Inventario

Revista literaria y artística escrita y dirigida por Fernando Loygorri
Cuando era niña me sorprendía que a mi abuela le gustara el jazz. Muchas tardes -mi imaginación me apunta que era todas las tardes. Ya no hago caso a mi imaginación-  al volver del colegio, me la encontraba sentada en la sala, en la butaca que había sido del abuelo, frente al tocadiscos, con un cigarrillo en la mano, los ojos cerrados y escuchando, por ejemplo, Round Midnight en un concierto en Montreal de Charlie Haden. A mí el contrabajo de Haden, la cadencia de las notas y el contrapunto del saxo de Ornette Coleman, me provocaban un estado de hambre que nunca llegué e entender. Recuerdo que en el trecho que mediaba entre la puerta de entrada y la puerta de la sala, cuando la melodía se iba haciendo más y más clara, a mí se me iba abriendo un boquete en el estómago y lo que deseaba era correr a la cocina e hincharme a tostadas con mantequilla y mermelada de arándanos. Nunca lo hice. Sé que mi abuela no habría permitido la alteración de la rutina que consistía en que yo fuera a la sala, me acercara a ella, la besara en la frente y me dijera, ¿Has tenido buen día? Anda, cámbiate y espérame en la cocina. Y yo lo hacía así. Muerta de hambre, soñando el sonido crujiente de la tostada, iba a mi habitación me quitaba el uniforme y me ponía la ropa de andar por casa. La ropa de andar por casa...  Mi abuela nunca se levantaba antes de que terminara el tema. Esto sí lo puedo asegurar: tan sólo una vez dejó un tema a medio escuchar. Fue cuando el abuelo, muy enfermo ya, tuvo un acceso de flemas. Serían las cinco y cuarto de la tarde. Mi abuela escuchaba el All Blues de Miles Davis -le encantaba Miles Davis; decía que la trompeta de Miles Davis era la antítesis de las trompetas que anunciarán el Juicio Final; decía la abuela que si Dios hubiera escuchado a Miles Davis no habría inculcado en sus hagiógrafos sonidos de trompetas para anunciar el fin del mundo; quizá, decía, lo habría anunciado con el saxofón de John Coltrane en su A Love Supreme- y estaba nerviosa. No era una mujer que temiera la muerte pero sí la despedida. Mi abuela sabía que en cuanto mi abuelo hubiera muerto, ella seguiría en la vida. Haría lo que tenía que hacer. Lo único que mi abuela no supo hacer nunca fue despedirse. O como dicen ahora los modernos psicólogos mercantilistas: gestionar el momento de la despedida. Así es que mi abuela escuchaba All Blues de Miles Davis. Según las versiones el tema dura unos once minutos. Empieza con mucho swing; lentamente la trompeta de Miles Davis, que acaricia el oído, que sosiega el corazón y permite dar caldas lentas al cigarrillo, va entonando su melodía que tiene tanto de nostalgia que casi se diría una oda al adios. A los dos minutos se produce una modulación y las notas ya no se enlazan como si fuera un bajo continuo sino que cada una empieza a tomar cuerpo, como si dijeran aquí estoy, ésta soy yo. El volumen aumenta. Aparecen ligeros gritos -aullidos decía mi abuela- que intentan calmarse, que intentan obedecer a la batería y al piano que van marcando un ritmo constante como ajeno al mundo. Entonces la trompeta calla para que el saxo ejerza su dominio. Fue en ese intercambio de protagonismos -a los cuatro minutos aproximadamente- cuando mi abuelo entonó su último estertor. Mi abuela lo escuchó y tarareó el tema; quería -me contó años más tarde- que la melodía llegara a los pulmones de mi abuelo y le insuflaran el aire que él ya no podía respirar; quería -me dijo con la misma mirada ida que tuvo aquella tarde- que no se fuera todavía; quería que no llegara el momento de la despedida.

Miles Davis
Miles Davis

Cuento

Tags : Desenlace Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 03/01/2014 a las 12:04 | Comentarios {2}








Búsqueda

RSS ATOM RSS comment PODCAST Mobile