En junio de 2000 vivía en la casa de los padres de César. Me acababa de separar y aún no tenía casa propia así es que César me dejó durante un tiempo vivir allí (sus padres ya habían fallecido). Esta casa tenía dos particularidades: la primera la maravillosa biblioteca que atesoraba y la segunda que las paredes estaban empapeladas a modo de collage. Una decoración que el padre de César, Luis, había ido haciendo a lo largo de los años. El collage consistía en retratos y retratos y retratos hechos por pintores y fotógrafos de personajes y personas famosos, de tal forma que un día sentí que en aquella casa miles de ojos te estaban observando desde las paredes en cualquiera de sus habitaciones. Mi imaginación, a veces, se desborda y reconozco que alguna noche me desperté con miedo como si sintiera que algunos de esos ojos habían tomado vida y me habían mirado mucho más cerca de la distancia que había entre la pared y mi cama.
Yo solía escribir en el escritorio que fue de Luis, autor teatral en los años cincuenta. Una mañana leí en un periódico una noticia que animó mi creatividad. Era la noticia de que un aerolito había caído sobre la ciudad de Móstoles. De inmediato me vino la imagen de un hombre que camina por una de sus calles y un trozo de ese aerolito se le clava en la frente. Me pareció una buena anécdota para empezar un cuento y así, con el primer café de la mañana, empecé a escribirlo. Se titulaba El Falso aerolito de Móstoles. Al llegar la noche de aquel primer día me di cuenta de que la historia que estaba escribiendo no era un cuento corto. Algo había crecido en ella -no en mí- que había abierto vías y vías de historias, así es que cuando me metí en la cama ni siquiera pensé en los ojos que, como todas las noches, me vigilaban sino en que, de nuevo, tenía entre mis manos una novela.
A la mañana siguiente decidí dejar de redactar y hacerme un esquema de la novela que iba a escribir. El esquema tenía unas ramificaciones harto extrañas y a mí aquello me gustó, me pareció un desafío y pensé que, de alguna forma, tenía cierta relación con el empapelado de las paredes: rostros y rostros, ojos y ojos de épocas y estilos diferentes y, porque creo muy poco en la casualidad y mucho en la sincronicidad, sonreí y les dije a los retratos de las paredes, Así es que queréis que os cuente, ¿eh? Vale. Y puse manos a la obra.
Calculé, en aquel verano de 2000, que tardaría un par de años en tener el primer borrador de la novela a la que pronto titulé Las Últimas. El destino de las historias es como el destino de los hombres, insondable, y aquellos dos años se convirtieron en nueve. Nueve años durante los cuales la novela ha estado día tras día en mi cabeza, con periodos de barbecho en donde tenía que ser paciente y dejar que el vacío fuera fértil, con otros donde un frenesí por contar hacía que mi mano fuera demasiado lenta -he escrito toda la novela a mano que es como, según comentaba Antonio Buero Vallejo, hay que escribir porque el fluido entre la idea y su plasmación en la hoja no se interrumpe cuando escribes con la pluma entre tus dedos y sí cuando, para plasmarlo, has de golpear cada letra en el teclado-, hubo otros periodos en los que descubrí que los narradores no funcionaban y hube de cambiarlos, otros en los que la vida se metía entre medias de la novela y yo y me alejaba de ella. Y así, poco a poco, llegué en diciembre de 2009 al final del primer borrador. Calculé entonces que la corrección no me llevaría más de cinco o seis meses y como siempre, mis cálculos, no han tenido nada que ver con la realidad.
He de reconocer que en muchos momentos de este largo proceso, he llegado a desesperar. Me he dicho, Pero en qué berenjenal te has metido. O, ¡Qué inconstante eres! O, No, no, no funciona. O, ¡Jamás terminarás esto! Hasta que de repente ayer, 22 de marzo de 2011, puse la palabra fin en la página 318. Y escribo de repente porque me pilló de sorpresa. No sabía que la iba a terminar ayer pero el personaje de Damián Sairer, al que espero que dentro de muy poco puedas conocer, me dio la clave del final y yo le miré, tras tantos años juntos, y le dije de viva voz, Gracias, Damián. Si ti no habría podido poner la palabra FIN.
