Inventario

Revista literaria y artística escrita y dirigida por Fernando Loygorri

¿Glosas?



Supongamos que lo hice. Por azar de la noche. Por el viento que domina el sueño y lo mece y lo transporta, ligero, hasta los bordes del descenso. Caigamos, me digo. No te arrepientas, me digo. No veo de tan profundo lo hondo ni la tierra. Sobre mí la danza de las nubes, las que nunca nos dejan, las que son más que sombras de nosotros mismos, esas nubes atroces que van abarcando más y más capas del mundo; esas nubes que sueñan cataratas altas como las cimas de los Titanes y desean con sus largas lenguas de algodón lamer hasta la última herida, saciarse con la humedad de la tumefacción, alardear de gotas, alardear de la vida que desafía el desafío del sol. Supongamos que he dicho que sí a todo y que aún así mis manos recorren el mundo y nada logra matarme, dejarme seco como la estaca que quizás hace algún tiempo le lancé a mi perro cuando él corría y a mí me gustaba verlo correr y que hoy, hoy por la tarde, por el gusto de alguna parte del Alma del Mundo que decidió sugerirme la posibilidad de aquella estaca, tan larga, tan ligera, tan amarilla sopa de fideos, volviera a mi mano, yo me agachara para cogerla y pensara que quizás no hace mucho, no, no hace mucho. Supongamos la hidra siempreviva pegada a la roca de mi jardín. Supongamos de la desolación y la quimera y juntémoslas en una misma emoción cuya imagen sea la barquilla al pairo en mitad de un enfado de Océano; seamos valientes. Yo me apunto. Supongamos que lo han conseguido: ya han llegado los tiempos oscuros; quieren acabar con la democracia no porque no funcione sino justamente porque, con toda la humildad y todos los desencantos, funcionó. Supongamos, y no es mucho suponer, que al Poder no le gusta la Igualdad. Supongamos que me como el caramelo y que la niña de la que me enamoré siendo yo un niño, está justo en este momento, pasados casi sesenta años, pensando también en mí. Supongamos la memoria. Analicemos las teclas. Dejemos que el viento de la destrucción acabe con todo. Supongamos todo lo que hicimos. Supongamos todo lo que comimos. Comiéndonos a nosotros mismos. Vamos, ¡Supongamos! una y otra vez, una y otra vez, ¿recordáis el hámster en su ruedita? Supongamos que sí, una y otra vez y otra y otra y otra vez.
 

Ensayo poético

Escrito por Fernando García-Loygorri Gazapo el 15/12/2025 a las 19:50 | Comentarios {0}



      Lo dijimos tan alto. Vibraban nuestras gargantas. Era allá arriba. Todavía con fuelle. Me dijiste que bajara y la lluvia tembló de contenta. El mundo era azul y amarillo con su poquito de verde. Cantaban las aves como si realmente existiera el Paraíso. ¡Qué suave sonaba la cascada! ¡Cómo tu pelo corto y tu cara seria caminaban de la mano con tu vicio! ¡Y qué hermosos eran (los vicios)! sobre todo si se marcaban en las venas de tus brazos y coloreaban de hígado enfermo tu esclerótica. Incluso el beso que no nos dimos tuvo algo de carnal.
      Aquel día sin embargo no estabas viciada. Viniste limpia y con sonrisa. Parecías una muchacha normal que se ha vestido con unos vaqueros y una camiseta para dar una vuelta por la montaña y que ha venido a buscar al muchacho que le gusta porque es verano y viene de lejos. Aquella mañana era la eternidad. Así fue para nosotros. Así nos cogimos de las manos para ayudarnos a escalar y cuando llegamos a la cima de una de las montañas, nos sentamos y fumamos en silencio mientras mirábamos el mismo mar azul intenso picado de blancos. También el beso que no nos dimos tuvo algo de carnal. Fue allí donde de repente, como ocurren los grandes cambios en la vida, gritaste bien alto y yo te acompañé y grité lo mismo y vibraron juntas nuestras gargantas.
      Aquel invierno te vi por última vez. Habían dejado abierto la mitad superior del ataúd. Casi no estabas en esa carcasa. Sólo quedaban de ti los labios que en vida también estaban siempre morados. Me incliné sobre ti. Nada me importaba que alguien nos viera. Quería besar tus labios al menos una vez. Lo hice. No tuvo nada de carnal.
 

