Inventario

Revista literaria y artística escrita y dirigida por Fernando Loygorri

Epístola 81. Libro X. Epístolas morales a Lucilio. Seneca.
Traducción de Ismael Roca Meliá.
Editorial Gredos


Te lamentas de haberte encontrado con un hombre ingrato [...] porque si quieres evitar el riesgo de la ingratitud, no prestarás beneficios [...]; me parece que se debe investigar aquel punto que, según creo, no ha sido suficientemente aclarado: si aquel que nos ha favorecido, y luego nos ha perjudicado, ha equilibrado las cuentas y nos ha liberado de la deuda. Añade, si lo deseas, este extremo: que nos ha perjudicado mucho más de lo que antes nos había favorecido.
[...]
Todo obsequio se debe valorar con el mismo espíritu con que se otorga, y no su cuantía, sino la voluntad que lo ha decidido. Ahora dejemos la suposición: aquello fue un beneficio, y asimismo esto, que ha desbordado la medida del beneficio precedente, es una injuria. El hombre de bien echa ambas cuentas de modo que se perjudica él mismo: engrandece el favor y disminuye la injuria.
Otro juez aún más indulgente, el que yo quisiera ser, decidirá que te olvides de la ofensa y recuerdes el favor.
[...]
... un componente del amor y la amistad consiste en corresponder al beneficio, por cierto más frecuente y difundido en mayor número que la verdadera amistad.
[...]
La regla esencial es ésta: se mostrará -el sabio deudor- generoso en compensar, permitirá que se le haga más responsable, será contrario a saldar un beneficio resarciéndose con la ofensa; el lado al que se inclinará, la dirección a que tenderá será desear verse obligado al favor, desear devolverlo.
Yerra, pues, quien con más agrado recibe el beneficio que lo devuelve: en la medida en que está más alegre el que paga que el que pide prestado, igualmente debe estar más alegre el que se descarga de la enorme deuda del beneficio recibido que el otro en el preciso momento en que contrae la obligación.
[...]
Es ingrato el que devuelve el beneficio sin el interés.
[...]
Soy agradecido no para que otro me corresponda más gustoso, estimulado por el ejemplo precedente, sino para realizar una acción sumamente grata y bella; soy agradecido no porque me conviene, sino porque me agrada. De que esto es así, te daré la prueba: si no se me permitiera ser agradecido más que pasando por ingrato, si no pudiera devolver el favor de otra suerte que bajo la apariencia de injuria, con ánimo muy sereno tendería hacia el propósito honesto a través de la infamia. Nadie me parece que tiene en mayor estima la virtud, nadie que le es más afecto que aquel que perdió la reputación de hombre bueno para no perder su conciencia.
[...]
...; nadie es grato a sí mismo si no lo fue a los otros. ¿piensas que yo afirmo que será infeliz quien es ingrato? No le doy un plazo: al instante es desdichado.
Así, pues, evitemos ser ingratos no por causa ajena, sino por la nuestra. Es una parte mínima e insignificante de la maldad la que redunda en los demás; la parte peor de ella, y por así decirlo, más intensa queda en casa y angustia a su dueño, como nuestro Átalo solía decir: "La propia maldad sorbe la mayor parte de su veneno".
El ingrato se atormenta y consume: odia los favores que ha recibido, porque los tiene que devolver, y los rebaja; en cambio acrecienta y amplifica las injurias.
[...]
... y que nadie es más rico que aquel a quien la fortuna no sabe que ofrecer.
[...]
... y la causa principal de ser uno ingrato está en que no pudo ser lo bastante agradecido.

Glosa
La virtud se aprende del error. Como deudor he cometido en alguna ocasión la impureza de valorar en más la injuria que el beneficio y aunque no he llegado hasta ese lodo, rozó mi sentimiento el odio más funesto que es el provocado por la vergüenza de haber profanado un beneficio.

