¿Dónde estaba la señal? Cuando habla atiende esa llama cerebral, esa intuición a priori, la descarga eléctrica que despierte la atención del mamífero. Cuando escucha, Te echo de menos hay una conexión directa entre su oído, su cerebro y su verga. Entonces sonríe y la tarde adquiere la consistencia de las olas (undosa tarde/ gime en mi oído su gemido/ y jalea con el vuelo de los vencejos/ la humedad y su pubis.)
Hay en el aire de esta mañana el peso del calor y la música de un músico canadiense que se arruinó dos veces; una constelación de estrellas invisibles por el azul se desplaza de nuevo hacia su origen; la agonía del segundo anterior ha dejado de tener interés; el olor suyo invade el salón. ¿Son esas las señales? Entonces se dice: esta mañana sugerí en el paseo de las nueve y media al perro que gruñía tras la verja que debía mover más el rabo y cuando me acercaba a la vuelta de la esquina, donde los gatos toman el sol, me sorprendió la cercanía de la encina y la sobriedad de sus labios. Luego tuve el impulso de sentarme y juguetear con una lata de cerveza vacía. Sólo cuando vi acercarse a la mujer con mellizos recordé que ya no era un niño y que nunca más iría montado en cochecito. En calle de los Pijos recordó a su hija y una imagen que ella había escrito: Bajo la luna llena la nevera con cadáver se hundió en el lago. Así era por mucho que la noche anterior, en conversación, las cuitas de los hombres surgieran y fueran latigazos al corazón y camas solas y paseos y faros y desdenes y carencia y fin y ¡ay!
Ahora ha vuelto y al mirar el tiempo lo ha descubierto capicua. Va a estudiar otra lengua. Va a alimentar al sauce japones. Va a desear que las nubes que parecían venir del norte se vayan asentando para que quizás esta nueva tarde, esta tarde única para siempre, irrepetible y no eterna (nada podrá ya ser eterno), la tormenta se haga oír y el perrillo, ancestral en sus miedos, se meta bajo la mesa, con las orejas pegadas y gachas a la espera de que el horror de los truenos abandone el pueblo y todo vuelva a ser como antes, cuando el cielo no amenazaba con resquebrajarse y caer a pedazos sobre el mundo.
Hay en el aire de esta mañana el peso del calor y la música de un músico canadiense que se arruinó dos veces; una constelación de estrellas invisibles por el azul se desplaza de nuevo hacia su origen; la agonía del segundo anterior ha dejado de tener interés; el olor suyo invade el salón. ¿Son esas las señales? Entonces se dice: esta mañana sugerí en el paseo de las nueve y media al perro que gruñía tras la verja que debía mover más el rabo y cuando me acercaba a la vuelta de la esquina, donde los gatos toman el sol, me sorprendió la cercanía de la encina y la sobriedad de sus labios. Luego tuve el impulso de sentarme y juguetear con una lata de cerveza vacía. Sólo cuando vi acercarse a la mujer con mellizos recordé que ya no era un niño y que nunca más iría montado en cochecito. En calle de los Pijos recordó a su hija y una imagen que ella había escrito: Bajo la luna llena la nevera con cadáver se hundió en el lago. Así era por mucho que la noche anterior, en conversación, las cuitas de los hombres surgieran y fueran latigazos al corazón y camas solas y paseos y faros y desdenes y carencia y fin y ¡ay!
Ahora ha vuelto y al mirar el tiempo lo ha descubierto capicua. Va a estudiar otra lengua. Va a alimentar al sauce japones. Va a desear que las nubes que parecían venir del norte se vayan asentando para que quizás esta nueva tarde, esta tarde única para siempre, irrepetible y no eterna (nada podrá ya ser eterno), la tormenta se haga oír y el perrillo, ancestral en sus miedos, se meta bajo la mesa, con las orejas pegadas y gachas a la espera de que el horror de los truenos abandone el pueblo y todo vuelva a ser como antes, cuando el cielo no amenazaba con resquebrajarse y caer a pedazos sobre el mundo.

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Tags : Agosto 2013 Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 16/08/2013 a las 10:53 |