
Burj Dubai
Es este invierno inclemente. Tras cada esquina acecha un viento que corta el cutis. Relajado el cuerpo, tras la tensión de los últimos meses, me constipo. El amor. La angustia. La generosidad. La sorpresa. La justicia. La clemencia. La historia. Pasan los años y en muchos de ellos me acodo en el balcón de las circunstancias humanas y las observo. En otras ocasiones soy yo el observado y ese hecho, como ya demostró Heissenberg, me altera. La fotografía de una muchacha sola cuya foto se titula Sola. En blanco y negro. Encontrada mientras navegaba. La ayuda. La certeza. La batalla. El conflicto. La duda. La noche. Y esta nieve al mismo tiempo, esta circunstancia que muestra hasta que punto seguimos siendo primitivos. Hablamos del Tiempo como si él fuera cosa sagrada, ajena por lo tanto a nuestros deseos. Respirar. Respirar. Y ver la mañana lluviosa. Salir. El brillo de las calles. La soledad de algunos tejados. La sonrisa de Kelly. Respiro gracias a mi hermano. La sierra donde una niebla se disipa y los faros de los coches destellan y en los árcenes tiembla el hielo y los quitamiedos apenas asustan. El puerto llegó a su cenit. Luego se inició el descenso. La gratitud. La quimera. La mujer amada. El amigo ¿Quién observa? ¿A quién altera? Por el ventanuco asomará la primavera. Sé que bajo las tejas están los petirrojos. Y que más lejos hay un límite verde. Y más allá de ese límite se llega y se queda. Es duro este invierno. Maravillosamente cruel. Maravilloso saber que dentro de no mucho el Burj Dubai será una ruina visitada a oleadas los veranos. El Tiempo en sus dos acepciones es sagrado ¿Lo surcamos? ¿Nos surca? ¿Es un ser inteligente? Y las manos que teclean, ¿son tiempo articulado? Ese escuchar en ese espacio que también atraviesa el tiempo ¿es tiempo escuchado? Giro lentamente. Todos vamos más despacio. Apenas nos adelantamos. El suelo estaba cubierto de hielo. Cada paso era una victoria. Un muchacho a mis espaldas dijo, Alguno se ha matado de un resbalón. Y fuimos más despacio. Por miedo a llegar antes de tiempo al límite verde tras el cual uno se queda. Dios proveerá. Dios El Bueno, El Clemente, El Misericordioso. Atroz el invierno. Lo incomprensible. Lo inexplicable. Lo incongruente. Tan sólo si cambiara la expresión, si me acercara más a la Tierra y dejara los vientos para sus nombres. Toca Bebo Valdés y yo tecleo. Cada uno crea su música. Ruedan los coches. Navegan los navíos. Vuelan los aviones. Giran las galaxias. Cuelgan los lémures. Avanzan perezosos los osos. Se descubre una nueva y viejísima antigüedad. El paraíso.

Escucharé Five Years de Bowie y volveré a sentirme eléctrico. Miraré el careto de Lou Reed en la portada del album Transformer y sentiré el pecho de Ana un día a la una de la tarde cuando escuchábamos Europa de Santana y ella tenía quince años y yo dieciséis. Luego atravesaré el tiempo montado en la voz de Camarón de la Isla y llegaré hasta La Habana donde Silvio Rodríguez le pide a Alá (Ojalá) que la lluvia no sea descanso que baja por tu cuerpo y mirando el mar Caribe Erik Satie me alejará de allí y volveré a Miles Davis y su All Blues o a una tarde con Joni Mitchell y César en su estudio de las Navas de Tolosa y luego, durante un amanecer, Chet Baker me cogerá de la mano y junto a My Funny Valentine veré salir el sol y nos admiraremos del tempo sincopado de Las Danzas de lo Sagrado y lo Profano de Debussy. No será el mar el horizonte sino la dominante de una melodía rota a pedazos por Olivier Messiaen la cual, paradójicamente, nos retrotraerá a Las Vespras della Beata Vergine de Monteverdi y esos cantos, esas alturas me irán durmiendo y al final creeré escuchar, ya en los sueños, El Preludio de la suite para cello número 1 de Johan Sebastian Bach.