Yo solía escribir en el escritorio que fue de Luis, autor teatral en los años cincuenta. Una mañana leí en un periódico una noticia que animó mi creatividad. Era la noticia de que un aerolito había caído sobre la ciudad de Móstoles. De inmediato me vino la imagen de un hombre que camina por una de sus calles y un trozo de ese aerolito se le clava en la frente. Me pareció una buena anécdota para empezar un cuento y así, con el primer café de la mañana, empecé a escribirlo. Se titulaba El Falso aerolito de Móstoles. Al llegar la noche de aquel primer día me di cuenta de que la historia que estaba escribiendo no era un cuento corto. Algo había crecido en ella -no en mí- que había abierto vías y vías de historias, así es que cuando me metí en la cama ni siquiera pensé en los ojos que, como todas las noches, me vigilaban sino en que, de nuevo, tenía entre mis manos una novela.
A la mañana siguiente decidí dejar de redactar y hacerme un esquema de la novela que iba a escribir. El esquema tenía unas ramificaciones harto extrañas y a mí aquello me gustó, me pareció un desafío y pensé que, de alguna forma, tenía cierta relación con el empapelado de las paredes: rostros y rostros, ojos y ojos de épocas y estilos diferentes y, porque creo muy poco en la casualidad y mucho en la sincronicidad, sonreí y les dije a los retratos de las paredes, Así es que queréis que os cuente, ¿eh? Vale. Y puse manos a la obra.
Calculé, en aquel verano de 2000, que tardaría un par de años en tener el primer borrador de la novela a la que pronto titulé Las Últimas. El destino de las historias es como el destino de los hombres, insondable, y aquellos dos años se convirtieron en nueve. Nueve años durante los cuales la novela ha estado día tras día en mi cabeza, con periodos de barbecho en donde tenía que ser paciente y dejar que el vacío fuera fértil, con otros donde un frenesí por contar hacía que mi mano fuera demasiado lenta -he escrito toda la novela a mano que es como, según comentaba Antonio Buero Vallejo, hay que escribir porque el fluido entre la idea y su plasmación en la hoja no se interrumpe cuando escribes con la pluma entre tus dedos y sí cuando, para plasmarlo, has de golpear cada letra en el teclado-, hubo otros periodos en los que descubrí que los narradores no funcionaban y hube de cambiarlos, otros en los que la vida se metía entre medias de la novela y yo y me alejaba de ella. Y así, poco a poco, llegué en diciembre de 2009 al final del primer borrador. Calculé entonces que la corrección no me llevaría más de cinco o seis meses y como siempre, mis cálculos, no han tenido nada que ver con la realidad.
He de reconocer que en muchos momentos de este largo proceso, he llegado a desesperar. Me he dicho, Pero en qué berenjenal te has metido. O, ¡Qué inconstante eres! O, No, no, no funciona. O, ¡Jamás terminarás esto! Hasta que de repente ayer, 22 de marzo de 2011, puse la palabra fin en la página 318. Y escribo de repente porque me pilló de sorpresa. No sabía que la iba a terminar ayer pero el personaje de Damián Sairer, al que espero que dentro de muy poco puedas conocer, me dio la clave del final y yo le miré, tras tantos años juntos, y le dije de viva voz, Gracias, Damián. Si ti no habría podido poner la palabra FIN.

La bailarina Anita Berber pintada por Otto Dix (1925)
Ya es la segunda vez en este mes que rechazo un texto. Los dos han sido del diario. No sé por qué los leo y algo me dice que no está bien. Será por una necesidad nueva de cubrirme. Será por una evolución. Pero el descarnamiento cada vez me gusta menos. Me recuerdo, en el paso del tiempo, al pintor alemán Otto Dix que fue uno de los mejores expresionistas alemanes y acabó pintando cuadros religiosos de suaves tonos pastel. A lo mejor es un buen camino. Callar, pensar, hacer analogías y guardar el diario para la pluma de tinta verde y el cuaderno marrón.
Dos de las intenciones de esta página eran mostrarme -como escritor y como persona- en todas mis facetas y evitar escribir sólo lo que sé escribir bien o lo que sé sentir bien. Y aunque lo he intentado bastante, hay por lo menos dos facetas en el ámbito de la escritura que no he desarrollado tanto como las vivo: la faceta de la sexualidad y la faceta de la rabia. Tengo muchos textos de una obscenidad sobresaliente y tengo muchos textos donde rezuma la rabia en cada letra. Y ahí me veo, sencillamente humano, con que el pudor sí ha sometido a esos dos temas al casi silencio. En algún lugar han surgido pero me he cuidado muy mucho de escribir con asiduidad sobre ellos. Y ahora pienso que debe de estar bien. Aunque no alcance a entender por qué. Me voy a hacer caso. Es domingo por la tarde.
