Inventario

Revista literaria y artística escrita y dirigida por Fernando Loygorri

A mi hermano Antonio


Mi Familia
Mi madre, María Teresa, May para los amigos, termina de hacer el cocido y coloca en un plato el chorizo, la morcilla, el pollo y la carne de morcillo. Cuando lo voy a coger para llevarlo a la mesa me dice que no, que mejor lleve la sopa, que el plato quema mucho y que ella tras ponernos los paños calientes en las piernas de mi hermana y de mí cuando éramos niños, apenas siente el calor. Mi madre adora a sus nietos y sus nietos la adoran a ella. Mis tres hermanos Antonio, Lourdes y Alfonso también la adoran. Yo, aunque he mantenido con ella una relación más conflictiva, la quiero muchísimo y me hubiera gustado demostrárselo más veces.
La tía Isabel, mujer de mi tío Carlos, parece defenderse de su bonhomía con un carácter casi endiablado. Como toda persona buena que se defiende basta una caricia, una broma, una sonrisa para que toda su defensa se desmorone y surja lo que es: una mujer todo corazón como cuando éramos niños y junto al tío Carlos nos llevaban al monte del Pardo y en un lugar que llamábamos La Ponderosa, en memoria de una serie de televisión muy famosa en los '60 llamada Bonanza, nos hacía reír y se reía y parecía su risa una tormenta de verano.
Mi hermano Antonio, el mayor, se ha convertido con los años en un hombre bueno y tranquilo. No hay más que verle cómo se comporta con sus hijos Nacho y Álvaro y cómo ha asumido su papel de hermano mayor y todo lo que ello conlleva. Ayer me propuso ir con él a una casa que tienen en Auñón, en la provincia de Guadalajara, un lugar hermoso a los pies de la Alcarria. En el trayecto de ida fuimos hablando de asuntos banales. Luego vimos la semifinal del europeo de baloncesto y a la vuelta, aprovechando un atasco que se generó por generación espontánea en la carretera, mantuvimos una conversación muy hermosa, muy sentimental que me llevó a la cama con la grata sensación de sentirlo cerca.
Mi hermana Lourdes es un torbellino, siempre lo fue. Es una mujer bonita y optimista, algo ingenua quizá, que atesora una fuerza extraña la cual le permite afrontar la vida sin demasiados aspavientos. Madre de dos hijos estupendos, esposa de Juanjo un marido difícil con un corazón de chocolate. La risa de mi hermana contagiaría a un pelotón de fusilamiento y haría imposible que pudieran disparar.
Mi hermano Alfonso es el pequeño y el más grande. Desde un momento de nuestras vidas mantenemos una relación cortante, fría y áspera. No sé muy bien por qué. Tiene para mí grandes cualidades: es trabajador, bueno, deportista, sensible al arte y la literatura, gran cocinero –como nuestro padre- y un tío de sus sobrinos excelente. Quizás esa distancia entre nosotros venga dada porque nos parecemos en lo peor de nosotros mismos y quizá también en lo mejor.
Pilar, la mujer de mi hermano Antonio, es una de las personas más bellas que he conocido jamás tanto física como espiritualmente (si nos atenemos a la vieja dualidad humana). Desde que la conocí sentí por ella una gran admiración, sobre todo por su discreción, la cual se rompía en mil pedazos cuando nos emborrachábamos y entonces surgía (imagino que seguirá surgiendo) una mujer divertida, atrevida, una chiquilla con ganas de abrazar al mundo. Trabajadora incansable, gran compañera de mi hermano, hija de las de antes, madre de las de siempre.
Juanjo, el marido de mi hermana, es un clásico cascarrabias con el corazón más grande que quepa en un pecho. Porque cuando se habla de corazón grande se habla de hechos, de acciones, de generosidad y de coraje y todo eso le sobra y de nada de ello alardea.
A Nacho, el hijo mayor de Pilar y Antonio, le recuerdo de niño cuando jugaba a tirarme la pelota en el cuarto de Alfonso. Luego fue creciendo y se ha convertido en un chico alto, guapo y cariñoso quizá su cualidad (de las que conozco) más sobresaliente a una edad en la que uno no hace más que mirarse el ombligo.
Álvaro, el pequeño es, como se decía antes, una culebrilla. Hay que escucharle bien, hay que observarle bien. Tiene una mirada sobre las cosas muy particular y hay veces en que sus frases son sentencias ¡Ah, y su humor, su humor de niño!
Nicolás, el hijo mayor de Lourdes y Juanjo, trece años y un atolondramiento que lo hace entrañable. Me gusta cómo se relaciona con sus padres y con su abuela. Me gusta su risa. Me gusta su alegría de vivir. Y la verdad, me gustaría verle jugar un día al fútbol. Todos dicen que es un crack.
Paula, la menor, es como una muñeca de porcelana con una voz algo rota; esa distorsión crea en ella a un ser muy particular, muy rico, muy abrazable. Se me ocurre siempre que la veo el adjetivo pizpireta.
Violeta, la hija única de Concha y de mí, es la luz.

