¿Sería interesante comentar cómo acabamos cenando el hombre y yo? ¿Ayudaría a comprender los caminos que nos llevan a cruzarnos unos con otros? ¿Añadiría algo el que nos volviéramos a encontrar a la entrada de la pensión y que los dos fuéramos foráneos en la ciudad? ¿Quién fue el que dijo que iba a cenar solo? ¿Cuál de las dos miradas fue la que impulsó el que yo dijera que podíamos cenar juntos?
Tras refrescarnos un poco quedamos a las nueve de la noche en una terraza que había cerca de la pensión. Cuando yo llegué, él se acercaba. El inicio de la conversación fue usual, nos presentamos, nos dijimos nuestros nombres (¡qué importantes en un primer momento! ¡qué inútiles después!) y cenamos algo ligero más o menos en silencio. Luego él pidió un aguardiente de hierbas. Se había levantado un poco de brisa. Estábamos en una zona de la ciudad llena de extranjeros que buscaban en el calor una suerte de licencia para gritar, para beber, para besar. El hombre y yo, ya maduros, comentamos algo de nuestras respectivas juventudes. Él, tras el primer comentario, bebió, se encendió un cigarrillo y continuó hablando, Sabe, yo no debería estar aquí. Nada de lo que me está ocurriendo últimamente tiene la más mínima lógica. Hace tiempo quise dejar este oficio de viajante, sobre todo por mi hija a la que adoró. Me gusta pasar las horas con ella. También me cuesta, no vaya usted a creer que todo es un cuento de hadas. Cuesta tanto educar. Cuesta tanto regañar, negar las cosas, imponer un criterio. Duele, ¿sabe? Hace un mes y medio tuve que traerme a mi madre, está muy mayor y muy enferma. Me ha costado mucho dar este paso. Nunca nos quisimos. Es la típica historia de dos hermanos uno muy querido por su madre y el otro, en fin... ya me entiende usted. Mi hermano murió el año pasado. Se suicidó. No sabía vivir solo. Mi madre no le había enseñado a vivir solo. En eso tenemos que educar a nuestros hijos: que aprendan a vivir solos. Desde su muerte, mi madre no ha levantado cabeza. Al mismo tiempo que ocurría esto, mi mujer se lió con un alemán. Yo sé que si no hubiera sido él, habría sido cualquier otro. Hacía tiempo que ella y yo nos llevábamos mal. Ya no nos queríamos. Entonces me vi a solas con mi madre y con mi hija e intentando que ella no se enterara de lo que estaba pasando. No sé muy bien por qué no quería que lo supiera. Una tarde paseaba por la playa con una angustia tremenda, me pesaba el cielo, me pesaban los colores de la tarde, las risas de unos jugadores de fútbol. Me pesaba la vida y pensaba "Si no estuviera mi hija, si no estuviera mi hija..." ya me entiende usted... y allí, en el ocaso, surgió como una Venus una mujer de las aguas del mar. La pobre se había metido en un pequeño remolino y movía los brazos con cierta angustia. Yo la vi y me lancé a por ella. No crea que corría demasiado peligro, quizá había nadado demasiado y estaba agotada. Con un leve empujón salió del remolino. Llegamos a la orilla. Ella me miró agradecida y cuando consideré que ya se había repuesto del susto, me dispuse a despedirme. Ella me cogió de la mano y me dijo, No, no te vayas. El contacto de su mano fue, no sé, yo no creo en los milagros ¿sabe?, fue tan intenso, tan cálido y eso que ella tenía las manos frías de haber estado en el agua. Esa mano, sabe usted, esa mano me llevó hacia ella. No sé decirlo de otra forma. No sé... A partir de aquel día nos empezamos a ver. Quedábamos por las tardes. Yo llevaba a mi hija. Un día la invité a comer y le avisé de que mi madre estaba allí. Mi madre enferma. Mi madre amargada por la muerte de su único hijo. Le hablé de mi ex mujer. Le hablé de mi dolor. De mi desorientación. Todo en tan poco tiempo, sabe usted. Hay veces, a mí me ha ocurrido, en que el tiempo no tiene medida ¿Cómo era posible, me preguntaba, en las noches siguientes, junto al cuerpo de esa mujer tan hermosa, tan ligera, que estuviera ocurriendo aquello si yo, cuando la encontré, no tenía ganas de vivir y todo era denso como el mercurio? ¿Por qué, me preguntaba, por qué?
