Documento 9º de los Archivos de Isaac Alexander. Julio 1946. Port de la Selva
				 
				 Pasados los nefastos días me encuentro de nuevo con mi suerte.
				 
				 La condesa Pepa de Montmercy ha tenido la delicadeza de ofrecerme una estancia en su masía de Port de la Selva durante el estío de este año de 1946.
				 
				 Yo le he ofrecido como pago a su cortesía el entretener sus noches con viejas historias que habré de contarle de memoria (todos mis libros fueron quemados. Todos mis escritos se los fumó el humo de las hogueras) y alegrar su tupido vergel con los sones de mi flauta si así lo desea. 
			 
			 Quince de julio 1946
    Hoy la he visto por primera vez. Ha sido a la caída de la tarde. Estaba solo, sentado en el porche delantero de la masía. Pepa se había marchado al pueblo a hacer unas compras y yo me había quedado traduciendo una serie de pintadas amatorias pompeyanas. El pompeyano tenía fama de saber amar o sencillamente fornicar y vivir la vida y resulta comprometedor que una ciudad con esos mimbres acabara sepultada bajo la lava del Vesubio. No sé si la búsqueda del goce conlleva, en último extremo, su encuentro y aún menos me atrevo a afirmar que ese encuentro devenga en felicidad. 
Había decidido al iniciar esta segunda crónica glosar algunas de las pintadas de estas gentes y lo haré, algún día lo haré, quizá mañana mismo o esta misma tarde, cuando anochezca, antes de que vuelva Pepa y nos pongamos con el trajín de las cenas. Me ha despistado y me ha sacado de mi embeleso suditaliano, la aparición de una guineu en lo alto del camino. Guineu es zorra en catalán. Prefiero la guineu a la zorra y también le otorgo sexo femenino sin saberlo a ciencia cierta. Es de pelo rojizo y está muy delgada. Imagino que vendrá a por comida porque no quiero imaginar que venga por mí. Sería muy inspirador, en todo caso, un apólogo que se titulara La guineu y el judío. La guineu se ha sentado con el cuerpo muy erguido y las orejas muy tiesas. La distancia no llega a los cien metros -distancia en todo caso suficiente para que ella se sienta segura- entre ella y yo. Su presencia me ha alejado de aquellos tiempos del siglo I y me ha traído a estos tiempos y a un recuerdo que ha surgido como una llama en la noche.
Debía de ser muy pequeño. No creo que llegara a tener ni un año porque el tiempo que pasamos en Galway, al oeste de Irlanda, no llegó a los nueve meses y yo acababa de nacer. Era verano y el día era de sol. Recuerdo a mi madre desabrochándose los lazos del camisón y dándome la teta en el porche de la casa. El porche daba a un prado y tras el prado un bosque y tras el bosque el mar. Cuando terminé de mamar algo debió de ocurrir en el interior de la casa, algo que reclamaba con urgencia la presencia de mi madre porque me deja con prisa en la cuna y desaparece sin ni siquiera limpiarme su leche de mis labios. Escucho los sonidos de la tarde: el viento en la hierba, el canto de los pájaros, el vuelo incansable de los vencejos, los árboles algo más lejos y quizá por puro deseo, las olas en el mar. Con la cautela de un predador empiezo a sentir -más que oír- los pasos de un animal. No puedo verlo porque la cuna me lo impide e imagino que mi cuello aún no está preparado para soportar el peso vertical de mi cabeza. Siento, digo, esas pisadas que han venido de donde los árboles, que han atravesado la pradera y que ahora se han detenido muy cerca, muy, muy cerca de los peldaños del porche. Peldaños de madera. El primer crujido no me sobresalta. Ni tampoco el segundo. Casi no me asusta el zarandeo a la cuna. Sí pego un respingo cuando asoma por encima de la cuna el rostro de una zorra que se lame el hocico. Es un respingo pero no es un susto. No puedo asegurar que sea la primera vez que río pero sí la primera que me recuerdo reír. La guineu también ríe. O esa sensación tengo. Nos miramos a los ojos. Parece que nos entendemos. Querría que me llevara con ella un rato. Que en su lomo me llevara a conocer el bosque y me presentara en su madriguera a sus cachorros. Pero un grito rompe el hechizo entre una zorra y un crío. Desaparece su rostro y aparece tras él el de mi madre que me toma en sus brazos y me examina entero mientras me dice al oído inútiles palabras de consuelo, palabras que son las que realmente me hacen llorar.
  