Narrativa

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 20/09/2009 a las 11:30 | Comentarios {0}


Las imágenes en el noticiario de las nueve muestran unos camiones cisterna cargados con leche en unos campos belgas. La protesta de los ganaderos consiste en regar esos campos con la leche de los camiones cisterna. Son miles y miles de litros de leche fresca derramada sobre esos campos en barbecho. Ha sido hoy.

Aclaración: la demagogia es por mi parte. Pobres ganaderos belgas que no tienen mejor forma de protestar que tirar a la mierda un alimento que, por ejemplo, ayudaría a superar la hambruna en Centro África donde por cierto esa hambruna está surgiendo porque ha bajado la venta de diamantes para los lindos anillos de matrimonio de los pobres occidentales (¡Dios, otra vez caí en la demagogia)

Ensayo

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 18/09/2009 a las 23:40 | Comentarios {1}


Estaba allí, tumbada; Si no hubiera sabido que estaba muerta pensaría que dormía; pero estaba muerta, muerta desde hacía cinco minutos.
Sentado a la altura de su rostro, Miroslav lloraba ovillado; por sus muñecas se deslizaban lentamente las lágrimas como la noche se deslizaba por las paredes de la casa. De vez en cuando Miroslav sufría ligeras convulsiones provocadas por la falta de aire en los pulmones y por el frío que inunda el cuerpo tras haber llorado mucho. También tenía miedo por el silencio, por la soledad, por el hambre, por el invierno.
Lejos se escuchaban aún cruces de disparos. Pero ya lejos.
En esa postura encorvada, reconcentrado en sí mismo, como si no quisiera atender al mundo que le rodeaba, el muchacho se mantuvo inmóvil hasta que la helada de la noche entró por las ventanas y el frío se le hizo insoportable. Entonces se levantó, se frotó las manos, encendió el fogón de la cocina con unas pocas ramas y se alumbró con un par de cabos de vela. El calor y la penumbra le hicieron recordar su anhelo de ser médico, la alegría de su madre y el apoyo del viejo doctor Faruk que le permitió hojear sus libros de anatomía. Pero de nada habían servido sus escasos conocimientos para mantener viva a su madre tras ser abatida por los disparos de un soldado. Había descubierto la trayectoria de la bala, los órganos que había interesado, la gravedad del caso. Supo que si no se la operaba moriría sin remedio.
- Miroslav, ¿puedes salvarme?.
- No lo sé.
Pero ella, a cada segundo con menos fuerza, se aferró a su penúltimo aliento para animarle: "¡Inténtalo, hijo, inténtalo".
Cuando Miroslav la arrastraba hacia el interior de la casa ya había tomado su decisión. Con prudencia la tumbó en el jergón, inspeccionó la herida que según sus cálculos atravesaba el pulmón derecho, giró su cuerpo por si la bala había salido por la espalda, pero no, seguramente se encontraba alojada cerca de la columna vertebral, a la altura de la cuarta vértebra torácica; entonces volvió a ponerla bocarriba, limpió el orificio de entrada y colocó sobre él un apósito para contener en lo posible la hemorragia. Antes de cauterizar la herida Miroslav besó a su madre y le dijo: "Te quiero". Ella sólo pudo sonreír.
En el silencio terrible del atardecer contrastaban las respiraciones de ambos: la de la madre apenas un suspiro, la del hijo un torrente de aire en cada bocanada. Transcurrida media hora tenía en su mano la bala; media hora después su madre moría.
Fuera nevaba, era el centro de la madrugada, parecía el mundo dormido y helado; a donde mirara sólo veía un manto blanco más blanco aún por la fría luz blanca de la luna entre nubes blancas; blanca y fría luz que iluminaba el rostro macilento de su madre y pintaba de azul sus labios. Miroslav se acercó hasta ella y la arrastró fuera de la casa; frente a la puerta de entrada la cubrió de nieve como si con ello pudiera conservar un poco más su recuerdo, su calor. Luego se quedó casi dormido y alegres duermevelas tuvo: se acercaban unos hombres, lo recogían, daban digna sepultura a su madre, lo llevaban a un lugar cálido junto a otros niños, lo ayudaban en sus estudios de medicina, volvía a su pueblo reconstruido ya como médico y la plaza, sí, la plaza del pueblo se llamaba Irina, Plaza Irina, en recuerdo de su madre.
- ¡Madre...madre...!
El día siguiente lo pasó recogiendo algunas ramas para el hogar, haciendo inventario de los alimentos, tapando con cartones los vanos de las ventanas sin cristales, lavando la sangre del jergón y subiéndose a lo alto de una pequeña loma por si veía a los hombres que irían en su busca. Así transcurrió el día siguiente.
