Inventario

Revista literaria y artística escrita y dirigida por Fernando Loygorri

Escrito por Isaac Alexander

Edición y notas de Fernando Loygorri


Sobre metamorfosis y semejanzas
Sobre metamorfosis y semejanzas

X

     Posiblemente sea más joven. En color. Mi prima P. es rica. También más joven. Se ha quedado con la casa de su madre en el centro de la ciudad. Una casa en la calle San Juan. Pienso mientras me abre la puerta en el Apocalipsis. Siempre me atrae mi prima P. Nunca se lo he dicho. Hay cosas, pienso, que no hace falta decir. Se ve en la mirada. La mirada tiene un agujero que lleva hasta las ganas. Ganas de amar. Ganas de asesinar. Ganas de sorber. Ganas de morir. Parece que hace tiempo que no nos veíamos. Creo recordar que hablamos de banalidades. Me fijo -como no puede ser de otra manera- en que sus manos son delicadas y sus pecas siguen adornando sus mejillas con la misma ingenuidad que en la niñez. Tengo la sensación de que me resulta recargada la decoración: muebles pesados, de maderas viejas -castaño, roble, ébano-, fotografías enmarcadas en marcos de plata,una gran cantidad de lámparas de mesa y por lo tanto una gran cantidad de mesas y mesillas; cuadros en las paredes, figurativos todos, con escenas bucólicas y un desnudo de mujer que tiene un parecido más que casual con P.  a la que sigo por un pasillo en cuyas paredes dos estanterías muy estrechas contienen viejos libros con lomos de cuero; el cuero de P., pienso mientras acaricio uno de ellos que resulta ser De rerum natura que me lleva a la naturaleza de mi prima, a su desnudez y siento el capricho de ver sus pezones en ese mismo momento, de pedirle con mi voz que se abra la blusa, se suba una de las copas del sostén y me enseñe el pezón al que genéticamente me siento unido; ella -mientras yo pienso estas sabrosuras- me comenta algo de la venta de la casa y de que cabe la posibilidad de que unos ciudadanos chinos interesados en comprarla aparezcan en breve. Arguyo algo. Le digo que yo no había avisado, que si lo desea cuando vengan yo me voy. Me dice que no, que mejor que me quede, que me haga pasar por su marido. Bromea con algo parecido a que los chinos respetan más a una mujer casada que a una solterona. Las caderas de P.. Esas caderas miro mientras nos dirigimos al salón donde se encuentra el mirador y en el mirador las plantas de ultramar que le dan un aspecto de interior pintado por una mano que aunara el exotismo de Frida y la sencillez del Adouanier. Nos sentamos en un tresillo estilo Imperio. Nos miramos a los ojos. Se ha desabrochado un botón de su blusa -¿se lo ha desabrochado ella?- y veo el encaje del sostén de color rosa palo. Quisiera sentarme junto a P., acercar mi mano, subir su falda hasta donde los muslos pierden su nombre y sonreír. Llaman al timbre de la puerta. La atmósfera que quizá se había creado, se rompe en mil pedazos. Corre P. a abrir. Son una pareja de ciudadanos chinos. Ambos hombres. Vienen cogidos de la mano. Visten trajes de chaqueta de lino. Se dirían amantes mellizos. Hablan un español femenino y sensual. P. me presenta como su marido. Yo sonrío como marido de P. y les invito a que miren la casa sin prisa. En realidad les digo, Miren la casa sin prosa... porque en el aire ha quedado el aroma del sexo de mi prima; no el sexo de su coño sino el sexo de su sudor. Pienso en mi capacidad perruna, en mi olfato prodigioso, en la cadencia de las caderas de P. pocos minutos antes mientras la escucho a lo lejos vendiéndoles las maravillas de la casa de su madre a la pareja china. Me sirvo un dry martini mientras espero. A cada sorbo que doy me lleno de una tristeza que ya no me abandonará.

