Decimoquinto día
Durante un tiempo fui carnicero en Bratislava, bueno, en realidad, no fui exactamente carnicero, fui el hortera de la carnicería o el repartidor porque creo recordar que hortera sólo es el dependiente de una tienda de ultramarinos como manceba era la dependienta de una farmacia. En todo caso el carnicero jefe se empeñó en enseñarme el oficio y he de reconocer que el hombre amaba su trabajo y cuando alguien que ama su trabajo se empeña en enseñártelo, te das cuenta de los matices que encierra toda actividad humana, hasta la más humilde. También he de reconocer que no tuve tripas para aguantar tanto descuartizamiento y si no me puedo considerar vegetariano, apenas como carne por los recuerdos que me trae; dejé el trabajo por la pena que el carnicero tenía de que yo no amara como él la delicadeza de un corte hecho a la perfección para que cuando se friera todos los jugos, todos los nervios, todas las vetas realizaran a la perfección su función de agradar al paladar; la vida tiene estas cosas, me digo, hoy que el perro de abajo ha venido a morderme cuando salía de mi casa camino del palacio que cuido como si se tratara de mi propia hija; me digo, en esos momentos, que si hubiera amado el corte fino en la carne muerta quizás hoy me viera heredero de una carnicería en el mejor mercado de Bratislava, casado con una casquera que había enfrente y a la que no hacía ascos, ni ella a mí sólo que pensar en amarnos entre callos, mollejas, hígados, riñones y criadillas, arrastraba mi libido hacia oscuras catacumbas, sin hachos, profundas; me decía hoy, en las curvas del puerto, que si hubiera amado el cuchillo y la delicadeza de una carne magra, me habría pasado la vida entre lluvias, nieves y fríos, en un país que antes fue parte de otro, miserable como todos los países miserables, mal aprendiendo un idioma con demasiadas consonantes para mi gusto y llevando a una caterva de chiquillos a ver al Slovan de Bratislava; pero no fue así, no pude con las carnes muertas y me fui de nuevo y me cambié de ciudad y el día que me despedí de la casquera que se llamaba Alanna supe por su mirada que había imaginado todo lo que yo había imaginado y que en nuestros cuerpos quedaría para siempre la ausencia del otro. Y cuando terminaba el puerto me decía que por qué no había sucumbido a una vida sencilla, en una ciudad sencilla, casado con una mujer que se dedicaba a limpiar las tripas de las bestias mientras yo me dedicaba a cortar pescuezos, morrillos, agujas o rabos. Y cuando enfilaba la autovía me preguntaba por qué había dejado abandonada a mi madre en Tirana, jubilada de su profesión de enfermera y retirada de su afición que tan sólo me confesó en su lecho de muerte y por qué me fui a vivir a Manila donde no se me había perdido nada y donde tampoco encontré nada. Las preguntas, sin embargo, no han aplacado al perro de abajo que ha seguido mordiendo hasta que he nadado tanto que me he quedado como dormido, vagando por las salas del palacio donde están colgadas obras de Dalí y Miró y Fortuny y Rousignol y Nonell y Casas y Sorolla y Grané y Tapies y Sunyer y Urgell y Mir, sí, también Mir que se volvió loco en la isla de Mallorca...
Decimocuarto día
Solo cuando los hombres puedan enrollar el espacio como un trozo de cuero, acabará el sufrimiento de no conocer a Dios. Svetasvatara Upanisad.
La noche es desde otro lado. Los aspersores riegan la hierba del jardín; al fondo ya no es vista La Primavera; allá las luces de la ciudad -tan cercana, tan inalcanzable- dejan ver unas formas anaranjadas. Sentado en el porche trasero del palacio escribo mientras leo el momento en el que Buda se sentó en el punto inmóvil y dejó de pensar Yo. Los sonidos nuevos de esta noche me asustan porque cuando el primer hombre pensó Yo surgieron a la par el temor y el deseo. ¡Cuánto hay de admirable en las concepciones mitológicas de los hombres! me digo mientras leo a Joseph Campbell y entre líneas siento el profundo amor que tenía a su trabajo, el respeto absoluto por las creencias metafísicas de todo pueblo que haya poblado o pueble esta tierra tan rica en matices, tan desordenada, tan necesitada de ideas. ¡Cuánto consuelo necesita el mundo de los hombres! La única especie que ha pensado Yo.
