Poco antes de morir, mi padre me dijo una de las frases más hermosas que me han dicho jamás (y que jamás me dirán). Estábamos merendando en el Vips de la calle Velázquez esquina con Lista. Nos acompañaba Gustavo, un muchacho emigrante que lo cuidaba por las tardes. Mi padre estaba ya en silla de ruedas y apenas podía hablar tras haber tenido un cáncer de laringe. Cuando terminó de dar un sorbo a su café, me miró con sus ojos tristes y pequeños y me dijo: Fernando, si por algo agradezco la enfermedad que tengo es por haberte podido conocer. Mi padre y yo nos conocimos, al final de su vida, mediante la correspondencia epistolar que empiezo a publicar.
Cuando murió mi padre tiraron las cartas -que yo le enviaba en papel, por correo postal y que él guardaba en uno de los cajones de su mesa- a la basura. Menos mal que yo guardé copia de ellas.
Transcurridos más de veinte años, siento el deseo de escribir sobre la verdad y creo que estas cartas son lo más sinceras de lo que era capaz. Las escribí entre los treinta y uno y los cuarenta años, es decir, durante la edad conflictiva
Retomo la publicación de las cartas
que le escribí a mi padre entre los años 1991-2000.
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6 de Octubre de 1996
Querido padre:
¡Qué esplendor la luz de otoño!, ¡qué algarabía de colores!. El mundo en las tardes del otoño se apropia de mi corazón y lo seduce.
Hoy Wotopinga se encuentra recubierta por un cielo color espiga en los aledaños del sol y luego, expandiéndose por todos los lados, el azul en otoño de las siete de la tarde, claro, limpio, casi trasparente.
Miro el mar pardo; miro las montañas asombradas por su propia mole; miro un libro de Fernando Pessoa.
Fernando Pessoa fue un poeta extraño y un hombre extraño. Creó a lo largo de su carrera lo que él llamó heterónimos. Un heterónimo es un alter ego literario de un autor, en este caso de Pessoa.
Pues bien, para no hacer larga esta introducción un tanto académica, uno de sus heterónimos era Alberto Caeiro. Cuando Pessoa se convirtió en Caeiro, escribió este poema; corría el año 1912:
El Tajo es más bello que el río que pasa por mi aldea,
pero el Tajo no es más bello que el río que pasa por mi aldea
porque el Tajo no es el río que pasa por mi aldea.
En el Tajo hay grandes navíos
y todavía lo navega,
para quienes en todo ven lo que no está,
la memoria de la carabelas.
El Tajo baja de España
y entra en la mar por Portugal.
Todos lo saben.
Mas pocos saben cuál el río de mi aldea
y a donde va
y de donde viene.
Y por eso, porque pertenece a menos gente,
es más libre y mayor el río de mi aldea.
Por el Tajo se va al Mundo.
Más allá del Tajo está América
y la fortuna de quienes la encuentran.
Nunca nadie ha pensado en lo que hay más allá
del río de mi aldea.
El río de mi aldea no hace pensar en nada.
Quien está junto a él sólo está junto a él.
pero el Tajo no es más bello que el río que pasa por mi aldea
porque el Tajo no es el río que pasa por mi aldea.
En el Tajo hay grandes navíos
y todavía lo navega,
para quienes en todo ven lo que no está,
la memoria de la carabelas.
El Tajo baja de España
y entra en la mar por Portugal.
Todos lo saben.
Mas pocos saben cuál el río de mi aldea
y a donde va
y de donde viene.
Y por eso, porque pertenece a menos gente,
es más libre y mayor el río de mi aldea.
Por el Tajo se va al Mundo.
Más allá del Tajo está América
y la fortuna de quienes la encuentran.
Nunca nadie ha pensado en lo que hay más allá
del río de mi aldea.
El río de mi aldea no hace pensar en nada.
Quien está junto a él sólo está junto a él.
Ahora cuando ya la luz decae y entran ganas de tomarse un chocolate con tostadas y hacerse un porrito, en fin, perdona, creo que lo voy a hacer y ahora mismo vuelvo... ¡a tu salud, compañero!... con esta luz he releído el poema de Pessoa y he recordado un viaje que hice hace ahora siete años a Lisboa. Iba con mi mujer, Concha; estábamos enloquecidos el uno con el otro, era nuestro primer viaje juntos, recorríamos una de las ciudades más bellas del mundo, en uno de los países más amables del mundo; estuvimos once días y durante la mayor parte del tiempo nos hospedamos en el Hotel Borges, en pleno Chiado; justo al salir del hotel, frente a nosotros, había una estatua de bronce de Fernando Pessoa sentado en un banco con su sempiterno sombrero y sus quevedos redondos.