Narrativa

Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 12/07/2020 a las 14:35 | Comentarios {0}


Escrito por Isaac Alexander

Edición y notas de Fernando Loygorri


IX
     Provengo de algún lugar de Europa. Me jacto de tener sangre india en mis venas por la historia que me contaba mi madre de cuando su padre construyó unos ingenios de azúcar en Cuba. MI abuelo era cubano. Nació en La Habana. Yo estuve en La Habana. Durante el periodo especial. Quería conocer el lugar donde había nacido mi abuelo, no porque tuviera una relación con él -de hecho apenas lo conocí- sino por saber de dónde vienen los compuestos que conforman eso que llamo Isaac Alexander. No me gustó La Habana. No me gustó Cuba. La miseria vuelve miserables a quienes la viven. Estoy convencido de que una persona que no haya vivido en la miseria tiene menos posibilidades de ser un miserable. Escribo tanto sobre la miseria material como sobre la miseria espiritual. Yo anduve solo por La Habana durante treinta días y una mulata gorda y sucia me ofreció enseñarme el coño y comerme la polla por cuatro dólares, una negro flaco como el junco flexible que puebla la sierra de Guadarrama me quiso timar más de sesenta y cuatro dólares, un blanco miope me narró la tragedia de su vida para sacarme dos dólares, una jinetera con aspecto de hippie hizo el negocio del día con el dueño de un paladar y se sacaron entre ambos setenta dólares, un motoconchero me cobró quince veces el precio normal de un servicio por dejárselo a deber hasta el día siguiente; el bochorno de la ciudad de La Habana me producía alucinaciones; bebía tanto que de repente no podía soportar las ganas de mearme y lo acababa haciendo en las escaleras de cualquier portal; vagabundeaba por la ciudad y sentía que cada mirada era para sopesar la posibilidad de sonsacarme un dólar; ¡dólar, dólar, dólar! En La Habana volví a vivir la necesidad de los otros y cómo esa necesidad te obliga, te empuja a hacer lo que sea para sobrevivir un día más, un solo día más; los merodeadores del barrio viejo. Estuve en garitos de mala muerte. Estuve en el Club Habana con la hija de una amiga y las camareras llamaron a la policía secreta porque sospecharon que era un pederasta. Se lo comenté a la madre cuando le dejé a la hija al caer la tarde y me dijo que lo mejor era volver al día siguiente con ella para que nos vieran. Y fuimos y el taxista -que era un secreta- era el mismo que el del día anterior y yo le dije, ¡Qué lástima que en este país tan hermoso, las niñas no puedan estar tranquilas y ser niñas y los hombres no puedan ser decentes tan sólo por ser hombres! El secreta me miró por el retrovisor y calló y yo no pude evitar gritar, ¡Canallas! ¡Canallas! Yo estuve treinta días en La Habana no porque me agradara estar allí sino porque decidí que la miseria no me iba a vencer; decidí que esa ciudad de mierda, con esos habitantes sometidos a la pobreza no iban a poder con mi tendencia natural al amor, la amistad y la gracia; decidí que hasta que no empezara a sentirme a gusto en esa ciudad de mierda, hasta que no le quitara ese calificativo, mierda, no pensaba abandonar; decidí que tenía que reconvertir la pena en vasto amor y salir de la ciudad que vio nacer a mi abuelo con la cabeza llena de pájaros y no llena de carroñeros.
No lo conseguí porque mi recuerdo a día de hoy sigue siendo el mismo y no dejo de sentirme yo también miserable como si la miseria fuera un aire que sobrevolaba la ciudad de La Habana y cualquiera que anduviera por sus calles respiraba ese aire miserable y por lo tanto vivía de él, era él. Lo quiera o no, yo fui un miserable más en La Habana.
Niños de La Habana en 1900
Niños de La Habana en 1900

Narrativa

Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 09/07/2020 a las 18:28 | Comentarios {0}


Escrito por Isaac Alexander

Edición y notas de Fernando Loygorri


Una fábula. El Greco (1580)
Una fábula. El Greco (1580)