Tras refrescarnos un poco quedamos a las nueve de la noche en una terraza que había cerca de la pensión. Cuando yo llegué, él se acercaba. El inicio de la conversación fue usual, nos presentamos, nos dijimos nuestros nombres (¡qué importantes en un primer momento! ¡qué inútiles después!) y cenamos algo ligero más o menos en silencio. Luego él pidió un aguardiente de hierbas. Se había levantado un poco de brisa. Estábamos en una zona de la ciudad llena de extranjeros que buscaban en el calor una suerte de licencia para gritar, para beber, para besar. El hombre y yo, ya maduros, comentamos algo de nuestras respectivas juventudes. Él, tras el primer comentario, bebió, se encendió un cigarrillo y continuó hablando, Sabe, yo no debería estar aquí. Nada de lo que me está ocurriendo últimamente tiene la más mínima lógica. Hace tiempo quise dejar este oficio de viajante, sobre todo por mi hija a la que adoró. Me gusta pasar las horas con ella. También me cuesta, no vaya usted a creer que todo es un cuento de hadas. Cuesta tanto educar. Cuesta tanto regañar, negar las cosas, imponer un criterio. Duele, ¿sabe? Hace un mes y medio tuve que traerme a mi madre, está muy mayor y muy enferma. Me ha costado mucho dar este paso. Nunca nos quisimos. Es la típica historia de dos hermanos uno muy querido por su madre y el otro, en fin... ya me entiende usted. Mi hermano murió el año pasado. Se suicidó. No sabía vivir solo. Mi madre no le había enseñado a vivir solo. En eso tenemos que educar a nuestros hijos: que aprendan a vivir solos. Desde su muerte, mi madre no ha levantado cabeza. Al mismo tiempo que ocurría esto, mi mujer se lió con un alemán. Yo sé que si no hubiera sido él, habría sido cualquier otro. Hacía tiempo que ella y yo nos llevábamos mal. Ya no nos queríamos. Entonces me vi a solas con mi madre y con mi hija e intentando que ella no se enterara de lo que estaba pasando. No sé muy bien por qué no quería que lo supiera. Una tarde paseaba por la playa con una angustia tremenda, me pesaba el cielo, me pesaban los colores de la tarde, las risas de unos jugadores de fútbol. Me pesaba la vida y pensaba "Si no estuviera mi hija, si no estuviera mi hija..." ya me entiende usted... y allí, en el ocaso, surgió como una Venus una mujer de las aguas del mar. La pobre se había metido en un pequeño remolino y movía los brazos con cierta angustia. Yo la vi y me lancé a por ella. No crea que corría demasiado peligro, quizá había nadado demasiado y estaba agotada. Con un leve empujón salió del remolino. Llegamos a la orilla. Ella me miró agradecida y cuando consideré que ya se había repuesto del susto, me dispuse a despedirme. Ella me cogió de la mano y me dijo, No, no te vayas. El contacto de su mano fue, no sé, yo no creo en los milagros ¿sabe?, fue tan intenso, tan cálido y eso que ella tenía las manos frías de haber estado en el agua. Esa mano, sabe usted, esa mano me llevó hacia ella. No sé decirlo de otra forma. No sé... A partir de aquel día nos empezamos a ver. Quedábamos por las tardes. Yo llevaba a mi hija. Un día la invité a comer y le avisé de que mi madre estaba allí. Mi madre enferma. Mi madre amargada por la muerte de su único hijo. Le hablé de mi ex mujer. Le hablé de mi dolor. De mi desorientación. Todo en tan poco tiempo, sabe usted. Hay veces, a mí me ha ocurrido, en que el tiempo no tiene medida ¿Cómo era posible, me preguntaba, en las noches siguientes, junto al cuerpo de esa mujer tan hermosa, tan ligera, que estuviera ocurriendo aquello si yo, cuando la encontré, no tenía ganas de vivir y todo era denso como el mercurio? ¿Por qué, me preguntaba, por qué?
