón al que genéticamente me siento unido; ella -mientras yo pienso estas sabrosuras- me comenta algo de la venta de la casa y de que cabe la posibilidad de que unos ciudadanos chinos interesados en comprarla aparezcan en breve. Arguyo algo. Le digo que yo no había avisado, que si lo desea cuando vengan yo me voy. Me dice que no, que mejor que me quede, que me haga pasar por su marido. Bromea con algo parecido a que los chinos respetan más a una mujer casada que a una solterona. Las caderas de P.. Esas caderas miro mientras nos dirigimos al salón donde se encuentra el mirador y en el mirador las plantas de ultramar que le dan un aspecto de interior pintado por una mano que aunara el exotismo de Frida y la sencillez del Adouanier. Nos sentamos en un tresillo estilo Imperio. Nos miramos a los ojos. Se ha desabrochado un botón de su blusa -¿se lo ha desabrochado ella?- y veo el encaje del sostén de color rosa palo. Quisiera sentarme junto a P., acercar mi mano, subir su falda hasta donde los muslos pierden su nombre y sonreír. Llaman al timbre de la puerta. La atmósfera que quizá se había creado, se rompe en mil pedazos. Corre P. a abrir. Son una pareja de ciudadanos chinos. Ambos hombres. Vienen cogidos de la mano. Visten trajes de chaqueta de lino. Se dirían amantes mellizos. Hablan un español femenino y sensual. P. me presenta como su marido. Yo sonrío como marido de P. y les invito a que miren la casa sin prisa. En realidad les digo, Miren la casa sin prosa... porque en el aire ha quedado el aroma del sexo de mi prima; no el sexo de su coño sino el sexo de su sudor. Pienso en mi capacidad perruna, en mi olfato prodigioso, en la cadencia de las caderas de P. pocos minutos antes mientras la escucho a lo lejos vendiéndoles las maravillas de la casa de su madre a la pareja china. Me sirvo un dry martini mientras espero. A cada sorbo que doy me lleno de una tristeza que ya no me abandonará.

Narrativa

Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 12/07/2020 a las 14:35 | Comentarios {0}


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