VIII

     El silencio tiene la humildad como aliada. He navegado estos días de silencio por mundos que parecerían que ya no son posibles para mí. Aseguro que son posibles. Hay un vehículo infalible para poder avanzar o retroceder en el tiempo. Lo hay en muchas casas. Cada vez en menos, es cierto. Cada vez en menos.
     Me es difícil estar callado. Quizá porque en el acto del habla la πρόσωπον, la máscara que todos nos colocamos delante de los demás, realiza mucho mejor su tarea: disimular la nada. Miedo a la vacuidad. Resistirse a estar vacío. Saberse, en el fondo, vacío. Y así: el conocimiento -el afán de conocer- no es más que una manera de intentar llenarse de algo como el glotón se llena si engorda en su engullir; como el libidinoso se siente vivo si fornica a destajo; como el avaro ve su vida reflejada en el metal de las monedas; como el soberbio se llena de sí mismo destruyendo al Otro; como el perezoso se llena tan sólo si vaga por la posibilidad.
     Siento el vacío cada vez más. Quiero decir: cada vez veo más vacío que lleno. Si miro un árbol se me resaltan las nadas que surgen entre las hojas; si observo a un bailarín veo más el movimiento del aire que crea con su cuerpo que su propio cuerpo; de hecho, algunas veces, he conseguido hacerlo desaparecer por completo como consigo a menudo hacer desaparecer los instrumentos que generan la música del Quinteto en do mayor de Schubert (también consigo vislumbrar la nada que es escribir Schubert) y en audiciones muy concentradas puedo llegar a escuchar la relación de alturas de los silencios como escucho la relación entre las notas. Porque el silencio tiene alturas de nada; alturas vacías en un espacio vacío -y por lo tanto sin posibilidad de sonido-. La otra noche, cuando apareció M. y me junté a ella desnudo, busqué los vacíos de su carne y los vacíos de la mía y creí intuir que es justo en esos vacíos, en esas nadas, donde se genera el placer y así, con los ojos abiertos, desenfoqué lo que miraba; la materia fue derivando de una masa homogénea y clara a una oscuridad densa -como agujero negro- en la que los sentidos se replegaban hasta dejar de sentir y en esa absoluta quietud, en ese sentir la nada, pude afirmar oscuridades luminosas, tactos sin textura, aromas inodoros, gemidos mudos, visiones ciegas y sabores sin gusto.

     Disolverse si ya no queda espera. Asumir el tránsito como la conciencia entre dos mundos desconocidos. Abrazarse al árbol y dejarse vencer por un recuerdo: la tarde del 16 de  febrero de 1944. Hamlet y Donjuán han corrido tras unos gazapos mientras yo recordaba. Corrían no para cazarlos sino para correr tras algo. Corremos tras algo que no queremos alcanzar, he pensado.

     La soledad es tan rehuida porque cuando estás dentro de ella, te asaltan imágenes, palabras, recuerdos a los que dejas ser. Los dejas en ti. Se mantienen en ti. No los puedes exorcizar con el Otro, el que te mira mientras le cuentas. Se mantienen en ti como la tarde del 16 de febrero de 1944. Cuando hemos vuelto a casa, una de las gatas me había dejado un gorrión muerto encima de la cama. No sé cuál de las dos ha sido aunque este tipo de ofrendas se las suelo otorgar a Aglaya porque me parece más ceremoniosa; si hubiera sido Euphosine la cazadora seguramente lo habría dejado tirado por cualquier parte o se lo habría comido.
He cogido el gorrión. Lo he envuelto en un pañuelo blanco de tela. He hecho un pequeño hoyo en el jardín. Lo he enterrado. Al entierro hemos acudido todos y yo me he encargado de decir una palabras bajo la indiferencia absoluta de mis acompañantes. He dicho, No verás más auroras. Tu canto se escucha ya en el Valhala y tu vuelo esparce en cada aleteo lluvia de oro sobre el Leteo. Recordaremos tu paso breve por este tiempo breve y las próximas libaciones las haremos en tu honor. Has de saber, querido gorrión, que no tuviste nombre propio y ese hecho te libera del sentimiento de pecado y del afán de pertenencia. Bajo la tierra de nuestro pequeño jardín, comienzas a ser alimento de otras vidas. Quizás en este mismo instante comienza la simbiosis entre tú y la tierra, justo en el lugar donde en unos años un peral dará sus primeros frutos. Bienvenido seas a la vida futura.