Una semana entera estuvo sentado en el pequeño taburete, ensimismado; la desesperanza se iba adueñando de su corazón de niño. Los víveres se iban terminando. El hambre empezaba a rondarle. Intentó cazar algo por los alrededores pero el invierno lo había sepultado todo bajo la nieve, los árboles estaban desnudos y el río vacío de peces. Cada vez con más fatiga subía la loma pero ni siquiera desde allí se escuchaban los disparos de los días anteriores. Pensaba si quizá la guerra lo había destruido todo.
Vencido el miedo por el hambre se acercó hasta el pueblo y casa por casa, establo por establo buscó comida. De repente el viento le engañaba y creía oír voces, voces amigas que pronunciaban su nombre o palabras como pan, mantequilla, carne o aceite; entonces Miroslav corría, iba en busca de sus semejantes pero tan sólo hallaba viento barriendo las calles, viento golpeando contraventanas, viento silbando en una esquina, viento helando su cara, viento tañendo campanas.
Un amanecer, cuando con sus manos estaba cubriendo el cuerpo de su madre y el hambre le provocaba agudos dolores de estómago, pensó por primera vez en ello. Hasta entonces ni se le había pasado por la imaginación. No, ni por la imaginación. Descubrió el cadáver excepto la cabeza y se sentó sobre el suelo nevado; recorrió con la mirada el cuello, el pecho, las caderas, los muslos, los pies y no pudo evitar que la boca se le hiciera agua. El más terrible de los sentimientos, como si hubiera sido él el asesino de su madre, él el soldado que había apuntado al costado de su madre, él el que había escondido todos los alimentos, él el causante de la guerra, se apoderó de Miroslav, anegó sus ojos de lágrimas y lo alejó de la muerta con la poca furia que su debilidad le permitía. El niño se encaminó a la loma y en ella permaneció hasta que la noche le impidió ver y el frío le dolió hasta el grito.
Aquella noche no pudo dormir pero alcanzó un ensueño del que surgió un espíritu de rostro apacible. En un primer momento Miroslav se asustó pero el espíritu le sonrío y con un manto de berzas adornado de fresas lo cubrió y lo atrajo hacia sí. Y el espíritu le habló al oído mientras a su alrededor esparcía aroma de mermelada y leche: "Miroslav, mi pequeño médico, tus manos son diestras. Serás un buen cirujano. Pero debes saber que el futuro es para el que come y si no comes jamás podrás llegar a salvar la vida de los hombres como ya has intentado salvar la vida de Irina. ¿Tú qué crees que pensaría ella si pudiera verte en esta situación?, ¿no te dijo mil veces que haría cualquier cosa por ti?, ¿no te lo dijo?. ¿No te dio la vida una vez?, ¿no te alimentaste de ella en su seno?. ¿Por qué no habrías de hacer lo mismo ahora?. Tú ya sabes, pequeño, que la carne de los muertos se pudre y desaparece; de nada le sirve a tu madre su carne y sin embargo a ti te daría la vida que necesitas, el alimento para la vida. Come, Miroslav, come a tu madre y por siempre estále agradecido pues te habrá dado la vida dos veces". El espíritu se desvaneció con la mañana.
Aquel día Miroslav se acercó a la muerta y la cubrió de nieve. Por la noche acudió el espíritu y le repitió las mismas palabras.
Al día siguiente Miroslav, con una sierra en las manos, llegó hasta Irina pero sólo la pudo mirar. Por la noche acudió el espíritu y le repitió las misma palabras.
Al tercer día desde la aparición del espíritu Miroslav serró el muslo derecho de su madre, lo troceó, lo asó en el hogar y lo comió. El espíritu no apareció aquella noche.
Dos meses después el pequeño escuchó de nuevo los disparos. Aprisa enterró los restos del cadáver y se sentó en la loma a esperar; soñaba de nuevo un lugar cálido, los estudios de medicina en la universidad, el final del miedo. Miroslav levantó el brazo. En su mano se aireaba con la brisa del día un pañuelo blanco. Los hombres que se acercaban en un jeep lo vieron. Oyó el silbido de la bala en el aire y sintió su impacto en la cabeza. Luego cayó y creyó dormir.
Irina lo acunaba en su regazo cuando despertó. Estaba entera, hermosa como nunca, la Aurora parecía.
- Madre, ¿estamos muertos?
Irina sonrió y le besó la frente.
- Madre, ¿estoy soñando?
- ¡Qué importa, hijo, si es sueño! Estamos juntos.
- Madre, te quiero.
Miroslav cerró los ojos. Todo se fue desvaneciendo.

