No tengo confusión. No muy extrañado. Ni muy extraño. Insisto: hay que mantener la calma. No sé cómo lo haré ni cuánto tiempo la mantendré. No sé las circunstancias que ahora lo alteran todo. Esta alteración debe de ser una fuente de riqueza vital. Los estados anodinos son los peores, creo. Pues ¡vivan los problemas!, ¡que vivan!
Ya me he instalado (la pequeña oficina de la que dispongo: un ordenador, acceso a internet, un pequeño equipo de grabación aunque me falte el mundo del que desde hace años me venía rodeando: libros, papeles, mi obra, la música en cds, fotografías u objetos) en casa de Pedro Carvajal, un buen amigo que me ayuda en este momento de transición. Porque lo que estoy viviendo es una transición. Lo demás irá llegando. No quiero, ni puedo de momento, saber dónde me lleva. No sé qué tipo de transición estoy haciendo. Sí sé que transito y aunque no sepa si en la dirección correcta, me muevo (podría escribir nos movemos pero prefiero hacer estas confesiones de forma personal).
El día ha amanecido hermoso. El cielo muy azul. Estoy en la buhardilla de Pedro. Frente a una ventana alta, entre muros macizos. Se escuchan, a sus intervalos, las campanas de la iglesia de San Francisco. En un par de horas iré a recoger a Violeta. Todo lo demás, todo lo que angustie, sobrecoja, paralice, anegue o destroce no tiene cabida en estas horas, en estos días. La visión ha de ser hacia delante. No hay lados. No hay pasado. No hay futuro. Sólo lo que la vista alcance. Hasta allí sólo.
Logré desmontar.
Ya me he instalado (la pequeña oficina de la que dispongo: un ordenador, acceso a internet, un pequeño equipo de grabación aunque me falte el mundo del que desde hace años me venía rodeando: libros, papeles, mi obra, la música en cds, fotografías u objetos) en casa de Pedro Carvajal, un buen amigo que me ayuda en este momento de transición. Porque lo que estoy viviendo es una transición. Lo demás irá llegando. No quiero, ni puedo de momento, saber dónde me lleva. No sé qué tipo de transición estoy haciendo. Sí sé que transito y aunque no sepa si en la dirección correcta, me muevo (podría escribir nos movemos pero prefiero hacer estas confesiones de forma personal).
El día ha amanecido hermoso. El cielo muy azul. Estoy en la buhardilla de Pedro. Frente a una ventana alta, entre muros macizos. Se escuchan, a sus intervalos, las campanas de la iglesia de San Francisco. En un par de horas iré a recoger a Violeta. Todo lo demás, todo lo que angustie, sobrecoja, paralice, anegue o destroce no tiene cabida en estas horas, en estos días. La visión ha de ser hacia delante. No hay lados. No hay pasado. No hay futuro. Sólo lo que la vista alcance. Hasta allí sólo.
Logré desmontar.
8 am: Me levanto. Tengo que ir a llevar el último libro que he leído, una historia del abogado Guido Guerrieri un personaje creado por un antiguo magistrado anti-mafia, Gianrico Carofiglio, que ahora se dedica a la literatura. No está mal la novela. Ayer -pensando que era el último día que leía en este espacio- me emocioné en la lectura y creo que el alegato final de Guerrieri en defensa de su cliente quedó sincero.
8 h 50 m am: Salgo. Cojo el coche. Hoy es un día extraño. Duro. También el de ayer lo fue. Hay tráfico en la carretera. Llego tarde.
10 h 30 m am: Llego a la editorial. Entrego el libro. Desayuno con Jesús. Nos atiende una camarera muy amable. Volvemos. Me encarga otro libro, este de Arthur Conan Doyle, El Signo de los Cuatro.
Hablo con José María, me dice que ha estado enfadado conmigo. Le contesto que lo sé y que hasta cierto punto tiene razón y que lo siento. También le digo que por una vez que falle no piense, por favor, que fallo siempre. Dice que no lo piensa.
12 am: Vuelvo a casa. Por el camino no puedo evitar pensar que es una de las últimas veces que hago este camino, en este coche, hacia esta casa. Llego.