La noche es desde otro lado. Los aspersores riegan la hierba del jardín; al fondo ya no es vista La Primavera; allá las luces de la ciudad -tan cercana, tan inalcanzable- dejan ver unas formas anaranjadas. Sentado en el porche trasero del palacio escribo mientras leo el momento en el que Buda se sentó en el punto inmóvil y dejó de pensar Yo. Los sonidos nuevos de esta noche me asustan porque cuando el primer hombre pensó Yo surgieron a la par el temor y el deseo. ¡Cuánto hay de admirable en las concepciones mitológicas de los hombres! me digo mientras leo a Joseph Campbell y entre líneas siento el profundo amor que tenía a su trabajo, el respeto absoluto por las creencias metafísicas de todo pueblo que haya poblado o pueble esta tierra tan rica en matices, tan desordenada, tan necesitada de ideas. ¡Cuánto consuelo necesita el mundo de los hombres! La única especie que ha pensado Yo.
Decimotercer día
Cualquier motivo (hubo una vez en que discurrí en base al discurso de otro si es motivo o causa o no sé cuál otra palabra).
Un ave cuyo nombre desconozco me trae al recuerdo las manos de mi madre y cómo las movía, separando los dedos, cuando reía; ese ave, las manos de mi madre y su risa me entristecen este decimotercer día. No ha sido que haya lavado el coche aunque quizá en el hecho mismo de lavarlo, de dejarlo lustroso, se haya iniciado este motivo; lustroso es adjetivo en la boca de mi madre; lo usaba para las cuestiones más peregrinas; decía, por ejemplo, lo lustroso que quedaría el sábado si fuéramos a la iglesia episcopaliana o también, referido a una persona, solía decir, tiene una mirada lustrosa. Por eso, al terminar de limpiar el coche y verlo lustroso, se ha iniciado el camino que me ha llevado a esta melancolía que ahora escribo desde los sótanos del palacio.
Mi madre no era feliz, ni era especialmente inteligente, ni tenía un gran sentido del humor; mi madre era tenaz y una cocinera eficiente y borrachina; más que eficiente era una buena cocinera; con cualquier cosa te hacía un plato apetitoso, sólo necesitaba tener una buena botella de vino tinto al lado; entonces se ponía a canturrear, mediaba el vaso de vino y mientras picaba lo que fuera, lo ponía al fuego, lo rehogaba, iba dando sorbitos al vino con sus labios finos y a medida que el alcohol le llegaba a la sangre se iba ruborizando y esos colores sanotes en las mejillas de mi madre cuando cocinaba es una de las imágenes pictóricas que más echo de menos en este museo modernista que tanto amo y que con tanto mimo cuido; también reconozco que algo de razón tenía cuando me dijo que yo la deseaba, que todos los hijos desean a sus madres; porque recuerdo con una nitidez como no tengo con ninguna otra mujer a mi madre en bragas y sostén y cómo me llamaba la atención la negrura de su pubis y la voluptuosidad de su pecho; recuerdo que un día, una de las tantas veces que la vi en ropa interior, me sonrió con su boca chica y su sonrisa doliente y me dijo, Te va a doler si me miras tanto. Anda, vete a jugar. Ahora sé por qué se ponía tan guapa y usaba esa ropa interior tan sugerente y que tan poco tenía que ver con su aspecto exterior, siempre sobrio, de faldas plisadas por debajo de las rodillas. Mi madre era como las casas de los judíos: humildes por fuera, fastuosas por dentro.
