Inventario

Revista literaria y artística escrita y dirigida por Fernando Loygorri

Extracto de la novela Yo no existo que vengo escribiendo desde hace un par de años y que, por supuesto, no sé si terminaré (ni tampoco sé por qué he de terminarla aunque cuando la releo me parece interesante y con cierto sentido del humor, yo que tan falto estoy de él).


Extracto 2º de Yo no existo


Extracto primero de Yo no existo

(...) La obra era el Montaplatos de Harold Pinter (tiene que quedar muy claro que sé de lo que hablo, que sé quién es Harold Pinter, incluso hacer una referencia a su fotografía con una gorra marinera algo ladeada hacia la derecha desde el punto de vista del observador y su bigote y los años 60 y el absurdo de la existencia o lo absurdo de pensar que la existencia es absurda. Lo digo yo que no existo). La representaban dos actores en una sala pequeña de un gran centro artístico de Madrid, un antiguo matadero. Las Naves del Español se llama ahora, cuyo nombre, el actual, me parece más bien el título de una zarzuela y el antiguo de tan horrísono tiene su gracia. (...)
(...) Haré el esfuerzo de hablar de C. [...] C. me cuenta en la Venta una cuestión de arriendos. También habla de una desilusión y de cierto spleen vital que le tiene abatida. Mientras la escucho recuerdo un libro de Eduard Punset en el que se sorprendía y deseaba sorprender a sus lectores con la idea de que en el último siglo la vida de los seres humanos se había duplicado y que ese duplicarse la vida conllevaba la idea del tedium vitae, de no saber qué hacer con tantos años. C. se come la tapa de ensaladilla rusa. Se sorprende de que yo no coma. Paga ella. Siempre quiere pagar ella. Me pone de los nervios las luchas que nos traemos con el pagar. Llegamos a la sala dos. Me encuentro con amistades muertas. La sala ha sido, incluidas las butacas, forrada con bolsas de basura negra. Los diez primeros minutos de la obra de una luz gris son de una belleza pictórica. Todo lo demás de la obra no tiene demasiado interés (F. me hace hablar así. Yo más bien pienso que no tengo ni idea de nada. Y al mismo tiempo que lo digo quisiera decirlo con orgullo. No sé de teatro. No sé de política. No sé de relaciones mundanas. No sé de drogas. No sé de educación. No sé física. No sé de literatura. No sé qué hago siendo editor si no tengo ni pajolera idea de literatura. No sé de nada. No sé por qué estoy vivo y no existo. No sé por qué F. me crea y ya tengo ocho páginas y cuarto de vida). Al salir nos encontramos con V., con P, con A. y con M. M. sigue siendo una mujer bella. Sobre todo su mirada. Tiene unos ojos realmente espeluznantes. M. me dice que me debe una visita. Yo le digo que no me debe nada. No quiero que nadie sienta que me debe algo. Nadie me debe nada. Nadie debería de deber nada. Me responde que no me enfade. Le respondo que no es enfado es que siempre que nos vemos me recuerda lo que me debe y ese sentimiento de deuda es terrible. No quiero que lo sienta conmigo. Los anteriores que son amistades muertas se van juntos a tomar algo y C. y yo nos escabullimos, montamos en mi coche que es en realidad el coche de una relación anterior cuando yo vivía con E. y nos hacíamos muy desgraciados y yo estaba aterrado, sin tierra, que me gusta escribir una y otra vez esa etimología. Nunca en mi vida he pasado tanto miedo a que ocurriera lo que acabó ocurriendo. Y no me faltaban motivos. Digo que cogimos el coche y C. se hizo un canuto y yo no fumé (F. quiere que no le dé ni una calada; le di una calada. Él quiere que yo no pruebe los porros. Pero a veces doy una calada y muchas noches siento las ganas de drogarme. Ya no lo hago. No, ya no lo hago. Ahora siento el miedo sereno, como mucho con un par de vasos de vino acompañado del frío que hace en mi casa de V.). Fuimos hasta su barrio. Tomamos un poco de empanada. Hablamos de la soledad de nuestras vidas. Me acompañó hasta el coche mientras se hacía otro canuto. Me fui. Entré en el garaje abierto de mi casa de V. y rompí el espejo retrovisor y me pareció un símbolo: había estado con amistades muertas, con el pasado muerto, no quiero mirar al pasado muerto. Me cargo el espejo retrovisor. Me cuesta mucho dinero repararlo, casi 200 €, lo que cuesta una lavadora. Cuesta mucho mirar al pasado.