Uno de los momentos más vividos fue cuando en un día invernal y húmedo, un sábado creo, fuimos a visitar el Mercado de Santa Clara.
De aquel viaje surgió un cuento que se llama "Lisboa, un Sueño". Cuando estaba escribiendo aquel cuento, en marzo de 1989, recordé el poema que acabas de leer y decidí hacerle un homenaje.
Es curioso porque, siguiendo el juego iniciado por Pessoa con sus heterónimos, yo puse en boca de un tal Bernardo (nombre de un personaje de Pessoa) el siguiente texto:
El Rastro, que es un mercado callejero de la ciudad de Madrid, es más grande y más bello que el mercado callejero de Santa Clara en Lisboa, pero el Rastro no es más grande y más bello que Santa Clara porque el Rastro no es Santa Clara en Lisboa.
En el Rastro hay infinidad de mercaderías y por allí aún pasean, para quienes ven lo que ya no pasa, importantes y menos importantes personajes de varios siglos.
El Rastro está en Madrid y Madrid está cerca de Portugal. Todos lo saben. Pero pocos saben cuál es el Mercado de Santa Clara y a donde va y de donde viene. Por eso, porque es más anónimo, es más libre y mayor Santa Clara de Lisboa.
Por el Rastro se conoce el Mundo, más allá del Rastro está París y el deslumbramiento de quien lo halla.
Nunca nadie ha pensado qué hay más allá del Mercado de Santa Clara.
El Mercado de Santa Clara no provoca pensamientos, quien está en él sólo está en él.
Y así, transcurridos 77 años desde que Alberto Caeiro escribiera por primera vez este poema, ve la luz de nuevo trasfigurado en un poema nuevo, escrito por alguien a quien nunca pudo imaginar Fernando Pessoa.
¿O sí pudo?
Ya anochece. Ahora me despido de ti. Llaman a la puerta. Debe ser Penélope que algunas noches, aburrida de tanto tejer y destejer sola, se llega hasta casa y me narra con su escueto acento griego hazañas y prodigios de Ulises, su marido.
Y para terminar esta tercera carta, algo literaria quizá, pero eso nunca es malo, transcribo un parte de la novela que empecé a escribir en septiembre de 1992 y que ya estoy a punto de acabar. El fragmento es un poema que escribe el poeta Valentín Vega desde la cárcel a su amada Bernarda. Estamos en los años cuarenta. Años duros. Años de miseria. Valentín está en la cárcel por motivos políticos.
A Bernarda
Dime si las voces se escuchan todavía,
amada,
ahora que la noche se cierne sobre el alma
escindida en lo más hondo de la ría
sobre la que navegamos sin saberlo.
Porque alejadas me llegan migrañas
de palabras, paramecios o amebas
que gritaran todas nuestras quejas
en la más profunda garganta oculta en la más
recóndita gruta, allá en la entraña
misma de la tierra, más aún, en el vientre del Universo.
Dime si el sol sigue tardando lo de siempre
en besar el horizonte o si los vencejos,
en la ciudad,
vuelan y se elevan, caen y remontan
el aire como aviones acrobáticos
pilotados por mujeres locas de alegría;
dime, vida mía,
si todavía me quieres y en tus recuerdos
mis labios y mis manos escriben sobre ti
la añorada estela blanca de la monotonía.
amada,
ahora que la noche se cierne sobre el alma
escindida en lo más hondo de la ría
sobre la que navegamos sin saberlo.
Porque alejadas me llegan migrañas
de palabras, paramecios o amebas
que gritaran todas nuestras quejas
en la más profunda garganta oculta en la más
recóndita gruta, allá en la entraña
misma de la tierra, más aún, en el vientre del Universo.
Dime si el sol sigue tardando lo de siempre
en besar el horizonte o si los vencejos,
en la ciudad,
vuelan y se elevan, caen y remontan
el aire como aviones acrobáticos
pilotados por mujeres locas de alegría;
dime, vida mía,
si todavía me quieres y en tus recuerdos
mis labios y mis manos escriben sobre ti
la añorada estela blanca de la monotonía.
Un beso muy fuerte, padre, te quiero.
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Epistolario
Tags : Cartas a mi padre Sobre la verdad Escrito por Fernando García-Loygorri Gazapo el 09/12/2025 a las 18:40 |