Cuento

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 16/09/2009 a las 12:03 | Comentarios {1}


Querido:
Ya sabes, eres tú, el que me lleva a las lágrimas mientras comemos pollo o junto al que me dejo llevar por la emoción del amor y del amar. Ni siquiera es necesario que leas esta carta porque todo lo sabes y más que no podré escribir porque como le escribe Alain Fournier a su amigo Jacques Rivière: seulement tu ne serais pas qui tu es si tu ne savais pas qu'il y a des choses qu'on ne peut ni dire ni écrire (sólo no serás quien eres si no sabes que hay cosas que no se pueden decir ni escribir). Espero entonces saber qué es lo que puedo escribir tras habernos dicho tanto, mon semblable, mon frère. Que te quiero sería decir muy poco. Que espero que un día este trajín endiablado que es vivir se calme y podamos, alegres, sonreír y mirarnos como a veces, tú sabes, como a veces... y que esta tristeza que me lleva, estos días tan confusos, esta marejada de emociones y de angustias tontas, se acaben porque por fin, por fin, amigo, acepté que no sé nada, que nunca sabré nada y, lo que quizá sea más importante, es que no hace falta saber nada.

Te decía hoy que estaba convencido de que el bueno de Sócrates se hubo de sentir triste cuando descubrió que sólo sabía que no sabía nada. A mí me pasa (no quiero con esto, como podrás comprender, compararme con él). He querido saber toda mi vida, es quizá lo que más he perseguido y ese deseo me ha llevado a esta ignorancia en cuyo fondo no veo un suelo de rocas puntiagudas prestas a atravesarme la carne sino una piscina cubierta con hermosas mujeres que nadan a espalda y hermosos hombres que nadan a braza y perros de aguas que persiguen un pato. El día que por fin me crea que no sé nada dejaré de luchar y podré comenzar a desandar el camino. El día que no sepa que hay conflicto, el día que olvide el significado de esa palabra.

Y mientras eso ocurra estás tú que te llevas jugando la amistad por amistad en cada encuentro grave, que miras de frente con una mezcla de severidad y de ternura como si en esa mirada supieras que has de cuidarme hasta el dolor ¡Amigo mío, cuánto te agradezco todos estos años!

Todo pasará y seremos viejos y quizá nos ocurra como al personaje de la abuela en la película de Bergman Fany y Alexander cuando, ya muy mayor, le comenta a su nuera que al final de su vida, después de tanto vivido y sufrido en la madurez, ahora, a punto de morir, tan sólo le importan los sucesos de cuando era niña, uno con una bicicleta o con un alfiler o con una muñeca y todo lo demás, lo que vino después, no lo recuerda, no era importante.

Espero no haber pecado de sensiblero, ni haber escrito nada inconveniente. La duda llega cada vez más dentro y aclara.

Un fuerte, muy fuerte abrazo para ti de Fernando

Ensayo

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 15/09/2009 a las 18:59 | Comentarios {0}


Háblame.
Acaríciame.
Luego
un pedazo de mirada.

Háblame,
dime si aún
sobre nosotros
sobre nosotros...

Dijo.
Se dijo
o alguien comentó
no existe el impersonal.

Háblame.
Pensó entonces
que le estaba hablando
siempre, siempre.

Háblame
por la alameda
entre las aguas
junto al lago
en el sueño.

Y así
siempre
como si supiera
siempre
qué hablar.

Háblame, dijo,
entre sábanas
también en la llanura
seca y amarilla y muerta.

Háblame,
se lo dijo al oído
cuando aún la cercanía
estaba presente.

Y así él
habló
como un torrente
que surge del deshielo
en lo alto de un gran monte
por donde el invierno
pasó sin saberlo.

Háblame, háblame, háblame.

Poesía

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 14/09/2009 a las 10:01 | Comentarios {1}


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