1 pm - 20 h 44 m: No voy a contar los pormenores. Es duro (otra vez) pero curiosamente estoy como tranquilo como si me negara a perder los nervios, como si quisiera no dejarme arrastrar por unos sentimientos, unas emociones muy enrevesadas. Una gran dificultad. Calculo. Me dejo, Derivo. Me asiento. Me falta el aire. Respiro. Bebo agua. Vuelvo a beber agua. Vuelvo a Madrid. Vuelvo hacia aquí. Como tranquilo, como diciéndome, Vamos, vamos. Luego silencio, luego un cigarrillo, un intento de partida de ajedrez, una conversación, una sensación de aturdimiento y sin embargo como tranquilo, no quiero analizar, no quiero analizarme, hago lo que hago, no llego más allá. Es un momento de mi vida en que literalmente no sé qué va a ser de mi mañana. No sé dónde estaré. No sé cómo me sentiré. No sé cómo entrará el aire en mis pulmones. Últimamente la respiración es el metrónomo de mi espíritu. Miro la mesa. La lampara que ilumina. Miro tras la ventana una rama del árbol sin nombre. Escucho la radio como si fuera un día normal . Tecleo estas palabras como si fuera un día normal. La silla suena como si fuera un día normal. Y al mismo tiempo sé que no es un día normal. Lo saben más mis pulmones, seguramente mi hígado, seguramente mis riñones. Comienza el fin de semana que viene el mundial de automovilismo. El fin de semana que viene me parece el final de las vacaciones nada más llegar a la playa en los días de la infancia ¡El fin de semana que viene! ¡Qué espacio de tiempo tan inmenso!
Desmontar. Tengo que desmontar.
8 h 50 m am: Salgo. Cojo el coche. Hoy es un día extraño. Duro. También el de ayer lo fue. Hay tráfico en la carretera. Llego tarde.
10 h 30 m am: Llego a la editorial. Entrego el libro. Desayuno con Jesús. Nos atiende una camarera muy amable. Volvemos. Me encarga otro libro, este de Arthur Conan Doyle, El Signo de los Cuatro.
Hablo con José María, me dice que ha estado enfadado conmigo. Le contesto que lo sé y que hasta cierto punto tiene razón y que lo siento. También le digo que por una vez que falle no piense, por favor, que fallo siempre. Dice que no lo piensa.
12 am: Vuelvo a casa. Por el camino no puedo evitar pensar que es una de las últimas veces que hago este camino, en este coche, hacia esta casa. Llego.
1 pm - 20 h 44 m: No voy a contar los pormenores. Es duro (otra vez) pero curiosamente estoy como tranquilo como si me negara a perder los nervios, como si quisiera no dejarme arrastrar por unos sentimientos, unas emociones muy enrevesadas. Una gran dificultad. Calculo. Me dejo, Derivo. Me asiento. Me falta el aire. Respiro. Bebo agua. Vuelvo a beber agua. Vuelvo a Madrid. Vuelvo hacia aquí. Como tranquilo, como diciéndome, Vamos, vamos. Luego silencio, luego un cigarrillo, un intento de partida de ajedrez, una conversación, una sensación de aturdimiento y sin embargo como tranquilo, no quiero analizar, no quiero analizarme, hago lo que hago, no llego más allá. Es un momento de mi vida en que literalmente no sé qué va a ser de mi mañana. No sé dónde estaré. No sé cómo me sentiré. No sé cómo entrará el aire en mis pulmones. Últimamente la respiración es el metrónomo de mi espíritu. Miro la mesa. La lampara que ilumina. Miro tras la ventana una rama del árbol sin nombre. Escucho la radio como si fuera un día normal . Tecleo estas palabras como si fuera un día normal. La silla suena como si fuera un día normal. Y al mismo tiempo sé que no es un día normal. Lo saben más mis pulmones, seguramente mi hígado, seguramente mis riñones. Comienza el fin de semana que viene el mundial de automovilismo. El fin de semana que viene me parece el final de las vacaciones nada más llegar a la playa en los días de la infancia ¡El fin de semana que viene! ¡Qué espacio de tiempo tan inmenso!
Desmontar. Tengo que desmontar.