Un ave cuyo nombre desconozco me trae al recuerdo las manos de mi madre y cómo las movía, separando los dedos, cuando reía; ese ave, las manos de mi madre y su risa me entristecen este decimotercer día. No ha sido que haya lavado el coche aunque quizá en el hecho mismo de lavarlo, de dejarlo lustroso, se haya iniciado este motivo; lustroso es adjetivo en la boca de mi madre; lo usaba para las cuestiones más peregrinas; decía, por ejemplo, lo lustroso que quedaría el sábado si fuéramos a la iglesia episcopaliana o también, referido a una persona, solía decir, tiene una mirada lustrosa. Por eso, al terminar de limpiar el coche y verlo lustroso, se ha iniciado el camino que me ha llevado a esta melancolía que ahora escribo desde los sótanos del palacio.
Mi madre no era feliz, ni era especialmente inteligente, ni tenía un gran sentido del humor; mi madre era tenaz y una cocinera eficiente y borrachina; más que eficiente era una buena cocinera; con cualquier cosa te hacía un plato apetitoso, sólo necesitaba tener una buena botella de vino tinto al lado; entonces se ponía a canturrear, mediaba el vaso de vino y mientras picaba lo que fuera, lo ponía al fuego, lo rehogaba, iba dando sorbitos al vino con sus labios finos y a medida que el alcohol le llegaba a la sangre se iba ruborizando y esos colores sanotes en las mejillas de mi madre cuando cocinaba es una de las imágenes pictóricas que más echo de menos en este museo modernista que tanto amo y que con tanto mimo cuido; también reconozco que algo de razón tenía cuando me dijo que yo la deseaba, que todos los hijos desean a sus madres; porque recuerdo con una nitidez como no tengo con ninguna otra mujer a mi madre en bragas y sostén y cómo me llamaba la atención la negrura de su pubis y la voluptuosidad de su pecho; recuerdo que un día, una de las tantas veces que la vi en ropa interior, me sonrió con su boca chica y su sonrisa doliente y me dijo, Te va a doler si me miras tanto. Anda, vete a jugar. Ahora sé por qué se ponía tan guapa y usaba esa ropa interior tan sugerente y que tan poco tenía que ver con su aspecto exterior, siempre sobrio, de faldas plisadas por debajo de las rodillas. Mi madre era como las casas de los judíos: humildes por fuera, fastuosas por dentro.
Cualquier motivo, digo, cualquier alteración del aire o un tono rojizo en la rama de un pino causado por el último sol o la belleza de Fargo, la serie, la belleza formal y la belleza conceptual de esa serie de televisión que me deja una nostalgia de realidad como pocas veces me ha pasado; yo, que vivo tan alejado de la realidad, que mi vida ha consistido realmente en huir de ella como huía del frío del invierno en Tirana acurrucándome por las noches hasta que me dolían las articulaciones de tanto como las forzaba; yo, que huí de mi madre en cuanto tuve la menor oportunidad por el mero hecho de parecerme una mujer dura, demasiado explícita, demasiado directa, sin pizca de cariño por más que esto último se haya ido emborronando con el paso de los años y tenga ahora la sensación de que mi madre reprimió su cariño para no convertirme en un ser más débil de lo que por naturaleza ya soy; yo, que huí de los trabajos que tuve por no quedarme atrapado en ellos, por no sentirme útil; yo, que huí una y otra vez de las mujeres a las que amé para poder decir que lo intenté todo; yo, digo, me veo necesitado de realidad una tarde de miércoles, a la hora de la siesta tras ver el último capítulo de Fargo y con la extraña sensación, aleteando en mi inconsciente, de que el personaje que interpreta David Carradine podría ser perfectamente mi madre, mujer de una sola pieza, polaca del norte, dura como el pedernal y con el deseo, abiertamente internacional, de chuparle la polla a los diplomáticos y para huir –de nuevo huir- de ese deseo de realidad, decido limpiar el coche con la idea consciente de limpiar algo pero con la verdadera intención de recordar lo único que ha sido real en mi vida: los platos de mi madre, sus mejillas encendidas por el vino, sus manos abiertas cuando reía, su cuerpo en ropa interior.