Narrativa

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 28/12/2013 a las 12:06 | Comentarios {2}


Heme aquí desnudo. Durante la noche zarandeó el viento unas sábanas que quedaron colgadas a deshora. Yo, joven y dormido, soñaba el ámbito del bosque.  Sabía que en las ciudades de los hombres muchos estarían arropados, con el embozo por cima de las barbillas. El hombre pegado al culo caliente de la mujer. La mujer gestando el quinto vástago. Joven aún no sabía que no se pueden contar más que cuatro historias y terminada la cuarta todo vuelve a empezar. No lo sabía.  Por eso me desperté en la madrugada. Cogí lápiz y papel y decidí inventar por vez primera la historia del mundo. Y la inventé. Quiero decir: creé espacios, tiempos y circunstancias. La historia volaba por las páginas y me utilizaba a mí como demiurgo y así surgieron campos labrados, montañas altísimas, árboles cuyas copas horadaban el centro del cielo, bóvedas agrietadas a través de cuyas grietas se dejaba vislumbrar el fuego exterior del Mundo; surgieron sonidos y escalas; surgieron diversas formas de la materia e infinidad de combinaciones; surgieron los estados de ánimo y la constelación de las pasiones. Yo apenas descansaba arrastrado por la historia que a sí misma se contaba hasta que de repente, frente a mi ventana, que formaba parte de la casa que la historia del mundo había construido para mí, apareció la figura de una muchacha verde y castaña. Yo no sabía que la contemplación de una mujer podía alterar de tal forma mis sentidos, ni sabía que el palito flácido que tenía entre las piernas, devendría en rama de roble, ni sabía que un deseo calorífico, una especie de calor interno que me hacía gemir, era capaz de empujarme hacia el exterior de mí y hacerme sentir que la historia del mundo que estaba contando no tenía, de repente, el más mínimo interés.
La muchacha verde y castaña estaba iluminada por la luna. Llevaba un vestido que ceñía, cuando el viento se agolpaba en él, unas formas que influían en mis manos y en el ímpetu de mis piernas. La boca de la muchacha se abrió y expulsó un sonido leve como el rocío, intenso como la humedad en las marismas y en un gesto que me pareció al principio excéntrico y más tarde sublime, se levantó el vestido hasta la altura de su vientre justo cuando un rayo hendió en su sexo y me mostró la entrada a una caverna teñida de azul. Enloquecí de pronto. Me castañetearon los dientes. Sólo quise agarrar a la muchacha verde y castaña y jugar con ella hasta morir o deshacerme en agua. Miré la historia del Mundo que me había llevado media noche y me supo a nostalgia y vanidad. Miré mi mano izquierda que había llegado hasta la rama de roble que tenía entre las piernas cuando acarició su yema y todo mi cuerpo exhaló una queja que era al mismo tiempo un grito de la Tierra y sin pensar salí de la casa que la historia del Mundo había construido para mí. La muchacha verde y castaña me observaba correr hacia ella, me jaleó hasta que no nos separaron más que tres zancadas juveniles y entonces, ágil como la liebre, inquieta como la gacela, huyó de mí, vi cómo escapaba y se perdía en el soto del bosque. Yo la seguí e inventé un nombre para ella. Un nombre que no supe articular. Y así empezaron a pasar los días. Y luego los meses. Y cada vez el paisaje se mostraba más desnudo. El mundo se volvía más frío. La nieve lo cubrió todo. Yo fui envejeciendo. De vez en cuando, a lo lejos, siempre lejos, veía a la muchacha verde y castaña con los brazos en jarras, lloviéndose a sí misma y en cuanto estaba a punto de alcanzarla, ágil como la liebre, inquieta como la gacela, saltaba, corría, huía de mí. Hasta que un día no pude más. Me paré. Me observé en la delgada película de hielo de un lago y me vi viejo, con larga barba y desdentado. A mis espaldas todo era escarcha. Frente a mí, a una corta distancia, se había sentado la muchacha verde y castaña. Me sorprendió de su gesto cierta ternura. Y me sorprendió su voz cuando me dijo: Has de morir, Viejo. Ahora me toca a mí y abrió sus piernas y parió un jardín y yo morí.
Mystic River de Lyonel Feininger (1951)
Mystic River de Lyonel Feininger (1951)

