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Al no saberlo no puedo describirlo, ni puedo escribirlo como sí hizo Virginia Woolf en su precioso ensayo Una habitación propia aunque ella arguyera que no sabía cómo escribir sobre la mujer y la novela por lo mucho que abarcaba el enunciado por lo poco que sabía sobre el tema. Sí sabía. La belleza de su discurso amparaba su ignorancia y lo aclaraba.
No sé que es y me provoca desamparo (desamparo de mí). Me viene a la memoria otro monstruo del pensar Wittgenstein cuando escribía (más o menos) que todo lo que se podía decir podía ser y que por lo tanto todo lo que no se puede decir no puede ser ¿Cómo puede ser entonces que yo tenga algo que no puedo decir? Reduciendo al absurdo el pensamiento llegaría a la conclusión de que si no lo puedo decir, nada tengo y si llegara a esa conclusión sería que lo que no sé que tengo es el vacío (que tampoco sería porque se puede decir).
No sé qué tengo y lo tengo desde niño. Recuerdo que lo tenía cuando pasaba las horas de la tarde escuchando el sonido del celofán entre mis dedos; lo tenía en los largos recreos solitarios y cuando por salir de clase me arrancaba los dientes; lo tenía más tarde sin saber qué era, sin ponerle nombre cuando en la adolescencia pude besar a una muchacha y salí corriendo por el miedo a saber el beso, a conocerlo. No sé por qué porque no fue vergüenza o timidez es algo más allá, es algo sin nombre, en algo sin ser.
Y eso que no sé qué es marca a fuego las horas de mi vida. De tan invisible pesa como el mercurio y parece que se husmea a la distancia. Diría que es pavoroso si me diera miedo. Diría que es asqueroso si sintiera náuseas. O diría que es hermoso si sintiera la belleza cuando acampa en mis alrededores. No siento nada, sólo la inquietud de saber que está ahí otra vez y que no sé qué, os lo juro, no sé qué es.
				 Al no saberlo no puedo describirlo, ni puedo escribirlo como sí hizo Virginia Woolf en su precioso ensayo Una habitación propia aunque ella arguyera que no sabía cómo escribir sobre la mujer y la novela por lo mucho que abarcaba el enunciado por lo poco que sabía sobre el tema. Sí sabía. La belleza de su discurso amparaba su ignorancia y lo aclaraba.
No sé que es y me provoca desamparo (desamparo de mí). Me viene a la memoria otro monstruo del pensar Wittgenstein cuando escribía (más o menos) que todo lo que se podía decir podía ser y que por lo tanto todo lo que no se puede decir no puede ser ¿Cómo puede ser entonces que yo tenga algo que no puedo decir? Reduciendo al absurdo el pensamiento llegaría a la conclusión de que si no lo puedo decir, nada tengo y si llegara a esa conclusión sería que lo que no sé que tengo es el vacío (que tampoco sería porque se puede decir).
No sé qué tengo y lo tengo desde niño. Recuerdo que lo tenía cuando pasaba las horas de la tarde escuchando el sonido del celofán entre mis dedos; lo tenía en los largos recreos solitarios y cuando por salir de clase me arrancaba los dientes; lo tenía más tarde sin saber qué era, sin ponerle nombre cuando en la adolescencia pude besar a una muchacha y salí corriendo por el miedo a saber el beso, a conocerlo. No sé por qué porque no fue vergüenza o timidez es algo más allá, es algo sin nombre, en algo sin ser.
Y eso que no sé qué es marca a fuego las horas de mi vida. De tan invisible pesa como el mercurio y parece que se husmea a la distancia. Diría que es pavoroso si me diera miedo. Diría que es asqueroso si sintiera náuseas. O diría que es hermoso si sintiera la belleza cuando acampa en mis alrededores. No siento nada, sólo la inquietud de saber que está ahí otra vez y que no sé qué, os lo juro, no sé qué es.
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Diario
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 23/09/2010 a las 23:14 |