Dos de las intenciones de esta página eran mostrarme -como escritor y como persona- en todas mis facetas y evitar escribir sólo lo que sé escribir bien o lo que sé sentir bien. Y aunque lo he intentado bastante, hay por lo menos dos facetas en el ámbito de la escritura que no he desarrollado tanto como las vivo: la faceta de la sexualidad y la faceta de la rabia. Tengo muchos textos de una obscenidad sobresaliente y tengo muchos textos donde rezuma la rabia en cada letra. Y ahí me veo, sencillamente humano, con que el pudor sí ha sometido a esos dos temas al casi silencio. En algún lugar han surgido pero me he cuidado muy mucho de escribir con asiduidad sobre ellos. Y ahora pienso que debe de estar bien. Aunque no alcance a entender por qué. Me voy a hacer caso. Es domingo por la tarde.
A veces se pone tanta emoción en lo que se escribe que, cuando se vuelve a leer, se recuerda el subtexto, de dónde viene todo aquello.
A veces el aliento de un ser muerto llena tanto el espacio que parece abrazarte y vuelve a ti y te acompaña.
A veces quisiera que Julia no hubiera vivido esos últimos días.
A veces es martes por la tarde, en un mes de febrero. Ha lucido el sol y he dado un paseo.
A veces el viento helado de la sierra, las largas praderas de un Kentucky inventado, las sabias palabras de Ojos de Gris, el chamán de los knowees, y la melancolía de Muso, me llevan a Julia, a su indefensión los últimos días de su vida, a la tarde que lloraba porque la habían duchado contra su voluntad.
A veces los días saltan de año. Este martes de hoy ha sido un martes de hace casi cuatro años. He ido a visitar a Julia a la residencia de ancianos. Al llegar me ha dicho, ¡Ay, hijo, cuánto te estaba esperando! Y yo le he contestado, Pues ya estoy aquí y he besado su frente. Luego nos hemos dado la mano. Ella la tiene muy fria. Tras un silencio, ha dicho, Bueno, ya estás aquí. Y yo le he contestado, Sí, ya estoy aquí. Perdóname por no haber venido ayer. Tendrías cosas que hacer, ha dicho y yo he pensado, No, no tenía nada que hacer. Es que me duele mucho venir. Me duele tanto.
A veces pasan estas cosas. Este martes de hoy he estado con ella hasta la hora de la cena. Acabo de llegar a casa. En el trayecto han pasado casi cuatro años.
A veces el aliento de un ser muerto llena tanto el espacio que parece abrazarte y vuelve a ti y te acompaña.
A veces quisiera que Julia no hubiera vivido esos últimos días.
A veces es martes por la tarde, en un mes de febrero. Ha lucido el sol y he dado un paseo.
A veces el viento helado de la sierra, las largas praderas de un Kentucky inventado, las sabias palabras de Ojos de Gris, el chamán de los knowees, y la melancolía de Muso, me llevan a Julia, a su indefensión los últimos días de su vida, a la tarde que lloraba porque la habían duchado contra su voluntad.
A veces los días saltan de año. Este martes de hoy ha sido un martes de hace casi cuatro años. He ido a visitar a Julia a la residencia de ancianos. Al llegar me ha dicho, ¡Ay, hijo, cuánto te estaba esperando! Y yo le he contestado, Pues ya estoy aquí y he besado su frente. Luego nos hemos dado la mano. Ella la tiene muy fria. Tras un silencio, ha dicho, Bueno, ya estás aquí. Y yo le he contestado, Sí, ya estoy aquí. Perdóname por no haber venido ayer. Tendrías cosas que hacer, ha dicho y yo he pensado, No, no tenía nada que hacer. Es que me duele mucho venir. Me duele tanto.
A veces pasan estas cosas. Este martes de hoy he estado con ella hasta la hora de la cena. Acabo de llegar a casa. En el trayecto han pasado casi cuatro años.
No estaba previsto en este viaje que estuviera junto a mi hija todos los días. Desde que tenía un año me separé de su madre y desde entonces, cual reloj marcado por la justicia y las necesidades, la veo y nos vivimos cada tanto.
Al principio, yo no sabía muy bien qué hacer con ella (no me dejaron de niño jugar con muñecas) y sentía el peso de la inutilidad. Con el tiempo fui aprendiendo que lo único que un padre debe de hacer con su hija es estar junto a ella. Lo demás es secundario. Y cuando digo que un padre ha de estar con su hija es ESTAR y añadir -para eso tenemos este valioso idioma español- SER. Ser como uno es y estar con quien estás.