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Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 05/06/2015 a las 23:57 | Comentarios {0}


Extracto del capítulo III Magia Simpatética de La Rama Dorada de James Georges Frazer. Editado por Fondo de Cultura Económica. Edición de 2001. Traducción de Elisabeth y Tadeo I. Campuzano


White Gauze de Robert Mapplethorpe 1984 (detalle)
White Gauze de Robert Mapplethorpe 1984 (detalle)
[...]
Para asegurarse una larga vida, los chinos recurren a ciertos encantamientos complicados que concentran en sí mismos la esencia mágica que emana, según los principios homeopáticos, de los tiempos y las estaciones, de las personas y las cosas. Los vehículos empleados para transmitir estas influencias felices no son otros que las ropas de amortajar. De ellas se proveen en vida muchos chinos, y la mayoría de las gentes las hacen cortar y coser por muchachas solteras o mujeres muy jóvenes, calculando sabiamente que, como probablemente tales personas vivirán todavía muchos años, una parte de su capacidad para vivir mucho pasará seguramente a la tela y así retardarán por largo tiempo el momento en que deban de tener su uso apropiado. Además las prendas se coserán con preferencia en un año que tenga un mes intercalar, pues la mentalidad china cree sinceramente que las telas de amortajar hechas en un año excepcionalmente largo poseen la capacidad de prolongar la vida de un modo excepcional. Entre las vestiduras, en una de ellas en particular, derrochan cuidados especiales para imbuirle esta cualidad inestimable. Se trata de una gran túnica de seda de color azul obscuro con la palabra "longevidad" bordada sobre toda ella con hilo de oro. Regalar a un padre anciano uno de estos esplendidos y costosos ropajes, conocidos como vestidos de longevidad es estimados por los chinos  como un acto de piedad filial y una delicada atención. Como con esta vestidura el propósito es prolongar la vida de su propietario, éste la lleva con frecuencia, especialmente en las fiestas, con objeto de facilitar l influencia de longevidad creada por lñas numerosas letras de oro con las que está adornada, y de que obre con toda su fuerza sobre su propia persona. El día de su cumpleaños, sobre todo, difícilmente dejarán de ponerse esta prenda, pues el sentido común en China atribuye un gran almacenamiento de energía vital al día de cumpleaños, el que se gastará en forma de salud y vigor durante el resto del año. Ataviado con su suntuosa mortaja y absorbiendo su bendita influencia por todos los poros del cuerpo, su feliz propietario recibe complacido las felicitaciones de amigos y parientes que calurosamente le expresan su admiración por el magnífico atavío y por la piedad filial que incitóa a los hijos a regalar tan bellísimo y útil presente al autor de sus días.
[...]

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Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 17/06/2014 a las 20:16 | Comentarios {0}


Historia de las creencias y las ideas religiosas. Dirigida por Mircea Eliade. Tomo IV. Extracto del Cap. XLI. El taoísmo en las creencias religiosas de los chinos durante la época de Las Seis Dinastías (ca. 400-600 d.C.). Escrito por Henri Maspero. Editado por Herder.


En busca de la inmortalidad
331. En busca de la inmortalidad: técnicas corporales
[...] El cuerpo está dividido en tres secciones: superior (cabeza y brazos), media (pecho) e inferior (vientre y piernas). Cada una tiene su centro vital, una especie de puesto de mando; son los tres campos de cinabrio, así llamados porque el cinabrio es el ingrediente esencial de la droga de la inmortalidad. El primero, El Palacio de Nihuan (término derivado de la voz sáncrita nirvâna), se encuentra en el cerebro; el segundo El Palacio Escarlata está junto al corazón; y el tercero, El Campo de Cinabrio Inferior, se halla situado bajo el ombligo. Imaginemos en el centro del cerebro nueve casillas de una pulgada formando dos hileras superpuestas, una de cinco casillas y otra de cuatro, con un vestíbulo de entrada entre las cejas (probablemente una representación tosca y esquematizada de los ventrículos cerebrales). Abajo, en la entrada, está la Sala de Gobierno; detrás, la Cámara del Arcano, seguida del Campo de Cinabrio y luego el Palacio de la Perla Oscilante y el Palacio del Emperador de Jade; encima, la Corte Celestial, el Palacio de la Realidad de la Gran Cumbre, el Palacio del Cinabrio Misterioso, situado justo sobre el campo de cinabrio, y finalmente el Palacio del Gran Augusto. En el pecho sirve de entrada el Pabellón Escalonado (tráquea), que conduce a la Sala de Gobierno y a las casillas siguientes; el Palacio de la Perla Oscilante es el corazón. En el vientre, el Palacio de Gobierno es el bazo, y el Campo de Cinabrio se encuentra tres pulgadas por debajo del ombligo.
Los tres campos de cinabrio tienen sus respectivos dioses, que residen en ellos, y los defienden contra los espíritus y hálitos negativos. Ahora bien, estos entes maléficos están muy cerca de sus dioses guardianes. Tres de los más perniciosos, los Tres Gusanos ( o Tres Cadáveres), fueron instalados en el interior del cuerpo antes del nacimiento. Cada uno de ellos habita uno de los tres campos de cinabrio; el Viejo Azul mora en el Palacio del Ni-huan en la cabeza; la Doncella Blanca en el Palacio Escarlata en el pecho; el Cadáver Sangriento en el Campo del Cinabrio inferior. No sólo causan directamente la decrepitud y la muerte atacando los campos de cinabrio, sino que tratan también de acortar el tiempo de vida asignado al hombre que los aloja, subiendo al cielo para referir sus pecados. A los tres gusanos se les da el nombre de Fantasmas porque después de la muerte, en contraste con las almas que van a los Infiernos o se quedan en la tumba, según su especie, los Tres Gusanos salen a vagabundear. Así cuanto antes muera el hospedero, antes obtendrán su libertad. El adepto al taoísmo debe deshacerse de ellos lo más rápidamente posible, y para ello ha de renunciar a los cereales, pues de la esencia de los cereales nacen y se nutren los Tres Gusanos. [...]