Narrativa

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 21/12/2013 a las 10:41 | Comentarios {0}


Volupté de Francis Picabia
Volupté de Francis Picabia
La tarde anterior se había acostado con ella. Le gustaba su delgadez y su boca. Cómo le mordía el cuello le gustaba. Se iban enredando. Calladamente. Al día siguiente le solían doler los pectorales y partes del cuello, las partes donde ella había mordido y le quedaba durante horas el olor de su cuerpo. Ella se fue por la mañana con la sonrisa puesta y el pelo suelto. El día era luminoso y no muy frío. En la soledad se dejó llevar por la indolencia y cierta sensación de voluptuosidad. Leyó a Robert Louis Stevenson, el libro con sus Cuentos Completos que tenía una portada muy hermosa con la reproducción de Calma chicha, ocaso en la ensenada de Exmouth pintado por Francis Danby en 1855. La contemplación del cuadro le sugirió las caderas de ella, la tarde anterior, en un momento en el que ella se sentó, desnuda y abiertas las piernas, y le dijo, Quédate quieto, voy a ser mala. Y fue mala. Leyó un rato, justo durante el tiempo en el que el sol entraba en la sala y caía sobre su sexo; ese calor le empujó a bañarse y a masturbarse pensando en la tarde anterior junto a ella, sobre ella, dentro de ella. Luego dio un paseo por las calles desiertas a la hora de la comida. Se sentía maduro. De hecho, lo pensó exactamente así, Me siento maduro. Caminaba con ligereza y dejaba que los colores del invierno fueran entrando en él así como le llegaba el olor de la encina de una chimenea. Anduvo por calles estrechas. Escuchó el ladrido del perro que siempre le saludaba al pasar. Se detuvo para contemplar el fondo de montañas, alguna ligeramente coronada de blanco y en el tono verde de una parte del cielo creyó ver la tonalidad de los ojos de ella, la tarde anterior cuando estaba siendo mala. Sonrió. Decidió volver a su casa. Se sentó en el sofá después de haber comido y bebido el vino que no se habían terminado la tarde anterior y se quedó dormido. Al despertar sentía la belleza no como un ente abstracto, no como un tema de discusión sino la belleza bruta, la belleza del mundo, objetivamente bello, se dijo y ese pensamiento interior que expresó de inmediato en voz alta, le llevó hasta la cocina, se hizo un café y mientras lo bebía decidió entrar en su correo electrónico y como suele ocurrir, se puso a navegar por la red y en su navegación llegó a una página que se llamaba El cuadro más bello del mundo y durante horas estuvo deleitándose con  modelos, escenas campestres, temas mitológicos, desnudos, marinas, estaciones de tren, ocasos, veleros, casas, ciudades, ríos, montes nevados, calles atestadas de gentes, patinadores, troncos de árboles, abstracciones, bosques enteros, marineros, puertos, restaurantes, bebedores, besos, parejas, verjas, parques, bañistas, forjas, trajes, bailes, teatros, campanas, torres, faros, vigías, buques o búcaros. Y esa contemplación de la pintura, ese deleitarse con las pinceladas de los pintores y sus infinitas apreciaciones de la forma y el color, esa exaltación y esa voluptuosidad (que se seguía manteniendo desde la mañana) le parecía que se había gestado la tarde anterior cuando estuvo con ella, amándose con ella, disfrutando a través de ella su propia belleza.  Porque sentía que ambos habían compuesto un cuadro la tarde anterior y que el resultado lógico de aquella composición no podía ser otro que la contemplación de la pintura. Se vio -a ella y a él- fijos para siempre (dure lo que sea semejante adverbio intemporal), abrazados, jadeándose, con las bocas a punto de besarse y el brillo de un maestro en los ojos que se miran.