No, ahora no debes. Si no te picara la cabeza. Si no te ahogaras entonces sí, entonces podrías. Nada es real. Nada ha de preocuparte. Los días se siguen a los días y la única fortuna es ésa: los días que siguen a los días. No pidas más. No aspires. No tengas esperanza. No tengas la puta esperanza de los cojones. Anúlala a base de días. Déjalo todo en el haber de tu fortuna. No pises. No maldigas. Nada es por ti. Nada es contra ti. Ni siquiera la anti-lotería que te tocó ayer, ese premio gordo de las miserias. No te quejes. No hay queja. Dítelo de verdad, No hay queja y si quieres, luego, bufa, brama o simplemente esconde tu cabeza bajo la almohada. Ahora tómate el café. Pasa la tarde como desde hace tantos años escribiendo, pensando, descubriendo y no maldigas y no tengas ansias. Has podido pasar el día bajo cobijo. Has comido. Has podido moverte sin ayuda. Has tenido tu cabeza colocada en su sitio. Has tenido una conversación ¡Cágate en todo lo que quieras! No pases de ahí. La blasfemia es la más clara prueba de la religiosidad. Un pueblo que no blasfema es un pueblo que no cree. Un hombre que no blasfema es un hombre que no cree. Y tú, alma cándida, tienes la religiosidad de los hombres antiguos. Entonces blasfema, es tu derecho, es la cruz de tu dios, sea el que sea, no le pongas nombres pero si piensas en la justicia entonces crees en dios, si en el fondo de tu más honda hondura crees en la justicia es que tienes por norte la idea de dios. Entonces blasfema, blasfema e híncate de rodillas y suplica lo que no puedes conseguir por tus propios medios, sólo hasta ahí. Lo demás es hacerse peor. Lo demás es dejarse llevar por la corriente de las víctimas. Niégate. Niega a dios y entonces estarás salvado, sin esperanza, sin anhelos, sin fortuna.
A Raquel y Raúl
El domingo amaneció difícil. Fui a buscar a Violeta y nos fuimos a El Escorial. Antes de salir pensé en no ir. En llamar sin excusas. El día seguía siendo difícil aunque Violeta estuviera sentada en la parte de atrás y hubiera venido corriendo porque yo estaba mal aparcado. La carretera me fue relajando como me suele ocurrir pero el domingo seguía siendo difícil. Llegamos a la casa de Raquel. Es una casa preciosa, pequeña, con un jardín delicioso -todo final del otoño-. Allí estaban ellos y Laura, la hija de Raquel, que nació el mismo día que mi hija. Los niños tienen la virtud de la atemporalidad. Apenas necesitan un minuto para recuperar la relación. Cuando se fueron Raquel, Laura y Violeta para dar un paseo a Portu -un perro cascarrabias y encantador- le dejé ver a Raúl lo difícil que era para mí ese domingo. Comimos un estupendo puding de espinacas con espárragos cubierto de salmón (ese plato se lo había visto hacer días antes a Karlos Arguiñano y me había parecido precioso de color -tan verde y tan naranja con la curiosa transparencia del espárrago- y me resultó sorprendente vérselo hacer a Raúl) y pollo con champiñones. En la sobremesa hablamos con confianza. Con confianza. Y de repente sentí que el domingo ya no era tan difícil.
La amistad es una de las formas más sublimes de la esperanza. Teníamos que volver pronto, hacia las cinco y media. Me abrazaron al marchar. Cuando llegamos a Madrid el domingo había dejado de ser difícil. Hasta logré aparcar sin apenas problemas.
