Eran las tres y media de la tarde del sábado. Mallorquín Menéndez se dirigió paseando a su casa desde el Asador de Paco para bajar un poco la comida. Se sentía abotargado por el vino, el orujo y la visión -pues así la llamaba- del anciano. Aún quedaban tres horas y media para ir al teatro. Durante el recorrido no vio un alma por la calle, no escuchó el sonido de un coche o el grito de una madre o la risotada de un policía o la alarma de un comercio. Quizá por eso retumbaron en sus oídos como acordes funerales, sus pasos al subir los escalones. Al entrar en su casa, sintió frío. Sin pensárselo, se desnudó y se metió en la cama. Entonces le vinieron al pensamiento los pechos de la viuda de Domínguez e intentó masturbarse; lo intentó un buen rato. Hubo un momento en que casi llegó a empalmarse pero fue sólo un espejismo. Se dijo, Estoy borracho y se quedó dormido.
					 
¡Qué malas son las siestas!, fue su primer pensamiento al despertarse con un escalofrío y de inmediato le vino la imagen del anciano que salía de su sueño por la puerta de la vigilia. Intentó seguirle, volver al sueño y ver qué había hecho, dónde había transcurrido. No pudo. Con un esfuerzo extraño como si una brida tirara de él hacia un barranco, Mallorquín se levantó, lavóse la cara, se volvió a vestir con las mismas ropas de la mañana y a las seis menos cuarto salió de su casa para ir al teatro. Entonces supo que todo había cambiado: los colores del día se habían vuelto oscuros, las gentes que a su lado pasaban las sentía muy distantes, los olores se diluían en una sensación fétida que parecía emanar de él, sentía que los pasos los daba sobre una alfombra de mierda y las farolas empezaron a brillar con una luz pálida.
Al doblar la esquina de la calle Estigia para enfilar por la calle del Teatro, un remolino de viento aireó los faldones de su abrigo y se sintió una mujer recatada a la que el tiempo ha puesto al aire sus vergüenzas; se bajó los faldones del abrigo, con las manos los mantuvo pegados a las piernas y llegó hasta la taquilla del teatro con un sofoco raro. Espanto sintió cuando vio que el taquillero era el anciano del Asador de Paco. No dijo nada. Recibió su billete. Pagó. Entró directamente al patio de butacas y se sentó. No había nadie.
Un teatro vacío, pensó y ese pensamiento le heló la sangre y supo por vez primera que el miedo, en efecto, paraliza. Era un miedo que le empezó a subir por los pies y dejó rígida su nuca. No podía girarse. No podía mirar si iban entrando personas. Sólo oía a sus espaldas murmullos, leves pasos, pequeñas risas. Esperaba que alguno de esos movimientos, alguno de esos sonidos pasaran por delante de él, que se encontraba en la tercera fila, y ocuparan su butaca. Pero todos se quedaban atrás. A nadie veía. Creyó sentir, en un momento, que el aliento de alguien sentado tras él rozaba su cogote; sintió incluso que una boca se acercaba a su oreja y dejaba, cual veneno, la palabra idiota en su oído. Cuando, haciendo un esfuerzo inútil, quiso girarse, las luces de sala empezaron a derivar dulcemente al negro.
				 ¡Qué malas son las siestas!, fue su primer pensamiento al despertarse con un escalofrío y de inmediato le vino la imagen del anciano que salía de su sueño por la puerta de la vigilia. Intentó seguirle, volver al sueño y ver qué había hecho, dónde había transcurrido. No pudo. Con un esfuerzo extraño como si una brida tirara de él hacia un barranco, Mallorquín se levantó, lavóse la cara, se volvió a vestir con las mismas ropas de la mañana y a las seis menos cuarto salió de su casa para ir al teatro. Entonces supo que todo había cambiado: los colores del día se habían vuelto oscuros, las gentes que a su lado pasaban las sentía muy distantes, los olores se diluían en una sensación fétida que parecía emanar de él, sentía que los pasos los daba sobre una alfombra de mierda y las farolas empezaron a brillar con una luz pálida.
Al doblar la esquina de la calle Estigia para enfilar por la calle del Teatro, un remolino de viento aireó los faldones de su abrigo y se sintió una mujer recatada a la que el tiempo ha puesto al aire sus vergüenzas; se bajó los faldones del abrigo, con las manos los mantuvo pegados a las piernas y llegó hasta la taquilla del teatro con un sofoco raro. Espanto sintió cuando vio que el taquillero era el anciano del Asador de Paco. No dijo nada. Recibió su billete. Pagó. Entró directamente al patio de butacas y se sentó. No había nadie.
Un teatro vacío, pensó y ese pensamiento le heló la sangre y supo por vez primera que el miedo, en efecto, paraliza. Era un miedo que le empezó a subir por los pies y dejó rígida su nuca. No podía girarse. No podía mirar si iban entrando personas. Sólo oía a sus espaldas murmullos, leves pasos, pequeñas risas. Esperaba que alguno de esos movimientos, alguno de esos sonidos pasaran por delante de él, que se encontraba en la tercera fila, y ocuparan su butaca. Pero todos se quedaban atrás. A nadie veía. Creyó sentir, en un momento, que el aliento de alguien sentado tras él rozaba su cogote; sintió incluso que una boca se acercaba a su oreja y dejaba, cual veneno, la palabra idiota en su oído. Cuando, haciendo un esfuerzo inútil, quiso girarse, las luces de sala empezaron a derivar dulcemente al negro.
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Cuento
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 25/02/2011 a las 12:42 |