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Tags : Sobre las creencias Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 20/04/2014 a las 19:25 | Comentarios {0}


Los corsarios berberiscos. Los piratas del norte. (Historia de la piratería). Philip Gosse. Editado por Austral. 4ª ed. 1973.

A Liana por su constancia en leerme y su paciencia en tratarme.


Una de piratas


... aquel año navegaba rumbo a Rodas cierto joven romano de alto rango familiar, que había sido expulsado de Italia por el dictador Sila, debido a su simpatía hacia Mario, el exiliado rival de Sila. Joven de ambiciones, y no teniendo otra cosa que hacer mientras Roma era para él una ciudad prohibida, decidió aprovechar su tiempo perfeccionando aquello que sus profesores le habían dicho que era deficiente: el arte de la elocuencia. Con este fin había ingresado en la escuela de Apolonio Molo, el famoso maestro de oratoria.
Cuando el barco navegaba a lo largo de la isla de Farmacusa, no lejos de la rocosa costa de Cavia, varias embarcaciones bajas y estrechas aparecieron en dirección a él. El buque mercante era poco marinero y, amainando la brisa, no existía la menor posibilidad de escapar de los botes de los piratas, impulsados por largas palas y vigorosos brazos de esclavos. Arriando su pequeña vela auxiliar aguardó a que las embarcaciones de aguzada proa se deslizaran a lo largo y a poco su cubierta se hallaba atestada con los enjambres de chusma.
Volviendo la mirada a los grupos de pasajeros aterrorizados, el jefe pirata advirtió la presencia de un joven aristócrata, exquisitamente vestido a la última moda romana, que permanecía sentado, leyendo, rodeado de sus esclavos y asistentes. Acercóse a él a grandes zancadas y le preguntó quién era; pero, después de lanzarle una mirada desdeñosa, el joven reanudó su lectura. El pirata, enfurecido, se volvió entonces a uno de los compañeros del joven, que era su médico, Cinna, el cual le informó que el cautivo se llamaba Cayo Julio César.
Al punto se trató la cuestión del rescate. El pirata preguntó cuánto estaría dispuesto a pagar Julio César por su libertad y la de sus criados. Y como el romano no se tomara siquiera la molestia de contestar, el capitán se volvió a su segundo y preguntó en cuánto calculaba el valor de la presa; el experto miró al grupo y manifestó que, en su opinión, diez talentos sería una suma razonable.
Irritado el capitán por el aire de superioridad del aristócrata, replicó:
- ¡Entonces pediré el doble! ¡Su libertad vale veinte talentos!
A esto habló César por primera vez. Alzando las cejas hizo la siguiente observación:
- ¿Veinte? Si conocieras tu negocio comprenderías que por lo menos valgo cincuenta.
El jefe pirata quedó asombrado. El hallar un prisionero que se ofreciese voluntariamente a pagar casi el triple de lo reclamado por su rescate, era cosa que no le había ocurrido jamás. Sin embargo, aceptó la oferta del jovencito refinado y, echándole a los botes con los demás cautivos, le llevó a la fortaleza de los piratas en espera del regreso de los mensajeros enviados a cobrar el rescate.
César y sus acompañantes fueron instalados en chozas en un caserío ocupado por los piratas. El joven romano dedicaba sus días principalmente al ejercicio físico, corriendo, saltando y lanzando pedrejones, a veces en competencia con sus captores. En sus horas más sosegadas escribía poemas o piezas de oratoria. A primeras horas de la noche se unía con frecuencia a los piratas en torno al fuego y les recitaba sus poemas o su prosa oratoria. Se sabe que los piratas abrigaban una opinión extremadamente desfavorable hacia estas composiciones, y así se lo hacían saber con rudo candor, bien porque su gusto sobre la materia no fuese muy refinado, bien  porque los versos de César, hoy desaparecidos, no alcanzaban el grado literario de su prosa en la época de madurez.
Extraña vida aquella para el mimado dandy, a quien Sila había descrito como "el chico con faldas". Parece como un personaje de Oscar Wilde que surgiera triunfante a a la vida entre los bandidos albaneses. Todos los testigos convienen en que bajo su preciosa afectación se mantuvo insensible al miedo. No sólo, como buen patricio romano, despreciaba los groseros modales y falta de educación de sus aprehensores, sino que se lo echaba directamente en cara. Además se complacía en vaticinarles su suerte si algún día llegaban a caer en sus manos, prometiéndoles solemnemente que los crucificaría a todos. Los piratas, más divertidos con sus modales afeminados que irritados con sus amenazas, le trataban con una especie de respeto condescendiente, creyendo que la promesa de una crucifixión general era una broma. [...]
