Inventario

Revista literaria y artística escrita y dirigida por Fernando Loygorri
Ilustración de Benjamin Lacombe
Ilustración de Benjamin Lacombe
A las ocho y media me levanta la luz.
¿Es ese sol a través de las rendijas de la persiana?
Al incorporarme me viene a la cabeza la palabra azalea.
A las nueve menos cuarto siento el peso y me sangra la herida (que no sé cómo me hice ni por qué sangra tanto). Aún así hago el café y luego intento limpiarme la herida, intento cortar la hemorragia y al final desisto. Pienso, Es un hilo de sangre de una herida que no sé cuándo ni por qué me hice.
A las nueve cago pero no leo. Fumo el cigarrillo y pienso.
A las nueve y veinte el perro me saca a pasear. Una señora, en lo alto de la calle, me dice, amable, Va dejando usted un reguerito de sangre. Yo la sonrío y me saltan dos lágrimas por el mismo ojo, el derecho.
A las diez me ducho con agua no muy caliente. Me lavo la cabeza con ganas como si el pelo brillante tuviera alguna connotación optimista. Me masturbo un rato pero no deseo así es que me detengo y miro el fondo de la bañera que se tiñe con la sangre de mi herida.
A las once menos cuarto siento un latigazo en la espalda.
A las once y media respiro hondo y con papel de cocina limpio el charco de sangre que se había ido creando en mi quietud. Ha quedado en mi costado derecho un resquicio de dolor.
A las doce he de conducir y disimular. Para ello me he puesto una compresa en la herida. La persona que me acompaña no nota nada. En todo caso va medio dormida y tiene en su rostro toda la vida. La dejo en su espacio. Me vuelvo y cuando estoy volviendo siento un borbotón en la herida como si se hubiera hecho grande de improviso y hubiera alcanzado la rotura una vena mayor. Huelo mi sangre cuando enfilo la autopista.
A las dos me quito la compresa empapada. Me limpio de nuevo. Sangro y sonrío. Me miro en el espejo, la palidez se hace eco de lo que está ocurriendo.
A las dos y siete me mareo. Me siento en el sofá. El perro me quiere sacar de nuevo. Yo intento pensar cuándo y cómo me hice esa herida y si fuera lo que fuese merecía desangrarme de esta manera. No logro recordar nada. A punto de desmayarme pienso, Sería en una pesadilla.
A las tres menos veinte me siento con fuerzas para que mi perro me saque. En la calle me caigo varias veces. El perro se acerca y me lame y me hace levantar. Conseguimos dar el paseo completo. Al llegar a casa me duermo sabiendo que tengo que despertar.
A las cuatro he de volver a conducir. La herida abierta no sangra tanto. Vuelvo a la ciudad. Asisto donde tenía que asistir. Solo. No veo a quien no quiero ver ni hablo con quien no quiero hablar. Me vuelvo y cuando estoy volviendo siento un borbotón en la herida como si se hubiera hecho grande de improviso y hubiera alcanzado la rotura una vena mayor. Huelo mi sangre cuando enfilo la autopista.
A las siete llego a mi casa. Mi perro mueve el rabo y se me sube. Yo voy directo al baño. Toda mi cintura. Toda mi cadera. Todo mi sexo. Todo mi culo.Todos mis muslos. Todas mis rodillas. Todas mis pantorrillas. Todos mis pies. Todo es sangre. La herida ahora es como un cráter. Haciendo un esfuerzo que es ajeno a mí. Fuera de mí, diría, me lavo. Me cambio de ropa. Me pongo otra compresa en el cráter y dejo que mi perro me saque a pasear. Entiende que me siente en el banco de la avenida y deja que me vaya quedando dormido... creo que ahora aúlla... o quizá sea la ambulancia... o soy yo que balbuceo... ¿qué?... ¿cuándo?

