"Sabía que la embriaguez haría de lo suyo; sentirse enfermo podría ayudar, esa fiebre que provoca alucinaciones; la ausencia prolongada de la amada también. Ya casi no recordaba su rostro aunque retenía la imagen de una tarde en la que el sol recortó de una forma intensa el óvalo de su cara; quizá no recordara su rostro pero sí su contorno". Nosotros, por nuestra parte, sugerimos que es posible que ese estado de cosas pudiera influir en su descripción del paisaje. "Al fondo -nos contaba- a mi izquierda, muy lejos, era un fondo muy profundo, sobre unas lomas se podían ver las vides; dos o tres lomas serían las que abarcaba el viñedo, doce hileras de viñas, no más, las cuales se extendían hacia mi derecha sin llegar hasta el centro y de repente como si fuera el capricho de un dios borracho, el fondo se volvía agreste, las lomas se hacían montes y los montes se unían en una sierra que se iba elevando hacia mi derecha hasta dejar justo en mi extremo superior derecho la contemplación de un minúsculo pedazo de cielo y bajo él una montaña joven e inmensa que descendía por caminos abruptos, barrancos y correnteras hasta una llanura".
El observador se quedó callado. Como la taberna estaba en semi penumbra no adivinábamos sus facciones, a más a más, cuando cubría su cabeza con un sombrero homburg. Encendió un cigarrillo. Siguió mirando hacia la mesa, la cabeza semi inclinada. Algunos nos fijamos en sus manos: eran finas como si nunca hubieran trabajado. El hombre se encontraba de espaldas a la ventana y fuimos los que estábamos frente a él los que vimos asomar por ella, como tantas noches los habíamos visto, los cuernos naranjas de la luna. El hombre pareció sentir el influjo directo de la luna y como si fuera un autómata al que le habían dado cuerda, arrancó de nuevo a hablar. "Yo debía de encontrarme en un altozano frente a la llanura. Justo a mi lado un viejo roble muerto dormía el sueño de los justos. Ante el fondo antes descrito, en el lado de los viñedos, justo entre la llanura y las lomas, había una inmensa vasija tumbada. Según mis cálculos, hechos a ojos de buen cubero, la vasija debía de tener una anchura en su centro de unos doscientos metros y una largura de unos ochocientos o mil metros. Era una vasija con forma de ánfora romana, muy ancha en su parte central y muy estrecha en sus extremos. La boca del ánfora estaba sellada mediante un inmenso tapón de corcho blanco. Todo el ánfora estaba decorada con motivos marinos: delfines, tritones, olas, barcas de velas, sirenas, escollos. A los pies de la gigantesca ánfora, ya en la llanura, como si fuera su guardián se levantaba una aldea con templo. Durante todo el tiempo que estuve allí, contemplando aquel paisaje insólito, no vi ni percibí a un solo ser vivo. Tampoco, por supuesto, en la aldea ni en el templo. Tan sólo recuerdo escuchar algo parecido a la vida cuando el viento chocaba contra lo que debía de ser una fisura en la vasija que provocaba el espejismo de creer estar escuchando el silbido de una mujer en la mañana. Todo lo demás era tierra baldía, aire muerto..."
El tabernero sirvió una ronda de vino. El hombre cogió su vaso y lo bebió de un trago. Luego dijo, "Beban. Yo invito". Los demás bebimos.
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Tags : Cuentecillos Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 23/07/2025 a las 18:28 |