Relato basado en Los Evangelios Apócrifos, edición de Aurelio de Santos Otero y editado por Biblioteca de Autores Cristianos y en la novela Rey Jesús, escrita por Robert Graves y editada por Plaza&Janés.
						 Poco se suele saber (o poco se solía saber) de los abuelos de Cristo -El Ungido- y de su madre María -Myriam-. En el Protoevangelio de Santiago, en El Evangelio del Pseudo Mateo y en el Libro sobre la natividad de María se habla más de Ana y Joaquín. Estos tres son parte de los Evangelios Apócrifos ortodoxos. También escribe sobre ello Robert Graves en su Rey Jesús. 
					 
Ana y Joaquín eran descendientes de la tribu de David. Descendientes de Reyes, por lo tanto. Como tantas mujeres a lo largo del Antiguo Testamento, Ana -de avanzada edad- es estéril y su esposo Joaquín -devoto y respetado en el Templo- sufre por ello.
La patriarcalidad de esta religión se ve siempre en que la importancia del sufrimiento sobre la esterilidad de la mujer, reside más en el hombre que en la propia mujer estéril. Y esta aseveración se confirma cuando en los cuatro textos a los que he hecho mención, se antepone el sufrimiento de Joaquín -y la humillación, como ya veremos- a la de la propia Ana.
Su historia comienza cuando en una Fiesta importante en el Templo -no se sabe a ciencia cierta de qué Fiesta se trata- Joaquín va a ofrecer el primero sus dones al Señor y Rubén se planta ante él y le recrimina, No te es lícito ofrecer el primero tus ofrendas, por cuanto no has suscitado un vástago en Israel. (Acerca de este Rubén, unos dicen que era un Sumo Sacerdote pero en el códice Fa del Protoevangelio, se matiza que este Rubén era uno cualquiera de la misma tribu. No es del todo inverosímil esta explicación dada la gran estima que sentía todo israelita por la fecundidad y el desprecio que sentían para quienes, por no tenerla, eran considerados como dejados de la mano de Dios).
Joaquín, ante semejante desprecio hecho en las gradas del Templo, salió de allí y se dirigió a los archivos para consultar si algún Justo, en alguna ocasión, había quedado sin descendencia entre las tribus de Israel. Y cuál no sería su desesperación cuando vio que no, que nunca un justo había quedado sin descendencia.
Tanta vergüenza sintió que al salir del Templo, en vez de comparecer ante su esposa, marchó al desierto acompañado de un criado (aunque en algunas versiones marcha solo) y plantó allí su tienda y ayunó cuarenta días y cuarenta y noches, diciéndose a sí mismo, No bajaré de aquí, ni siquiera para comer y beber, hasta tanto que no me visite el Señor, mi Dios; que mi oración me sirva de comida y de bebida.
				 Ana y Joaquín eran descendientes de la tribu de David. Descendientes de Reyes, por lo tanto. Como tantas mujeres a lo largo del Antiguo Testamento, Ana -de avanzada edad- es estéril y su esposo Joaquín -devoto y respetado en el Templo- sufre por ello.
La patriarcalidad de esta religión se ve siempre en que la importancia del sufrimiento sobre la esterilidad de la mujer, reside más en el hombre que en la propia mujer estéril. Y esta aseveración se confirma cuando en los cuatro textos a los que he hecho mención, se antepone el sufrimiento de Joaquín -y la humillación, como ya veremos- a la de la propia Ana.
Su historia comienza cuando en una Fiesta importante en el Templo -no se sabe a ciencia cierta de qué Fiesta se trata- Joaquín va a ofrecer el primero sus dones al Señor y Rubén se planta ante él y le recrimina, No te es lícito ofrecer el primero tus ofrendas, por cuanto no has suscitado un vástago en Israel. (Acerca de este Rubén, unos dicen que era un Sumo Sacerdote pero en el códice Fa del Protoevangelio, se matiza que este Rubén era uno cualquiera de la misma tribu. No es del todo inverosímil esta explicación dada la gran estima que sentía todo israelita por la fecundidad y el desprecio que sentían para quienes, por no tenerla, eran considerados como dejados de la mano de Dios).
Joaquín, ante semejante desprecio hecho en las gradas del Templo, salió de allí y se dirigió a los archivos para consultar si algún Justo, en alguna ocasión, había quedado sin descendencia entre las tribus de Israel. Y cuál no sería su desesperación cuando vio que no, que nunca un justo había quedado sin descendencia.
Tanta vergüenza sintió que al salir del Templo, en vez de comparecer ante su esposa, marchó al desierto acompañado de un criado (aunque en algunas versiones marcha solo) y plantó allí su tienda y ayunó cuarenta días y cuarenta y noches, diciéndose a sí mismo, No bajaré de aquí, ni siquiera para comer y beber, hasta tanto que no me visite el Señor, mi Dios; que mi oración me sirva de comida y de bebida.
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Cuento
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 12/11/2010 a las 11:51 |