Duodécimo día
Yo no estoy loco, tú lo sabes; si yo te cuento, si te digo las cosas que pasan, tú sabes que no me dejo llevar por imaginaciones fantasiosas (porque hay imaginaciones que no son fantasiosas, lo fantasioso siempre tiene algo de exacerbado); yo no puedo hoy creer que a las hadas sólo se las puede ver de reojo como ocurre con los duendes, ni imagino –necesariamente- que los alienígenas tengan que tener un ente material, podrían ser perfectamente entes indetectables por nuestros sentidos o entes que pudieran atravesar las branas que según algunos astrólogos conforman la separación de los universos; yo no estoy loco, tú lo sabes, es cierto que en ocasiones me dejo llevar por elucubraciones que van más allá de lo razonable sólo que ¿quién dijo que lo que se encuentre fuera de la razón es una locura? Ahí tenés a Spinoza que se pasó una parte de la vida creando un sistema ético basado en la geometría (herencia directa de Descartes) y la otra intentando demostrar que las Escrituras no hay que tomarlas al pie de la letra y sobre todo hay que contextualizarlas; y nadie llamó nunca loco a Spinoza por dedicarse a semejantes trabajos, más bien lo llaman filósofo y genio; vos sabés que mi locura es más bien ignorancia porque siempre me sorprenden los hombres que aseguran las cosas más osadas con una seriedad que tan sólo tiene como respuesta la risa; no se puede uno mantener serio ante la cantidad de cosas serias que se dicen todos los días por ahí; y a ésos no se les llama locos, a ésos se les suele encontrar en las universidades, en los parlamentos, en las jefaturas de los gobiernos, a la cabeza de las iglesias y no sabés, amor, la cantidad de sandeces que se les puede escuchar, es como un torrente de lava idiota y luego están los voceros de ésos, que nos ponen sus palabras todos los días, tres y cuatro veces, como si lo que dijeran tuviera algo de serio, de lógico, de razonable; porque para mí la locura es justamente la afirmación de una verdad, sea ésta cual sea y por esta afirmación siempre prefiero a los que dudan que a los que afirman, prefiero a Sócrates antes que a Platón (aunque Sócrates tan sólo hable por boca de Platón); prefiero a Montaigne y a Spinoza antes que a Nietzsche o incluso que a Schopenhauer y eso que a mí Schopenhauer me enseñó muchísimo; prefiero a los filósofos morales que dudan de su moral como se puede dudar de la tormenta aunque se tengan a los negros nubarrones encima de la cabeza y en la lejanía se escuchen ya los primeros truenos que a aquéllos cuya moral es rocosa como suele ser la moral de los pastores de hombres y que amenazan con los más severos castigos si la moral que predican no se cumple a rajatabla; a mí me parecen locos tanto los salvahombres como los que les siguen y con esto no quiero decir que no se deba seguir a nada, tan sólo intuyo que es mejor no hacerlo, no sé por qué, será por una cuestión de sinapsis neuronales o por un trauma; a veces los porqués es lo menos importante de una situación;
te digo todo esto porque lo que te conté por la tarde, es cierto: siguen cayendo compresas a la piscina; no es una alucinación, no es un capricho del narrador de esta verdadera historia, es absolutamente cierto; no es un símbolo con el que quiera llegar a alguna parte; no es una broma y mucho menos una boutade; la cuestión es que cuando me pongo a nadar cae y yo me la encuentro de frente y sigo nadando y sé que la importancia de este detalle es nimia en comparación con los miles y miles de niños que están siendo adoctrinados en todos los países del mundo para que se comporten como los mayores de cada uno de esos países dicen que hay que comportarse y que curiosamente ellos son incapaces de aplicar a sus vidas; sé que este detalle no cumple ninguna función social, es esencialmente inútil; a mí, por lo demás, y sin saber muy por qué me abre un mundo de especulaciones sobre el sujeto que se dedica a semejante lanzamiento; incluso hoy he adquirido mi faz de detective y me he puesto a investigar los alrededores para determinar cuál era el sito idóneo desde el que el lanzamiento de una compresa tuviera más posibilidades de alcanzar su objetivo y también he pensado si era lanzada ya mojada o si era lanzada seca ya que el peso entre ambas posibilidades variaba de