Cuento

Tags : Cuentecillos Escrito por Fernando García-Loygorri Gazapo el 14/12/2025 a las 19:39 | Comentarios {0}


Poco antes de morir, mi padre me dijo una de las frases más hermosas que me han dicho jamás (y que jamás me dirán). Estábamos merendando en el Vips de la calle Velázquez esquina con Lista. Nos acompañaba Gustavo, un muchacho emigrante que lo cuidaba por las tardes. Mi padre estaba ya en silla de ruedas y apenas podía hablar tras haber tenido un cáncer de laringe. Cuando terminó de dar un sorbo a su café, me miró con sus ojos tristes y pequeños y me dijo: Fernando, si por algo agradezco la enfermedad que tengo es por haberte podido conocer. Mi padre y yo nos conocimos, al final de su vida, mediante la correspondencia epistolar que empiezo a publicar.
Cuando murió mi padre las cartas -que yo le enviaba en papel, por correo postal y que él guardaba en uno de los cajones de su mesa- desaparecieron. Menos mal que yo guardé copia de ellas.
Transcurridos más de veinte años, siento el deseo de escribir sobre la verdad y creo que estas cartas son lo más sinceras de lo que era capaz. Las escribí entre los treinta y uno y los cuarenta años, es decir, durante la edad conflictiva.



12 de Octubre de 1996
 
                        Querido padre:
 
            Cuando llega el frío a Wotopinga, la isla se queja y cruje. Porque el frio provoca una introversión en las almas de estas gentes y eso los entristece. Para estar en paz, como dice Listia, sólo basta no pensarse uno mismo. Para estar en paz, como dice el Buda, tan sólo hay que no desear. Ambos pensamientos nacen de un principio: no esperar los frutos de la acción sino sencillamente actuar. También nuestros poetas han hablado de esta quietud. Para mí el que mejor lo ha hecho es Antonio Machado, mi maestro, en su poema Consejo: Sabe esperar, aguarda a que la marea fluya, así en la costa un barco, sin que el partir te inquiete. Todo el que aguarda sabe que la victoria es suya, porque la vida es larga y el arte es un juguete y si la vida es corta y no llega la mar a tu galera, aguarda sin partir y siempre espera  que el arte es largo y además no importa.

           Esperar es vivir. Lo demás es impaciencia. Impacientarse es morir más deprisa. Los wotopingueses, pueblo de sangre caliente y pasión en su cuerpo; pueblo moreno, danzón y cariñoso; pueblo hospitalario y bullanguero, no soportan el paso de Bóreas por su costa. Hay un día de octubre, hacia nuestro día del Pilar, en que el horizonte norte de la isla Wotopinga se cubre de una franja morada de nubes; al principio es una franja leve, tan fina que permite ver el cielo bajo y sobre ella pero cuando llega el crepúsculo, la franja ha engordado y bajo ella el mar adquiere una tonalidad achocolatada como si el fondo quisiera regurgitar, elevarse o simplemente ser superficie. La noche llega llena de viento y rugen los bosques y brama la arena.
 
            El cielo está gordo. La luna, anoche, no nos mostró su culo lleno y manchado. Las hojas de los castaños amarillean. El río se oscurece. Las calles de la ciudad están vacías. Sólo huele a pan horneado a fuego de leño. En lo alto del monte Sajibel los sacerdotes llaman al dios del Cielo Azul para que vuelva pronto a estar con ellos. Mi perro blanco y canela apoya su hocico en la balaustrada de piedra y mira a través de los arabescos a unos lemures. Mi gata parda y blanca acaba de comerse una polilla, se atusa los bigotes y se corta las uñas. Ya se ve la cortina de agua que avanza desde el norte.
 