Diario
Tags : Archivo 2009 Escrito por Fernando García-Loygorri Gazapo el 23/03/2009 a las 20:32 |
Vanidad de vanidades
Quisiera confesar públicamente en este blog que tantas alegrías y tan pocas tristezas me otorga, un rasgo poco agraciado de mi carácter: soy un bocazas (o un bocas que dicen ahora los jóvenes). Tengo una incontinencia verbal que desborda los cauces de los ríos de las palabras. Y es por la palabra por donde quiero demostrar (¡aún, Swami, aún quiero demostrar algo a alguien, a tantos!) todo lo que soy, todo lo que he estudiado, trabajado, leído, cuántas distintas materias manejo, cuántos nombres alberga mi pobre cerebro, cuánta melancolía tengo derecho a atesorar.
También quiero que conste en este acta de autoinculpación que no es por un acto de soberbia sino más bien por una cuestión de inseguridad (muchas veces la inseguridad, querido Swami, se viste con los ropajes de la vanidad) por lo que me lanzo a hablar, hablar, de esto y aquello y lo de acullá y de lo de más acá, sin parar, elevando la voz, agrandando los gestos, imponiendo un discurso que nada tiene que ver con una esencia más bien tímida, más bien solitaria, más bien humilde de mi propia condición y mis propios conocimientos. Porque en el fuero interno de mi corazón, de mi alma y de mi mente toda, sé que no sé nada, sé que apenas llego a vislumbrar la nuez de ningún asunto humano y menos mundano y aún menos divino; sé que tú, Swami mío, habrías conseguido alumbrar a mis ojos el camino que tú has trillado allá en la India donde dicen las leyendas que viven los hombres más sabios, los hombres más espirituales, los hombres más desprendidos de su ego.
Pobre condición la mía que por inseguridad, en la cena que tuvimos el otro día, no supe mantenerme callado y hablé de fútbol, de ajedrez, de internet, de audiolibros y no sé cuántas gilipolleces más que, imagino, te dejaron aturdido y cuando menos dejaste que la vida fuera como estaba siendo. O a lo peor, vanidad de vanidades, me quise medir a ti y decirte que no estabas en medio de unos iletrados y que si querías ganarte el derecho a ser escuchado tendrías en mí -bocazas de profesión- a un duro competidor.
Salud a ti, Swami querido, disculpas sinceras y gracias por la lección, que por omisión de tu voz, me enseñaste.
También quiero que conste en este acta de autoinculpación que no es por un acto de soberbia sino más bien por una cuestión de inseguridad (muchas veces la inseguridad, querido Swami, se viste con los ropajes de la vanidad) por lo que me lanzo a hablar, hablar, de esto y aquello y lo de acullá y de lo de más acá, sin parar, elevando la voz, agrandando los gestos, imponiendo un discurso que nada tiene que ver con una esencia más bien tímida, más bien solitaria, más bien humilde de mi propia condición y mis propios conocimientos. Porque en el fuero interno de mi corazón, de mi alma y de mi mente toda, sé que no sé nada, sé que apenas llego a vislumbrar la nuez de ningún asunto humano y menos mundano y aún menos divino; sé que tú, Swami mío, habrías conseguido alumbrar a mis ojos el camino que tú has trillado allá en la India donde dicen las leyendas que viven los hombres más sabios, los hombres más espirituales, los hombres más desprendidos de su ego.
Pobre condición la mía que por inseguridad, en la cena que tuvimos el otro día, no supe mantenerme callado y hablé de fútbol, de ajedrez, de internet, de audiolibros y no sé cuántas gilipolleces más que, imagino, te dejaron aturdido y cuando menos dejaste que la vida fuera como estaba siendo. O a lo peor, vanidad de vanidades, me quise medir a ti y decirte que no estabas en medio de unos iletrados y que si querías ganarte el derecho a ser escuchado tendrías en mí -bocazas de profesión- a un duro competidor.
Salud a ti, Swami querido, disculpas sinceras y gracias por la lección, que por omisión de tu voz, me enseñaste.
Diario
Tags : Archivo 2009 Escrito por Fernando García-Loygorri Gazapo el 20/03/2009 a las 11:46 |
Quizá más tarde pueda
desandar mi huella
Como una cinta cinematográfica
que marchara hacia atrás
La voz de Victoria de los Ángeles
en el Requiem de Gabriel Faurée
calma la mañana en mis pulmones
y en las manos deja un tempo de adagio
Escucho las cadencias de los chelos
la altura de las violas
lo sublime de los violines
y las voces, las voces...