manera drástica las distancias de lanzamiento; sé que esto no lleva a ninguna parte; sé que quizá si lo que me lanzaran mientras nado fueran kikos o celofanes o cáscaras de plátano o confeti o caramelos quizás –digo sólo quizá porque mi imaginación también se detendría en las razones del lanzador para lanzar- no le diera tanto peso a las últimas horas de cada día; y también es posible que si no estuviera tan aislado, si te tuviera a vos y a mi hija y a mi perro y qué se yo, a mi madre, la pobre, tan enfermera, tan polaca, entonces quizá, digo, cuando viéramos el trozo de celulosa flotando en la piscina diríamos alguna broma, nos jugaríamos quién iba a sacarla o nos zambulliríamos todos a la vez mientras cantamos una canción (menos mamá, ella siempre detestó las piscinas, decía que eran abortos de río, pesadillas de mar); no estoy loco; puede que sí banal por escribir unos mil caracteres alrededor de este tema, aquí en los sótanos del palacio, sordo de un oído, recién duchado y tras acabar de hablar con vos; y no me preguntés por qué de repente me salen frases con acento porteño, me ocurre y lo dejo aunque puede que sea porque esta situación me recuerda mucho a las historias de Julio Cortázar; Julio Cortázar habría ahondado de seguro en este particular lanzamiento; como yo lo hago ahora porque estoy vivo y pienso en ti que te debes de estar quedando dormida, sólo vestida con tus bragas blancas, bocabajo, con tu pelo rubio cayendo por tu espalda; y yo ahora me acerco y te susurro al oído que no estoy loco amor mío, dormí tranquila, yo me bajo un rato al porche, a tomarme un matecito y para ver si por fin descubro la guarida del grillo que anhela con toda la fuerza de sus alas queratinosas, la aparación de su grilla y quizá cuando suba te haga el amor mientras tú duermes y mis caricias dibujen en tu pecho el camino de regreso a la felicidad.
Undécimo día
Hoy cuando estaba nadando, ha caído una compresa en el agua de la piscina. Iba yo en mi crawl y de repente he vislumbrado a través de las gafas algo empañadas una masa blanca y rectangular del todo desconocida para mí. Me he detenido y ha resultado ser una compresa. La he cogido. La he dejado en el borde de la piscina y he seguido haciendo mi rutina de cincuenta largos.
Cuando se nada en realidad se está meditando porque la natación es un ejercicio de respiración como la meditación. Yo aprendí una forma de meditar que Krishnamurti calificaba de siesta que consistía en estar treinta minutos en la posición del loto (o similar) con los ojos cerrados y repitiendo un mantra. El mío era Om toum nahma. La meditación consistía en repetir el mantra. Lo que ocurría es que el pensamiento se disparaba y en vez de estar repitiendo el mantra uno se encontraba pensando en lo que iba a comer o cualquier otro pensamiento más profundo o más banal. La natación, como digo, es algo parecido. Yo me dedico a contar brazadas y largos. En esta piscina cada largo, a espalda, consta de ocho brazadas dobles. Pues bien, la anécdota de la compresa ha hecho que mi mente se disipara y en vez de contar me he puesto a pensar cómo era posible que aquella compresa hubiera llegado hasta ahí. Porque cuando he ido a la piscina no había nada en el agua (lo sé porque antes de nadar siempre me fijo en los reflejos en el agua y si hay alguno hermoso lo fotografío). La resultante pues es que, de la nada, porque no hay nadie en la casa, ninguna mujer, ha caído en la piscina mientras nadaba una compresa. Y en esos pensamientos, en la lucha entre contar brazadas y descubrir el misterio de la compresa aparecida, se me ha venido a las mientes que había sido la luna quien la había enviado a mi piscina para hacerse de notar y como reproche por no haber salido ayer por la noche a admirarla. Sólo que a mí la luna llena más que agradarme más bien me disgusta y me parece un culo blanco con las nalgas manchadas de mierda y me parece estúpida la relación que establecen tantos entre las mareas y los líquidos humanos, esos que dicen que si la luna influye en las mareas cómo no va influir en nosotros que somos un ochenta por ciento de agua. Yo les recomiendo a esos que así argumentan que coloquen setenta litros de agua en una bañera a ver si se hacen olas con la luna llena. En fin, pecados de la razón.