            ¿Soñamos juntos esta noche palmas gitanas? ¿Soñamos juntos esta noche un mar mediterráneo, la mar suave invitándonos a hundirnos en ella? ¿soñamos alejarnos juntos, tú eres mi padre, yo soy un niño?, ¿soñamos nadar a crawl hacia la boya? ¿sentimos que lo importante es nadar juntos no llegar a la boya?
 
            La acción es la persecución de un objetivo, su consecución no es acción. No hay que conseguir para estar vivo. Hay que perseguir.
 
            Listia es la hechicera de la isla Wotopinga. Es una mujer de noventa años sin apenas arrugas y con el pelo oscuro. Listia todas las mañanas, pasea por su presente con la mirada fija en el segundo que pasa. Luego se purifica comiendo una ensalada. Tras la purificación canta. Quien acude a Listia se sentirá cobijado. Listia no cura, ni es filósofa, ni es galena, ni es sacerdotisa, pero Listia sana, filosofa, conoce el mundo de las plantas y habla con los dioses porque los dioses la llaman. Una mañana, al poco de llegar yo, se acercó a mí me dijo: "Hijo qué sangre tan sucia llevas". Y siguió su camino. Por la tarde apareció de nuevo, seguida por nueve gatos, entró en mi casa, encendió el hogar, echó unas plantas, dejó que hirviera la infusión el tiempo necesario y reposara. Me la ofreció en un cuenco de corteza de coco. Yo la bebí. Cuando la terminé me sonrió y dijo: "La sangre se ensucia cuando se tiene miedo a vivir". A la mañana siguiente eché de mi cuerpo todas las miasmas, sentí el cuerpo renovado,  el líquido que aviva las vísceras no pesaba, el cristalino de mis ojos era la trasparencia de la poza más pura de la cordillera del Himalaya; veían mis ojos la energía de los colores, oían mis oídos el trino más agudo de los pájaros, sentían mis manos las texturas más suaves de los pistilos más pequeños de la flor más microscópica, gustaba mi boca el sabor del aire, olía mi nariz tus manos impregnadas de cebolla.
 
            Wotopinga en español quiere decir: "Ausencia de Mal"
 

Epistolario

Tags : Cartas a mi padre Sobre la verdad Escrito por Fernando García-Loygorri Gazapo el 12/12/2025 a las 19:39 | Comentarios {0}


Poco antes de morir, mi padre me dijo una de las frases más hermosas que me han dicho jamás (y que jamás me dirán). Estábamos merendando en el Vips de la calle Velázquez esquina con Lista. Nos acompañaba Gustavo, un muchacho emigrante que lo cuidaba por las tardes. Mi padre estaba ya en silla de ruedas y apenas podía hablar tras haber tenido un cáncer de laringe. Cuando terminó de dar un sorbo a su café, me miró con sus ojos tristes y pequeños y me dijo: Fernando, si por algo agradezco la enfermedad que tengo es por haberte podido conocer. Mi padre y yo nos conocimos, al final de su vida, mediante la correspondencia epistolar que empiezo a publicar.
Cuando murió mi padre las cartas -que yo le enviaba en papel, por correo postal y que él guardaba en uno de los cajones de su mesa- desaparecieron. Menos mal que yo guardé copia de ellas.
Transcurridos más de veinte años, siento el deseo de escribir sobre la verdad y creo que estas cartas son lo más sinceras de lo que era capaz. Las escribí entre los treinta y uno y los cuarenta años, es decir, durante la edad conflictiva.