Antonio Álvarez era un señor de unos setenta años, muy delgado, con los ojillos azules; sus manos eran largas, huesudas y terminadas en unas pulcrísimas uñas; su cuerpo estaba muy encorvado (como si se hubiera pasado la vida mirando por un microscopio desde un taburete muy alto con respecto a la mesa) de tal forma que miraba hacia arriba de reojo. Su voz resultó ser de una gravedad hermosa y sus formas se acercaban más a las del místico que a las del científico. Eso me dijo el hombre en la cena primera que tuvimos. Él entró con cierta náusea en el estómago, tragó saliva antes de ofrecer la mano al señor Álvarez. Éste le pidió que se sentara y le preguntó que de dónde venía. Esta pregunta sorprendió al hombre y más le sorprendió el que se oyera respondiéndola con prontitud y con verdad, es decir, no de una manera cortés sino que le habló de su hija, del paisaje que se veía desde su casa, de su madre. No le habló de la mujer. De ella no le habló.
El señor Álvarez le preguntó entonces dónde se había alojado y el hombre le respondió de nuevo y vino a colación que le comentara algo acerca de mí. Mientras escuchaba las respuestas del hombre, el señor Álvarez le sirvió agua fresca de una jarra. El hombre bebió con ganas y dijo, ¡Qué fresca! ¡qué rica! El señor Álvarez sonrió y le dijo, Entonces, si todo es normal, si nada parece alterar su vida ¿por qué se siente tan mal, tan incapaz de realizar su trabajo? ¿qué ha ocurrido realmente?
El hombre intentó ver algo más que el reojo de los ojillos del señor Álvarez; una mueca de su boca que le avisara de que ese hombre se estaba burlando de él u ocultaba cuando menos segundas intenciones. Lo que logró atisbar fue el hermoso sonido de su voz, la invitación a la intimidad que proponía, la confianza en sí (como si el tiempo fuera una medida mezquina...) El hombre, tras el encuentro, en la primera cena, con una gran sonrisa, me contó que de repente se le saltaron las lágrimas, se relajó de una forma inaudita y le habló de la escena a la que había asistido, justo antes de visitarle, el perro con el hocico ensangrentado, sus gemidos y él incapaz de dejar sus microscopios, acercarse al dueño del animal e impedir que le siguiera pegando. Le contó la sensación que había tenido en el taxi: una mezcla de egoísmo, indiferencia y cobardía y cómo había pensado en su hija recordando la mirada del perro en su mirada.
El señor Álvarez calló un rato. Luego dijo, Es usted un buen hombre. Descanse hoy y venga mañana a la misma hora, estoy deseando comprobar la calidad de sus microscopios.
El señor Álvarez le preguntó entonces dónde se había alojado y el hombre le respondió de nuevo y vino a colación que le comentara algo acerca de mí. Mientras escuchaba las respuestas del hombre, el señor Álvarez le sirvió agua fresca de una jarra. El hombre bebió con ganas y dijo, ¡Qué fresca! ¡qué rica! El señor Álvarez sonrió y le dijo, Entonces, si todo es normal, si nada parece alterar su vida ¿por qué se siente tan mal, tan incapaz de realizar su trabajo? ¿qué ha ocurrido realmente?