Cordero de Dios (Agnus Dei)
Flota la marea
Espera la nota
Asoma la espalda
Sugiere
desandar mi huella
Como una cinta cinematográfica
que marchara hacia atrás
La voz de Victoria de los Ángeles
en el Requiem de Gabriel Faurée
calma la mañana en mis pulmones
y en las manos deja un tempo de adagio
Escucho las cadencias de los chelos
la altura de las violas
lo sublime de los violines
y las voces, las voces...
Cordero de Dios (Agnus Dei)
Flota la marea
Espera la nota
Asoma la espalda
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Diario
Tags : Archivo 2009 Escrito por Fernando García-Loygorri Gazapo el 18/03/2009 a las 12:02 |23 de Octubre de 2000
Un día mi padre sufrió lo indecible. Fue un domingo, un treinta de enero. Sufría tanto. Una escara le había dejado al aire la cabeza del fémur. Estaba solo con él. En la casa familiar. Y no pude mantenerme sereno. Era tal la angustia que me provocaba que me iba al cuarto del fondo a llorar. Aquella tarde llamé a César y a Andrés. Me aliviaba hablar con ellos. Tres días más tarde mi padre moría. Recuerdo [también] aquella tarde de miércoles. Yo estaba en mi estudio de la calle Infantas. Llamé a casa para preguntar qué tal estaba y mi madre me dijo que había preguntado por mí. La muerte [llamó] suavemente. [Acarició] el hombro y [guiñó] un ojo. Era una noche fría de febrero. Al llegar a casa se encontraban mi prima Beatriz, su marido Santiago, la tía Micki [hermana de mi padre] y mi madre. Mi padre agonizaba y sufría. Les propuse que le sedáramos hasta que muriera. Que muriera sin [dolor]. Pero su religión, su moral les impidieron aceptar esa proposición. [Acoto que en aquel tiempo llevaba años sin ir a casa de mis padres a no ser para cuidarle un domingo de cada cuatro] Fui a ver a mi padre en varias ocasiones. Estaba tumbado del lado opuesto a la escara y lentamente, yo creo que por sentir un movimiento de vida, levantaba el brazo, rozaba mi mano y la volvía a bajar. Así una y otra vez. Se fueron las visitas y llegó mi hermano Antonio al que la muerte también había llamado. Y llamó a mi hermana Lourdes la cual también recibió el mandato. Sólo la muerte no buscó a mi otro hermano, Alfonso. Mi padre debía de dormir. Estaba nervioso. Cada cierto tiempo íbamos Antonio o yo para ver cómo se encontraba. Mi padre no podía dormir. En mi último turno le dije que debía intentarlo, que le iba a apagar la luz y que si no se dormía entonces volvería y me quedaría con él. Había algo de desidia, de no querer estar con él en mi propuesta. Creo que algo de eso también hubo. Antonio fue el primero en ir a verlo en la oscuridad. Luego fue mi madre. Luego fui yo. El pasillo estaba en penumbra. El comedor ya era negro. Su habitación la honda negrura del fondo. No escuché su respirar. Y supe que estaba muerto. Que se había ido. Vino el niño a mí y mi primera reacción fue volver a la sala y decirles a mi madre y a mi hermano que papá había muerto. Llegué hasta casi la penumbra del pasillo y entonces supe que mi padre lo había querido así. Quería que yo fuera el último ser al que él viera y que yo fuera el primero que le viera en su no-ser. Y cumplí su deseo. Entré en la oscuridad. Encendí la luz y allí no-estaba él. Se había muerto. Su cuerpo era la muerte. No recuerdo muy bien lo que hice. Creo que no le acaricié. No. Sentí respeto. La carga sagrada ante el cuerpo yerto. Creo que sí le hablé, quizá le dije: “Ya descansas, padre. Por fin ya descansas”.
Diario
Tags : Archivo 2009 Escrito por Fernando García-Loygorri Gazapo el 09/03/2009 a las 17:34 |
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Diario
Tags : Archivo 2009 Escrito por Fernando García-Loygorri Gazapo el 25/03/2009 a las 13:53 |