Cuento

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 14/06/2014 a las 20:21 | Comentarios {2}


Desnudo de mujer Estudio de Gustav Klimt
Desnudo de mujer Estudio de Gustav Klimt
¿Has visto la mano en diez pinceladas? Samson Humes personaje de Las putas de Storyville (cuya historia de momento se ha quedado ahí en el primer capítulo) las observa y siente en sus ojos el peso del mármol; sabe la dificultad del cincel y la destreza que es necesaria para adecuar la pincelada al motivo y aún así quisiera emerger de las profundidades de su juventud. Por algún lado cree haber oído soflamas contra los museos en un grupo llamado dadaísta que dice cosas como la gente se suicida hoy con la cadena del retrete que es una frase que en absoluto tiene que ver con los museos o quizá sí.
Samson Humes jamás había ido a un museo, si lo ha hecho ahora ha sido para ver mujeres desnudas sin sentir vergüenza por el hecho de querer verlas y porque en los museos se puede entrar con amplio gabán que disimule su empalme descomunal que no deja de crecer y mantenerse. Al entrar ha sentido ese pensamiento que le ha parecido extraño a él que nunca había pensado en museos, arte o restos humanos y cuando al pasear por las amplias galerías tan limpias, tan mármol, tan guardas y caras serias, ha tenido la impresión de los cementerios, la congoja del deudo, incluso le ha llegado aunque leve el aroma del incienso y la muerte, se ha tenido que sentar ante un estudio de modelo desnuda (algo melancólica todo hay que señalarlo) y tocándose su miembro enhiesto por fuera del gabán, a la altura del capullo que llegaba, más o menos, a su ombligo -con lo cual ningún visitante podría imaginar que se estaba tocando el cipote- ha gemido de pena y de inquietud hasta que una mujer madura se ha sentado a su lado y en susurro le ha dicho, Me pierden los jóvenes con tu sensibilidad aunque no entienda qué te emociona tanto de esa mujer desnuda, ¿podrías explicármelo? Samson sin apartar la mano del capullo, no ha evitado mirar el escote exagerado para ir a un museo (de nuevo se ha extrañado el joven de ese pensamiento y se ha dicho, ¿existen realmente escotes exagerados para ir a los museos?) de la mujer madura y por hacerse el interesante ha soltado el primer pensamiento que se le había pasado por la cabeza minutos antes, Me emocionan los restos humanos. La mujer que había cazado la mirada del joven en sus tetas, se ha erguido algo y ha suspirado antes de preguntar de nuevo, ¿Eres artista? y el muchacho presa del hechizo de la voluptuosidad de la señora no ha podido mentir y ha contestado sécamente, Soy virgen y el rubor ha acudido a sus mejillas. La mujer ha reído. Samson ha estornudado. La mujer se ha levantado y le ha dicho, Sígueme con discreción y ha echado a andar. El chico ha sido incapaz de moverse, presa de la más febril de las imaginaciones, desconocedor de los extraños desvaríos que una mujer madura puede sufrir en un museo y la ha visto alejarse por la larga galería y cómo ha girado levemente su cabeza y al verle aun sentado se ha despedido con un discretísimo movimiento del meñique de su mano izquierda y ha girado a la derecha.

Cuento

Tags : Las putas de Storyville Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 27/05/2014 a las 10:58 | Comentarios {0}


Poco después de la muerte de Clara recuperé todos sus vinilos y su equipo de música.
Aldo desapareció cuando me negué a vender la casa.
Todas las tardes me voy a la sala de la música, me siento en la butaca donde ella fumaba y escuchaba el jazz, pongo uno de sus discos por estricto orden alfabético y mientras lo escucho me abro la carne con el cúter. Es una forma suave de sentir dolor. Tiene una cualidad pictórica que me llama la atención. No abro mi carne caprichosamente sino que tajo con un criterio geométrico. Luego la sangre fluye con languidez. Yo cierro los ojos.
He descubierto que, al igual que mi abuela, tampoco sé despedirme. Ni siquiera de mí misma.
Fin.
Desenlace (6ª Parte)

Cuento

Tags : Desenlace Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 17/01/2014 a las 12:21 | Comentarios {2}