Han pasado los años. Violeta tiene ya doce y siempre que la tengo conmigo siento que los problemas junto a ella son menos, el miedo junto a ella se disuelve como un azucarillo y el tiempo pasa entre deberes y bromas, entre miradas y emociones. Y no quiero que se me olvide. No, no lo quiero. Porque es impresionante si escucho un piano en escala menor junto a ella y si leo una escena que ha escrito (muy bien por cierto) siento un deseo brutal de que la vida le enseñe a vivir y de que yo, en la medida de mis posibilidades, le ayude a ello y sobre todo que sepa, sin necesidad de decirlo, que cuando vengan mal dadas, estaré aquí para ponernos serios los dos y hablar cara a cara de lo terrible de vivir, de lo frágiles que somos, de lo mucho que debemos aprender a perdonarnos para poder así perdonar. A mis años estoy aprendiendo, por fin, lo que es el perdón. Yo, que nunca había creído en él.
Ahora está en la habitación de al lado. Está estudiando. Hace un trabajo sobre las Aventuras de Tom Sawyer y a partir de la semana que viene va a ser mi profesora de inglés. Su habitación. Sus grandes ojos almendrados. Su voz. Su pasión por la lectura y su poquito de mal humor.
¡Qué hermoso es este sábado! No quiero que se me olvide.
Al principio, yo no sabía muy bien qué hacer con ella (no me dejaron de niño jugar con muñecas) y sentía el peso de la inutilidad. Con el tiempo fui aprendiendo que lo único que un padre debe de hacer con su hija es estar junto a ella. Lo demás es secundario. Y cuando digo que un padre ha de estar con su hija es ESTAR y añadir -para eso tenemos este valioso idioma español- SER. Ser como uno es y estar con quien estás.
Han pasado los años. Violeta tiene ya doce y siempre que la tengo conmigo siento que los problemas junto a ella son menos, el miedo junto a ella se disuelve como un azucarillo y el tiempo pasa entre deberes y bromas, entre miradas y emociones. Y no quiero que se me olvide. No, no lo quiero. Porque es impresionante si escucho un piano en escala menor junto a ella y si leo una escena que ha escrito (muy bien por cierto) siento un deseo brutal de que la vida le enseñe a vivir y de que yo, en la medida de mis posibilidades, le ayude a ello y sobre todo que sepa, sin necesidad de decirlo, que cuando vengan mal dadas, estaré aquí para ponernos serios los dos y hablar cara a cara de lo terrible de vivir, de lo frágiles que somos, de lo mucho que debemos aprender a perdonarnos para poder así perdonar. A mis años estoy aprendiendo, por fin, lo que es el perdón. Yo, que nunca había creído en él.
Ahora está en la habitación de al lado. Está estudiando. Hace un trabajo sobre las Aventuras de Tom Sawyer y a partir de la semana que viene va a ser mi profesora de inglés. Su habitación. Sus grandes ojos almendrados. Su voz. Su pasión por la lectura y su poquito de mal humor.
¡Qué hermoso es este sábado! No quiero que se me olvide.

Xoan Cejudo
Hace muchos, muchos años, caminábamos muy borrachos Juan Cejudo y yo por las calles de Madrid. Hacía mucho tiempo que no nos veíamos. En un momento yo cogí la mano de Juan y se la besé y mientras lloraba, le daba las gracias por haber sido mi maestro. Juan, indignado, quitó la mano y exclamó, Nunca beses la mano de un hombre. No seas gilipollas. Venga, suénate esos mocos.
Juan Cejudo es un actor maravilloso y un pedagogo a la altura de Gianni Rodari. Nos conocimos gracias a mi primera mujer, Naya González, actriz y gran persona. Cuando nos fuimos a vivir juntos ella tenía veintiocho años y yo veintitrés. Al poco conocí a Juan -que era muy amigo de Naya- y junto a él y al director y titiritero Luis Carreño comencé a escribir mi primera obra de teatro larga. Se llamaba Me persigue un misil. Los protagonistas eran Naya y Juan. Aquello acabó como el rosario de la aurora pero Juan y yo continuamos con nuestra amistad. Al poco tiempo se me ocurrió mi primer programa de radio y conseguí gracias a Miguel Gato -y a Naya que era su amiga y fue quien me lo presentó- que en aquellos momentos era director de la recién inaugurada Onda Madrid, hacer el programa piloto.