8-10 de Octubre de 1996
 
 
                        Querido padre:
 
            La taberna del puerto tiene una barra hecha con bastos troncos de madera, el mostrador, sin embargo, está hecho en ébano y se recubre con un cristal de Venecia del siglo XIV que trajo a estas tierras un tal Salvador Ichaso, cristalero vizcaíno que anduvo por los mares en busca de un mineral imposible.
 
            El tal Salvatore creó leyenda en la isla de Wotopinga. Aún hoy cuando alguien realiza un trabajo minucioso o cuando una comida sabe a viento y vida o cuando nace una criatura sin dolor, los wotopingueses exclaman: "La mano de Salvador se ha posado sobre este trabajo, esta comida, esta criatura".
 
            A parte del cristal, Salvador trajo a Wotopinga otros inventos maravillosos.
 
            La primera vez que los habitantes de la isla escucharon los sones de una guitarra, sus corazones se detuvieron, sus alientos no respiraron, sus miradas se clavaron en las notas de la música que flotaban entre las palmeras, los enebros y los castaños, sus manos sintieron la caricia de la rasgadura, sus pieles se erizaron y los lamentos de la música les hicieron recordar momentos felices de sus vidas.
 
            La primera vez que probaron la tortilla de patatas frita en aceite de oliva de los campos de Jaén, los wotopingueses crearon canciones porque has de saber que los habitantes de Wotopinga son unos expertos cocineros y en la comida ponen todo su empeño y todo su cuidado.
 
            La primera vez que representaron la vida en un lienzo fabricado por Salvador, lloraron.
 
            Pero, al igual que los wotopingueses se prendaron de los conocimientos de Salvador Ichaso, el vizcaíno se prendó de los conocimientos de los wotopingueses.
 
            La primera vez que Salvador probó la langosta con esencias de nenúfar, estuvo en un éxtasis culinario durante más de cuatro días. Y dicen que dijo al despertar: "Nada me ha hecho saber más"
 
            La primera vez que Salvador untó su cuerpo con aceite de Salpapiedra (la salpapiedra es una planta que sólo se da aquí y que tiene la propiedad de secretear con la piel) estuvo riéndose toda una noche porque la salpapiedra siempre fue una planta chismosa y con el tacto narraba a Salvador secretos de juegos amorosos.
 
            Y cuando probó la ayahuasca revivió el día en que su tío abuelo Adeodato,  abate de Liébana, le narró al oído los mayores secretos mitológicos que recoge Plinio en su Historia Natural. Lo curioso es que por aquel entonces Salvador contaba con seis meses de edad.
 
            La taberna del puerto tiene en su haber la llegada de más de tres mil barcos de todas las partes del mundo, en sus mesas y taburetes, acodados en la barra y frente a las ventanas, murmurando letanías en las jambas de su puerta o silenciándose con el sonido de las meadas, la taberna del puerto ha acogido a más de cien mil marineros, a más de treinta mil mujeres, a más de tres mil perros, a una infinidad de insectos y a cuatro mariposas que despistadas se bebieron los restos de un vaso de ron creyendo que se trataba del polen de una flor.
 
            Mi casa mira al sur. El sol recorre a lo largo del día, en el sentido de la escritura occidental, los espacios abiertos del interior. Los animales buscan su calor y se quedan dormidos. El mar y el viento se han calmado. La arena muy amarilla tiene pisadas de gaviotas. El cielo azulísimo. Son las once y veinticinco de la mañana. No hay ni una nube. Me viene a la memoria una viñeta de Dumbo en la que el tío Gilito, a bordo de un yate estupendo, se quita su eterna levita para que la brisa marina desprenda de sus plumas el polvo de oro que le impide traspirar.
 
                        Un beso muy fuerte.
 