Desenlace (5ª Parte)
A los veintiséis años Aldo y yo nos casamos. Mi nombre es Alba. El de mi abuela Clara.
Fueron ocho años de una insolencia propia de una grandísima hija de puta. Luego he aprendido que no existen las grandísimas hijas de puta ni las insolencias imperdonables. ¡Cómo envejeció Clara! Envejeció en esos ocho años lo que no había envejecido los ochenta anteriores.
Aldo, Aldo, pedazo de cabrón. Un día que pude reírme le dije: Lo tuyo conmigo ha sido un Aldazo en toda regla. Cuando pude reírme. Lo ocurrido en aquellos ochos años fue una simple y absurda equivocación. Quiero en todo caso aceptar mi responsabilidad. Aldo entra en mi vida porque yo quiero que Aldo entre en mi vida. ¿Qué buscaba yo en Aldo? ¿Por qué necesitaba acabar con mi abuela, con mi vida de chica normal destinada a terminar una carrera y encontrarse en el campus con un Alberto, un Javi o un Nacho y tener una boda por lo civil, tres críos, una hipoteca, cenas y aniversarios? ¿Qué me llevó a liarme con ese medio danés que lo único que quería era pillar drogas y luego follarme o primero follarme y luego pillar drogas? Al principio de aquel frenesí, yo era feliz. Nunca se me había ocurrido ponerme hasta las cejas todos los días ni siquiera los fines de semana. No empecé por los petas, directamente me dio a probar MDMA. Siempre recordaré la belleza de la tarde, el ocaso en las montañas y los polvos que echamos mientras mi abuela escuchaba en la sala de música a la orquesta de Count Basie, el disco Back to Back, a todo trapo y a mí, que nunca me había gustado el jazz, esa tarde, esa primera tarde del resto de mi vida, me gustó y moví mis caderas al ritmo de la música que atravesaba la puerta de mi habitación y sentí que toda la alegría del mundo se condensaba en esas horas atentísimas en la piel y los orgasmos.
No sé cuándo fue la primera vez que le robamos a la abuela Clara. Sé que fueron unas cucharillas de plata que no usábamos nunca. Sería falso decir que fue Aldo quien me empujó a robar. Fui yo quien lo hizo. No hace mucho alguien me dijo: Bueno, pero la idea no fue tuya. Él te obligó. Yo le respondí: No importa de quien fuera la idea. La acción es miserable. Yo fui una miserable. Lo que me sorprendió de todos aquellos robos, porque fueron muchos: toda la plata de la casa; un par de cuadros que tenían algún valor; unos mantones de Manila que habían sido de mi bisabuela; los gemelos de oro de mi abuelo; las joyas de mi abuela; por supuesto el dinero que había en casa, lo que me sorprendió digo es que mi abuela nunca dijo nada. Nunca me preguntó ni por los objetos, ni por las joyas, ropas o dinero. Tan sólo envejecía y escuchaba su música de jazz cada vez más alta, como si aquello la aislara del mundo.
Yo fui consumiéndome, adelgazando, cada vez más atada a Aldo (también creo haber descubierto que las acciones miserables unen mucho a las personas que las cometen quizá porque son las únicas que no te las pueden reprochar). En la nebulosa de aquellos años creo recordar la aparición de alguna antigua amiga del colegio, su intento de hacerme ver que me estaba destrozando la vida y de paso la de mi abuela o aquella otra que un día me trajo información sobre Aldo que había conseguido un amigo que siempre estuvo enamorado de mí y que ahora estaba con ella pero eso no le había impedido querer ayudarme. Querían ayudarme decían. Y yo me iba con gesto de conmiseración y vergüenza por dentro. Porque yo sabía lo que estaba haciendo pero no cómo pararlo. No quería pararlo. En cuanto llegaba Aldo con una papelina de lo que fuera todo mi ser, toda mi atención se fijaba en el papel de aluminio, en que lo abriera, en que me dejara meterme el speed o la coca, lo que fuera con tal de volver a ese lugar donde la realidad se comportaba de una forma tan caprichosa.
Dos días antes de casarnos (él me lo pidió un día en el que me ofreció a un tipo por un gramo de coca) maté a mi abuela. Tenía que matarla de una forma deshonesta, por supuesto. En el continuo trapicheo que nos traíamos Aldo y yo apareció un tipo que nos daba una buena pasta por la colección de vinilos y el equipo de música de la vieja (entonces la llamaba así: la vieja. O también: La Vieja Oscura, haciendo alarde del más pobre de los ingenios y jugando en oposición con su nombre, Clara). Aceptamos. Nos corrimos una buena celebración con las ganancias.
Volví una semana después de haberme casado. Clara estaba en la sala de música. En silencio. Quizá fuera ese silencio el que me hizo ver lo vacía que estaba la casa, lo desolada. Había arrasado con todo. Me puse frente a ella y le dije que lo de los discos era sólo un préstamo, que los había empeñado para invitar a los amigos, que me había casado, abuela, y ella no había querido venir, que jamás se lo perdonaría. Se lo dije, le dije, Jamás te perdonaré que no hayas venido a mi boda. Mañana nos venimos a vivir aquí.
Mi abuela ni siquiera me miró. Siguió con las manos cruzadas, con la mirada fija en el mueble de la música. Tenía la misma actitud que cuando escuchaba... La dejé de allí y me fui a  mi habitación y entonces, por primera vez, lo hice. No sé cómo se me ocurrió. Quizá se lo había visto hacer a alguien en pleno pedo y no lo recordaba aunque más bien creo que fue una idea original porque fue un flash. Vi el cuter encima de la mesa y no lo pensé dos veces, sencillamente lo cogí, me levanté la manga de la camisa y empecé a hacerme cortes en el brazo, no muy profundos, no en las venas, no para morirme, quizá para sufrirme y cada corte era un alivio y ¿ver mi sangre correr por mi brazo era vaciarme de la sangre de mi abuela?
Ese desangrarme tan despacio me hizo quedarme dormida. Desperté en la madrugada con mucha sed. Camino de la cocina vi que mi abuela seguía sentada en la sala de música. Bebí agua y por un recuerdo de la infancia, por una reminiscencia de tiempos mejores o por nostalgia de cuando quería a mi abuela entré en la sala para decirle que ya era muy tarde y que se fuera a la cama. Ya era muy tarde, desde entonces ya fue tarde para siempre. Mi abuela estaba muerta. Y yo le grité, llena de rabia: ¡Asquerosa! ¿Así te despides? ¿Así me dejas? Nunca supiste despedirte. ¡Nunca, nunca! y caí a sus pies y me abracé a sus piernas y sentí en esa madrugada larga y callada el terror más grande que jamás había sentido, un terror físico, un terror que me erizaba la piel y me recorría la columna vertebral y me dejaba helada, sin apenas poder respirar, tan incapaz de moverme como el cadáver al que estaba abrazada.

