Inventario

Revista literaria y artística escrita y dirigida por Fernando Loygorri
Desnudo reclinado de Toulouse-Lautrec 1897
Desnudo reclinado de Toulouse-Lautrec 1897
Yo soy Satie y estoy componiendo Les gymnopédies. Es una tarde de noviembre y en París la lluvia cae torva como la mirada de las monjas cuando un hombre fija su mirada en sus senos; la tristeza no tiene lugar, compongo triste pero estoy serio y apenas si me importa lo que suena sino cómo suena y si las suspensiones que se producen entre las notas alcanzan a lo que mi imaginación quisiera. Yo soy Satie por mucho que nunca sea Satie; quien nunca seré será Paul Claudel ni aunque un daimon revestido de duende me jurara que si aceptaba ser Claudel podría escribir de un tirón Le soulier de satin. No quisiera estar en el cuerpo de ese fascista santurrón de mierda; no podría soportar abandonar a mi hermana Camille –que era una mirada esculpida en la mirada de la Diosa; que era el órgano esencial de la poesía; que era el cincel que perdura a lo largo de los siglos y que incorpora, extrañamente, la solemnidad de la locura en sus bronces- y dejarla morir olvidada y dejarla enterrar teniendo como única comitiva fúnebre a los empleados del manicomio en la que su hermano Paul la encerró y en el que murió sola, loca, esculpiendo el aire con su boca, absorta; no, jamás quisiera ser Paul Claudel. Sí Satie. Soy Satie y sé mirar el cielo que hoy al mediodía se mostraba imponente sobre los tejados del mundo: un cielo de nubes preñadas que pintaban las aguas de un pantano de un rabioso color plata.
La noche se acerca. Tiembla Paris. A lo lejos se levanta el monasterio de El Escorial donde, en su biblioteca, sostenido por la gorguera, un rey taimado lee un Libro de las Horas -quizás el del Duque de Berry-. Son los pabilos ardientes de las velas quienes me dictan las notas de la troisiéme gymnopédie y callo cuando observo que una salamandra huye del rey pegada a las paredes, camina y para, continúa y se detiene, respira hondo porque teme; llega al aire libre donde ningún halcón la espera.
Ahora encadeno tresillos; ahora se vislumbra a una mujer en su buhardilla; algunas noches la sombra de su figura se refleja en la pared del fondo de su habitación; con unos indiscretos miro su sombra que se lava bajo las axilas y luego, apenas una ligera variación en los infinitos del gris, se pone un camisón que ha de ser de tela ligera como el vuelo de la golondrina cuando llegue la primavera.
Soy Satie y no sueño.
Soy Satie y no rezo.
Llegará la aurora y seguiré componiendo. No voy a odiar a nadie esta noche. Con la manta por encima de los muslos, el calor se queda sobre mí; con el echarpe sobre los hombros puedo mover los brazos sin dolor. Mientras tecleo pienso, Sarabande; mientras me embeleso pienso, Grand Ballet; mientras me observo pienso, Le Tableau de l’opération de la taille. Soy Satie, Chaconne en rondeau.

Narrativa

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 05/11/2019 a las 21:32 | Comentarios {0}


A Julia, memoria viva


Encantamiento de Gao Xingjian 1940
Encantamiento de Gao Xingjian 1940
No sabe cómo decirte, cómo llegar hasta ti que te estás pudriendo aéreamente, ligera como la brisa de una mañana de primavera. Se produce ahora la muerte de la naturaleza y en poco tiempo -porque el tiempo de la vida es breve- todo reverdecerá y muchos ya no estarán para verlo. La vida se desentiende -y es sabio- de los deseos así como ocurre que el perro no sabe si la serpiente con la que juega habrá de inocularle el veneno que le llevará a dejar de respirar. Ser consciente de los miedos también es estar vivo y alguno dice que tan sólo se muere cuando se deja de ser necesario. Por lo tanto, te dice, sigues viva aunque te pudras en lo alto de tu nicho, en uno de los grandes cementerios de la ciudad, en el de las gentes humildes y ateas.
Él sigue aquí y debes saber -piensa- que la cizaña que le quiso meter la vieja zorra, ya no tiene efecto; es como si -experta herbetrice- hubiera descubierto el antídoto de la cicuta y ahora pudiera tomarla como si fuera aire de sierra, sal de mar, fruto de huerto y continúa pensando en ti buena y justa y recuerda cómo untabas el tomate en el pan en aquellas tardes tras el colegio o como recogías el embozo de las sábanas bajo la almohada antes de irte a tu casa -tan lejana tu casa, en el barrio obrero de Vallecas, en los años sesenta y setenta; aquellos años de los viejos vagones de metro donde aún había carteles que obligaban a dejar los asientos a los caballeros mutilados de la última guerra, que olían a madera podrida y tenían el traqueteo de los viejos trenes -los Rápidos- tan lentos porque paraban en todas y cada una de las estaciones para recoger algo que apenas hoy se estila que es el correo- y tras habernos alimentado con tu sana y robusta cocina manchega. No, la cizaña de la vieja zorra -la cual debe de estar purgando sus pecados en el infierno y su infierno será no poder contemplar jamás al único hombre que amó- ya no surte efecto y te vuelve a mirar y te vuelve a recordar como aquella mujer que temía el agua sobre su cabeza o que recordaba mientras freía unas albondiguillas cómo llegó a Madrid, en plena contienda civil, en un motocarro que repartía periódicos revolucionarios, ella tras los hatos, siendo una joven hermosa y brava como lo fueron tantas y tantas milicianas. Luego, un día, siendo él ya joven, le habló ella del silencio y el terror de la posguerra; le habló de un frío constante  y de eso que tan pronto se olvida de las dictaduras: la desconfianza para con el vecino.
No has muerto, Julia -piensa el muchacho que ya es un hombre mayor- porque tú eres la memoria de unos tiempos que, respondiendo al péndulo monótono de la historia, vuelven y aterran y nos hacen pensar que si aún nos queda un ápice de coraje, habrá que lanzarse una vez más a las calles para gritar de nuevo un ¡No Pasarán! aunque tú y él sepáis que como entonces ¡vaya si pasarán! Hasta entonces seguirá ejerciendo su deber de escribir y pensar desde la libertad que él mismo se permita y cuando llegue el próximo monstruo te sonreirá porque sabrá que aún con todo hubo seres humanos como ella que supieron rodear la desdicha sin caer en sus garras.
 