Epistolario

Tags : Cartas a mi padre Sobre la verdad Escrito por Fernando García-Loygorri Gazapo el 10/12/2025 a las 18:39 | Comentarios {0}


Poco antes de morir, mi padre me dijo una de las frases más hermosas que me han dicho jamás (y que jamás me dirán). Estábamos merendando en el Vips de la calle Velázquez esquina con Lista. Nos acompañaba Gustavo, un muchacho emigrante que lo cuidaba por las tardes. Mi padre estaba ya en silla de ruedas y apenas podía hablar tras haber tenido un cáncer de laringe. Cuando terminó de dar un sorbo a su café, me miró con sus ojos tristes y pequeños y me dijo: Fernando, si por algo agradezco la enfermedad que tengo es por haberte podido conocer. Mi padre y yo nos conocimos, al final de su vida, mediante la correspondencia epistolar que empiezo a publicar.
Cuando murió mi padre las cartas -que yo le enviaba en papel, por correo postal y que él guardaba en uno de los cajones de su mesa- desaparecieron. Menos mal que yo guardé copia de ellas.
Transcurridos más de veinte años, siento el deseo de escribir sobre la verdad y creo que estas cartas son lo más sinceras de lo que era capaz. Las escribí entre los treinta y uno y los cuarenta años, es decir, durante la edad conflictiva.



Retomo la publicación de las cartas
que le escribí a mi padre entre los años 1991-2000.
Para leer las tres anteriores puedes clicar
sobre este título resaltado en verde Sobre la verdad o
acceder directamente desde Seriales (a tu derecha en la página principal)


6 de Octubre de 1996
 
                        Querido padre:
 
            ¡Qué esplendor la luz de otoño!, ¡qué algarabía de colores!. El mundo en las tardes del otoño se apropia de mi corazón y lo seduce.
 
            Hoy Wotopinga se encuentra recubierta por un cielo color espiga en los aledaños del sol y luego, expandiéndose por todos los lados, el azul en otoño de las siete de la tarde, claro, limpio, casi trasparente.
 
            Miro el mar pardo; miro las montañas asombradas por su propia mole; miro un libro de Fernando Pessoa.
 
            Fernando Pessoa fue un poeta extraño y un hombre extraño. Creó a lo largo de su carrera lo que él llamó heterónimos. Un heterónimo es un alter ego literario de un autor, en este caso de Pessoa.
 
            Pues bien, para no hacer larga esta introducción un tanto académica, uno de sus heterónimos era Alberto Caeiro. Cuando Pessoa se convirtió en Caeiro, escribió este poema; corría el año 1912:
 
El Tajo es más bello que el río que pasa por mi aldea,
pero el Tajo no es más bello que el río que pasa por mi aldea
porque el Tajo no es el río que pasa por mi aldea.
 
En el Tajo hay grandes navíos
y todavía lo navega,
para quienes en todo ven lo que no está,
la memoria de la carabelas.
 
El Tajo baja de España
y entra en la mar por Portugal.
Todos lo saben.
Mas pocos saben cuál el río de mi aldea
y a donde va
y de donde viene.
Y por eso, porque pertenece a menos gente,
es más libre y mayor el río de mi aldea.
 
Por el Tajo se va al Mundo.
Más allá del Tajo está América
y la fortuna de quienes la encuentran.
Nunca nadie ha pensado en lo que hay más allá
del río de mi aldea.
 
El río de mi aldea no hace pensar en nada.
Quien está junto a él sólo está junto a él.
 
            Ahora cuando ya la luz decae y entran ganas de tomarse un chocolate con tostadas y hacerse un porrito, en fin, perdona, creo que lo voy a hacer y ahora mismo vuelvo... ¡a tu salud, compañero!... con esta luz he releído el poema de Pessoa y he recordado un viaje que hice hace ahora siete años a Lisboa. Iba con mi mujer, Concha; estábamos enloquecidos el uno con el otro, era nuestro primer viaje juntos, recorríamos una de las ciudades más bellas del mundo, en uno de los países más amables del mundo; estuvimos once días y durante la mayor parte del tiempo nos hospedamos en el Hotel Borges, en pleno Chiado; justo al salir del hotel, frente a nosotros, había una estatua de bronce de Fernando Pessoa sentado en un banco con su sempiterno sombrero y sus quevedos redondos.
 