El hombre intentó ver algo más que el reojo de los ojillos del señor Álvarez; una mueca de su boca que le avisara de que ese hombre se estaba burlando de él u ocultaba cuando menos segundas intenciones. Lo que logró atisbar fue el hermoso sonido de su voz, la invitación a la intimidad que proponía, la confianza en sí (como si el tiempo fuera una medida mezquina...) El hombre, tras el encuentro, en la primera cena, con una gran sonrisa, me contó que de repente se le saltaron las lágrimas, se relajó de una forma inaudita y le habló de la escena a la que había asistido, justo antes de visitarle, el perro con el hocico ensangrentado, sus gemidos y él incapaz de dejar sus microscopios, acercarse al dueño del animal e impedir que le siguiera pegando. Le contó la sensación que había tenido en el taxi: una mezcla de egoísmo, indiferencia y cobardía y cómo había pensado en su hija recordando la mirada del perro en su mirada.
El señor Álvarez calló un rato. Luego dijo, Es usted un buen hombre. Descanse hoy y venga mañana a la misma hora, estoy deseando comprobar la calidad de sus microscopios.
Descendió en la estación de Atocha y se fue a una pensión por el centro de Madrid antes de tener la primera entrevista con el presidente de laboratorios Álvarez. En esa pensión fue donde yo lo conocí. Nos vimos justo en la puerta. Él me cedió el paso. Yo le sonreí y tuve la impresión de que conocía a ese hombre de toda la vida. Luego él me diría que había tenido la misma sensación y le añadió un detalle que me pareció muy hermoso, que me conocía como a un ser muy querido.
Hacía calor en la ciudad, ese calor apestoso de Madrid, calor de ciudad encerrada en sí misma, calor de la Castilla rencorosa y ardiente. El hombre se duchó, se refrescó y salió a la calle. Allí asistió a la siguiente escena: un hombre apaleaba a un perro. El perro sangraba por el hocico. El hombre, cargado con tres tipos distintos de microscopios, no se atrevió a intervenir, miró para otro lado y sintió una congoja intensa. El gesto del perro apaleado y sus gemidos no dejaban de asaltarle su pensamiento. Cuando entró en el vestíbulo de los laboratorios supo que no era un buen momento para iniciar una venta.
Hacía calor en la ciudad, ese calor apestoso de Madrid, calor de ciudad encerrada en sí misma, calor de la Castilla rencorosa y ardiente. El hombre se duchó, se refrescó y salió a la calle. Allí asistió a la siguiente escena: un hombre apaleaba a un perro. El perro sangraba por el hocico. El hombre, cargado con tres tipos distintos de microscopios, no se atrevió a intervenir, miró para otro lado y sintió una congoja intensa. El gesto del perro apaleado y sus gemidos no dejaban de asaltarle su pensamiento. Cuando entró en el vestíbulo de los laboratorios supo que no era un buen momento para iniciar una venta.
El hombre llegó del viaje. Se había tenido que ir por una cuestión de trabajo. Era viajante y los tiempos no eran los mejores para dejar de aceptar la posibilidad de un negocio. El hombre tiene, por supuesto, un nombre. Me pidió que no lo escribiera y también que, si era posible, no pusiera ningún otro.
El hombre vivía junto al mar con su niña y una mujer que había llegado a su vida de una forma inesperada, tras una ruptura inesperada con otra mujer y en unas condiciones extrañas, con su madre en la casa, una mujer anciana y amargada a la que él nunca quiso. No, nunca la quiso, repetía mientras miraba el café con leche que tenía ante sí. Le llamaron la mañana del martes, hace cinco días, y le dijeron, Vete a Madrid y contacta con los laboratorios Álvarez, están interesados en adquirir cuarenta microscopios. El hombre no dudó. Luego se acercó a su nueva amante y le pidió -como si se conocieran de toda la vida, como si no fueran tan sólo veinte días los que llevaban juntos, como si el tiempo realmente no fuera más que una medida mezquina sobre los asuntos humanos- que se quedara con su hija y con su madre. Él volvería cuanto antes. Ella aceptó. El hombre se despidió de su hija con gracias y zalamerías. El hombre me dijo que tenía su sentido del humor y me contó un par de anécdotas que me hicieron reír. De su madre se despidió con un beso en la frente y un volveré en un par de días. Su madre, sorda, no le oyó y le contestó, No quiero nada. No puedo comer.