Narrativa

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 31/10/2019 a las 19:21 | Comentarios {0}


Ayer, al caer la noche sobre el camino, descubrió en una huella de mamífero el rastro de una lombriz. De inmediato un murciélago empezó a revolotear sobre su cabeza -y por ende sobre la tierra del camino- y dedujo que los nombres y los verbos son menos manipulables que los adjetivos. No le dio más importancia al pensamiento. Quería seguir caminando junto a su perra que estaba muy cansada tras haber corrido arriba y abajo en su afán por atrapar una pelota de tenis. El silencio le decía demasiadas cosas. Le venía a la cabeza la definición que al alma daba Teresa de Ávila, La loca de la casa la llamaba. El silencio le susurró que lo que entonces se llamaba alma ahora se llama mente y que los científicos no hacen sino lo que hacían los viejos sacerdotes de la ciudad-hierática de Uruk: ser los mediadores entre el macrocosmos de los Universos y los Dioses y el microcosmos de un hombre.
Se había levantado una brisa que quizá estuviera anunciando el final del verano. Temió que al llegar a su casa -que estaba en un pueblo pobre entre gentes humildes- el ruido la llagara hasta el extremo de dejarla triste. Echó cuentas y dedujo que aún no estaba premenstrual y que por lo tanto esa nostalgia que sentía por el mar, esa sensación de distancia que le llegaba a doler no tenía que ver con el estado que solía acecharle cuando el útero exigía ser vaciado. Ojalá lloviera, pensó y colocó las palmas de las manos hacia arriba como si con ese gesto, que es el gesto universal de la plegaria, pudiera provocar el conciliábulo de las nubes sobre su cabeza. No ocurrió así. El aire, sin embargo, olía a petricor -la sangre de las piedras- y dedujo que quizás en las cimas de las montañas, hacía apenas unos minutos, había caído un chaparrón y los buenos alisios habían transportado hasta ella esa sensación húmeda que provoca el olor de la tierra recién mojada por la lluvia tras tantos meses seca. Su perra se animó con el olor y movió el rabo delante de ella. Ambas rieron -o para no sobrepasar lo real: ella rió y la perra pareció hacerlo-. Entre la maleza se escuchó una carrera. Llegaron al principio del camino donde ella había aparcado el coche y cuando tomó la carretera que le llevaría hasta su pueblo, empezó a llorar como si sintiera por primera vez en su cuerpo la palabra congoja.
La mer orangeuse de Gustave Courbet
La mer orangeuse de Gustave Courbet

Narrativa

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 20/08/2019 a las 17:42 | Comentarios {0}