Cuando he terminado y me he secado, he recogido la compresa y la he tirado al cubo de la basura –lo que no sé por qué también me ha resultado simbólico- y luego he indagado un poco por los alrededores del jardín por si oía una conversación en la que entre risas de chicos jóvenes se hiciera algún comentario a la sorpresa del nadador de al lado al encontrarse flotando semejante atributo de mujer. Todo era silencio. Parecía el mundo absolutamente ajeno a la piscina, al jardín y a mi vida.
Cuando se nada en realidad se está meditando porque la natación es un ejercicio de respiración como la meditación. Yo aprendí una forma de meditar que Krishnamurti calificaba de siesta que consistía en estar treinta minutos en la posición del loto (o similar) con los ojos cerrados y repitiendo un mantra. El mío era Om toum nahma. La meditación consistía en repetir el mantra. Lo que ocurría es que el pensamiento se disparaba y en vez de estar repitiendo el mantra uno se encontraba pensando en lo que iba a comer o cualquier otro pensamiento más profundo o más banal. La natación, como digo, es algo parecido. Yo me dedico a contar brazadas y largos. En esta piscina cada largo, a espalda, consta de ocho brazadas dobles. Pues bien, la anécdota de la compresa ha hecho que mi mente se disipara y en vez de contar me he puesto a pensar cómo era posible que aquella compresa hubiera llegado hasta ahí. Porque cuando he ido a la piscina no había nada en el agua (lo sé porque antes de nadar siempre me fijo en los reflejos en el agua y si hay alguno hermoso lo fotografío). La resultante pues es que, de la nada, porque no hay nadie en la casa, ninguna mujer, ha caído en la piscina mientras nadaba una compresa. Y en esos pensamientos, en la lucha entre contar brazadas y descubrir el misterio de la compresa aparecida, se me ha venido a las mientes que había sido la luna quien la había enviado a mi piscina para hacerse de notar y como reproche por no haber salido ayer por la noche a admirarla. Sólo que a mí la luna llena más que agradarme más bien me disgusta y me parece un culo blanco con las nalgas manchadas de mierda y me parece estúpida la relación que establecen tantos entre las mareas y los líquidos humanos, esos que dicen que si la luna influye en las mareas cómo no va influir en nosotros que somos un ochenta por ciento de agua. Yo les recomiendo a esos que así argumentan que coloquen setenta litros de agua en una bañera a ver si se hacen olas con la luna llena. En fin, pecados de la razón.
Cuando he terminado y me he secado, he recogido la compresa y la he tirado al cubo de la basura –lo que no sé por qué también me ha resultado simbólico- y luego he indagado un poco por los alrededores del jardín por si oía una conversación en la que entre risas de chicos jóvenes se hiciera algún comentario a la sorpresa del nadador de al lado al encontrarse flotando semejante atributo de mujer. Todo era silencio. Parecía el mundo absolutamente ajeno a la piscina, al jardín y a mi vida.