Narrativa

Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 04/07/2020 a las 19:37 | Comentarios {0}


Escrito por Isaac Alexander

Edición y notas de Fernando Loygorri


La Habana. Puesto de verduras en el Mercado Tocón en 1904
La Habana. Puesto de verduras en el Mercado Tocón en 1904

VII

     Gentes antiguas en una ciudad antigua. Tengo que marcharme. Quedan siete minutos para que salga el autobús que me devolverá a Madrid. Estoy en Reinosa. Pregunto a B. si llegaré a tiempo. B. mira a su hermana P. y ambas ríen. No lo saben. Debo intentarlo. Lo debo intentar por mí. No quiero seguir más tiempo en Reinosa. Estoy harto de los cantos de los mini-orfeones masculinos cántabros y sus canciones populares. Ha caído la noche. Debe de ser invierno. Ha llovido. Conduzco un coche que me han dejado y que he de dejar aparcado en el parking de la Estación de Autobuses. Voy muy rápido. Demasiado rápido para conducir por las calles de un pueblo. Pienso que cualquier imprevisto puede provocar una desgracia: un niño, una bici, una vieja, una pareja que se besa, una maceta, un derrape. Cualquier cosa, pienso, pero no aflojo. Quiero salir de Reinosa. Quiero volver a mi casa. 
La arquitectura de edificio de la Estación de Autobuses no se corresponde con la época en la que me encuentro. Parece un edificio de un siglo posterior, quizá de mediados del XXI. Todo hormigón, muy pocas aristas, con una extraña perspectiva que fuga cónicamente hacia un infinito que no debe de estar muy lejos. Las dársenas parecen pistas de aterrizaje. También me llama la atención la iluminación: una claridad oscura que sí se corresponde con la época en la que me debo encontrar: finales de los años setenta del siglo XX.
Llego a las taquillas. Pregunto si ha salido ya el autobús para Madrid. La taquillera mira a otra que está con ella y mientras mastica chicle como una hortera se ríe y me dice, No, no ha salido pero corra, corra,  a ver si se corre; mientras, la otra gime, Donne-moi! Donne-moi! Corro. LLego justo cuando la puerta se estaba cerrando. El conductor me abre. Le doy el billete. Me fijo en que lleva la bragueta abierta.

     Me palpita el corazón en exceso. No creo que llegue a taquicardia. Miro la lluvia que cae densa desde hace más de tres días. No recordaba tanta lluvia constante desde que salí de Polonia. Durante un tiempo fui tasador de bibliotecas*. En uno de mis viajes a una antigua abadía en Wittenberg cuyo abad quería desprenderse de gran parte de la biblioteca para acometer arreglos en los tejados, tuve el privilegio de tener entre mis manos varios incunables, alguno del siglo XIII con unas iluminaciones muy precisas. El día en el que tenía que llevarme los libros, llovía a mansalva. Es la única vez en toda mi vida en que he temido la lluvia. Incluso le recé para que no estropeara los manuscritos y llegaran sanos y salvos hasta Zurich donde Herr Pavel, el librero, esperaba el cargamento como agua de mayo para reflotar el negocio que estaba a punto de naufragar.

     He de ir a pasear.

     En el pueblo cerca del cual vivo hay una casa de comidas. Me gusta ir una vez a la semana. Sólo una. Me gusta crearme rutinas. Volverme rutinario. Hay temporadas en las que me dejo de afeitar no como un síntoma de dejadez sino como una nueva rutina; las hay en las que nada más levantarme me miro el interior de los párpados inferiores y según la coloración más o menos vívida decido si estoy mejor o peor de salud; las hay en las que me hago pajas sólo por las tardes o también en las que no me hago ninguna como forma de contención, como espejismo de que controlo mi vida y sus impulsos. Ahora, digo, he tomado la rutina de ir a comer una vez por semana a la casa de comidas del pueblo cercano al cual vivo. Sí, repito el enunciado con una leve variación. También sus dueños tienen sus rutinas y una de ellas es que cada día de la semana hay un menú, siempre el mismo menú para cada día. Hoy lunes el menú se compone de patatas guisadas, merluza a la romana con guarnición de lechuga, plátano, café y copa. Si se quiere comer otra cosa sólo puede ser a base de raciones.
La casa de comidas la regenta la señora Cristeta y su marido el señor Remigio y los fines de semana los ayuda la hija de ambos, Manuela se llama, una joven china que recién ha cumplido los veintiún años. Dilato el momento en el que vuelva a ver a Manuela. Sopeso la posibilidad de que la señora Cristeta tenga ganas de ser adúltera. Indago en el carácter de Remigio para saber si es manso o si es capaz de coger el garrote que tiene colgado tras la barra y partírmelo en el lomo tras descubrir -si se diera el caso, ya digo- de que Cristeta y yo nos hemos entretenido cualquier tarde de éstas hurgándonos en nuestros agujeros sensibles.