[...]
llegó. La playa no era como había imaginado, o como recordaba que la imaginaría, era mucho más plana; recordaba que al fondo se elevaban, suavemente, sí, pero era elevación, unas dunas de una arena naranja y tras ellas creía que vería una hilera de pinos tras los cuales se encontraría en un camino que le llevaría, a no más de seis kilómetros, hasta la puerta de su casa. Lo que tenía ante sí era muy distinto: la arena era negra de piedra aún no desecha por el tiempo y la sal; muy a lo lejos se vislumbraba lo que parecía ser un muro de color rojizo, rojo y rosa, o rosa subido de tono. Nada más que el rumor del mar se escuchaba y los azotes del viento que no encontraban obstáculo en su camino que hiciera que el tono variase; era un zumbar monótono y triste como las nanas de las mujeres viejas que las cantan sin ganas a niños que morirán de inanición o de guerra. Mucha parecía la distancia entre la arena negra y el muro rojo y más aún por las fluctuaciones que el calor, la humedad y el viento provocaban en la atmósfera y aún más porque se encontraba casi al borde del desfallecimiento tras llevar cincuenta y tres años a la deriva en aquella balsa que habían terminado de construir su padre y su tía justo antes de morir asados en una parrilla sacrificial. Los vio asarse y los escuchó gritar cuando ya vagaba a la deriva en un océano que aún no sabía que sería el espacio de su vida para siempre. Nadie le enseñó a navegar. Nadie le dijo, Esto se puede beber y esto no. Apenas supo llamar a las cosas por su nombre de tantas que se encontró y que nadie nunca le había dicho cómo se habían de llamar. Salió de la enfermedad como pudo haber muerto. Ni siquiera supo que era enfermedad lo que le mantenía débil durante largas y atormentadas temporadas. No aprendió a llorar. No se cruzó jamás con ninguna otra embarcación en la que también navegara a la deriva otro ser humano. Sólo recordaba -como si esa fuera su verdadera tabla de salvación- la arena blanca, las dunas naranjas, la hilera de pinos, su casa tras ella; ese recuerdo al que se añadía, a veces, la voz de su padre que pronunciaba palabras como Tijeras, Sarpullido, Cesta o Te quiero, fueron quienes le dieron el impulso para vivir un día más, un mes más, un año más. Cuando la noche anterior atisbó por vez primera tierra tras cincuenta y tres años por un océano salado y en continuo movimiento, dedujo que la única tierra que había en todo el océano era la tierra desde la que partió y así esperó que la corriente tuviera a bien llevarle hasta allá. No durmió. Apenas dormía. La primera luz de la mañana surgió a su espalda y se giró. Cerca, demasiado cerca como para no sentir temor, estaba la lengua de tierra. Un temor que se acrecentó cuando sintió que ponía los pies en un lugar quieto, que no se ondulaba, que no amenazaba con ser más impetuoso en el embate siguiente. Amarró como pudo la balsa a una roca -tocó la roca. Sintió lo seco- y se dio cuenta de que la playa no era como había imaginado o como recordaba que la imaginaría, era mucho más plana
[...] 
Blue seaweed de Jackson Pollock
Blue seaweed de Jackson Pollock

Narrativa

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 12/08/2019 a las 14:40 | Comentarios {0}


AP/25-TB/04*
* Para entender la signatura leer entradilla del primer capítulo



Las noches en las que se escuchan en la lejanía las ondas del mar tienen ecos de bajo romanticismo sobre todo para aquellos que no nacimos a orillas de ningún mar ni de río importante aunque la importancia de un río -como bien expresaba Pessoa- tiene más que ver con enlazar una mano deseada a su orilla que con las mercaderías de oro y plata que llegaran por sus aguas, río arriba; si además le añado la levedad de un visillo que se mece, suavemente, con la brisa y una luna que creciente se eleva, se produce en mí un deseo de cuerpo de mujer entre mis brazos. Así era el inicio de la noche en la mansión de Catherine Evans.
Serían las siete y media de la tarde cuando Madeleine entró en mi habitación. Yo estaba en ese momento tomando un baño muy caliente y me había quedado medio amodorrado; la criada entró en el baño sin el menor pudor. Me despertó su voz que decía, Le he dejado ropa de etiqueta para la cena. Según me dice la señora tiene la misma talla que su difunto esposo. Ahora, la verga la tiene usted mucho más grande y gorda. Ésa es verga de sangre. Y riendo salió. Yo también sonreí y me miré la verga -como la llamaba Madeleine- que estaba erecta como si los libros de la biblioteca, el recuerdo de las piernas de la viuda y los pechos generosos de la criada hubieran ejercido en mí de filtro de amor.
Me demoré en el placer del agua caliente, en la lentitud al afeitarme; gocé con el aroma de la loción y con una colonia con ecos de bosque que solía ponerme cuando en noches como ésta la sensualidad empezaba en los dondiegos. Dejé a mi pelo castaño claro que adoptase la forma que quisiera porque sabía que mi pelo ejercía cierta fascinación sobre los demás, no sólo sobre las mujeres, también sobre los hombres, unos con envidia y otros con admiración, solían hacer comentarios acerca de lo caprichoso de sus molduras y direcciones. Me dirigí luego a la alcoba y encima de la cama encontré un smoking blanco, camisa blanca con gemelos de oro y una pajarita carmesí. A las ocho y diez bajé al comedor. Nada más entrar Catherine me ofreció un martini seco con su correspondiente aceituna y puso música de Bill Evans a un volumen tan perfecto que me sorprendió. Le mesa había sido puesta con manteles blancos de hilo de Holanda, las copas eran de cristal tallado, las del vino blanco verde oscuro y transparentes las demás; me llamaron la atención unos aguamaniles con un craquelado que recordaba a los aguamaniles romanos -más tarde supe que eran originales, de la época del gran Calígula comentó Madeleine- en los cuales se representaban escenas orgiásticas; en el mío dos sátiros daban caza a una doncella que en actitud extática se dejaba arrancar la túnica. 
 

Narrativa

Tags : Escritos de Isaac Alexander Tasador de bibliotecas Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 16/02/2019 a las 19:50 | Comentarios {0}


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