					 Había decidido al iniciar esta segunda crónica glosar algunas de las pintadas de estas gentes y lo haré, algún día lo haré, quizá mañana mismo o esta misma tarde, cuando anochezca, antes de que vuelva Pepa y nos pongamos con el trajín de las cenas. Me ha despistado y me ha sacado de mi embeleso suditaliano, la aparición de una guineu en lo alto del camino. Guineu es zorra en catalán. Prefiero la guineu a la zorra y también le otorgo sexo femenino sin saberlo a ciencia cierta. Es de pelo rojizo y está muy delgada. Imagino que vendrá a por comida porque no quiero imaginar que venga por mí. Sería muy inspirador, en todo caso, un apólogo que se titulara La guineu y el judío. La guineu se ha sentado con el cuerpo muy erguido y las orejas muy tiesas. La distancia no llega a los cien metros -distancia en todo caso suficiente para que ella se sienta segura- entre ella y yo. Su presencia me ha alejado de aquellos tiempos del siglo I y me ha traído a estos tiempos y a un recuerdo que ha surgido como una llama en la noche.
Debía de ser muy pequeño. No creo que llegara a tener ni un año porque el tiempo que pasamos en Galway, al oeste de Irlanda, no llegó a los nueve meses y yo acababa de nacer. Era verano y el día era de sol. Recuerdo a mi madre desabrochándose los lazos del camisón y dándome la teta en el porche de la casa. El porche daba a un prado y tras el prado un bosque y tras el bosque el mar. Cuando terminé de mamar algo debió de ocurrir en el interior de la casa, algo que reclamaba con urgencia la presencia de mi madre porque me deja con prisa en la cuna y desaparece sin ni siquiera limpiarme su leche de mis labios. Escucho los sonidos de la tarde: el viento en la hierba, el canto de los pájaros, el vuelo incansable de los vencejos, los árboles algo más lejos y quizá por puro deseo, las olas en el mar. Con la cautela de un predador empiezo a sentir -más que oír- los pasos de un animal. No puedo verlo porque la cuna me lo impide e imagino que mi cuello aún no está preparado para soportar el peso vertical de mi cabeza. Siento, digo, esas pisadas que han venido de donde los árboles, que han atravesado la pradera y que ahora se han detenido muy cerca, muy, muy cerca de los peldaños del porche. Peldaños de madera. El primer crujido no me sobresalta. Ni tampoco el segundo. Casi no me asusta el zarandeo a la cuna. Sí pego un respingo cuando asoma por encima de la cuna el rostro de una zorra que se lame el hocico. Es un respingo pero no es un susto. No puedo asegurar que sea la primera vez que río pero sí la primera que me recuerdo reír. La guineu también ríe. O esa sensación tengo. Nos miramos a los ojos. Parece que nos entendemos. Querría que me llevara con ella un rato. Que en su lomo me llevara a conocer el bosque y me presentara en su madriguera a sus cachorros. Pero un grito rompe el hechizo entre una zorra y un crío. Desaparece su rostro y aparece tras él el de mi madre que me toma en sus brazos y me examina entero mientras me dice al oído inútiles palabras de consuelo, palabras que son las que realmente me hacen llorar.
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Ensayo
Tags : Escritos de Isaac Alexander Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 09/08/2016 a las 13:17 |