No me enorgullecen los cambios en cuanto tales. La vida transcurre y surgen sin pretensión y sin oposición. Sólo me doy cuenta de ellos y siento que suponen algo que antes hubiera buscado cómo definir (cómo analizar) y que ahora tan sólo los contemplo y me asombran.
Me contaba Julia (me lo contó muchas veces) que cuando era muy niño mi juego favorito consistía en coger el celofán de un caramelo y escuchar el ruido que producía al frotarlo con las manos; me decía que no era un juego que durara un rato sino que me pasaba tardes y tardes escuchando el sonido del celofán de un caramelo.
Desde entonces (yo sí tengo un recuerdo de aquellos momentos, distorsionado, imagino, por las visiones posteriores, en el que me encuentro en una silla muy alta, tan alta que tiene una escalerita para llegar hasta el asiento, y allí estoy mirando desde esa altura el cuarto donde juegan mis hermanos mientras muevo y remuevo el celofán del caramelo) el sonido me ha acompañado siempre. Mi estar solo nunca lo era porque siempre tenía puesta la música o la radio. Era -podría ser una interpretación en exceso sencilla y como tal certera- como si el ruido o el sonido me mantuvieran siempre en conexión con lo exterior y por lo tanto desconectado de mí (o alejado cuando menos).
Gran parte de lo que he escrito, lo escribí oyendo. Incluso recuerdo hacer el amor escuchando un programa deportivo de radio (no una vez, bastantes) y cómo no, escuchando música. La música. Los magazines de radio por las tardes. Con ellos escribí la novela El Inventario y gran parte de Las Últimas y muchas de las entradas de este Blog. Todas las noches durante muchos, muchos años, al meterme en la cama escuchaba El Larguero -un programa deportivo que no me interesaba en absoluto- mientras leía y mientras iba entrando en el sueño.
Sin ser consciente, desde que atravesé el desierto, los sonidos se han ido alejando de mí. Ya no escucho la radio mañanas, tardes y noches y apenas si escucho música mientras escribo. El silencio ha entrado en mí y al entrar tengo la sensación de que me ha abierto las puertas para que me pueda escuchar.
El silencio es apacible. Es como un mar calmo a las cuatro de la tarde sobre el cual el sol espejea sus brillos. El silencio que se hace más intenso con sus contrapuntos de sonido de pasos en el piso de al lado, de la risa alejada de un niño, del motor de un coche que pasa y se aleja, de las teclas del ordenador, del runrún de la nevera que, al detenerse, engrandece el silencio y sosiega la respiración.
Y siento también un gran agradecimiento por seguir descubriendo cosas y por pensar a menudo que no tendría ni con cien vidas para descubrir todo lo que mi curiosidad me aviva.
Me contaba Julia (me lo contó muchas veces) que cuando era muy niño mi juego favorito consistía en coger el celofán de un caramelo y escuchar el ruido que producía al frotarlo con las manos; me decía que no era un juego que durara un rato sino que me pasaba tardes y tardes escuchando el sonido del celofán de un caramelo.
Desde entonces (yo sí tengo un recuerdo de aquellos momentos, distorsionado, imagino, por las visiones posteriores, en el que me encuentro en una silla muy alta, tan alta que tiene una escalerita para llegar hasta el asiento, y allí estoy mirando desde esa altura el cuarto donde juegan mis hermanos mientras muevo y remuevo el celofán del caramelo) el sonido me ha acompañado siempre. Mi estar solo nunca lo era porque siempre tenía puesta la música o la radio. Era -podría ser una interpretación en exceso sencilla y como tal certera- como si el ruido o el sonido me mantuvieran siempre en conexión con lo exterior y por lo tanto desconectado de mí (o alejado cuando menos).
Gran parte de lo que he escrito, lo escribí oyendo. Incluso recuerdo hacer el amor escuchando un programa deportivo de radio (no una vez, bastantes) y cómo no, escuchando música. La música. Los magazines de radio por las tardes. Con ellos escribí la novela El Inventario y gran parte de Las Últimas y muchas de las entradas de este Blog. Todas las noches durante muchos, muchos años, al meterme en la cama escuchaba El Larguero -un programa deportivo que no me interesaba en absoluto- mientras leía y mientras iba entrando en el sueño.
Sin ser consciente, desde que atravesé el desierto, los sonidos se han ido alejando de mí. Ya no escucho la radio mañanas, tardes y noches y apenas si escucho música mientras escribo. El silencio ha entrado en mí y al entrar tengo la sensación de que me ha abierto las puertas para que me pueda escuchar.
El silencio es apacible. Es como un mar calmo a las cuatro de la tarde sobre el cual el sol espejea sus brillos. El silencio que se hace más intenso con sus contrapuntos de sonido de pasos en el piso de al lado, de la risa alejada de un niño, del motor de un coche que pasa y se aleja, de las teclas del ordenador, del runrún de la nevera que, al detenerse, engrandece el silencio y sosiega la respiración.
Y siento también un gran agradecimiento por seguir descubriendo cosas y por pensar a menudo que no tendría ni con cien vidas para descubrir todo lo que mi curiosidad me aviva.
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Ensayo
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 23/10/2011 a las 17:09 |