Así le dijo: "Sobre este palpitar maldito arderá tu corazón". Y le lanzó al mundo en las horas previas a su destrucción. Creció rápido, descreído. Miraba el mal y lo aventaba. A su alrededor se pudrían las esperanzas y pronto un seco olor a descomposición traía la peste. Vistió siempre de negro. Buscó siempre la sombra y en lo espeso se sintió a gusto, sabiendo que nada había que hacer, que su destino se cumpliría como hasta entonces todos los destinos se habían cumplido en la era de los hombres. Tuvo tiempo de buscar la redención en viejas tradiciones convertidas en novedosas por el azar del mundo; quiso rezar como alguna vez había visto en oratorios románicos, a la vera de una senda que nadie ya pisaba, en una iglesia derruida en donde aún quedaban, aquí y allá, capiteles con figuras de demonios como si el hombre antiguo, habituado al despojo, supiera qué es lo que se debe enseñar a los niños. Quiso creer, se lo aseguraba a sí mismo cada mañana durante toda una estación. Al amanecer agradecía a una energía absoluta y envolvente la condición de su sangre circulando, de sus músculos ejerciendo su función mecánica, de su linfa, transportadora del más preciado bien del mamífero; admiraba un rato sus gónadas, repletas de semen con su proporción de oro y su falo, erecto en la mañana, dispuesto para el baile en las cuevas de las hembras; desayunaba frutas y se alteraba con los frutos del café; y se lanzaba cubierto con sonrisas y se perfumaba las manos para evitar los contagios y se calzaba los pies para que no se vieran sus pezuñas de cabrón y cuando creía que la creencia le otorgaría el perdón; cuando elevaba una prez al cielo con una sonrisa despiadada en los labios; cuando el granizo empezó a caer entre las piernas de la mujer que sin su aquiescencia acababa de ser traspasada por él y le horadó el útero y la mató de frío por dentro, agarrada a sus muslos como una perra frígida a quien los años han abandonado, entonces él gritó y supo que había llegado el momento de ese pálpito maldito, de esa ira ciega que devasta hasta lo que no conoce. No fueron necesarios los diluvios, ni las lenguas de fuego arrasaron los bosques, ni las piedras crujieron hasta hacer su sonido insoportable; ni los fetos se abortaron; ni las bestias locas de conciencia y tesón se lanzaron contra las ciudades; ni tembló la tierra; ni cayeron los rascacielos; ni se elevaron gemidos en todos los confines del globo. Nada de eso hizo falta. Fuegos de artificio de la melancólica imaginación de los hombres eran aquellas elucubraciones del horror. Porque éste, queridos niños, es mucho más callado, es mucho más astuto, nunca hace alardes, se va colando en vuestras casas, en vuestras vidas, en vuestros alimentos, en vuestras tentaciones y se queda ahí larvado, atento al instante preciso en que su aguijón se clava entre vuestros ojos y os inyecta el veneno de la muerte y empezáis a danzar, malditos, alrededor del palpitar de vuestro corazón hasta que sólo queda una mirada vacía en un cerebro podrido que alguna vez, quizá, atisbó la tétrica armonía del Mundo.
					 
				 
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Narrativa
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 22/03/2012 a las 21:08 |