Sólo que cuando he repasado los dos primeros elementos de este alejamiento: piscina y jardín me han vuelto a parecer puñeteramente simbólicos y no he tenido más remedio que decidir escribir hoy sobre la función del símbolo en el hombre. Y de nuevo una especie de rebeldía contra el destino me ha hecho desistir de esa idea y en vez de crear una analogía que llevara en última instancia a lo que la había causado, he decidido hacer lo contrario: contar la causa de lo que podría convertirse en símbolo.
Me pasa desde que descubro cuán arraigado está entre los sabelotodo el método lógico de la argumentación: antítesis, tesis, síntesis. Y lo poco sorprendente que resulta argüir siempre con el mismo esquema.
Y encima recuerdo después de haberme duchado y haberme hecho unas fotos de diferentes partes de mi cuerpo, una conversación que tuve con alguien que quería hacerme ver lo difícil que era conseguir llegar a donde él no había llegado y me jodía, hoy -tras las fotos, la mierda de luna y la compresa en la piscina- no haberle dicho ese mismo día, en esa misma conversación, por más que hubiera sido yo quien le había llamado para pedirle contactos y ayuda, que me parecía simple y llanamente un soberbio y un puto gilipollas y que se podía meter su jerarquía por su puto orto y haberle hecho ver cuánto sentía haberme trasladado hasta ese café para encontrarme con semejante comemiedda (pronunciado como un cubano).
Todo esto debe ser también porque tengo un tapón en el oído derecho y ya se sabe que los sordos tenemos muy mala leche.
Me pasa desde que descubro cuán arraigado está entre los sabelotodo el método lógico de la argumentación: antítesis, tesis, síntesis. Y lo poco sorprendente que resulta argüir siempre con el mismo esquema.
Y encima recuerdo después de haberme duchado y haberme hecho unas fotos de diferentes partes de mi cuerpo, una conversación que tuve con alguien que quería hacerme ver lo difícil que era conseguir llegar a donde él no había llegado y me jodía, hoy -tras las fotos, la mierda de luna y la compresa en la piscina- no haberle dicho ese mismo día, en esa misma conversación, por más que hubiera sido yo quien le había llamado para pedirle contactos y ayuda, que me parecía simple y llanamente un soberbio y un puto gilipollas y que se podía meter su jerarquía por su puto orto y haberle hecho ver cuánto sentía haberme trasladado hasta ese café para encontrarme con semejante comemiedda (pronunciado como un cubano).
Todo esto debe ser también porque tengo un tapón en el oído derecho y ya se sabe que los sordos tenemos muy mala leche.
Ventanas
Seriales
Archivo 2009
Escritos de Isaac Alexander
Fantasmagorías
Meditación sobre las formas de interpretar
Cuentecillos
¿De Isaac Alexander?
Libro de las soledades
Colección
Apuntes
Archivo 2008
La Solución
Aforismos
Haiku
Reflexiones para antes de morir
Recuerdos
Reflexiones que Olmo Z. le escribe a su mujer en plena crisis
Sobre las creencias
Olmo Dos Mil Veintidós
Listas
El mes de noviembre
Jardines en el bolsillo
Olmo Z. ¿2024?
Saturnales
Agosto 2013
Citas del mes de mayo
Marea
Sincerada
Reflexiones
Mosquita muerta
El viaje
Sobre la verdad
Sinonimias
El Brillante
No fabularé
Perdido en la mudanza (lost in translation?)
Desenlace
El espejo
Velocidad de escape
Derivas
Carta a una desconocida
Sobre la música
Biopolítica
Asturias
La mujer de las areolas doradas
La Clerc
Las manos
Tasador de bibliotecas
Ensayo sobre La Conspiración
Las putas de Storyville
Leonora y el húsar
Archives
Últimas Entradas
Enlaces
© 2008, 2009, 2010, 2011, 2012, 2013, 2014, 2015, 2016, 2017, 2018, 2019, 2020, 2021, 2022, 2023, 2024 y 2025 de Fernando García-Loygorri, salvo las citas, que son propiedad de sus autores
Narrativa
Tags : Colección Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 15/08/2014 a las 22:58 |