El hombre viajó en tren.
El hombre vivía junto al mar con su niña y una mujer que había llegado a su vida de una forma inesperada, tras una ruptura inesperada con otra mujer y en unas condiciones extrañas, con su madre en la casa, una mujer anciana y amargada a la que él nunca quiso. No, nunca la quiso, repetía mientras miraba el café con leche que tenía ante sí. Le llamaron la mañana del martes, hace cinco días, y le dijeron, Vete a Madrid y contacta con los laboratorios Álvarez, están interesados en adquirir cuarenta microscopios. El hombre no dudó. Luego se acercó a su nueva amante y le pidió -como si se conocieran de toda la vida, como si no fueran tan sólo veinte días los que llevaban juntos, como si el tiempo realmente no fuera más que una medida mezquina sobre los asuntos humanos- que se quedara con su hija y con su madre. Él volvería cuanto antes. Ella aceptó. El hombre se despidió de su hija con gracias y zalamerías. El hombre me dijo que tenía su sentido del humor y me contó un par de anécdotas que me hicieron reír. De su madre se despidió con un beso en la frente y un volveré en un par de días. Su madre, sorda, no le oyó y le contestó, No quiero nada. No puedo comer.
El hombre viajó en tren.
Leyenda (o cuento maravilloso) del Septentrión
Taxidermia 25 de César Delgado
Había hecho algo que su padre no aprobaba, aunque ya nadie recordaba lo que era. Pero su padre la había arrastrado al acantilado y la había arrojado al mar. Allí los peces se comieron su carne y le arrancaron los ojos. Mientras yacía bajo la superficie del mar, su esqueleto daba vueltas y más vueltas en medio de las corrientes.
Un día vino un pescador a pescar, bueno, en realidad, antes venían muchos pescadores a esta bahía. Pero aquel pescador se había alejado mucho del lugar donde vivía y no sabía que los pescadores de la zona procuraban no acercarse por allí, pues decían que en la cala había fantasmas.
El anzuelo del pescador se hundió en el agua y quedó prendido nada menos que en los huesos de la caja torácica de la Mujer Esqueleto. El pescador pensó: "¡He pescado uno muy gordo! ¡Uno de los más gordos!". Ya estaba calculando mentalmente cuántas personas podrían alimentarse con aquel pez tan grande, cuánto tiempo les duraría y cuánto tiempo él se podría ver libre de la ardua tarea de cazar. Mientras luchaba denodadamente con el enorme peso que colgaba del anzuelo, el mar se convirtió en una agitada espuma que hacía balancear y estremecer el kayak, pues la que se encontraba debajo estaba tratando de desengancharse. Pero, cuanto más se esforzaba, más se enredaba con el sedal. A pesar de su resistencia, fue inexorablemente arrastrada hacia arriba, remolcada por los huesos de sus propias costillas.
El cazador, que se había vuelto de espaldas para recoger la red, no vio como su calva cabeza surgía de entre las olas, no vio las minúsculas criaturas de coral brillando en las órbitas de su cráneo ni los crustáceos adheridos a sus viejos dientes de marfil. Cuando el pescador se volvió de nuevo con la red, todo el cuerpo de la mujer había aflorado a la superficie y estaba colgando del extremo del kayak, prendido por uno de sus largos dientes frontales.
¡Aaaahhhh!, gritó el hombre mientras el corazón le caía hasta las rodillas, sus ojos se hundían aterrorizados en la parte posterior de la cabeza y las orejas se le encendían de rojo ¡Aaaahhhh!, volvió a gritar, golpeándola con el remo para desengancharla de la proa y remando como un desesperado rumbo a la orilla. Como no se daba cuenta de que la mujer estaba enredada en el sedal, se pegó un susto tremendo al verla de nuevo, pues parecía que ésta se hubiera puesto de puntillas sobre el agua y lo estuviera persiguiendo. Por mucho que zigzagueara con el kayak, ella no se apartaba de su espalda, su aliento se propagaba sobre la superficie del agua en nubes de vapor y sus brazos se agitaban como si quisieran agarrarlo y hundirlo en las profundidades.