Al fin, después de treinta y ocho días, regresaron los mensajeros diciendo que el rescate de cincuenta talentos había sido depositado en manos del legado Valerio Torcuato, y César fue llevado con sus compañeros a bordo de una nave y enviado a Mileto. Había llevado más tiempo del que creía el reunir el dinero, pues Sila, tras expatriar a César, había confiscado todas sus propiedades además de las de su mujer Cornelia. En tales circunstancias hubiera sido mejor para el joven romano haber rebajado en algo su importancia.
A su llegada a Mileto fue pagado el rescate a los piratas, que partieron inmediatamente, y César desembarcó, dispuesto a llevar a cabo el plan que se había propuesto. Valerio le prestó cuatro galeras y quinientos soldados con los que César partió al punto hacia la isla de Farmacusa. Llegando allí poco antes de medianoche se halló con la banda de piratas, como había esperado, celebrando su éxito con una orgía de manjares y bebidas. Tomados completamente por sorpresa, no tuvieron medio de defenderse y se rindieron. Sólo lograron escapar unos pocos. César capturó a trescientos cincuenta y tuvo la satisfacción de recobrar intactos sus cincuenta talentos. Llevando prisioneros a los piratas en sus galeras, hundió sus embarcaciones y largó velas rumbo a Pérgamo, donde Junio, el pretor de la provincia de Asia Menor, tenía su cuartel general.
Al llegar a Pérgamo, César encerró a sus prisioneros en una fortaleza bien guarnecida y fue a entrevistarse con el pretor. Era éste el único oficial con autoridad para imponer la pena capital.
Hallóle César en ejecución de sus deberes y, sorprendiéndole, le explicó brevemente lo que había ocurrido; en Pérgamo, bajo custodia segura, tenía la banda entera de piratas, con su botín, y pedía una carta autorizando al gobernador delegado en Pérgamo para ejecutar a los piratas o, cuando menos, a sus jefes.
Pero a Juno no le gustó la idea. Le desagradaba aquel joven imperativo que tan inesperada e impetuosamente había entrado a perturbar la tranquilidad del círculo pretoriano y que consideraba cosa decidida el que no tendría más que dar órdenes para que el gobernador de toda Asia Menor obedeciese. Existían además otras consideraciones. El sistema mediante el cual sus mercaderes pagaban tributo a los piratas a cambio de inmunidad tenía la sacralidad de una antigua costumbre que, en conjunto, no funcionaba del todo mal.
Si Junio hacía lo que quería César, los sucesores de los piratas, siendo extranjeros, resultarían todavía más exigentes que los cautivos de César. Por otra parte, era cosa admitida que oficiales como el pretor, situados lejos de Roma, en los puestos avanzados del Imperio, no estaban allí solamente para servir al Estado, sino para atesorar algunos bienes con miras al día en que se retiraran a la vida civil de su patria. La banda de piratas era rica y era razonable esperar que se mostrara debidamente reconocida al gobernador si hacía uso de sus prerrogativas de clemencia y les devolvía la libertad.
Sin embargo hubiese llevado demasiado tiempo explicar estos complicados asuntos de Estado a un hombre de corta edad, a un joven hacia el cual, por otra parte, abrigaba Junio una aversión tal, que hubiera sido difícil una conversación amistosa. Le prometió, pues, a César ocuparse del asunto cuando regresara a Pérgamo e informarle de su decisión.
Cayo Julio César comprendió, se inclinó, retirándose de la presencia del pretor, y a marchas forzadas regresó a Pérgamo en el término de un día. Sin más contemplaciones, y bajo su propia autoridad (probablemente desconocían los provincianos la nueva situación de Roma), ordenó la ejecución de los piratas en la prisión, reservando a los treinta más principales para el fin que les había prometido. Cuando éstos fueron llevados encadenados ante él, les recordó aquella promesa, pero añadió que en gratitud por el buen trato que había recibido, les concedía un último favor: antes de subir a la cruz cada uno de ellos debía cortarse la garganta.
Después de lo cual César reanudó su marcha hacia Rodas y a su debido tiempo se enroló en la excelente escuela de oratoria de Apolonio Molo.