            Uno de los momentos más vividos fue cuando en un día invernal y húmedo, un sábado creo, fuimos a visitar el Mercado de Santa Clara.
 
            De aquel viaje surgió un cuento que se llama "Lisboa, un Sueño". Cuando estaba escribiendo aquel cuento, en marzo de 1989, recordé el poema que acabas de leer y decidí hacerle un homenaje.
 
            Es curioso porque, siguiendo el juego iniciado por Pessoa con sus heterónimos, yo puse en boca de un tal Bernardo (nombre de un personaje de Pessoa) el siguiente texto:
 
                     El Rastro, que es un mercado callejero de la ciudad de Madrid, es más grande y más bello que el mercado callejero de Santa Clara en Lisboa, pero el Rastro no es más grande y más bello que Santa Clara porque el Rastro no es Santa Clara en Lisboa.
 
         En el Rastro hay infinidad de mercaderías y por allí aún pasean, para quienes ven lo que ya no pasa, importantes y menos importantes personajes de varios siglos.
 
         El Rastro está en Madrid y Madrid está cerca de Portugal. Todos lo saben. Pero pocos saben cuál es el Mercado de Santa Clara y a donde va y de donde viene. Por eso, porque es más anónimo, es más libre y mayor Santa Clara de Lisboa.
 
         Por el Rastro se conoce el Mundo, más allá del Rastro está París y el deslumbramiento de quien lo halla.
 
         Nunca nadie ha pensado qué hay más allá del Mercado de Santa Clara.
 
         El Mercado de Santa Clara no provoca pensamientos, quien está en él sólo está en él.
 
            Y así, transcurridos 77 años desde que Alberto Caeiro escribiera por primera vez este poema, ve la luz  de nuevo trasfigurado en un poema nuevo, escrito por alguien a quien nunca pudo imaginar Fernando Pessoa.
 
            ¿O sí pudo?
 
            Ya anochece. Ahora me despido de ti. Llaman a la puerta. Debe ser Penélope que algunas noches, aburrida de tanto tejer y destejer sola, se llega hasta casa y me narra con su escueto acento griego hazañas y prodigios de Ulises, su marido.
 
            Y para terminar esta tercera carta, algo literaria quizá, pero eso nunca es malo, transcribo un parte de la novela que empecé a escribir en septiembre de 1992 y que ya estoy a punto de acabar. El fragmento es un poema que escribe el poeta Valentín Vega desde la cárcel a su amada Bernarda. Estamos en los años cuarenta. Años duros. Años de miseria. Valentín está en la cárcel por motivos políticos.
 
A Bernarda
Dime si las voces se escuchan todavía,
amada,
ahora que la noche se cierne sobre el alma
escindida en lo más hondo de la ría
sobre la que navegamos sin saberlo.
Porque alejadas me llegan migrañas
de palabras, paramecios o amebas
que gritaran todas nuestras quejas
en la más profunda garganta oculta en la más
recóndita gruta, allá en la entraña
misma de la tierra, más aún, en el vientre del Universo.
Dime si el sol sigue tardando lo de siempre
en besar el horizonte o si los vencejos,
en la ciudad,
vuelan y se elevan, caen y remontan
el aire como aviones acrobáticos
pilotados por mujeres locas de alegría;
dime, vida mía,
si todavía me quieres y en tus recuerdos
mis labios y mis manos escriben sobre ti
la añorada estela blanca de la monotonía.
 
 
            Un beso muy fuerte, padre, te quiero.
 

Epistolario

Tags : Cartas a mi padre Sobre la verdad Escrito por Fernando García-Loygorri Gazapo el 09/12/2025 a las 18:40 | Comentarios {0}


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