¡Aaaahhhh!, gritó el hombre con voz quejumbrosa mientras se acercaba a la orilla. Saltó del kayak con la caña de pescar y echó a correr, pero el cadáver de la Mujer Esqueleto, tan blanco como el coral, lo siguió brincando a su espalda, todavía prendido en el sedal. El hombre corrió sobre las rocas y ella lo siguió. Corrió sobre la tundra helada y ella lo siguió. Corrió sobre la carne puesta a secar y la hizo pedazos con sus botas de piel de foca.
La mujer lo seguía por todas partes e incluso había agarrado un poco de pescado helado mientras él la arrastraba en pos de sí. Y ahora estaba empezando a comérselo, pues llevaba muchísimo tiempo sin llevarse nada a la boca. Al final, el hombre llegó a su casa de hielo, se introdujo en el túnel y avanzó a gatas hacia el interior. Sollozando y jadeando permaneció tendido en la oscuridad mientras el corazón le latía en el pecho como un gigantesco tambor. Por fin estaba a salvo, sí, a salvo gracias a los dioses, gracias al Cuervo, sí, y a la misericordiosa Sedna, estaba...a salvo...por fin.
Pero, cuando encendió su lámpara de aceite de ballena, la vio allí acurrucada en un rincón sobre el suelo de nieve de su casa, con un talón sobre el hombro, una rodilla en el interior de la caja torácica y un pie sobre el codo. Más tarde el hombre no pudo explicar lo que ocurrió, quizá la luz de la lámpara suavizó las facciones de la mujer o, a lo mejor, fue porque él era un hombre solitario. El caso es que se sintió invadido por cierta compasión y lentamente alargó sus mugrientas manos y, hablando con dulzura como hubiera podido hablarle una madre a un hijo, empezó a desengancharla del sedal en el que estaba enredada.
Bueno, bueno, primero le desenredó los dedos de los pies y después los tobillos. Siguió trabajando hasta bien entrada la noche hasta que, al final, cubrió a la Mujer Esqueleto con unas pieles para que entrara en calor y le colocó los huesos en orden, tal como hubieran tenido que estar los de un ser humano.
Buscó su pedernal en el dobladillo de sus pantalones de cuero y utilizó unos cuantos cabellos suyos para encender un poco más de fuego. De vez en cuando la miraba mientras untaba con aceite la valiosa madera de su caña de pescar y enrollaba el sedal de tripa. Y ella, envuelta en pieles, no se atrevía a decir ni una sola palabra, pues temía que aquel cazador la sacara de allí, la arrojara a las rocas de abajo y le rompiera todos los huesos en pedazos.
El hombre sintió que le entraba sueño, se deslizó bajo las pieles de dormir y enseguida empezó a soñar. A veces, cuando los seres humanos duermen, se les escapa una lágrima de los ojos. No sabemos qué clase de sueño lo provoca pero sabemos que tiene que ser un sueño triste o nostálgico. Y eso fue lo que le ocurrió al hombre.
La Mujer Esqueleto vio el brillo de la lágrima bajo el resplandor del fuego y, de repente, le entró mucha sed. Se acercó a rastras al hombre dormido entre un crujir de huesos y acercó la boca a la lágrima. La solitaria lágrima fue como un río y ella bebió, bebió y bebió hasta que consiguió saciar su sed de muchos años.
Después, mientras permanecía tendida al lado del hombre, introdujo la mano en el interior del hombre dormido y le sacó el corazón, el que palpitaba tan fuerte como un tambor. Se incorporó y empezó a golpearlo por ambos lados: ¡Pom, Pom!...¡Pom,Pom!
Mientras lo golpeaba, se puso a cantar, ¡Carne, carne, carne! ¡Carne, carne, carne! Y, cuanto más cantaba, tanto más se le llenaba el cuerpo de carne. Pidió cantando que le saliera el cabello y unos buenos ojos y unas rollizas manos. Pidió cantando la hendidura de la entrepierna, y unos pechos lo bastante largos como para envolver y dar calor y todas las cosas que necesita una mujer.
