Inventario

Revista literaria y artística escrita y dirigida por Fernando Loygorri

Capítulo 5º. Fin de los antecedentes (2). Constance


Conocí a Constance en la Torre del Reloj en el molls dels pescadors de la Barceloneta. Se casaron a los pies del viejo faro y en las palabras que pronunció ella dijo algo así como: Este enlace entre Olmo y yo es el faro que guiará nuestras vidas, por eso celebramos aquí nuestra unión. A mí me pareció una puta cursilada y mientras lanzaban los discursos propios de las bodas laicas, me metí en un bar a beber y a ponerme un poco.
Contance era tan hermosa como no había podido describírmela Olmo. Sobre todo tenía un aire alegre que me llenó de envidia. Supe nada más verla que había perdido a Olmo para muchos años si no para siempre. Gema -a la que Olmo había invitado especialmente. Mantuvieron una conversación días antes. Gema no me quiso contar mucho de lo que hablaron. Tan sólo dijo que había aceptado al final- hizo migas de inmediato con Constance y Olmo estuvo especialmente amable con ella.
A mí el calor de Barcelona me toca los cojones y los lugares con encanto más todavía. Es cierto que era el atardecer y los pesqueros volvían. Es cierto que el mar debe ser hermoso y que la alegría que destilaban los novios y los invitados tendría que haberme bastado para sumarme a la fiesta y desearle de todo corazón a mi mejor amigo la felicidad que había encontrado. Pero no fue así. De hecho cuando Olmo me la presentó, yo le dije, Sí, soy El amigo que ninguna mujer quiere que tenga su chico, Constance sonrió y me respondió, Seguro que se me olvida un nombre tan largo. Te llamaré Tú.
Estaba descalza y sus tobillos eran finos y se movía por el asfalto como si fuera hierba. Era esbelta. Su pelo negro, rizado, volaba y creaba trazos negros sobre el fondo azul del mar. Su pecho parecía cincelado por un viejo griego, quizás el misterioso Praxíteles, o por un cirujano plástico al que ella hubiera acudido con una foto de su Afrodita para que le hiciera un pecho a imagen y semejanza del de la Diosa. Era, me jode decirlo, perfecta, no tan sólo en el cuerpo sino en el carácter, en la elegancia de sus gestos, en la cadencia de su paso, en sus silencios, en su actitud al escuchar. Yo intentaba rebajarla diciéndome, Tío es una puta camarera ¿No lo ves? Y la verdad es que no lo veía.
El banquete se celebró en el dúplex que había comprado Olmo a las afueras de la ciudad. Una torre, como llaman allí a los chalets, en lo alto de una colina que se abría, de nuevo, al mar. Olmo lo había reformado y por primera vez reconocí el valor de su arquitectura (o el valor de haber hecho la carrera). Toda la casa reposaba, podría decir, y el jardín ofrecía una extraña serenidad. Los invitados fueron felices. Los novios se abrazaban, se besaban, se alejaban con una naturalidad que me produjo escalofríos. Quería irme de allí. Cada dos por tres me apartaba y en un rincón del jardín (una pequeña glorieta con una fuente donde Nausítoe, en su centro, celebraba desnuda la frescura del agua sobre su cuerpo de piedra) me metía una raya tras otra. Supe que me estaba pasando. Mi corazón estaba acelerado. Tenía una sudoración fría. No dejaba de pasarme la lengua por los labios. Me estaba poniendo agresivo. Detestaba la música que en esos momentos interpretaba un grupo en directo con esos aires orientales que tanto invitan a que las mujeres cimbreen las caderas, ¡jodidas seductoras! ¡dueñas de nuestros apetitos! Allí estaba Gema bailando frente a un tipo con coleta; allí estaba mi mujer adelantándole el coño para que se lo comiera; allí estaba subiéndose su vestido largo; mostrando hasta lo insólito su pecho; asquerosa hija de puta; poniéndome en ridículo delante de Olmo que estaba junto al cabrón de la coleta y que intuí que le estaba contando lo desgraciada que era conmigo para aliviar -si la tuviera- la culpa por intentar tirarse a la mujer de su mejor amigo. Se cruzaron nuestras miradas. Olmo adivinó la mía y se acercó a mí. Me tomó por el brazo y me apartó de la gente.
- ¿Por qué no dejas de meterte coca de una puta vez? Estás pasado, tío.
- Olmo, Olmito. Se te ha olvidado una cosa: Las mujeres si no son putas, son hijas de puta.
- No te voy a permitir un comentario como ése nunca más.
- ¡Oh, perdona, claro, es que ya estás casado con una dulce doncella!
- Preferiría que te fueras.
- ¿Para qué? Para que tu amigo de la coleta se pueda follar con tranquilidad a mi mujer...
- Estás enfermo, tío...
- Antes estabas de acuerdo.
- Antes era un gilipollas como tú.
- ¿No has dicho enfermo?
- No, digo gilipollas. Vete. No quiero volver a verte en mi vida.
- Se dice en mi puta vida, ¡ah, no, que no se puede decir puta!
- Fuera.
Olmo se alejó. Tras él vi la mirada fina en mí de Constance. Fue la última vez que la vi viva.

Cuento

Tags : El Brillante Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 26/09/2011 a las 20:53 | Comentarios {0}



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