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Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 30/03/2014 a las 18:45 | Comentarios {0}


El mundo como voluntad y representación. Arthur Schopenhauer. Traducción: Rafael-José Díaz Fernández y Mª Montserrat Armas Concepción. Editado por Akal.
Capítulo 28. Complementos al libro Segundo.


Fotografía radiográfica de Arie van't Rie
Fotografía radiográfica de Arie van't Rie

[...]
Toda mirada del mundo, cuya misión es la tarea del filósofo, confirma y atestigua que la voluntad de vivir, lejos de ser una hipóstasis arbitraria, o una palabra vacía, es la única expresión verdadera de su esencia más íntima. Todo se apresura y precipita hacia la existencia, y si es posible, hacia la orgánica, es decir, hacia la vida, y luego busca su mayor crecimiento posible. En la naturaleza animal se evidencia entonces que la voluntad de vivir es el tono fundamental de su esencia, su única propiedad inalterable e incondicionada. Considérese este impulso universal de la vida, la infinita prontitud, facilidad, abundancia con que la voluntad de vivir, bajo millones de formas, en todas partes y en todo momento, por medio de las fecundaciones y los gérmenes, y a falta de ellos, por medio de la generatio aequivoca, se precipita impetuosamente a la existencia, aprovechando cada oportunidad, apoderándose ansiosamente  de todo material suceptible de vivir; y échese luego un vistazo a la terrible alarma y a la salvaje rebelión de esa misma voluntad de vivir cuando en algún fenómeno concreto se ve en peligro de separarse de la existencia, sobre todo allí donde esta separación va unida a la consciencia. Es exactamente como si en este único fenómeno el mundo entero fuera a ser aniquilado para siempre, y todo el ser de la criatura así amenazada se transforma enseguida en la más desesperada resistencia y defensa contra la muerte. Véase, por ejemplo, la angustia increíble de una persona en peligro mortal, la rápida y seria participación de todo testigo de esa situación, y el ilimitado júbilo tras la salvación. Considérese el horror petrificante con que se escucha una sentencia de muerte, el espanto profundo con que contemplamos los preparativos de su ejecución, y la desgarradora compasión que sentimos al asistir a esa ejecución. Se diría que se trata de algo totalmente distinto a abreviar en algunos años una existencia vacía, triste, amargada por penalidades de todo tipo y siempre incierta; y más bien habría que pensar que qué mejor que llegar algunos años antes a donde, tras una existencia efímera, se estará durante billones de años. Así pues, en estos fenómenos se hace visible cuánta razón tengo en haber puesto a la voluntad de vivir como aquello que no puede ser explicado, pues subyace como principio de toda explicación, y que esta voluntad de vivir, lejos de ser como lo Absoluto, lo Infinito, la Idea y otras expresiones parecidas, que son más un huero ruido de palabras, es lo más real que conocemos, el núcleo mismo de la realidad.

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Tags : Meditación sobre las formas de interpretar Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 11/02/2014 a las 11:44 | Comentarios {0}


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