Y, cuando terminó, pidió cantando que desapareciera la ropa del hombre dormido y se deslizó a su lado en la cama, piel contra piel. Devolvió el gran tambor, el corazón, a su cuerpo y así fue como ambos se despertaron, abrazados el uno al otro, enredados el uno en el otro después de pasar la noche juntos, pero ahora de otra manera, de una manera buena y perdurable.
La gente que no recuerda la razón de su mala suerte dice que la mujer y el pescador se fueron y, a partir de entonces, las criaturas que ella había conocido durante su vida bajo el agua, se encargaron de proporcionarles siempre el alimento. La gente dice que es verdad y que eso es todo lo que se sabe.
Un día vino un pescador a pescar, bueno, en realidad, antes venían muchos pescadores a esta bahía. Pero aquel pescador se había alejado mucho del lugar donde vivía y no sabía que los pescadores de la zona procuraban no acercarse por allí, pues decían que en la cala había fantasmas.
El anzuelo del pescador se hundió en el agua y quedó prendido nada menos que en los huesos de la caja torácica de la Mujer Esqueleto. El pescador pensó: "¡He pescado uno muy gordo! ¡Uno de los más gordos!". Ya estaba calculando mentalmente cuántas personas podrían alimentarse con aquel pez tan grande, cuánto tiempo les duraría y cuánto tiempo él se podría ver libre de la ardua tarea de cazar. Mientras luchaba denodadamente con el enorme peso que colgaba del anzuelo, el mar se convirtió en una agitada espuma que hacía balancear y estremecer el kayak, pues la que se encontraba debajo estaba tratando de desengancharse. Pero, cuanto más se esforzaba, más se enredaba con el sedal. A pesar de su resistencia, fue inexorablemente arrastrada hacia arriba, remolcada por los huesos de sus propias costillas.
El cazador, que se había vuelto de espaldas para recoger la red, no vio como su calva cabeza surgía de entre las olas, no vio las minúsculas criaturas de coral brillando en las órbitas de su cráneo ni los crustáceos adheridos a sus viejos dientes de marfil. Cuando el pescador se volvió de nuevo con la red, todo el cuerpo de la mujer había aflorado a la superficie y estaba colgando del extremo del kayak, prendido por uno de sus largos dientes frontales.
¡Aaaahhhh!, gritó el hombre mientras el corazón le caía hasta las rodillas, sus ojos se hundían aterrorizados en la parte posterior de la cabeza y las orejas se le encendían de rojo ¡Aaaahhhh!, volvió a gritar, golpeándola con el remo para desengancharla de la proa y remando como un desesperado rumbo a la orilla. Como no se daba cuenta de que la mujer estaba enredada en el sedal, se pegó un susto tremendo al verla de nuevo, pues parecía que ésta se hubiera puesto de puntillas sobre el agua y lo estuviera persiguiendo. Por mucho que zigzagueara con el kayak, ella no se apartaba de su espalda, su aliento se propagaba sobre la superficie del agua en nubes de vapor y sus brazos se agitaban como si quisieran agarrarlo y hundirlo en las profundidades.
¡Aaaahhhh!, gritó el hombre con voz quejumbrosa mientras se acercaba a la orilla. Saltó del kayak con la caña de pescar y echó a correr, pero el cadáver de la Mujer Esqueleto, tan blanco como el coral, lo siguió brincando a su espalda, todavía prendido en el sedal. El hombre corrió sobre las rocas y ella lo siguió. Corrió sobre la tundra helada y ella lo siguió. Corrió sobre la carne puesta a secar y la hizo pedazos con sus botas de piel de foca.