     A veces siento esta necesidad de reventar lo cotidiano como un mal tan necesario como el de crear rutinas.

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* Si quieren saber algo más sobre la labor como tasador de bibliotecas de Isaac Alexander, no tienen más que clicar en el nombre resaltado en verde en el texto  o buscar en los seriales en la página de inicio de esta revista. Tan sólo advertirles que no terminé de transcribir la serie. No recuerdo por qué. No siempre hay motivos.
 

Narrativa

Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 21/06/2020 a las 16:38 | Comentarios {0}


Escrito por Isaac Alexander

Edición y notas Fernando Loygorri


La musa y el muso
La musa y el muso
VI
     La nube se ha aposentado sobre nosotros. Día tras día los grises, los verdes y los ocres parecen empeñados en que nos olvidemos del azul.

     Ayer cuando la última luz estaba a punto de desaparecer, iluminó el camino que muere en mi casa el faro de una motocicleta. Yo estaba en el porche, sentado en una vieja mecedora que encontré en una almoneda a muy buen precio. Como hacía frío me había puesto la zamarra y me había subido el cuello. Aún llevaba puestas las botas de caminar y los calcetines gordos, los de lana. Las gatas estaban subidas en el alfeizar de la ventana derecha y los perros se secaban al amor del fuego de la chimenea. La lluvia que nos había acompañado a lo largo de todo el paseo, nos había calado. Nos gusta pasear con la lluvia. Siempre me sorprenden las miradas de Donjuán y Hamlet cuando sus caras están tan mojadas que todo el pelo se ha pegado y surgen, brillantes, sus ojos castaños; sus miradas parecen más infantiles; parecen mirar con más niñez el palo que estoy a punto de lanzarles o la pelota que no se ha perdido del día anterior. Un zoólogo -de cuyo nombre no llego a acordarme- asegura que los perros se aniñaron como mecanismo adaptativo para que los hombres los temiéramos menos que a sus hermanos los lobos.

     El faro de la motocicleta. Durante el paseo, mientras la lluvia caía sobre nosotros  -los perros husmeaban entre las jaras y los robles, se detenían en los musgos y escarbaban en la tierra hasta que alcanzada cierta profundidad hundían sus hocicos y aspiraban- he recordado un encuentro de juventud. En ocasiones la naturaleza me lanza hacia atrás. Memorias olfativas y táctiles. El poleo silvestre (me hubiera gustado escribir poleo salvaje) y justo a su lado la manzanilla. Tacto de lluvia junto al mar. Mediterráneo en septiembre. Camino desnudo por un sendero en el que pocos días antes he asistido al parto de un ternero. Recién la placenta en el suelo de tierra. Rodea el rebaño de vacas a la madre y la cría. Lo bello es el descubrimiento de la realidad misma en tanto origen de la vida. Es bello el espectáculo de placenta, sangre, carne y tierra mojada de líquido amniótico. También: cuando la vaca te mira no tienes la sensación de ser visto, sí de ser mirado pero no de ser visto. Cuando te mira otro ser humano siempre tienes la sensación de ser visto.

     El faro de la motocicleta se apaga frente al porche de mi casa. Calla el motor. Se acerca quien conduce. Se está quitando el casco cuando entra en el dominio de la luz. Es M. mojada por la lluvia que aún debe caer a lo lejos. Chorrean su chupa y sus pantalones de cuero. Se ha teñido el pelo de rojo. Me besa con pasión la boca. Comenta que necesita darse un baño y que prepare algo caliente antes de irnos a la cama. Me gusta que no me pregunte. Me gusta hoy. Tendré que decirle que no me gustará siempre.
 

Narrativa

Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 17/06/2020 a las 17:09 | Comentarios {0}


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