Cuento

Tags : Desenlace Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 16/01/2014 a las 12:24 | Comentarios {0}


Persuasion de Leonard Campbell Taylor
Persuasion de Leonard Campbell Taylor
Aldo le gustó a mi abuela. Subió ocho meses después de haberse mudado al piso de abajo, después de algunos magreos tras la caja del ascensor. En realidad Aldo le gustaría a cualquier mujer. Y mi abuela lo era. Aldo tenía ese no sé qué que queda balbuciendo en el corazón de una mujer después de que los ojos de Aldo se hubieran fijado en ella. Porque sus ojos eran de un negro melancólico y parecían transmitir al mismo tiempo desamparo y deseo de amar. O nada de esto es cierto. O sólo quise yo creerlo y me enamoré como una tonta. O no me enamoré sino que tan sólo quise enfrentarme a mi abuela. Porque había llegado el momento de rebelarse y mi abuela cometió conmigo un error que en realidad fue mi propio error. Porque al oír la verdad, decidí desmentirla (y escribo a propósito este infinitivo). Desmentir la verdad supuso...
Cuando Aldo y yo llevábamos saliendo unos meses, a la hora de la comida, mi abuela empezó a hablar de una película que habíamos visto hacía poco titulada A Place in the Sun protagonizada por Montgomery Cliff, Sellie Winters y Elisabeth Taylor. Comentó que Aldo le recordaba a Montgomery Cliff. Yo pensé que se refería al físico. Ella no quiso dejarme ni siquiera con una miajita de incertidumbre. Como siempre que me iba a decir algo contundente me miró a los ojos, No, no se parece físicamente. Siempre desconfío de los hombres que gustan a las mujeres. Desconfío de Aldo. Ándate con cuidado.
No creo que fuera por lo que había dicho de él por lo que exploté. Quizá fuera que acababa de cumplir los dieciocho años, que me quería sentir mayor, que había llegado la hora de rebelarme (como mi abuela había predicho muchos años antes). Con una frialdad que aún hoy me deja pasmada, ofendida porque mi abuela pensara que era una niñata, le contesté, A ti lo que te pasa es que has sido mal follada toda tu vida y no puedes soportar que un hombre tan guapo y maravilloso como él se haya enamorado de mí. Ella pareció no ofenderse y contestó con cierta ironía, Tu abuelo era muy buen mozo de joven.
No me dejó contestarla. Sin terminar el plato, se levantó y se fue.
Así, con una advertencia, dieron comienzo los años oscuros.

Cuento

Tags : Desenlace Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 09/01/2014 a las 12:40 | Comentarios {0}


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