La mujer lo seguía por todas partes e incluso había agarrado un poco de pescado helado mientras él la arrastraba en pos de sí. Y ahora estaba empezando a comérselo, pues llevaba muchísimo tiempo sin llevarse nada a la boca. Al final, el hombre llegó a su casa de hielo, se introdujo en el túnel y avanzó a gatas hacia el interior. Sollozando y jadeando permaneció tendido en la oscuridad mientras el corazón le latía en el pecho como un gigantesco tambor. Por fin estaba a salvo, sí, a salvo gracias a los dioses, gracias al Cuervo, sí, y a la misericordiosa Sedna, estaba...a salvo...por fin.
Pero, cuando encendió su lámpara de aceite de ballena, la vio allí acurrucada en un rincón sobre el suelo de nieve de su casa, con un talón sobre el hombro, una rodilla en el interior de la caja torácica y un pie sobre el codo. Más tarde el hombre no pudo explicar lo que ocurrió, quizá la luz de la lámpara suavizó las facciones de la mujer o, a lo mejor, fue porque él era un hombre solitario. El caso es que se sintió invadido por cierta compasión y lentamente alargó sus mugrientas manos y, hablando con dulzura como hubiera podido hablarle una madre a un hijo, empezó a desengancharla del sedal en el que estaba enredada.
Bueno, bueno, primero le desenredó los dedos de los pies y después los tobillos. Siguió trabajando hasta bien entrada la noche hasta que, al final, cubrió a la Mujer Esqueleto con unas pieles para que entrara en calor y le colocó los huesos en orden, tal como hubieran tenido que estar los de un ser humano.
Buscó su pedernal en el dobladillo de sus pantalones de cuero y utilizó unos cuantos cabellos suyos para encender un poco más de fuego. De vez en cuando la miraba mientras untaba con aceite la valiosa madera de su caña de pescar y enrollaba el sedal de tripa. Y ella, envuelta en pieles, no se atrevía a decir ni una sola palabra, pues temía que aquel cazador la sacara de allí, la arrojara a las rocas de abajo y le rompiera todos los huesos en pedazos.
El hombre sintió que le entraba sueño, se deslizó bajo las pieles de dormir y enseguida empezó a soñar. A veces, cuando los seres humanos duermen, se les escapa una lágrima de los ojos. No sabemos qué clase de sueño lo provoca pero sabemos que tiene que ser un sueño triste o nostálgico. Y eso fue lo que le ocurrió al hombre.
La Mujer Esqueleto vio el brillo de la lágrima bajo el resplandor del fuego y, de repente, le entró mucha sed. Se acercó a rastras al hombre dormido entre un crujir de huesos y acercó la boca a la lágrima. La solitaria lágrima fue como un río y ella bebió, bebió y bebió hasta que consiguió saciar su sed de muchos años.
Después, mientras permanecía tendida al lado del hombre, introdujo la mano en el interior del hombre dormido y le sacó el corazón, el que palpitaba tan fuerte como un tambor. Se incorporó y empezó a golpearlo por ambos lados: ¡Pom, Pom!...¡Pom,Pom!
Mientras lo golpeaba, se puso a cantar, ¡Carne, carne, carne! ¡Carne, carne, carne! Y, cuanto más cantaba, tanto más se le llenaba el cuerpo de carne. Pidió cantando que le saliera el cabello y unos buenos ojos y unas rollizas manos. Pidió cantando la hendidura de la entrepierna, y unos pechos lo bastante largos como para envolver y dar calor y todas las cosas que necesita una mujer.
Y, cuando terminó, pidió cantando que desapareciera la ropa del hombre dormido y se deslizó a su lado en la cama, piel contra piel. Devolvió el gran tambor, el corazón, a su cuerpo y así fue como ambos se despertaron, abrazados el uno al otro, enredados el uno en el otro después de pasar la noche juntos, pero ahora de otra manera, de una manera buena y perdurable.
La gente que no recuerda la razón de su mala suerte dice que la mujer y el pescador se fueron y, a partir de entonces, las criaturas que ella había conocido durante su vida bajo el agua, se encargaron de proporcionarles siempre el alimento. La gente dice que es verdad y que eso es todo lo que se sabe.
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Cuento
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 06/07/2010 a las 11:25 |