Inventario

Revista literaria y artística escrita y dirigida por Fernando Loygorri

No naciste viva y he sentido tu muerte. No sé por qué (ni siquiera vi el vientre de tu madre hinchado albergándote). Me hubiera gustado (¡qué extrañas todas las palabras que estoy poniendo!) que hubieras salido a este mundo y lo conocieras (este mundo tan cruel y tan hermoso; este mundo que nos obligó - a la especie humana- a desapegarnos de él para dejar de resistir y empezar a existir y así creamos la cultura -que es un mundo paralelo dentro del propio mundo-). Me hubiera gustado ver la evolución de tu rostro desde la vejez del recién nacido hacia la niñez del niño. Esas cosas. También pienso en Rocamadour. Me recuerdo a la Maga escribiéndole a su niño muerto, Rocamadour, bebé, Rocamadour... Ni siquiera, pequeña, has tenido nombre (con lo importante que es eso para nosotros hasta el punto que si alguien se olvida del nuestro solemos molestarnos) y así no puedo llamarte Clara o Candela o María o Marisol. Ahora escucho, casualmente (¡ay, cuánto habrías hablado de eso llamado casualidad!) un tema de Bola de Nieve que se llama Babalú y que habla de un velatorio.
Niña que naciste muerta, un beso muy, muy fuerte (te habrían encantado los besos) de un vivo al que dentro de muy poquito darás la bienvenida.


Miscelánea

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 18/06/2012 a las 17:59 | Comentarios {1}



Comentarios

1.Publicado por Desconocido el 18/06/2012 19:53
"Al final, recibimos la noticia de la llegada del tío gracias a un telegrama en el que no
figuraba ningún mensaje.
Las organizaciones de ayuda a los refugia-dos, que andaban muy escasas de recursos, se
habían inventado el sistema del envío de tele-gramas en blanco la víspera del día de la llegada
del refugiado al punto indicado. Por consiguiente, sabíamos que el tío llegaría en algún
momento del día siguiente al lugar denominado la «Estación de los Refugiados», la gran estación
ferroviaria de Chicago, a más de ciento sesenta kilómetros al oeste de nuestra aldea.
Yo tenía cinco años el día en que subimos al tren para ir a buscar a nuestro tío. El viaje
hacia el oeste duró tres horas. El tren se detenía en todos los huertos y las plataformas de cajas
de madera que encontraba a su paso.
Recogimos a suficientes miembros de la familia como para crear con ellos una pequeña
nación soberana e independiente. Llevábamos tanto pan y tanto queso, bolsas, cajas y botellas
de agua, cerveza y vino de cosecha propia, y tanta gaseosa caliente que no sólo habríamos
podido comer y beber nosotros sino también otras cincuenta familias, de haberse presentado
la ocasión.
Apretujados todos como ciruelas enlata-das en un tarro de vidrio de medio kilo, viajamos
en aquel insoportable y asfixiante tren hasta llegar a Chicago. Y, sin embargo, volvíamos
a sentirnos rebosantes de anhelo, esperanza y emoción ante la perspectiva de reunirnos
con aquel miembro de nuestra devastada familia y llevarlo finalmente a casa con nosotros.

(...)

Desde mi perspectiva de niña, todo eran codos, estómagos y traseros, todo eran
hombros, estiramientos de cuello, manchadas camisas de hombre, mujeres con sombreros de
tres picos y plumas que se agitaban y altos tacones que parecían pezuñas de ciervo. Había
mujeres en babushkas y con las piernas y los brazos sin depilar y los vientres encogidos, y
hombres vestidos con trajes negros que el humo y la ceniza habían convertido en grises.
Había muchos ancianos, algunos tan encorvados que apenas eran más altos que yo, de manera
que podía mirar a los ojos a muchos viejos, y ellos me correspondían con sonrisas
alarmantemente desdentadas, aunque no por ello menos bondadosas.
La gente se congregaba alrededor de las puertas de las largas hileras de vagones. Jamás
en mi vida había visto a tantas personas mayo-res llorando, bailando jigas, riéndose, dándose
palmadas en la espalda, parloteando y gritando a la vez. La muchedumbre se arremolinaba y
las lágrimas quedaban ocultas bajo los olores a ajo, whisky y sudor, mientras la neblina de la
húmeda noche y el vapor de las enormes locomotoras cubrían la escena formando un inmenso
nimbo.
De repente, se despejó el revoltijo en continuo movimiento que formaban las espinas de
pescado y demás alimentos, los tejidos a cuadros escoceses y a topos y, al final del andén, en
un solitario espacio exclusivamente suyo, apareció un perplejo anciano vestido con un raído
atuendo de campesino. Lo enmarcaba por detrás la luz de las grandes lámparas de tren encerradas
en jaulas de alambre.
Por la expresión del rostro de mi padre adoptivo, comprendí que aquélla era la persona a
la que estábamos esperando. Por un instante, el rostro de mi padre se quedó petrifica-do, pero
después le vi saltar -sí, estoy segura de que mi altísimo padre pegó un brinco- por encima de
varias docenas de carros de equipaje y abrirse paso contra corriente entre la multitud para
acabar abrazando a aquel hombre adusto e imponente.
Mi padre acompañó a nuestro pobre tío por
el andén, rodeándole los hombros con su brazo y sujetándolo también por el codo, a
través de la muchedumbre.
-¡Éste! ¡Éste es vuestro tío! -gritó mi padre como si acabara de recibir el mejor de los
premios que mereciera la pena ganar en todo el universo.
Visto de cerca, mi tío era un hombre corpulento, una especie de gigante de cuento de
hadas que hubiera cobrado vida. Vestía una arrugada camisa blanca sin cuello ni puños y unos
pantalones tan anchos y largos que parecían una amplia falda que llegara hasta el suelo. En
sus desnudos y enrojecidos antebrazos se perfilaban unos músculos poderosos. Tuve que levantar
mucho la cabeza para poder verle la cara. Sus enormes bigotes se extendían por sus
mejillas, y en ese momento fui consciente de todo lo que me resultaba extranjero en él, des-de
la lana de oveja de sus deformados zapatos (6) hasta algo que se había puesto en el pelo y que
parecía laca.
Mi tío dejó en el suelo la bolsita con sus pertenencias y la maleta de cartón. Lentamente
se quitó el sombrero y se arrodilló delante de mí allí mismo, en el andén de hormigón.
Muchos zapatos y muchas botas corrieron presurosos a nuestro alrededor. Vi los cabellos
plateados de sus patillas empapados de sudor, así como las cerdas plateadas, casi
fluorescentes, que le crecían en el mentón y las mejillas. Él tío alargó los brazos, me sostuvo
la cabeza con una de sus manazas y colocó la otra alrededor de mi cuerpo. Jamás olvidaré las
pocas palabras que dijo al estrecharme con fuerza contra sí: «Una... ni-ña... viva... »,
murmuró.
A pesar de que yo era muy tímida con los desconocidos, le devolví el abrazo con todo
mi corazón, pues, aunque entonces no tenía palabras para describirlo, comprendí lo que expresaban
sus ojos. Era una mirada que ya había visto en otra ocasión en mi joven existencia,
cuando contemplé los ojos de unos caballos que habían sobrevivido a un repentino y voraz incendio
en la cuadra."

EL JARDINERO FIEL de C.P.Estés


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