La tarde anterior llamé a Juan por si me echaba una mano en los últimos retoques al guión. El programa se llama Sinalámbrico y consistía en dramatizar la historia de la radio en España desde el año 1924 hasta nuestros días. Para ello había pensado en contar con actores, efectos de sonido y música. Porque la idea era que el programa fuera una recreación, en directo, de todos aquellos años. Juan vino, lo leyó, me miró y me dijo: La idea es muy interesante pero la forma en que lo cuentas es un puto coñazo. Yo me quedé desolado y Juan, tras una pausa bien dramática, continuó: ¿Te apetece aprender a jugar? Y entonces me di cuenta de que yo no había jugado en mi vida y le respondí que sí, que cómo no iba a querer aprender. Juan y yo estuvimos hasta la siete de la mañana rehaciendo el guión y aquellas 12 horas fueron para mí la mayor lección que me han dado jamás y no tanto por lo que aprendí sino por la generosidad de quien me abrió ese mundo. Nada se quedó para sí. Todo me lo dio. Hicimos el programa piloto sin haber dormido (él y Naya trabajaron como actores) y un mes después empezamos a emitirlo por Onda Madrid. Llegamos hasta el año 1934.
No he vuelto a tener maestro más generoso, más hermoso, más maestro. Gracias, Juan (sin besarte la mano), te recuerdo siempre y te agradezco siempre tu sabiduría.
Juan Cejudo es un actor maravilloso y un pedagogo a la altura de Gianni Rodari. Nos conocimos gracias a mi primera mujer, Naya González, actriz y gran persona. Cuando nos fuimos a vivir juntos ella tenía veintiocho años y yo veintitrés. Al poco conocí a Juan -que era muy amigo de Naya- y junto a él y al director y titiritero Luis Carreño comencé a escribir mi primera obra de teatro larga. Se llamaba Me persigue un misil. Los protagonistas eran Naya y Juan. Aquello acabó como el rosario de la aurora pero Juan y yo continuamos con nuestra amistad. Al poco tiempo se me ocurrió mi primer programa de radio y conseguí gracias a Miguel Gato -y a Naya que era su amiga y fue quien me lo presentó- que en aquellos momentos era director de la recién inaugurada Onda Madrid, hacer el programa piloto.
La tarde anterior llamé a Juan por si me echaba una mano en los últimos retoques al guión. El programa se llama Sinalámbrico y consistía en dramatizar la historia de la radio en España desde el año 1924 hasta nuestros días. Para ello había pensado en contar con actores, efectos de sonido y música. Porque la idea era que el programa fuera una recreación, en directo, de todos aquellos años. Juan vino, lo leyó, me miró y me dijo: La idea es muy interesante pero la forma en que lo cuentas es un puto coñazo. Yo me quedé desolado y Juan, tras una pausa bien dramática, continuó: ¿Te apetece aprender a jugar? Y entonces me di cuenta de que yo no había jugado en mi vida y le respondí que sí, que cómo no iba a querer aprender. Juan y yo estuvimos hasta la siete de la mañana rehaciendo el guión y aquellas 12 horas fueron para mí la mayor lección que me han dado jamás y no tanto por lo que aprendí sino por la generosidad de quien me abrió ese mundo. Nada se quedó para sí. Todo me lo dio. Hicimos el programa piloto sin haber dormido (él y Naya trabajaron como actores) y un mes después empezamos a emitirlo por Onda Madrid. Llegamos hasta el año 1934.
No he vuelto a tener maestro más generoso, más hermoso, más maestro. Gracias, Juan (sin besarte la mano), te recuerdo siempre y te agradezco siempre tu sabiduría.
Ventanas
Seriales
Archivo 2009
Escritos de Isaac Alexander
Fantasmagorías
Cuentecillos
Meditación sobre las formas de interpretar
¿De Isaac Alexander?
Libro de las soledades
Colección
Apuntes
Archivo 2008
La Solución
Aforismos
Reflexiones para antes de morir
Haiku
Recuerdos
Reflexiones que Olmo Z. le escribe a su mujer en plena crisis
Sobre las creencias
Olmo Dos Mil Veintidós
Listas
El mes de noviembre
Jardines en el bolsillo
Olmo Z. ¿2024?
Saturnales
Agosto 2013
Citas del mes de mayo
Marea
Sincerada
Reflexiones
Mosquita muerta
El viaje
Sobre la verdad
Sinonimias
El Brillante
No fabularé
Perdido en la mudanza (lost in translation?)
Desenlace
El espejo
Velocidad de escape
Derivas
Carta a una desconocida
Sobre la música
Biopolítica
Asturias
La mujer de las areolas doradas
La Clerc
Lecturas en alta voz
Las manos
Tasador de bibliotecas
Ensayo sobre La Conspiración
Leonora y el húsar
Archives
Últimas Entradas
Enlaces
© 2008, 2009, 2010, 2011, 2012, 2013, 2014, 2015, 2016, 2017, 2018, 2019, 2020, 2021, 2022, 2023, 2024 y 2025 de Fernando García-Loygorri, salvo las citas, que son propiedad de sus autores
Diario
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 23/03/2011 a las 12:19 |