Inventario

Revista literaria y artística escrita y dirigida por Fernando Loygorri
Cuando le conocí no tendría aún los veinticinco años, yo debía de andar por los treinta y muchos. Era guapo, de una belleza fría y tenía un ojo de cada color sólo que ambos colores eran claros -verde y azul claros- y tenías que fijarte mucho para descubrirlo. En todo caso no importaba que no fueras observador porque él ya se iba a encargar de contártelo a la primera ocasión que encontrara y si no la encontraba la fabricaba. Ese narcisismo lo descubrí tiempo después. Nos conocimos en una de las veladas que organizaba Carlo Delol en su casa de la calle del Almirante Lezo, cerca del Senado, en el Madrid de los de los Austrias. Acababa de aterrizar en la capital desde su Mundaka natal, en Vizcaya, con el imponente reto de hacerse un hueco en la profesión que había elegido: una profesión -todo hay que decirlo- en la que el esfuerzo poco tenía que ver con el éxito; una cara bonita solía ser el camino más recto para triunfar y si a eso le añadimos don de gentes y una buena disposición a que otros usen tu cuerpo como carta de presentación miel sobre hojuelas.
Corrían los años noventa y Carlo, en aquella velada en su casa, nos lo presentó como un pariente lejano y por lo tanto un mancebo al que tomaba bajo su protección porque Carlo Delol hacía creer en aquella época a los recién llegados a sus veladas  que él era un protector de los jóvenes talentos, un promotor. Si además luego se los podía llevar a la cama mejor que mejor. Era una época en la que aún la homosexualidad no estaba tan aceptada como ahora y por lo tanto todos esos enredos amorosos quedaban a la luz de comentarios velados, ingeniosidades de salón; añádase que Carlo nunca había declarado su condición homosexual, siendo como era un hombre mucho mayor que nosotros, de la vieja escuela, al que le gustaba más la ambigüedad que la evidencia. Nos lo presentó pues como un sobrino tercero; nos dijo tras aparecer en el salón, levantarse él y darle un cariñoso abrazo de bienvenida, Os presento a mi sobrino tercero Gorka Muñárriz que viene a hacer carrera, ¡pobre mío! Y rió Carlo con esa jocosidad tan bien aprendida en los salones de sus antepasados, aquellos banqueros que compraban títulos de vizconde a mediados del siglo XIX y urdían una genealogía que los alejara lo máximo posible de su origen judío. Gorka saludó con seguridad y por primera vez pude apreciar en él  esa sonrisa que no nace en la mirada sino bajo la nariz y que provoca una sensación cercana al desagrado porque mientras el último tercio de la cara sonríe los otros dos tercios permanecen hieráticos, con una expresión neutra que a mí me recordaba la frialdad del metal.

Cuento

Tags : El Vendedor Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 12/10/2018 a las 21:02 | Comentarios {0}








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