Esa sensación de levedad se ha mantenido hoy y hoy, justamente, necesitaba sentirme leve. Mientras impartía una clase de guión me he acordado mucho de ellos y cada vez que me acordaba el ambiente de la clase se iba volviendo alegre, lleno de confianza como si la de ayer se hubiera ido instalando en el espacio de hoy. Sé que sin su apoyo la tarde de hoy habría sido distinta y estoy casi seguro que más difícil como ayer lo fue hasta que estuve con ellos.
La amistad es una de las formas más sublimes de la esperanza. Teníamos que volver pronto, hacia las cinco y media. Me abrazaron al marchar. Cuando llegamos a Madrid el domingo había dejado de ser difícil. Hasta logré aparcar sin apenas problemas.
Esa sensación de levedad se ha mantenido hoy y hoy, justamente, necesitaba sentirme leve. Mientras impartía una clase de guión me he acordado mucho de ellos y cada vez que me acordaba el ambiente de la clase se iba volviendo alegre, lleno de confianza como si la de ayer se hubiera ido instalando en el espacio de hoy. Sé que sin su apoyo la tarde de hoy habría sido distinta y estoy casi seguro que más difícil como ayer lo fue hasta que estuve con ellos.

Había publicado un poema. Lo he dejado varias horas. Lo he quitado. He visto a dos mujeres en el convoy opuesto al mío mirando lo mismo que era nada. Me ha extrañado esa misma mirada, hacia ese mismo punto vacío.
Luego venían los pensamientos oscuros y cierto frío. Más tarde Violeta me ha devuelto el bienestar. Cuando estoy con ella lo siento a menudo. Tiene diez años bellísimos llenos de alegría y sentido del humor. Siempre nos detenemos en la librería Méndez y miramos el escaparate. Ella descubre a menudo los libros nuevos y yo siempre me quedo mirando La Historia de mi vida que es la autobiografía de Giacomo Casanova con un precio absolutamente prohibitivo. El librero me comentaba el otro día que quizá por los antepasados aristocráticos del editor, Jacobo F. Stuart, hijo de la duquesa de Alba, no sabía el buen señor lo que costaba conseguir 120€. De hecho el libro apenas se vende y mira que tiene que estar bien porque más que sus andanzas son las andanzas de un hombre curioso por la segunda mitad del siglo XVIII europeo, una especie de enciclopedia de la vida privada.
Ahora escribo mientras ella merienda chocolate con pan (tenía, me ha dicho en la calle, muchas ganas de tomar algo dulce. Yo le he dicho que el chocolate es amargo y ella me ha respondido que si es con leche no. Y tiene razón. Al final lo hemos comprado con leche y almendras).
Había publicado un poema. Quiero más. Quiero mucho más.
Luego venían los pensamientos oscuros y cierto frío. Más tarde Violeta me ha devuelto el bienestar. Cuando estoy con ella lo siento a menudo. Tiene diez años bellísimos llenos de alegría y sentido del humor. Siempre nos detenemos en la librería Méndez y miramos el escaparate. Ella descubre a menudo los libros nuevos y yo siempre me quedo mirando La Historia de mi vida que es la autobiografía de Giacomo Casanova con un precio absolutamente prohibitivo. El librero me comentaba el otro día que quizá por los antepasados aristocráticos del editor, Jacobo F. Stuart, hijo de la duquesa de Alba, no sabía el buen señor lo que costaba conseguir 120€. De hecho el libro apenas se vende y mira que tiene que estar bien porque más que sus andanzas son las andanzas de un hombre curioso por la segunda mitad del siglo XVIII europeo, una especie de enciclopedia de la vida privada.
Ahora escribo mientras ella merienda chocolate con pan (tenía, me ha dicho en la calle, muchas ganas de tomar algo dulce. Yo le he dicho que el chocolate es amargo y ella me ha respondido que si es con leche no. Y tiene razón. Al final lo hemos comprado con leche y almendras).
Había publicado un poema. Quiero más. Quiero mucho más.
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Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 12/01/2010 a las 19:55 |