Inventario

Revista literaria y artística escrita y dirigida por Fernando Loygorri

Decimosexto día


Cuando pelaba patatas mi madre parecía una gran señora. Las mondas no eran tan sólo la piel de la patata sino que solía coger bastante del tubérculo. Mi madre decía, Nunca te hagas el pacato al pelar patatas o al cortar queso; si cuando cortes queso queda algo de él junto a la corteza, yerguete y se un señor. Claro, estas cosas las decía cuando ya llevaba su tercer vaso de vino y el rojo iluminaba de púrpura sus mejillas.
Mi madre se llamaba Wislawa y cuando la recuerdo siempre se me aparece a sus cuarenta años; vestía, como he escrito en otro capítulo de esta colección, con mucha sobriedad y con cierta pacatería y aún así no podía ocultar su pecho generoso, su cintura estrecha y sus caderas maduras; mi madre tenía un auténtico óvalo en su cara, sus cejas eras finas, sus ojos grandes y negros estaban quizás un poco separados de más; sus labios gruesos -que siempre me hicieron evocar ciertas aventuras de un antepasado nuestro que se hizo a la mar con unos corsarios ingleses y que llegado hasta América del Sur se encontró con una nativa de la que mi madre heredó el grosor de sus labios- hacían que su boca tuviera tal atractivo erótico que siempre he sentido cierta desconfianza con respecto de las personas de labios finos -como yo mismo que debo haber heredado los labios de mi padre agregado cultural en la embajada española-; las manos de Wislawa eran grandes y nervudas y al final de sus días eran en todo semejantes a los sarmientos debido a una artritis que la hundió en una larga agonía de dolores y maldiciones; las piernas de mi madre eran largas y lucían los tres huecos que según los estetas han de tener unas piernas perfectas de mujer: el primero en la parte superior de los muslos; el segundo a la altura de las corvas; el tercero en los tobillos; los pies de mi madre eran como sus manos y acabaron sufriendo los mismo dolores y provocaron las mismas maldiciones; recuerdo su olor cuando me dejaba dormir en su cama -muy pocas veces me dejó dormir junto a ella. Decía que si me dejaba me convertiría en el perrito faldero de la primera mujer que me hiciera tilín- era un olor dulce e intenso, diría que era un olor fuerte, un olor que tenía algo de selva tras el monzón o algo de desierto en la época más seca; un olor extremo diría; un olor animal; su aire era elegante, con cierta soberbia en su modestia al vestir; su movimiento con intensidad de tempo forte sugería al mismo tiempo un algo de leve como si una música militar hubiera sido arreglada para un baile de puesta de largo; yo no podría asegurar que mi madre no fuera inteligente sólo que siempre he tenido la impresión de que una persona que llora muchas noches al meterse en la cama y que además llora a escondidas, no puede ser muy inteligente porque por inteligente yo entiendo a la persona que se adapta al medio y lo acepta y lo lleva y yo tuve la impresión, desde muy niño, desde que recuerdo los llantos largos, inconsolables y en sordina de mi madre de que había en su vida una carencia que la devastaba hasta el punto de que casi cada cada noche de su vida lloró. Su alma polaca quizá.
Hablo tanto de mi madre porque murió hace hoy dieciséis días, murió justo el día que yo empecé a trabajar como guardés de este museo; necesito tanto este empleo que no he podido acudir a su incineración, ni tan siquiera se me ocurrió decírselo a mis jefes; pensé que a ella ya le daría igual que fuera a visitarla pasado un mes desde su muerte; tampoco hubiera podido pagarme el billete hasta Tirana; yo no sabía que ella iba a morir tras su confesión de que siempre le había encantado mamar pollas diplomáticas; y me daba vergüenza reconocer que no había ido a su último adiós y por eso dejé entrever que había estado junto a ella hasta el final; no estuve con ella hasta el final; ni me contó esa afición suya en su lecho de muerte; me lo contó en una nochebuena, hace ya unos años, borracha perdida y muerta de risa; sí, he inventado que estuve a su lado, y lo siento; sólo que pasan los días y me da la sensación de que cuando llegue ya nada de ella quedará en la urna; que su olor, su esencia, su como quiera llamarse se habrá evaporado ya y se estará alejando de este mundo que yo piso aún, lo piso de una manera mucho más irreal porque ella era uno de los cabos que me ataban a la realidad. Ya está dicho. Yo Olmo Z., hijo de Wislawa Z., no he estado en la incineración de mi madre y no sé cuándo podré viajar hasta Tirana para abrazarme a la urna donde reposan sus cenizas y pedirle perdón por todo el dolor que mi ausencia le haya podido causar.

Narrativa

Tags : Colección Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 16/08/2014 a las 22:44 | Comentarios {0}








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