Narrativa

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 15/12/2013 a las 20:35 | Comentarios {3}


Mi esposa me miró ayer y a mí me recorrió un escalofrío por el espinazo. Hacía tanto que no me miraba. Supe, en ese instante, que llevaba años sin recordar sus ojos y cuando los descubrí negros y pequeños temblé pero poco para que ella no se diera cuenta. También atisbé venillas y arrugas y pliegues innúmeros. Todo esto que cuento, todo esto que vi fue durante el tiempo que dura un parpadeo porque de inmediato yo aparté la vista y sorbí el café como si no tuviera prisa, aparentando rutina. ¿Escuché entonces una risita suya y que se frotaba las manos cuando se alejaba por el pasillo y decía, ya lejos, "Me voy a bañar. Si quieres ir al baño vete al pequeño"? O sólo fue un prodigio de imaginación, una descomposición cuántica como si la materia del sueño se hubiera transfigurado en realidad y la materia de la realidad fuera el sueño.
Lo sé, me dije, lo sé, volví a repetir en voz baja pero en voz.  Y me acerqué a la ventana que daba a un prado pardo con un fondo de mar gris. Tengo miedo, dije en voz aún baja pero lo suficientemente alto para que el aliento necesario para pronunciar esas palabras quedara impreso como vaho en el cristal. El vaho de mis palabras. No evité un desahogo y me soné los mocos con la única manía que aún conservaba: pañuelos de tela.
En el baño pequeño miré mis ojos y recordé haberlos visto hacía poco.
Me fui sin hacer ruido pero antes me acerqué al baño grande. A través del cristal esmerilado vi que estaba a oscuras. Apoyé el oído en la puerta y escuché a mi esposa haciendo gorgoritos con agua en la boca. ¡Sus ojos, pensé, sus ojos!
Paseé por la rada del malecón hasta la hora de comer. Tomé la decisión y volví a casa.

Narrativa

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 16/10/2013 a las 11:44 | Comentarios {2}


Moras


La mujer que observó la tarde de septiembre y le escribió una canción, se detuvo días antes en el puente del lago Hoo-Shon cuando descubrió a dos hombres alrededor de un árbol. La pimera vez, cuando se dirigía al interior del bosque acompañada por su perra y los recuerdos de una voz que justo entonces acababa de dejar atrás (en el inicio del puente, cerca de un tilo, donde todavía la cercanía del bosque ni siquiera se podía imaginar), tan sólo los miró de paso porque la llamada del bosque era fuerte; había en su umbría la cualidad del silencio y en las aves diversas que lo poblaban la conjura de unas lenguas que, sin dudarlo, proclamaban ideas. La perra también ansiaba la espesura porque en ella se encontraría el tesoro que buscaba: un palo de madera de saúco, el protector de las almas de los niños, al que días antes había dejado semienterrado junto a una jara invadida de líquenes. Y así fue, la perra encontró el palo, la mujer escuchó la lengua de los pájaros, y lentamente se fueron perdiendo en la idealidad de la realidad y el ruido se fue acallando y tan sólo fueron pesadillas el martillo neumático, la rueda y el asfalto, el grito y la jauría humana, asoladora de ciudades.
Al llegar al lago Hoo-Shon, la mujer se sentó en la Piedra Negra y fumó; la perra bajó hasta sus aguas, dejó el palo a buen recaudo junto a las caderas de su amiga, y se dedicó a husmear los juncales. La mujer tuvo la visión de los dos hombres alrededor del árbol y se fijó (en la visión) en que ambos tenían arañazos y sangre en sus brazos y en sus piernas. Y con esa visión intuyó dos versos: Moras la tierra, baya roja, de sabor dulce/ atrapada entre ramas de espinos.
El sol estaba en lo alto. La perra tras el baño en las aguas, se había tumbado junto a ella y lamía el palo. La mujer sintió el deseo de volver. El bosque sesteaba. Cuando salieron vio de nuevo a los hombres alrededor del árbol. Los saludó y les preguntó qué hacían. Ellos le enseñaron una cesta repleta de moras y le ofrecieron llevarse las que quisiera para hacerse una mermelada. La mujer declinó el ofrecimiento arguyendo, como metáfora, el dolor que les habría causado recoger el fruto y uno de los hombres, sentencioso, le respondió: Ya sabe que el que algo quiere algo le cuesta. Ella sonrió. Se acercó a ellos, cogió una mora y se la llevó a la boca.

Narrativa

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 20/09/2013 a las 09:44 | Comentarios {0}


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